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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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– Eres muy amable, Paul -contestó ella, sarcástica-. Pero cuando hablas de seguridad, ¿no piensas más en la tuya que en la mía? Sería una lástima para ti que me ocurriera algo.

Bielert se encogió de hombros, encendió otro cigarrillo y bebió otro sorbito de coñac.

– ¿De qué habéis hablado Muller y tú?

– De criminales de Estado -suspiró tía Dora-. Estuvimos tan acordes en todo que resultaba conmovedor. Dijo que sabía que yo conocía a muchos antiguos comunistas. Estaba especialmente interesado en los que habían dejado el hábito rojo para ponerse el pardo oscuro. Tipos que sirven en la Gestapo. Estuve a punto de confesarle unos cuantos secretillos, pero como sabes, mi bondadoso corazón me hace olvidar a menudo mi deber hacia el Führer y la patria. -Se levantó despreocupadamente la falda y sacó una carta que llevaba oculta en la bragas. Unas bragas de lana gruesa, color azul pálido, con elástica-. ¡Mira qué encontré el otro día al ordenar un cajón! Una carta muy interesante sobre la célula 31. Y figúrate que, en varias ocasiones habla de un tal Paul Bielert como jefe de esa célula 31. Podrían pensar que eres tú.

Tía Dora alargó la carta a el Bello Paul.

Éste la leyó, impasible.

– ¡Vaya! En efecto, es muy interesante. -Dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo-. Me permites, ¿verdad?

Tía Dora sonrió almibaradamente.

– Como te parezca. Tengo otras por el estilo. Quizás un día abra un museo.

Bielert abrió mucho los ojos.

– ¿Cómo has conseguido echarle el guante a esta correspondencia de antes del año 33?

Tía Dora tenía la mirada perdida en el vacío.

– Paul, mientras tú aún ordeñabas vacas en el correccional, y pensabas en la revancha, yo permanecí tranquila en espera de que el viento soplara del lado opuesto. Me decía: Es mejor asegurarse por anticipado, de modo que cuando saliste de la sombra y enviaste a tus mensajeros de la célula 31, éstos se detuvieron en mi casa para echar un trago. Mis chicas se encargaron de vaciarles los bolsillos. El resto no es difícil de comprender, ¿verdad, Paul? -Sonrió alentadoramente-. Pero, ¿por qué remover todo esto? En el fondo, sólo te pido un permiso de visita.

– Ven a buscarlo a mi despacho.

– Ah, no, gracias, Paul. Me parece que el aire que allí se respira no es bueno para mi corazón. Envíame el permiso con uno de tus hombres.

– Me estoy preguntando si no sería una buena idea enviar a varios de mis muchachos a registrar tu establecimiento. Después, podrían llevarte a mis oficinas. Allí haríamos todo lo posible por ti. Estoy seguro de que al cabo de unos días, podrías contarnos cosas muy interesantes. Después, podríamos dar un paseíto en automóvil, y prepararíamos una simpática tentativa de evasión. Tengo un Unterscharführercon tan buena puntería que toca a un fugitivo incluso con los ojos vendados.

– Evidentemente, es una idea -confesó Dora, asintiendo con la cabeza para demostrar que había comprendido-. Sin duda la has tenido ya más de una vez, pero creo que eres lo bastante inteligente para saber que encierra ciertos riesgos. En el mismo instante en que me encontrara en una de tus celdas, tú estarías en otra.

– ¡Cuidado, Dora! Un día acabarás por traicionarte, y entonces caerá el martillo. Tendrás tu permiso de visita a las tres. Grei te lo traerá.

– Muy bien. Grei y yo nos entendemos. Está muy satisfecho de ser Oberscharführery prefiere el uniforme gris al traje rayado. De hecho, debiste conocer a Hans Grei antes del 33. Cuando cantaba la Internacional,se le oía desde toda la ciudad. Ahora prefiere el Horst Wessel.Sólo los idiotas intentan nadar contra la corriente.

Paul Bielert se levantó.

– Ten cuidado, Dora. Tienes muchos enemigos.

