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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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El acusador había descubierto también a Paul Bielert. Un nerviosismo evidente se apoderó de él. La aparición del jefe del IV-2a, era siempre presagio de conflictos. ¿Habrían descubierto algo? Aquel Bielert era peligroso. Nunca se sabía dónde asestaría el golpe siguiente.

Hacía cuatro años, había habido aquella historia de la incautación. Pero no podían descubrir nada al respecto. Hacía mucho tiempo que los otros tres habían muerto, y la señora Rosen había sido ahorcada. El doctor Beckmann se estremeció. ¡Menuda lata haberse visto complicado en aquella maldita historia! Paul Bielert no era más que un insignificante K riminalsekretär.Nunca se hubiera podido suponer que aquel siniestro personaje llegaría tan arriba. El descubrimiento de que era amigo de Heydrich causó gran impresión.

Inconscientemente, el doctor Beckmann se tocó la garganta. Como hipnotizado, observó el clavel rojo que adornaba la solapa de Paul Bielert. Su mirada ascendió hasta los penetrantes ojos del jefe de la Gestapo. De repente, sintió frío. ¿Qué hacía allí aquel diabólico personaje? No podía tratarse de aquella vieja cuestión, relegada al olvido desde hacía ya, mucho tiempo.

Hizo un esfuerzo supremo para recobrar la serenidad. Estaba en una sala de justicia prusiana y no en una cloaca de la Gestapo; y él, Beckmann, era doctor en Derecho, abogado general, antiguo profesor de Universidad. No temía a la Gestapo. Y, además, ¿por qué había de temerla? Se estremeció de nuevo. ¡GESTAPO! Aquel hombre sentado allí arriba no era más que un bandido sin educación, un producto del arroyo, un piojoso Kriminalrat.Desde el punto de vista jerárquico, estaba muy por debajo del OberkriegsgerichtsratHans Beckmann, doctor en Derecho.

Decidió coger el toro por los cuernos. Con sonrisa arrogante, dirigió su mirada hacia Paul Bielert. Vio un rostro pálido, los ojos grises y helados, la boca pequeña. Lentamente, su sonrisa desapareció. Volvió la espalda a Paul Bielert, pero siguió sintiendo en su espalda los ojos del Kriminalrat.Experimentó un gran deseo de precipitarse fuera de la sala, de saltar a una barca y de remar como un loco hacia Inglaterra; el único lugar donde casi estaría fuera del alcance de las garras de Paul Bielert.

De pronto, se dio cuenta de que el tribunal esperaba sus conclusiones antes de retirarse a deliberar. Dio un gritó, como desesperado, para subrayar su irreprochable patriotismo.

– Solicito al tribunal que el acusado sea decapitado acuerdo con el artículo 197 b y el artículo 91 b penal Militar.

El doctor Beckmann se dejó caer pesadamente en un sillón. Leyó con minuciosidad varios documentos, aunque no sabía lo que buscaba.

El presidente meneó la cabeza. El tribunal se retiro a deliberar a la habitación azul, en la que siempre había flores frescas sobre la mesa. Un funcionario del tribunal había llevado un jarro de vino tinto.

El doctor Jeckstadt apartó a un lado el jarro y pidió cerveza. Cada uno encargo un litro en la cantina de oficiales. Cerveza fresca, espumosa, bebieron a grandes sorbos, se limpiaron la espuma de los labios y lanzaron una exclamación satisfecha. Después, pidieron salchichas. Se las trajeron. Pequeñas salchichas grises y anchas, que los tres introdujeron en el mismo tarro de mostaza.

– Opino que debemos aceptar la demanda de la acusación -dijo el doctor Jeckstadt con la boca llena de salchicha y de cerveza.

– Yo iba a decir lo mismo -murmuró el KriegsgerichtsratPlenge entre dos sorbos de cerveza-. Excelente cerveza -prosiguió-. No hay en todo el mundo una cerveza mejor que la alemana.

– Este es otro de los motivos por los que hacemos la guerra -explicó el doctor Jeckstadt-. El mundo entero aprenderá a beber la buena cerveza alemana.

El más joven de los jueces, el KriegsgerichtsratRing, trató, débilmente, de aplacar a sus dos colegas.

