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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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Ahora, estaba en las montañas, era comandante de un grupo de asalto. En un tiempo inverosímil había conseguido dejarse cercar por los rusos. Había pedido socorro en todas direcciones, y, por fin, le habían tranquilizado prometiéndole ayuda. Pero, ¡válgame el cielo!, qué ayuda. El barón sufría un ataque cuando la vio. Una Compañía de Tanques sin tanques, una pandilla de vagabundos andrajosos. El barón espumeaba de rabia y estaba decidido a mostrarse duro, duro como el acero de Krupp. No había comprendido en absoluto que la ayuda que se le enviaba era una Compañía de combatientes experimentados, al mando de dos excelentes oficiales del frente. Aquella Compañía valía por todo un Regimiento de guarnición y hubiese llenado de dicha a cualquier comandante del frente, pero causaba escalofríos a un oficial de guarnición. A sus ojos producía el efecto de un toro en una cacharrería.

El comandante, barón De Vergil, fijó la mirada en la cinta blanca de la manga del teniente Ohlsen, en la que podía leerse las palabras «Regimiento Penitenciario», rodeadas de dos calaveras mutiladas.

– Teniente, en la posición de firmes reglamentaria, los pies deben formar un ángulo de 45 grados. Los suyos no lo están.

El teniente Ohlsen corrigió la posición de sus pies.

El comandante balanceaba las piernas.

– Lo siento, pero he de llamarle la atención sobre el hecho de que en esa posición las manos deben estar sobre las costuras del pantalón y los codos formar una línea recta con la hebilla del cinturón. Los suyos no la forma.

El teniente Ohlsen corrigió la colocación de sus manos.

Los siete oficiales presentes dejaron de comer y, algo incómodos, miraron por la ventana. El comandante se golpeó con una fusta las relucientes botas.

– Teniente, su nariz no está exactamente encima del botón del cuello. Tiene la cabeza torcida. Supongo que un oficial como usted estará enterado de la obligación de mantener la cabeza bien derecha en la posición de firmes.

El teniente Ohlsen corrigió la posición de la cabeza. El comandante sacó un encendedor de oro y encendió con calma un cigarrillo, que primero había colocado en una larga boquilla de plata. Su anillo, con las armas de sus antepasados, relucía. Con una sonrisa condescendientes en los labios, prosiguió:

– Según el reglamento, cada soldado -el comandante acentuó la palabra «soldado»– debe cuidar de la limpieza de su equipo y de su ropa inmediatamente después del combate. Todo debe de estar en las mismas condiciones que cuando lo recibió del almacén. Teniente, un ojeada a su persona basta para convencerme de su negligencia. Su presentación inadecuada es un sabotaje. Según las instrucciones destinadas al ejército de frente, aquél que se entrega a actos de sabotaje, o que sospecha que se entrega a ellos, comparecerá ante un Tribunal de Guerra que, en casos de necesidad, puede estar compuesto tan sólo por dos oficiales. Aquí tiene siete, y, por lo tanto, podría formar uno rápidamente. Pero supongo que lo que le ha destrozado los nervios es una mezcla de miedo y de cobardía, y que éste es el motivo de su negligencia.

El teniente enrojeció hasta las orejas. Le costaba lo indecible contenerse, pero sabía por experiencia que sería fatal dejarse llevar por la ira. Una palabra de aquel payaso bastaría para convertirle en un cadáver.

– Teniente Ohlsen, del 27.° Regimiento, 5.ª Compañía. Mis respetos, mi comandante. Me permito decirle que aún no hemos tenido ocasión de limpiar nuestro equipo y nuestros vestidos. La 5.ª Compañía ha desempeñado una misión especial y ha combatido sin tregua durante tres meses y medio. La compañía ha regresado hace siete días con doce supervivientes.

El comandante agitó su servilleta blanca.

– Esto no me interesa, pero he de hacerle observar que tiene que callarse hasta que se le interrogue. Si no, según el reglamento ha de pedir autorización para hablar.

– Teniente Ohlsen, jefe de Compañía, 27.° Regimiento Blindado, 5.ª Compañía, solicita autorización para hablar, mi comandante.

– No -replicó el comandante-. Lo que tenga que decir no nos interesa en absoluto. Puede regresar con su Compañía y dedicarse a poner orden de acuerdo con el reglamento.

Hizo una breve pausa y, después, lanzó lo que creía era su triunfo máximo:

– Mañana, a las diez, pasaré revista. Y cuidado, teniente, si su Compañía no se presenta de manera adecuada. A propósito, ahora que recuerdo: ¿ha liquidado ya a los rusos que trajo?