– Tú también, Paul. Nosotros dos nos entendemos.

El SD StandartenführerPaul Bielert rebullía en su ceñido abrigo negro. Se limpió las gafas oscuras. Después, desapareció entre la lluvia. Un lobo. Un lobo peligroso con ropa de enterrador.

Se detuvo en el matadero. Con lentitud, entró en la gran nave y contempló a los carniceros que despanzurraban hábilmente las vacas. Olfateó el olor de la sangre.

Alguien le habló. Bielert no contestó y siguió indiferente su camino.

Se presentó un celoso inspector.

– ¡Eh, usted! -gritó-. ¿Cree que esto es un espectáculo de variedades? Está prohibida la entrada. Márchese inmediatamente, por favor.

Bielert prosiguió, impasible, su paseo.

El inspector le cogió de un brazo.

Bielert sacó del bolsillo su plaquita ovalada y la colocó ante las narices del inspector.

Este le soltó inmediatamente, como si se hubiera quemado. Hizo una reverencia servil.

– ¿Puedo servirle en algo?

– ¡Lárguese! -siseó Paul Bielert.

Stever era un buen soldado. Ya hacía cinco años que había ingresado en el Ejército. Se podía ser buen soldado aunque sólo se hubiera servido cinco meses. El tiempo nada tenía que ver en ello.El Verraco hacía cerca de treinta años que servía, pero no era un buen soldado. También hacía tiempo que el comandante director de la prisión llevaba el uniforme. Pero no era un soldado, no lo sería jamás. No es que le faltara voluntad, es que no era «apto», sencillamente.

Tantoel Verraco como el comandante eran malos y estaban sedientos de poder. Eran buenos guardianes, instrumentos muy útiles en el Estado nazi.

AlObergefreiter Stever, de los dragones, no le importaba el poder. No era ni muy malo, ni muy bueno. Estaba satisfecho. Tenía dos uniformes de paseo, dos uniformes de servicio y tres trajes ligeros de dril. Todos los uniformes de Stever estaban hechos a la medida. Se los había confeccionado un sastre que vivía en «Grosser Burstha», y cuyo hijo había estado prisionero con Stever. Desde entonces, el sastre Bille hacía siempre los uniformes de Stever.

ElObergefreiter Stever clasificaba a los seres humanos en cuatro categorías: los soldados activos y los paisanos; las mujeres casadas y las solteras. Él prefería las casadas. Desde los quince años, había descubierto que la mayor parte de las mujeres casadas estaban sexualmente subalimentadas. Desde entonces, Stever había tenido numerosas e interesantes aventuras eróticas.

– Con las mujeres existe una lucha que no carece de riesgos. También puede atacarte los nervios. Hay que ser amable con ellas -le explicó alObergefreiter Braun, que raramente realizaba una conquista, pese a que era mucho más guapo que Stever.

– Empieza por decirles palabras amables, como esas que les hacen llorar en las novelas, acarícialas un poco, hazles cosquillas en el cuello; un dedo a lo largo de la espalda tampoco está mal. Hay que esperar a que respondan a tu amor. No es muy difícil. Nunca te muestres demasiado ardiente, aunque estés hirviendo por dentro. Las mujeres detestan a los libertinos. Las mujeres casadas son las mejores con gran ventaja.

Cuando Stever salía de la cárcel para ir a ver a sus mujeres casadas, nadie hubiese creído que aquel soldado elegante y de sonrisa satisfecha era el mismo que, con una indiferencia total, maltrataba a los soldados presos. Desde luego, sólo lo hacía obedeciendo órdenes, y hubiera quedado muy sorprendido si alguien se lo hubiese reprochado. Nunca había matado a nadie. El dragónObergefreiter Stever, guardián de la cárcel de la guarnición de Hamburgo, lo consideraba una cuestión de honor.

DISCIPLINA PENITENCIARIA

El comandante Rotenhausen venía una vez al mes para conocer a los nuevos detenidos. Al mismo tiempo, se despedía de los condenados. No de los condenados a muerte. Éstos no le interesaban. Sólo de los que debían partir hacia las prisiones militares de Torgau, Glatz y Gamersheim.