– Creo que deberíamos condenarle a ser fusilado, de acuerdo con el artículo 19c. La decapitación no es estética. Siempre duermo mal después de haber presenciado una, y el acusado nunca había dado motivos de queja hasta ahora. Ahorrémosle la decapitación, a causa de sus condecoraciones.

– Esa chatarra no cuenta -replico el presidente con hosquedad-. El acusado es un individuo turbio. Ha fomentado la alta traición, y ha rebajado la reputación del Führer a los ojos de la opinión pública al propalar bromas injuriosas.

– Por cierto, ¿de qué bromas se trataba? -preguntó con curiosidad el KriegsgerichtsratPlenge, mientras jugueteaba con la empuñadura de su jarra.

El doctor Jeckstadt miró prudentemente hacía la puerta que comunicaba con la sala de audiencias. Con prudencia, como si se tratara de un poderoso explosivo, alargó los documentos a sus asesores.

Ring fue el primero en reírse. Después, Plenge. La risa es contagiosa. Se rieron los tres. Se doblaron sobre la mesa, sacudidos por las carcajadas. Ring se golpeaba los muslos. Plenge volcó su cerveza. De repente, recuperaron la serenidad. Sus risotadas cesaron bruscamente, y el doctor Jeckstadt exclamó, escandalizado:

– Señores, nos ha hecho mucha gracia que el señor Plenge derribara su cerveza. Una risa sana es buena. -Tocó el documento explosivo-. Pero bajo ningún pretexto podemos tolerar esa clase de bromas insultantes. Es la propaganda de un enemigo al que tenemos el deber de combatir. Aceptamos las conclusiones del fiscal, solicitando la sanción más severa. Hay que hacer un escarmiento. Tenemos el deber de mostrarnos duros. La tolerancia embrutece al pueblo.

Con grandes letras y muchos arabescos, escribió: «Decapitación.» Debajo, trazó su elegante firma. Alargó el documento por encima de la mesa.

– Queridos colegas, sírvanse firmar a la derecha de mi rúbrica.

Sin reflexionar ni un momento, el doctor Plenge firmó. El doctor Ring vaciló un instante. Firmó muy lentamente, como si lamentara hacerlo.

El doctor Jeckstadt se prometió hacer trasladar a Ring a un tribuna! de excepción, en algún punto del Este, tan pronto como se presentara una oportunidad. Allí aprendería aquel lechuguino cómo funcionaba la máquina judicial. De lo contrario pronto serviría para adornar la rama de un árbol.

Los tres jueces bebieron más cerveza. También consumieron dos o tres salchichas de Turingia. El KriegsgerichtsratPlenge eructó débilmente. Prefirió fingir que no había ocurrido nada.

El doctor Jeckstadt llamó al ujier y le dictó el veredicto con la requerida solemnidad.

Los tres jueces entraron al paso de la oca en la sala 7, seguidos por el ujier, que trotaba.

Los soldados que ocupaban los bancos se levantaron de un salto. Sólo Paul Bielert permaneció sentado tranquilamente, sin dejar de fumar. Sus ojillos contemplaron, despectivamente, a los jueces que llevaban sus ceremoniosos tocados.

El Oberkriegsgerichtsratdoctor Jeckstadt miró, de reojo, al pálido jefe de la Gestapo. «¡Cretino insolente…! -pensó-. Permanecer sentado cuando nosotros, los jueces, entramos; pero esos gerifaltes de la Gestapo no tardarán en caer. Los rusos y los americanos parecen más fuertes de lo que se había creído. Pronto llegarán nuevos tiempos, y los tipos del partido y de la Gestapo se encontrarán sentados ahí.» Aquella idea le hizo sonreír. Sería maravilloso condenarlos a muerte. Evidentemente, nunca se podrá reprochar nada a los jueces. Siempre han juzgado de acuerdo con los artículos aprobados por el Parlamento. Gracias a Dios, él era juez. Siempre estaría por encima de todo aquello. Volvió a mirar a Paul Bielert ,movió la cabeza, pensativo. «Estás ahí y te sientes todopoderoso, imaginando que lo sabes todo.»