El teniente tragó saliva. Miró directamente a los ojos del comandante.

«Cuidado -se dijo-. Éste es peligroso.»

– La liquidación no ha sido efectuada, mi comandante.

El comandante enarcó las cejas, hizo caer la ceniza del cigarrillo con la punta del dedo meñique, observó con atención la brasa y comentó en voz baja:

– Sabotaje, insubordinación. -Levantó la mirada hacia el teniente Ohlsen, y prosiguió secamente-: Pero somos humanos, teniente. Supondremos que no hemos expresado con claridad suficiente la orden de liquidación, lo que hacemos ahora de la manera más categórica. Teniente, le ordeno que ahorque a sus prisioneros. Espero recibir el informe sobre la ejecución mañana a las diez, cuando pase revista.

– Pero, mi comandante, no se puede ejecutar a los prisioneros de esta manera.

– ¿De veras? -gritó el comandante, sonriendo-. Ya lo verá. Me permito llamar su atención sobre el hecho de que si no ejecutan mis órdenes, recurriremos a medidas de excepción.

Agitó su servilleta para indicar que la conversación había terminado, volvió a sentarse a la mesa y sonrió a los atildados oficiales que le rodeaban.

– A su salud, caballeros.

Se saboreó el vino. Era aterciopelado y tenía un delicioso perfume.

El teniente avanzó en la oscuridad hasta encontrar la posición de la Compañía.

«Querido Iván -rogaba-, envía unos cuantos cohetes a esa banda de cretinos. Sólo tres o cuatro, aunque no sean muy grandes.»

Pero nada se movió. Iván guardaba silencio. La piadosa oración del teniente Ohlsen no fue escuchada.

El teniente saltó al interior del agujero del grupo de mando.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el Viejo,mientras apretaba el tabaco de su pipa.

– Ese comandante es un puerco -dijo el teniente Ohlsen, con los dientes apretados-. Está loco de atar. Ha ordenado que mañana, a las diez, reúna a la Compañía para pasar revista.

– ¿Qué? -gritó Porta, sin dar crédito a lo que oía.-¿Se ha vuelto sordo, Porta? Revista. Revista reglamentaria.

Porta se echó a reír.

– Es lo más gracioso que he oído en mucho tiempo. Por lo menos, necesitamos un año para limpiarnos.

Salió del agujero y empezó a canturrear.

– Hermanito,tienes que barrer tu agujero. Vamos a pasar revista.

– ¿Qué agujero? -preguntó la voz de Hermanitodesde la oscuridad-. ¿El del trasero?

La risa debió de oírse en varios kilómetros.

– Callaros -gruñó el teniente Ohlsen-. Tenemos a Iván ahí delante.

– ¡Oh, válgame Dios! -cuchicheó Porta, fingiendo temor-. Esto debe de ser peligroso.

Las tinieblas rodearon aún más las montañas. Desapareció la luna. No se oía ni un solo rumor. Todo estaba tranquilo.

El teniente Ohlsen se instaló en el agujero, entre el teniente Spät y el Viejo.

– Tienen que ayudarme -dijo-. El comandante quiere que ejecutemos a los prisioneros antes de mañana a las diez. ¿Cómo hacerles desaparecer sin ponernos en peligro?

El Viejomordisqueaba su pipa.

– No es fácil. Hay que esconderlos y procurarse seis cadáveres.

– ¿Y si nos limitáramos a dejarles escapar? -propuso el teniente Spät-. Me parece que Boris exagera. No puedo creer lo que afirma: que serán liquidados si vuelven a sus líneas, después de haber sido hechos prisioneros.

– Hazle venir, Spät -dijo el teniente Ohlsen-. Es preciso que nos eche una mano; entre otras cosas, está en juego su cabeza.

Poco después, el joven teniente ruso saltó dentro del agujero.

– Nuestro comandante exige que le ahorquemos a usted y a sus hombres antes de mañana a las diez -empezó a decir el teniente Ohlsen -. De lo contrario, me ahorcarán a mí. Si tiene alguna idea, expóngala. Es urgente.

El ruso mostró sus blancos dientes.

– Tengo varias, pero no valen nada, querido colega. Como ya le he dicho, si escapamos, moriremos también. En todo caso, es muy probable. Hay una ley que nos prohíbe formalmente dejarse hacer prisionero. Un soldado debe luchar hasta el último cartucho y hasta el último aliento. Si nos ven regresar tan tranquilos, lo considerarán, pura y sencillamente, como una insubordinación. El padrecito Stalin en persona ha hecho la ley.