Prefería acudir ya muy tarde. Nunca antes de las diez de la noche. Más bien hacia las once, cuando los prisioneros estaban dormidos. Siempre se producía una confusión total cuando se sacaba de la cama a los prisioneros, aún dormidos, para presentarlos al comandante, ligeramente ebrio.

Habían transcurrido cuatro días desde el asunto del permiso de visita. Era casi medianoche. El comandante llegaba directamente del casino. Elegante, de buen humor… Su esclavina gris pálido forrada de seda blanca flotaba al viento. Sus botas lustradas crujían. Llevaba un pantalón gris pálido con galones demasiado anchos. Sus hombreras, las hombreras trenzadas de los oficiales de Estado Mayor, eran de oro macizo. Tres años antes, el comandante Rotenhausen había hecho un matrimonio de interés.

El comandante era el oficial más elegante y mejor vestido de todo el X Ejército. Su gorra, que era de Caballería, era de seda con bordes plateados. Era evidente que los bordes amarillos de la Caballería habían sido cambiados por los blancos de la Infantería. Ocupaba un puesto que muchos le envidiaban. Primero, era presidente del casino del Estado Mayor del X Ejército que estaba a disposición de los oficiales del 76.° Regimiento de Infantería. Poco a poco, también se había permitido el acceso al mismo a los oficiales del 56.° Regimiento, aunque no gratuitamente. Era lógico. El señor Rotenhausen cobraba cada mes unos derechos no reglamentarios que, oficialmente, figuraban como contribución a las mejoras del casino. El casino de Altona del comandante Rotenhausen tenía fama en toda la región militar.

Sin embargo, una vez, las cosas estuvieron a punto de estropearse. Un coronel muy joven que había perdido un brazo al sur de Minsk, empezó a expurgar la comandancia general. Estaba allí temporalmente, entre el hospital militar y el frente. Los miembros del casino se sentían incómodos cuando comparecía aquel chiquillo. No tendría más de treinta años. Poseía todas las condecoraciones existentes, además de la Medalla de Oro de los heridos. Su uniforme era totalmente reglamentarlo Solo la túnica había sido hecha a la medida. Todo lo demás: capota, pantalón, gorra, botas e incluso el cinturón y la pistolera procedían del almacén. Ni siquiera llevaba el «Walther», la pistola de los oficiales, aquella bonita pistola que todo oficial de guarnición poseía por poco que se respetara. Aquel joven coronel llevaba el «P-38», y, según el reglamento, exactamente a cuatro dedos a la izquierda de la hebilla del cinturón. Pero lo que hacía sentir un recelo aún mayor a los miembros del casino era el cordón del silbato que se vislumbraba bajo la tapeta del bolsillo superior derecho. Se podía comprobar. Tres centímetros y medio. Ni más ni menos.

El coronel era cazador alpino. Esto fue suficiente para poner en guardia a toda la guarnición. El edelweissbrillaba orgulloso en su manga izquierda. En el cuello y en las hombreras, tenía un color verde venenoso.

Media hora después de su llegada, el coronel reunió a todos los miembros del casino, desde los soldados rasos hasta los tenientes coroneles. Con tono seco les explicó que provisionalmente, se había hecho cargo del mando del Estado Mayor. Al mismo tiempo, sustituía al comandante de la guarnición. Miro a cada uno derecho a los ojos. Era como si les arrancara el cerebro para sopesarlo.

– Soy el coronel Greif, del 9.° Regimiento alpino -se presentó, sin estrechar la mano a nadie-. Siempre he sostenido buenas relaciones con mis hombres. Sólo hay una cosa en la tierra que desprecio: Los emboscados. -Se balanceaba y daba golpecitos a la funda de su pistola-. ¿Saben ustedes, señores, que las unidades del frente necesitan hombres? En mi regimiento hay soldados que no han tenido un solo permiso en tres años.