De repente, observó que los labios de Paul Bielert se entreabrían en una sonrisa sarcástica. ¿Sabría algo, al fin y al cabo? Entonces, el hombre del hacha tendría trabajo. Experimentó una apremiante necesidad de actividad. Un torrente de palabras surgió de sus labios.

– En nombre del Führer, Adolph Hitler, y del pueblo alemán, pronuncio el veredicto del caso contra el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, del 27°Regimiento de Tanques.

Respiró profundamente. Experimentaba una extraña sensación de miedo en la boca del estómago, como si estuviera pronunciando su propia sentencia.

– Después de haber deliberado, el tribunal reconoce que el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, durante la guerra total que el pueblo alemán libra por su vida y su existencia, ha propalado los rumores más infames sobre el Führer, ha escarnecido el nacionalsocialismo, ha minado la moral de sus subordinados. Expuso su División a los más graves peligros cuando, pese a las órdenes recibidas, abandonó su posición cerca de Olenin. Queda deshonrado para siempre y será castigado con la muerte. La sentencia será ejecutada por un verdugo, con un hacha. Su fortuna será incautada. Todos los gastos de este proceso van a su cargo. Su nombre será eliminado de los registros. Su cadáver, enterrado anónimamente. ¡Heil Hitler!

Volvió la mirada hacia el teniente Ohlsen, que estaba en posición de firmes.

– ¿Tiene algo que añadir?

Tuvo que repetir la pregunta tres veces, sin obtener respuesta. Se encogió de hombros, despreocupadamente, y terminó con el acostumbrado:

– No se puede apelar contra esta decisión. El indulto no será recomendado. La sentencia se ejecutará antes de diez veces veinticuatro horas. La ejecución no podrá tener lugar antes de tres horas. Es decir, a las dieciocho horas y cuatro minutos. ¡Heil Hitler!

Hizo un ademán al Feldwebelque permanecía detrás del teniente Ohlsen.

– Llévense al condenado. -Cogió un nuevo montón de documentos y trompeteó-: ¡El caso siguiente!

Los dos guardianes devolvieron al teniente Ohlsen a la cárcel. En el subterráneo se cruzaron con el siguiente, a quien llevaban a la sala 7.

Su juicio sólo duró veintitrés minutos. El doctor Jeckstadt pronunció así su cuarta sentencia de muerte del día. Después se quitó la toga de juez, se puso el capote gris claro del uniforme y se marchó a su casa, a comer su sopa de tomate y su bacalao hervido. Un jueves completamente normal, con un tiempo típico de Hamburgo: una llovizna fina y penetrante.

El ObergefreiterStever recibió al teniente Ohlsen. La puerta del subterráneo se cerró ruidosamente. Fueron corridos dos enormes cerrojos.

– ¿Afeitado? -preguntó, riendo, Stever-. Eres el tercero de hoy, y el que te sigue no saldrá mejor librado. Pero cuatro no es nada. Hace dos meses tuvimos dieciséis aspirantes al cielo en un solo día. Y nueve en su mismo caso. Pero Jeckstadt liquidó la cosa en hora y media. Así consiguió una Cruz al Mérito. ¡Diantre! No son tan generosos con quien realiza todo el trabajo en este agujero. Pero no te preocupes, teniente. Tarde o temprano, todos haremos este viaje. Dos cosas son seguras: se viene al mundo solo, y se marcha solo. Lo único que cambia es la manera de hacerlo. Los hay que estiran la pata en la cama. Otros encuentran su billete en las alambradas de la tierra de nadie. También hay los estúpidos, que prefieren hacerlo por sí mismos. Pero no te preocupes, teniente. Si hay que creer al pastor, y ¿por qué no hacerlo?, Jesús está junto a la puerta para recibir a toda la pandilla, con o sin cabeza sobre los hombros.

– ¿Cree en Dios? -preguntó el teniente Ohlsen, con la mirada fija ante sí.

– ¿Por qué piensas en eso?

– Acaba de decir que Dios nos espera a todos.