– ¿Y los partisanos que hay por el sector? -propuso el Viejo.

– Es una posibilidad, pero no me parece buena -le contestó el ruso-. Todos los grupos de partisanos están en contacto con una unidad superior mandada por un comisario. Éste no tardará en saber que nuestro sitio no está en este sector del frente. Nuestra unidad está a centenares de kilómetros de aquí. Y, además, no hay que olvidar que nos veremos obligados a ocultar que hemos sido prisioneros. Sólo nos queda una posibilidad; asegurar que hemos quedado aislados durante un ataque y que hemos permanecido ocultos tras el frente enemigo. Pero lo mismo que les ocurre a ustedes, tampoco nosotros podemos hacerlo durante mucho tiempo. Los partisanos tienen los nervios a flor de piel. Primero disparan y después preguntan. Si nuestra explicación presenta el menor fallo, nos eliminarán por miedo a que seamos espías. No sería la primera vez que ocurre. En esta guerra, se han visto todas las formas de traición.

El teniente Spät encendió un cigarrillo, ocultando la llama con la mano.

– Tal vez sea un juego del escondite perfecto, pero va en ello sus vidas y sólo podemos pensar en el presente. Deben ponerse uniformes alemanes, ocultarse entre los soldados y esperar a que llegue el día en que puedan marcharse.

– ¿Y dejarnos capturar con uniformes alemanes? -contestó el ruso, sarcástico-. Nadie creerá la verdad. Nos tomarían por Hiwisy nos ahorcarían. Incluso nuestros compañeros lo harían sin vacilar.

– Entonces, ¿qué propone usted? -dijo el teniente Ohlsen, impaciente.

– No se me ocurre nada -murmuró el ruso-. No hay más que dejarnos ahorcar. Aquí o allí, ¿qué diferencia hay?

– Hablemos con Porta -propuso el Viejo.

– ¡Esta sí que es buena! -exclamó el teniente Ohlsen-. Estamos tres oficiales y un Feldwebely vamos a pedir consejo a un indisciplinado Obergefreiter.Está bien, llámenle. No me sorprendería que se le ocurriera alguna idea.

Porta se deslizó dentro del agujero.

– ¿Me invita alguien a fumar? -pregunto irrespetuosamente.

El teniente Spät le ofreció un cigarrillo.

– Al pelo. De este modo, me ahorro los míos.

– Porta -empezó a decir el teniente Ohlsen-, tenemos un problema. Deberemos separarnos de nuestros seis colegas.

– Toda la Compañía lo sabe. Cuando le ha visitado usted hace un rato, el comandante ha cuchicheado: Cuelgue a los seis prisioneros rusos si no quiere que le cuelguen a usted Y esto no le hace gracia, ¿verdad? Heide no quiere saber nada. Ha decidido cargarse a los prisioneros cuando traten de atravesar la línea. Y usted no podrá hacer nada contra él, mi teniente. Al contrario, habrá que darle las gracias, si explica que usted le ha ordenado que dispare, ya que, de esta manera, le salvará la cabeza.

– Cállate, Porta -intervino el Viejo-. Te hemos, llamado para que nos ayudes. Veo que ya estás al corriente. Ya sabes, también, que ellos no pueden atravesar las líneas sin más.

– Sí, mi tocayo de Moscú hace bien las cosas. Con su ley, ha conseguido interrumpir completamente las deserciones desde 1941. Ni a mí se me hubiese ocurrido nada mejor. Aquel viejo granuja me gusta. Tiene imaginación.

– Guárdese sus simpatías para usted -rezongó el teniente Ohlsen.

– ¿Tal vez prefiere al señor jefe del Partido, en Berlín, mi teniente?

– No prefiero a ninguno de los dos.

– En la actualidad, no se tiene derecho a decir esto, mi teniente. En pro o en contra, de lo contrario se te cargan. ¿Qué le resulta más fácil decir: Frente Rojo o Heil Hitler?

– Entre los nuestros, a un tipo como éste le habrían liquidado hace ya mucho tiempo -interrumpió el teniente ruso.

Porta le lanzó una mirada de reojo.

– Es una suerte que aquí no ocurra lo mismo, mi oficial russki.De lo contrario, mañana, le pondrían un bonito collar.

– ¡Vamos! ¡Ideas, Porta! -exclamó el teniente Ohlsen, exasperado.