Preguntó a cada uno cuánto tiempo llevaba en la guarnición. Manifestó, en voz alta, su sorpresa al comprobar el pequeño número de ellos que había estado en el frente.

Al día siguiente, empezó a formar compañías para el frente. Al tercer día, todos los uniformes de fantasía fueron relegados a un rincón oscuro. Había tantas gorras de Caballería que se hubiese podido proveer a todo un regimiento. De repente, todo el mundo empezó a llevar uniformes mal ajustados, procedentes del almacén. Los mandos llevaban el cordón del silbato, y la pistola reglamentaria estaba, efectivamente, a cuatro dedos a la izquierda del cinturón. Ni uno solo llevaba la gorra torcida. Los monóculos también desaparecieron. Incluso el comandante del 76.° Regimiento de Infantería, el coronel, Brandt, se había visto obligado a abandonar el suyo. Tenía que cuadrarse ante el joven coronel, que hubiese podido ser su hijo, para oír cómo le decía que estaba en una guarnición militar en tiempo de guerra y no en un baile de carnaval, en el que cada uno podía disfrazarse como le pareciera. El que tuviera la vista mala, que fuera al oculista a encargarse unas gafas.

Se le maldecía en voz baja, por supuesto. Incluso se pensaba en organizar un accidente. Un teniente tuvo la luminosa idea de enviar una denuncia anónima a la Gestapo. Luego, un día, todos recibieron una terrible sorpresa, y después, se alegraron de no haberla cursado.

El coronel recibió la visita de Heydrich en persona. Entonces todos comprendieron. ¡El adjunto de él Diablo!Todo el mundo empezaba a sentir deseos de abandonar Hamburgo. Un comandante amigo de Heydrich podía llegar muy lejos. Incluso la gata del cuartel no se sentía ya segura. Abandonó su sitio junto a la chimenea para retirarse al sótano de la 21.ª compañía, donde se ocultó tras un montón de máscaras antigás, en los dominios del FeldwebelLüth, que era considerado un analfabeto en el aspecto político.

Una madrugada, a las tres, despertaron al comandante Rotenhausen. Había asistido a una francachela en la ciudad y aún estaba bastante ebrio, pero se serenó en un tiempo increíble cuando comprendió lo que le decía el suboficial de guardia. Debía hacerse cargo inmediatamente del mando de una compañía que al día siguiente partía hacia el frente.

Pero el comandante tuvo suerte. Dios le protegía. Dos horas antes de la marcha de la Compañía del comandante, el coronel Greif recibió un telegrama en el que se le comunicaba su traslado. Pasaba a ser comandante de grupo de combate en la 19.ª División de Infantería que estaba combatiendo al sudoeste de Stalingrado. Tres cuartos de hora más tarde, el coronel emprendió el viaje en un aparato de transporte «Ju 32». Nunca más debía volver a Alemania. Murió de frío junto a un montón de nieve, frente a la fábrica de tractores «Estrella Roja», de Stalingrado. Cuando los rusos le descubrieron, el 3 de febrero de 1943, le dieron la vuelta con sus bayonetas para ver si aún estaba vivo. Pero el coronel Greif estaba frío y muerto.

El comandante Rotenhausen fue sustituido inmediatamente en la Compañía que marchaba al frente por un teniente de Cazadores Blindados. Durante cuatro días y cuatro noches, los oficiales de la guarnición festejaron la marcha del coronel Greif. Su sustituto era un general de brigada agradablemente imbécil. Cuando los oficiales acudían de visita con sus esposas, el general de brigada se entregaba al besamanos: es decir, babeaba sobre la mano de las damas al mismo tiempo que profería ruidos extraños, semejantes a los relinchos de un caballo enfermo. Se presentaba: «General de brigada Von der Oost, de Infantería.» Lanzaba una risita ronca, resoplaba con fuerza y tiraba del cuello de su guerrera como si le estrangulara. Después, cacareaba:

– Querida señora, querida señorita, no sé quién es usted. Yo soy el comandante de la guarnición. ¿Sabe por qué soy oficial de Infantería?