– ¡Oh, sí, tal vez sea cierto! No puedo decir que sí ni que no. Nunca he pensado en eso, pero el pastor siempre les dice a los individuos, antes de que la diñen: «Roguemos y Jesús te recibirá.» Y él debe de saberlo. Es un viejo guardián del cielo con línea directa con el Paraíso. Le llamamos Hum-Müller,porque siempre está diciendo «¡Hum!» Su rostro brilla cuando uno se arrodilla en el suelo a su lado. Parece como si cobrara alguna recompensa cada vez que hace rezar a alguien. Quiero decir, que consigue un sitio mejor en el cielo.

– Rezaré con el pastor -dijo el teniente Ohlsen.

– Es formidable -comentó Stever, riendo-, y resulta divertidísimo vigilar por la mirilla. Yo he de hacerlo. Lo exige el reglamento -explicó mientras boxeaba con su sombra. Golpeaba a un imaginario contrincante. Sus botas claveteadas resonaban al compás de sus piernas-. Miro para intervenir si al condenado le acomete el «mal de la jaula» y empieza a golpear al guardián de Jesús. ¿Qué eres tú? ¿Católico?

– Protestante.

– ¡Estupendo! Entonces, vendrá el viejo. Cuando se trata de un católico, resulta menos divertido.

– ¿Qué diferencia hay? -preguntó el teniente Ohlsen.

– Te lo explicaré. Los capellanes protestantes son unos fantoches. Todo es comedia. Con los curas ocurre una cosa muy diferente. Uno se cuadra y no se atreve a armar jaleo. Incluso el Verraco,ese criminal, les tiene miedo. Esos padres no llevan condecoraciones. Sólo un crucifijo y una pechera. Te miran y uno se encoge. Tienes la impresión de que la Santa Virgen está a su lado. Se te ocurren extraños pensamientos y te preguntas, en serio, si no convendría frecuentar la iglesia de vez en cuando. El Verraco,por ejemplo, se pone imposible cuando hay católicos en la jaula. Nunca mira el calabozo cuando nuestro padre católico acompaña a alguien que debe hacer el último viaje. Cuando el padre se marcha, siempre dice: «Que Dios os bendiga.» Como si al buen Dios se le pudiera ocurrir bendecir a el Verraco.Además, los protestantes lo solucionan todo más de prisa. Una oración relámpago, un poco de lectura del libro negro y un pequeño salmo para terminar. Pero si te quieres divertir con el viejo, el Verracoestará contento. Le encanta verlo.

– Pero para mí es una cosa seria -replicó el teniente Ohlsen.

Stever se detuvo a mitad de una finta contra el enemigo imaginario, frente al calabozo 19.

– ¡Ah, mierda! También lo he oído decir. ¿Eres un santo?

– Depende… -contestó el teniente Ohlsen, encogiéndose de hombros.

– No es tan extraño -dijo Stever, reanudando su boxeo contra las sombras.

Lanzó un traidor golpe bajo, dobló las rodillas y envió un directo con la izquierda, que alcanzó violentamente una mandíbula imaginaria.

– Te comprendo, camarada teniente: no quieres correr riesgos. Muy listo. -Interrumpió un momento su desenfrenado boxeo y levantó un dedo sentenciosamente-: Siempre lo digo, hay que reservarse una puerta de salida. He viste salir a muchos de aquí, pero nunca he visto a uno que regresara. Así, pues, no puede saberse con seguridad si hay o no un consejo de revisión en la antecámara de san Pedro. De modo que, si no se ha creído en Dios está uno listo. Nadie habla de ser fanático. No hace mucho, encontré una Biblia en el subterráneo. Faltan bastantes páginas que el antiguo propietario utilizó para liar cigarrillos. Nadie ha dicho nunca que había que leerla toda. Pero yo tengo cuidado. Una o dos veces al mes, le echo una ojeada. Nadie podrá reprocharme el no haber tenido nunca una Biblia en las manos, y os doy mi palabra, a Jesús y a ti, de que nunca he insultado a un cura. Ni siquiera al que estaba aquí y a quien pescaron. Era un cura de una parroquia cerca de Lübeck, con una jeta así de grande. Si hubiese estado un poco más cerca de Hitler que de Dios, habría salvado la piel y no habría dado con sus huesos aquí. Si por lo menos estuviese seguro de que Dios existe… No puedes imaginarte lo que haría por ti, teniente, si cuando estés en el otro lado quieres hacerme una ligera señal. Si llegas con la cabeza bajo el brazo, seguramente te recibirán bien. Sobre todo, si te arrodillas seriamente con el pastor y rezas.