– Paciencia, mi teniente, paciencia.

– ¡Cretino! – gruñó el teniente Spät,

Porta le miró.

– ¡Ah! ¿Conque sí, mi teniente? Bien, voy a retirarme al agujerito personal de Hermanitoy mío.

Sacó a medias el cuerpo del agujero.

– Vamos, no te sulfures, Porta. Es una manera de hablar -se disculpó el teniente Spät.

– Por esta vez, pase, mi teniente, pero que no vuelva a ocurrir. Soy bastante sensible sobre este punto. Cuando uno frecuenta estúpidos, tiene especial interés en que no le confundan.

Rió con insolencia.

– Por lo que se refiere a salvar a esos seis pequeños Stalin, no es tan difícil como parece. Basta con hacerles aterrizar allí como unos héroes.

– Explíquese -rogó el teniente Ohlsen.

– Necesitamos seis cadáveres, mi teniente. Ya tenemos tres. Hermanitoy yo nos hemos cargado antes a un ruso cada uno. Observadores -añadió-. Después, está el partisano estrangulado por Hermanitoen el bosque. Los otros tres ya los encontraremos, y todavía más. Esto no es problema. Hermanito, Anda o Revientay yo vamos a ver a Iván de cerca. Nos las arreglaremos para armar un buen jaleo. Estoy seguro de que unas ráfagas de ametralladora a lo largo de las trincheras les harán moverse. En cinco minutos es necesario que tengan la presión de que todo un Batallón se lanza al asalto. Mi sombrero de copa les hará orinarse de miedo. Después, nos larga y nos ocultamos en las trincheras de observación.

Dibujó un plano con ayuda de la bayoneta; los tres oficiales y el Viejoasentían. Empezaban a adivinarle el pensamiento.

– Y luego -prosiguió-, la cosa empieza de veras. Barcelo naBlom estará preparado con el lanzallamas. En cuando envíe una bengala roja, afeitará la barba de los puestos avanzados bolcheviques. Treinta segundos después, empiecen a disparar morteros a toda mecha. Estoy seguro de que, en retaguardia los tipos de los «Do», se ensuciaran encima cuando escuchen el jaleo. Empezarán a disparar salvas. Los rusos quedarán convencidos de que todo el ejército ataca. Despertaremos el Batallón de héroes de nuestro comandante, y o mucho me engaño, o empezarán a largarse. Y eso es contagioso. Llegarán adonde está el comandante y sus soldados de pacotilla. También ellos se largarán sin hacer las maletas. Cuando esto empieza, los minutos cuentan, mi teniente. El asunto evoluciona más de prisa de lo que se puede explicar. Entonces, deberemos hacer funcionar todas nuestras armas automáticas: fusiles de asalto, ametralladoras y el resto del arsenal.

»Será preciso que le trabajemos un poco a usted, mi teniente -prosiguió dirigiéndose al oficial ruso-, a fin de j que dé la impresión de que ha sido torturado; pero esto lo hará Hermanitoen un santiamén. Diga que ha escapado a la G. E. P. cuando le conducían al poste de ejecución. Añada después que con sus cinco mujiks han atacado a los cazadores de cabezas, precisamente detrás de este sector. Añada aún que les han detenido al mismo tiempo que a varios partisanos que habían encontrado en su propio sector, y que éstos les han acompañado hasta la granja en la que nosotros hemos hecho una incursión. (Es verdad que uno de ellos ha escapado, pero no creo que haya podido atravesar las líneas. Era demasiado estúpido.) Bien. Para terminar, explique que después de haber escapado de los cazadores de cabezas han llegado a nuestra posición, que han conquistado las trincheras y rechazado a todo el Batallón. Pero hay que actuar aprisa, mi teniente. Los colegas de enfrente querrán atacar inmediatamente y ocuparán las posiciones ocupadas por nuestros héroes de guarnición.

– Pero, ¿qué hará su Compañía si les atacan? -pregunto inquieto el teniente ruso.

Porta se echó a reír.

– No hay cuidado. Esos de enfrente son soldaditos de pacotilla. Lo mismo los de al lado. De lo contrario, Hermanitoy yo no podríamos divertirnos de esta manera. Deben de creer que están paseando por Moscú.

– Está completamente loco -dijo, riendo, el teniente Ohlsen-. ¿Cuándo piensa empezar la representación?

– A las tres en punto. Hermanito, yo y Anda o Revientanos marcharemos hacia las dos y media. Pero tiene que ser a las tres en punto. Porque, en ese momento, nos lanzaremos a fondo. Y, además, no creo que ahí enfrente sólo haya estúpidos.