Naturalmente, la dama a quien hacía la pregunta no conseguía adivinarlo. El general de brigada sereía muy satisfecho.

– Desde luego -proseguía-, porque no soy oficial de Artillería. Nunca me ha gustado la artillería. Hace tanto ruido que me produce dolor de cabeza.

Llegaba tembloroso al casino, y decía con su voz de viejo:

– Señores, hoy estoy contento. ¿Saben ustedes por qué?

Los oficiales presentes conocían la respuesta por anticipado; pero, naturalmente, fingían ignorar por qué el general de brigada estaba contento.

Se echaba a reír, y decía, encantado:

– Porque no estoy triste.

Cuando todo el mundo había reído amablemente esta broma, proseguía:

– Y ayer estuve muy triste. Porque no estuve contento

Era un comandante ideal. Firmaba cualquier papel que le pusieran delante, sin echar ni una mirada al texto, ya se tratara de la incautación ilegal de unos paquetes de margarina o de una orden de ejecución. Algunos aseguraban, con evidente mala fe, que ni siquiera sabía leer. Cada vez que firmaba algún documento, tartamudeaba:

– Bueno, ya está hecho, señores. ¡Cuánto trabajo tenemos! Aquí nada se entretiene. Todos tenemos que trabajar para la victoria.

– Ayer ejecutaron a tres soldados de Infantería, en Fuhlsbüttel -observaba el adjunto, con indiferencia.

– Cada guerra exige sus sacrificios -explicaba el general de brigada-. De lo contrario, no habría guerra.

Siempre se dormía durante el Kriegspiel,ya desde el principio. Por lo general, se despertaba bruscamente durante el ejercicio, e intentaba gritar.

– ¡Es importante, señores! Hay que destruir las Divisiones Blindadas extranjeras, pues, de lo contrario, llegarán a Alemania y provocarán embotellamientos. Lo esencial en una batalla así es conseguir que el enemigo se quede sin municiones. ¿Qué es un tanque sin proyectiles? Como un ferrocarril sin tren.

Los oficiales asentían con la cabeza y movían concienzudamente las piezas en la arena. Pero nunca se conseguía encontrar un medio susceptible de que desapareciera el aprovisionamiento de municiones del enemigo. Por lo tanto, se empezaba cada simulacro de batalla declarando:

– El enemigo está escaso de municiones, mi general.

Entonces, el viejo se frotaba las manos:

– Hemos ganado. Ya sólo nos queda bombardear sus fábricas de municiones. Después, firmaremos la paz.

Un día, la gata, que de nuevo se había atrevido a volver al Cuartel General, organizó un enredo tremendo en la mesa de ejercicios. Había decidido parir sus pequeños en medio la cota 25. Los tanques de juguete y las piezas de Artillería estaban mezclados como si les hubiera caído una bomba encima. La gata había escogido un mal momento, ya que se había invitado a los vecinos a que asistieran al ejercicio.

Furioso, el general de brigada exigió que la gata fuera sometida a un Consejo de Guerra. Había que seguir el juego. Dos Feldwebelsagarraron a la gata y la sujetaron durante el juicio. Fue condenada a la pena de muerte por sabotear la instrucción de los oficiales. Pero, al día siguiente, la indultaron. No obstante, tuvo que permanecer atada a la chimenea. El ordenanza del general fue designado su guardián.

Un día anunció que la gata había desaparecido. En realidad, él mismo la había regalado a un panadero del barrio de San Jorge. El general de brigada, que la echaba mucho en falta dio la orden de comprar un nuevo gato.

La paz y la seguridad reinaban en toda la guarnición. El poder del comandante Rotenhausen aumentaba de día en día. Porque el general de brigada adoraba el coñac francés, y era el comandante quien se lo proporcionaba. La visita del coronel Greif estaba casi olvidada.

De modo que el comandante anduvo con pasos seguros hacia la cárcel de la guarnición. Llevaba una larga fusta bajo el brazo. Sin embargo, nunca montaba a caballo: los animales le asustaban. La fusta estaba destinada a los hombres. A los prisioneros de la guarnición.