– Pero, entonces, ¿por qué no lo haces tú también? I

Stever reanudó su boxeo, y contestó en medio de un ataque furioso:

– Lo he intentado varias veces. Incluso me postré de rodillas ante el pastor y él me dio un sorbito y un pedazo de pan. Pero, en medio de todo esto, me dije: «ObergefreiterStever, esto es trampa.» Estoy seguro de que si Dios existe, debe de poner muy mala cara al leer mis pensamientos. Tendría que ensayarme en ahuyentar esta especie de duda, en vista de que la historia del infierno no resulta muy atractiva y, claro es, uno remueve cielo y tierra para ser destinado adonde mejor se está. No me sorprendería que tuvieses razón, y si es así, puedes enviar al cuerno a todos los que te rebanan el cuello. El buen Dios te recompondrá en cuanto llegues arriba.

»!Te felicito por tu previsión! En todas esas historias con Dios, más vale estar en regla. Yo nunca he disparado contra un crucifijo, y eso que muchos sí lo han hecho. Tampoco he birlado nunca nada en una iglesia. Una vez, incluso, lleve una monja en mi moto. Se había roto una pierna. Fue cuando hicimos la guerra en Francia. Cosas así han de estar escritas en el lado bueno del libro de cuentas del buen Dios, supongo yo. A menudo me digo: «Cuidado, Stever, todos estamos en el primer peldaño de la escalera.» A menudo ocurre que protestantes que esperan su turno ponen al bendito pastor a la puerta de su celda. Hace un tiempo tuvimos a un zapador. Le pegó tal mamporro al pastor que éste tardó dos horas en recobrar el sentido. No era el viejo, sino otro, joven. Más tarde, el Verracoy yo fuimos a ver a aquel cretino. Porque, después de todo, no se le puede atizar a un pastor. Chillarle sí, de acuerdo; pero atizarle, no, ¡mierda! Le pegué unos porrazos tremendos a aquel cretino de zapador. Después lo atamos al radiador y lo pusimos en marcha. Fue idea mía. Me sentía como si fuese el azote de Dios. El zapador acabó loco. Desde aquel día, todo le hacía reír. En una ocasión, el Verracole pegó un puntapié en las partes. Hasta eso le hizo reír, y cuando le echaron la cuerda al cuello, por poco se desternilla. El SS que le empujó desde la plataforma se volvió muy extraño y acabó por abandonar su puesto. Ahora está en el 38.°, esperando una bala. ¿Te das cuenta? Todo ocurrió porque aquel cretino de zapador le atizó un sopapo al pastor.

Antes de cerrar la puerta del calabozo, Stever añadió para consolarle:

– No temas, hoy no ocurrirá nada. Aún no han montado el tajo. El operador en jefe todavía no ha llegado. Primero, tiene que verte para calcular el golpe que ha de dar con el hacha. Es algo que ha de pensarse cuidadosamente. El pastor pasará por aquí, y el comandante te visitará. Todo esto requiere tiempo. Ahora, te darán mantas y un colchón. Tienes derecho a ellos como candidato al cielo. También recibirás mejor comida. Ahora que me acuerdo teniente, y antes de que me marche, ¿te molestará que le diga a el Verracoque quieres arrodillarte y rezar con el Hombre de Jesús?Le encanta. y en este agujero no abundan las diversiones. Hazte cargo. Y además, el Verracole tiene un miedo atroz a el Bello Paul.Creyó que la autorización de visita de tus era falsa, y armó un jaleo de los gordos.

– No hay inconveniente -contestó el teniente Ohlsen, cansado.

– ¡Magnífico! -exclamó Stever, riendo-. De todos modos, lo hubiese hecho igual, pero es estupendo que estés acuerdo.

El teniente Ohlsen empezó a andar ininterrumpidamente. Cinco pasos en un sentido y cinco en el otro. Hora tras hora. Oyó la campana del reloj del cuartel. Contó las campanadas. Seis, resonantes. Al cabo de cuatro minutos podría empezar a esperar al verdugo. Moralmente, estaba ya aniquilado. Podrían rematarle cuando quisieran.