Saludó altivamente a el Verraco,a quien se había avisado telefónicamente de la visita. Habían ido a buscar al ObergefreiterStever a Reeperband, donde estaba absorto en la contemplación de una película erótica que pasaban en un cabaret clandestino de Grosse Freiheit. Apenas había tenido tiempo de abrocharse la guerrera, cuando entró el comandante.

El Verracose cuadró, y dijo a gritos:

– Destacamento de la cárcel de la guarnición, ¡firmes!

Stever, jefe de Sección, comprobó el alineamiento.

– GefreiterSchmdit, avance un poco. SchützePaul, encoja la barriga. ObergefreiterWeber, adelante el pie izquierdo.

Stever volvió a situarse en el extremo derecho.

– ¡Firmes, vista a la izquierda! -aulló el Verraco.Avanzando con paso rígido hacia el comandante, hizo chocar secamente los tacones, saludó y gritó-: Mi comandante, el Hauptund StabsfeldwebelStahlschmidt se pone a sus órdenes con el destacamento de guardia de la prisión: quince suboficiales, veinticinco soldados, tres bajas en la enfermería, un suboficial con permiso, un Gefreiterdesertor, dos soldados arrestados en el 12.º Regimiento de Caballería, en Elmstedt. La cárcel de la guarnición Hamburgo-Altona aloja quinientos prisioneros. No hay enfermos. Todo está en regla. Nada especial que señalar La cárcel ha sido limpiada y ventilada.

El comandante comprobó la formación, pasó con lentitud ante la fila de soldados bien alimentados, asintió, satisfecho con la cabeza, rectificó la posición de la pistolera de un Gefreitery preguntó a un Obergefreitersoltero cómo estaba su esposa. Sin esperar la respuesta, se colocó frente a la formación. Saludó llevándose dos dedos a la visera, y le dijo a el Verraco:

– Estoy satisfecho, Stabsfeldwebel.Pero ya sabe usted que tengo prisa. Vayamos, pues, al grano.

Se dirigieron a la oficina donde el comandante lo encontró todo impecable. En la mesa, los objetos estaban ordenados según prescribía el reglamento. Quien lo deseara podía medir cosa que hizo el comandante. Con una regla de metal, comprobó que había exactamente diez milímetros desde el borde de la mesa hasta el montón de expedientes. Con un compás midió las cintas rojas de las carpetas y las chaquetas de dril que había en el lavabo. En los retretes, solicitó ver el tornillo de desagüe del sifón. Lo sostuvo en la mano y comprobó, ligeramente decepcionado, que estaba limpio y reluciente.

Después, pasó al depósito; pero también estaba limpio. Ni el menor rastro de pintura saltada ni de óxido. Con la ayuda de un cortaplumas, intentó sacar un poco de suciedad del borde del retrete. Su decepción era evidente. Todo estaba limpio.

El Verracorió triunfalmente a espaldas del comandante y le guiñó un ojo a Stever, como diciendo: «Este viejo es un ingenuo. Hay que ser mucho más listo para pescarnos.»

Después, regresaron a la oficina. El Verracopensaba para sí: «¡Y pensar que un idiota semejante ha llegado a oficial…! Si yo hubiese estado en su sitio, hace ya rato que hubiese encontrado un pretexto para gritar. El muy cretino ni siquiera conoce el truco de la cerilla escondida que uno encuentra después.»

El comandante solicitó ver las listas de prisioneros. El Verracohizo chocar por tres veces los tacones y entregó las listas al comandante. Éste se puso el monóculo, que a cada momento se le estaba cayendo.

– Stabsfeld,¿cuántos nuevos? ¿Cuántos que trasladar? -preguntó, sonriente.

– Siete nuevos, mi comandante -gritó elVerraco-. Un teniente coronel, un capitán de Caballería, dos tenientes, un Feldwebel,dos soldados rasos. Catorce que trasladar, todos Torgau: un general de brigada, un coronel, dos comandantes, un capitán de Caballería, un Haupt-mann,dos tenientes, un Feldwebel,tres suboficiales, un marinero, un soldado raso. En la prisión hay, además, cuatro condenados a muerte que esperan ser fusilados. El indulto ha sido denegado. El servicio del cementerio ha sido informado. Los ataúdes están encargados en la carpintería del Batallón.