Oyó las campanadas del reloj durante toda la noche. ¡Qué larga puede ser una noche, si se espera la eternidad mientras que fuera suena un reloj! La media, la hora, la media, la hora… Escuchaba los pasos del centinela ante la cárcel. Contempló la bombilla eléctrica que lucía las veinticuatro horas del día.

A la mañana siguiente, dio un paseo. Todo seguía igual. Todo se reanudaba. El mismo ritmo. Una y otra vez. Una Compañía de reclutas pasó cantando. Unas voces juveniles. ¡Joven…! ¿Lo había sido alguna vez? Lo había olvidado en los últimos cinco días. Oyó el chirrido de un tranvía al pasar por un desvío.

Caminaba en círculo, con otros catorce detenidos. Todos llevaban la insignia roja en el pecho. La insignia que significaba «condenado a muerte». Los que llevaban una raya blanca, serían fusilados, y los había que llevaban un círculo verde sobre el rojo, debían ser ahorcados. Los de la raya negro en el centro: estaban condenados a la decapitación. Sólo había dos que tuvieran el círculo negro: él y un Oberleutnant.

Stever estaba junto al umbral y silbada una tonadilla, con aire despreocupado. Destrozaba una melodía de baile que había oído en « Zillertal». Con el dedo, llevaba el compás sobre la culata de su fusil ametrallador:

Du hast Glück bel den Frauen, bel ami…

Después, cambió de ritmo y empezó a tararear:

Liebe Kameraden, heute sind wir rot,

morgen sind wir tot.

Los prisioneros trotaban en fila india. A tres pasos de distancia entre sí. Las manos unidas en la nuca. Les estaba tajantemente prohibida cualquier clase de comunicación entre ellos.

De repente, Stever empezó a desplegar una gran actividad. Se irguió, apretó el fusil ametrallador contra el hombro y gritó, con voz ronca:

– ¡Moveos, pandilla de sacos mojados! Un poco más de energía. -Golpeó, con su bastón, al primer prisionero que paso a su alcance-. ¡Aprisa, aprisa, pandilla de gandules!

Los prisioneros empezaron a correr. Dos o tres se aproximaron en exceso.

– ¡Guardad las distancias, malditos! -gritó Stever-. Esto no es una reunión íntima. -Golpeó las cabezas de dos prisioneros con la empuñadura de plomo de su bastón-. ¡Tres metros de distancia si no queréis que os parta los huesos!

Los prisioneros corrían a toda velocidad, pero conservaban su distancia. Nadie quería recibir en la nuca el golpe del pesado puño de plomo.

– ¡Con ritmo, señores, con ritmo! Aún queda mucho camino que recorrer. Siento que mi deber es prepararlos para el regreso. ¡Quién sabe! Tal vez seáis indultados y enviados a un Regimiento disciplinario.

Los prisioneros levantaron la cabeza para escuchar. La esperanza iluminó sus ojos mortecinos. ¿Habría oído decir algo Stever? ¿Indultados? ¿Regimiento disciplinario? El infierno del Regimiento disciplinario era un paraíso para aquellos condenados. La falta de soldados era tan grande que tal vez no pudieran permitirse más ejecuciones. Se hubieran podido formar dos o tres Divisiones con los soldados ajusticiados.

– ¡Qué más quisierais vosotros! ¡Aterrizar en un Regimentó disciplinario…! Pero no os hagáis ilusiones. No participaréis en la fiesta de la victoria. Puedo aseguraros que están comprando vuestros últimos óleos en la droguería de la Davidstrasse. Ni siquiera tienen ganas de desperdiciar en nosotros el óleo bendito. -Se volvió hacia el centinela que había en lo alto de la pared-. ¿No es cierto, Braum?

– La pura verdad -gruñó el GefreiterBraum.

– ¡No tendréis más aceite que el de los fusiles! -añadió Stever con una risotada.

Compareció el Verracoy se situó junto a Stever.

– ¡Apretad el paso! -rugió. Hizo voltear su bastón de mando, que alcanzó a uno de los prisioneros en la nuca-. ¡Angelito! -gritó-. Tú el que has abierto el hocico, tráeme el bastón.

El prisionero, un Oberstleutnantcon una raya blanca en su insignia roja, salió de la fila, recogió el bastón y corrió hacia el Verraco.