– Bien, Stabsfeld.Me alegro sinceramente de encontrarlo todo en orden. Conoce usted el trabajo. Es un suboficial en quien se puede confiar. Aquí no hay dejadez como en la prisión de Lübeck. ¡Aquí, todo funciona, Stabsfeld!Todo está bien engrasado. Pero, ¡ojo con los accidentes! Me refiero a los accidentes mortales. No me importa que esos tipos se rompan una o dos piernas, pero cuando mueren, hay demasiados problemas. En el Stadthausbrücke está el consejero criminal Bielert, un tipo desagradable que empieza a interesarse mucho por nuestra prisión. Esto no me gusta. Se le encuentra en todas partes. El otro día, compareció en el casino a las dos de la madrugada. Nunca se hubiera tolerado una cosa así en tiempos del emperador; se le hubiera expulsado de un modo fulminante. Un teniente que no le conocía le confundió con un cura. ¡Menudo cura! -Suspiró el comandante-. Al día siguiente, nos vimos obligados a enviar a un teniente al frente. Todo se arregló por teléfono. Ese Bielert fue uno de los preferidos de Heydrich. Tenga cuidado, Stabsfeld.No le dé ocasión de olfatear algo anormal. Porque, entonces, no tardaríamos en encontrarnos los dos en los bosques de Minsk. Cuando meta en cintura a los prisioneros, puede pegarles sin temor, Stabsfeld.Hay muchos lugares del cuerpo en los que se puede golpear sin que se note después. Y, entonces, no existe ningún riesgo. Ya se lo enseñaré luego, cuando empecemos las presentaciones. Ahora que me acuerdo: sin duda tendrá usted a uno o dos hombres a quienes no aprecie demasiado, a los que podemos enviar al frente. Sólo por principio. Si hacemos esto de vez en cuando, tal vez tengamos contento a todo el mundo. Bueno, empecemos. Tenemos prisa.

En el pasillo estaban reunidos todos los que debían ser presentados. Primero, los nuevos. Un teniente de cincuenta y un anos, que había sido arrestado por negarse a obedecer; resistió exactamente tres minutos y cuatro segundos. Después, salió vacilante, sostenido por dos Gefreiters.No se veía ni una huella de sangre.

Stever se rió triunfalmente y pegó una palmada en el vientre del oficial.

– Estás hecho una mujerzuela. Sólo tres minutos. Hubieses que ver un Feldwebelque tuvimos aquí. Resistía durante dos horas. El comandante se vio obligado a parar porque estaba cansado.

Se llevaron al teniente desvanecido, con un gran desgarrón en la frente.

El teniente Ohlsen estaba en el pasillo, con los que esperaban a ser presentados. Estaban de cara a la pared. Las puntas de los pies y la nariz, pegadas al muro pintado de verde; las manos, unidas detrás de la nuca.

Dos guardianes armados recorrían el pasillo. Llevaban sus metralletas en posición, a punto de disparar. Alguna vez, un prisionero había perdido el dominio de sí mismo y había intentado saltar al cuello del comandante. Ninguno de ellos podía explicar los motivos de su fracaso: habían salido muertos de la oficina, y habían sido arrojados a la celda de castigo, en el subsuelo, con una etiqueta atada al pie.

– ¡El detenido Bernt Ohlsen, teniente de la reserva! -vociferó Stever-. Preséntese, y a toda mecha. El comandante tiene prisa.

El teniente Ohlsen pegó un salto, hizo chocar los tacones en cuanto hubo traspuesto la puerta y mantuvo la mirada fija frente a sí. «Ahora, hay que tener cuidado -pensó-. Un solo movimiento en falso, y se desencadenará.» Pegó los dedos a la costura del pantalón, adelantó los codos y se mantuvo erguido como un huso.