Éste le dio otros cuantos golpes en la nuca.

– Eres una basura -dijo.

Stever se echó a reír.

– ¡Vamos, vamos, pandilla de angelitos! -gritó-. ¡Más de prisa! Dais vueltas como un burdel jubilado.

El Verracomovió la cabeza con resignación.

– No, no, Obergefreiter,no es así. Fíjese bien en mí y aprenderá algo.

Se adelantó hasta el centro del patio, hizo girar su largo bastón de mando por encima de la cabeza, abrió y cerró la boca como si ensayara su mecanismo. Después, un mugido salió de su garganta:

– ¡Prisioneros, derecha, de dos en dos!

Los prisioneros obedecieron.

El Verracodobló las rodillas, mientras observaba si alguien se atrevía a moverse. Se sentía a gusto. Era algo maravilloso para un prusiano. No existía mejor grado que el de Stabsfeldwebel.No lo cambiaría ni por el de general. Había asistido a ejecuciones de militares de todas las graduaciones. Excepto de la de Stabsfeldwebels.Jamás había oído decir que hubiesen ejecutado a ninguno. De repente, se acordó de las autorizaciones de visita y un escalofrío le recorrió la espalda. Bueno, aquel asunto estaría olvidado ya. El Bello Paultendría cosas más importantes en qué ocuparse. Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellas ideas desagradables, y utilizó toda su energía para enseñarle a Stever cómo actuaba un Stabsfeldwebel.

– Comando de prisioneros, columna de marcha, ¡de frente, marchen! ¡Atención, vista a la izquierda!

Stever rió. El centinela, en lo alto de la pared, rió. El Verracose esponjó orgullosamente. No había nada que él no fuera capaz de hacer. Ordenó un paso de desfile. Ni siquiera un temblor de tierra debía alterar el orden de esa marcha.

Uno de los prisioneros se desmayó. El Verracono se dignó hacerle caso. Dejó que los catorce hombres pisotearan al prisionero tendido. Repitió la broma cuatro veces. Después, pasó el mando al ObergefreiterStever.

Ya en la puerta, se volvió a medias.

–  Ober gefreiter,si ese tipo no ha despertado antes de que finalice el paseo, péguele una buena tunda.

Stever hizo chocar por tres veces sus tacones.

– A la orden, Herr Stabsfeldwebel.

Con gran desilusión por parte de Stever, el prisionero se despertó antes del final del paseo. Vomitaba sangre.

– ¡Gallina mojada…! -dijo Stever, burlón.

Al mismo tiempo pensaba:

«Esto es una mierda. Puede armar jaleo. Esta vez, el Verracose ha pasado de rosca.»

Se trataba de un prisionero de la Gestapo, y el incidente podía dar pie a investigaciones desagradables, si el prisionero moría antes de la ejecución. El Bello Paulera muy meticuloso en aquellas cuestiones. Stever había oído contar que Paul había enviado al frente a todo el personal de la cárcel de la guarnición de Lübeck, por una fruslería semejante, y el Verracohabía cometido ya una estupidez con aquella maldita autorización de visita. Se rascó pensativamente la cabeza. Tal vez fuera una buena idea visitar a el Bello Pauly explicarle las maniobras de el Verraco.Era difícil adivinar el resultado que se obtendría. Alguna vez había ocurrido que un Obergefreiteralcanzara alturas insospechadas entre os prusianos. En aquella sociedad, todo era posible.

Stever se sintió muy animado con este pensamiento. Tanto, que para consolarle pegó una palmada en el hombro de un prisionero y le dio un cigarrillo a escondidas. Haría cuanto fuera preciso para no conocer más de cerca el frente del Este. Los grandes viajes no le atraían. Él era de los que permanecen «atados a su campanario».

Al domingo siguiente, el teniente Ohlsen oyó ruido de martillazos en el patio.

Dos o tres horas más tarde, el O bergefreiterStever entró en su calabozo. Con su bastón, golpeó concienzudamente las rejas de las ventanas.

– Prefiero comprobar que no estás limándolas. Para nosotros sería una broma pesada sí, a ultima hora. te las piraras.

– ¿Lo ha conseguido alguien? -preguntó el teniente Ohlsen

– Aún no, pero puede ocurrir algún día. A mí, mientras no ocurra en mi sección, lo mismo me da. Ni siquiera te impediría que saltaras si estuvieses en otro pasillo. Sólo una vez me encontré con uno que lo intentó. Había jugado al fútbol en el equipo del Ejército antes de terminar aquí. Atravesó el campo en zigzag, pero de poco le sirvió. Le metí dos píldoras de mi 0,8 en la columna vertebral. Quedó paralizado, y eso que al muy idiota sólo le quedaban seis semanas de jaula. Había obtenido permiso para ir a cortar leña con uno o dos más. Nadie hubiera podido imaginar que quería fugarse. Sin embargo, era mejor cortar leña con nosotros que arrastrarse en un Batallón de castigo. Pero, de repente sintió deseos de tomar las de Villadiego. Y mientras yo estaba explicando una historia verde…

– ¿Por qué lo hizo? -preguntó el teniente Ohlsen.

– Por añoranza -respondió Stever, con la convicción de un sabio-. Llega como un rayo en un cielo azul. Desde entonces, pienso que todo el mundo quiere saltar. Ni siquiera estoy seguro de mí mismo. A menudo, he de decirme: «Stever, nada de tonterías…»

– Sin embargo, usted no tiene ningún motivo para querer marcharse -dijo el teniente Ohlsen.

– ¡Quién sabe! Es una idea que se le puede ocurrir a cualquier hombre que lleve uniforme. La verdad es que, en el Ejército, se pasan demasiadas horas de aburrimiento. Cuando uno no sabe qué hacer, se le ocurren ideas muy extrañas. Nadie quiere largarse cuando el trabajo es duro. Siempre piensas en apearte del tren cuando el viaje es más monótono, y este agujero es la monotonía personificada.

– Pues, entonces, busque otra cosa -le aconsejó el teniente Ohlsen.

– ¿Crees que tengo un grillo en la azotea? Sé lo que me espera si intento salir de esta jaula. Me presento en el Regimiento y al cabo de dos días estoy camino del frente. Y en un abrir y cerrar los ojos, me encuentro en una trinchera, en el Este. No me interesa arriesgar la piel por Adolph. Me importa un bledo que cuando acabe la guerra no me traten como un héroe. Y quiero regresar a casa sin haber visto jamás a un solo Iván armado. Tal vez llegue a jefe, aquí. Soy el más antiguo, después de el Verraco.Sé muchas cosas sobre las prisiones. Lo sé todo. Enséñame a alguien que sea capaz de abrir más de prisa que yo la puerta de una prisión. Con mis botas claveteadas de Infantería, soy tan silencioso como un gato que se hubiese puesto almohadillas de terciopelo bajo las patas. Con mi bastón, puedo romper una pierna a cualquier prisionero. Manejo mi 0,8 mejor que un vaquero de Texas. Le pongo las esposas al más pintado en un santiamén. Por las mañanas, antes de abrir un ojo, ya sé si hay algo escondido en uno de mis calabozos. Es lo que se llama instinto. -Encendió un cigarrillo y se lo alargó al teniente Ohlsen-. Mantenlo escondido en la mano para que no te lo vean. El O bergefreiterStever es un buen hombre que no teme arriesgarse por alguien que se dispone a emprender el gran viaje. -Señaló el patio con su pulgar, por encima de la espalda-. ¿Oyes cómo golpean? Apuesto lo que quieras a que no adivinas lo que hacen.

Miró al teniente Ohlsen, quien fatigado, se había recostado en una pared.

– ¿Sabes lo que hacen? -repitió Stever, riendo. Y, sin esperar la respuesta del teniente, hizo un ademán significativo alrededor de su cuello-. Están montando la carnicería para ti y otros diez. Hacen el trabajo unos tipos de la Compañía del Regimiento de Zapadores. También hemos recibido las cajas de expedición. No están mal, aunque sin pintar, También han llegado las cestas para vuestras cabezas. Saldréis todos a la vez, para ahorrar tiempo. Siempre se hace así. El operador en jefe viene de Berlín y es una lástima que realice viajes inútiles. Las ruedas giran hacia la victoria.


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