El comandante se hallaba instalado tras el escritorio. Frente a él estaba la larga fusta. El Verracopermanecía en pie detrás de él, con una cachiporra de caucho manchada de sangre en la mano.

Stever se situó detrás del teniente Ohlsen.

– ¡Heil Hitler! -dijo el comandante.

– ¡Heil Hitler!, mi comandante -gritó el teniente Ohlsen.

El comandante sonrió, ojeó los papeles del teniente.

– Su caso se presenta mal. Creo que puedo predecirle exactamente lo que le ocurrirá. Será condenado a muerte. Si tiene mala suerte, será decapitado. Y en mi opinión, la tendrá. Si es afortunado, le fusilarán. La decapitación es deshonrosa y antiestética. Nunca he podido soportar el espectáculo de las cabezas que caen en el cesto. Y, además, hay demasiada sangre. ¿Tiene que formular alguna queja? ¿Tiene que solicitar algo?

– No, mi comandante.

El comandante levantó lentamente la cabeza; miró con fijeza al teniente Ohlsen.

– Prisionero, su cabeza no está bien erguida.

El Verracolevantó la mano derecha.

Stever propinó un golpe con la culata de su metralleta.

– Prisionero, cuando se le ordena firmes, ha de mantenerse erguido -dijo el comandante con una amable sonrisa.

Un dolor lacerante atravesó el cuerpo del teniente Ohlsen. Le costó un gran esfuerzo mantenerse en pie.

– Prisionero, se ha movido usted -declaró con sequedad el comandante.

El Verracolevantó la mano izquierda. Stever golpeó dos veces. Pero esta vez con el cañón de la metralleta. Golpeó con todas sus fuerzas, a la altura de los riñones.

El teniente Ohlsen tuvo la impresión de que agujas enrojecidas le atravesaban la espalda. Cayó de rodillas. Las lágrimas le brotaron de los ojos.

El comandante movió la cabeza apesadumbrado.

– Prisionero, esto es desobediencia. ¿Rehúsa mantenerse en pie? ¿Se arrodilla como una mujer?

El comandante hizo un ademán a el Verraco,quien levantó dos veces la mano izquierda.

Stever golpeaba con la culata. Golpeaba con el cañón. Pegaba puntapiés al teniente tendido en el suelo. Dio cuatro golpes apuntando con precisión al ombligo. El teniente Ohlsen gritaba. Un hilillo de sangre le brotaba de la boca. No mucho. Sólo unas gotitas.

El comandante golpeó la mesa con su fusta.

– ¡Obergefreiter!¡Levante a ese prisionero!

Stever golpeó con el cañón, cuyo punto de mira produjo una amplia herida en la mejilla izquierda del prisionero.

El teniente Ohlsen gemía de un modo desgarrador. Pensaba en Gerd, su hijito. Murmuraba algo incomprensible. Los otros creían que protestaba, pero, en realidad, le hablaba a su hijo.

E/ Verracolevantó una vez más la mano, Stever hundió el cañón de su metralleta en la columna vertebral del teniente Ohlsen.

El prisionero fue transportado a su celda, sin sentido.

Después, se pasó a los que deberían partir hacia Torgau. Cada uno de ellos debía firmar una declaración en la que afirmaba haber sido tratado correctamente y que no tenía ninguna queja que formular. Cada declaración estaba avalada por otros dos prisioneros, que actuaban de testigos.

Un general de brigada rehusó firmar.

– Mi comandante -dijo, frío y tranquilo-, como máximo, permaneceré dos años en Torgau. Pero si redacto un informe sobre usted y sus hombres, serán condenados a veinticinco años. En esta cárcel se han cometido, por lo menos, dos homicidios con premeditación. Cuando haya terminado mi sentencia en Torgau, pasaré seis semanas en un campo de reeducación. Después, me devolverán mi grado y, probablemente tendré un mando de una División disciplinaria de Infantería Y le doy mi palabra de honor de que removeré cielo y tierra para tenerle en mi División. Donde puedo prometerle que será tratado correctamente, según lo determina el Reglamento de los regimientos disciplinarios.


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