– Gracias de todos modos -sonrió el teniente ruso.

– ¿Por qué a las tres? -preguntó el teniente Spät.

– Es una hora en la que nadie espera ser atacado. El terreno está demasiado húmedo. Hay niebla en la montaña. La menor brisa hará que se levante. Dos horas más tarde, vuelve y se aferra; por lo tanto, entonces será posible ocultarse en ella. Toda la pandilla de enfrente está roncando y también nuestros héroes de al lado. Cuando nos vean, se quedarán patitiesos. Pero lo aconsejo, mi teniente, que, en cuanto haya lanzado sus granadas y tome el camino que voy a indicarle, corra como si se le quemara el trasero. Será mejor que venga conmigo, así lo verá. Si se desvía usted hacia el lazo de Hermanito,entonces, mala suerte. Estos días tiene ganas de estrangular.

El ruso asintió con la cabeza.

– Julius Heide tiene una lente infrarroja y es un asesino -prosiguió Porta-. Yo me cuidaré de Hermanito,pero no garantizo nada por lo que respecta a Heide. Es un puerco. A los nuevos no les conozco. Bueno, venga, mi teniente, le enseñaré el camino. Pero sea prudente: sus camaradas rojos han puesto centinelas por todas partes.

Atravesaron las trincheras a gatas, y llegaron a la tierra de nadie. Ni un solo ruido. Ambos desaparecieron en la oscuridad. Transcurrió un cuarto de hora antes de que regresaran.

– ¿De acuerdo? -preguntó Porta.

El teniente Chisen afirmó con la cabeza. Comprobaron sus relojes. Eran las 20,05.

– Salud -dijo Porta.

Y desapareció en su agujero.

Se le oyó decir a Hermanito:

– La guerra es condenadamente peligrosa, Hermanito.Tendrías que hacer testamento, como los ricos.

El resto de sus palabras quedó ahogado en un murmullo incomprensible.

Hermanitorío, despreocupado. El legionario rezongó. Una bala perdida silbó sobre sus cabezas. Luego, el silencio se aposentó en el sector.

Poco después de medianoche, los dos oficiales salieron para inspeccionar la posición.

– ¡Este silencio siniestro…! -murmuró el teniente Spät.

Y levantó la mirada hacia el cielo, donde flotaban unos densos nubarrones.

Un ruido les hizo detenerse. Sólo era un débil rumor, un leve movimiento en las hojas. Pero para los dos oficiales aquello era un alboroto enorme, como una calavera riéndose detrás de ellos. Permanecieron quietos un momento, con las metralletas a punto. Luego, el teniente Ohlsen rió entre dientes.

– Es una zorra que sale de caza. También la naturaleza hace la guerra.

Siguieron ascendiendo la colina. Andaban sin hacer ruido. Donde era posible, utilizaban los arbustos y los matorrales como protección. Aprovechaban cada sombra.

Algo más lejos, se detuvieron para escuchar. Un ruido indefinible había llegado hasta sus oídos. La sangre acudió a sus rostros. Alguien roncaba ante ellos, y con fuerza.

– ¡Vaya! -cuchicheó el teniente Spät.

Avanzaron hacia aquel ruido inaudito. La verde hierba formaba una blanda alfombra bajo sus pies y sofocaba cualquier ruido.

Se detuvieron en el borde del agujero. Era un agujero profundo y bien hecho. En lo más hondo, un suboficial yacía de lado y roncaba con un estrépito capaz de despertar a un muerto. Su metralleta estaba abandonada a su lado.

El teniente Spät se inclinó silenciosamente para coger el arma. Después, apoyó la punta del cañón en el pecho del suboficial dormido. Acto seguido, le despertó pegándole un golpe en la cabeza. El suboficial saltó en el aire, pero se sintió rechizado brutalmente. Murmuró cosas incomprensibles, abrió mucho los ojos, y preguntó, trastornado:

– ¿Qué sucede?

– ¡Cretino! -gruñó el teniente Ohlsen-. ¿Qué habría ocurrido si le hubiesen despertado los rusos? Ya estaría muerto, ¿no?

– He distribuido las horas de guardia -dijo el suboficial, intentando defenderse.

– Claro -replicó burlonamente el teniente Ohlsen-, y sus centinelas duermen porque saben que el jefe duerme. Si Iván hubiese atacado, le habrían rebanado la garganta antes de poderse despertar. Merecería que le matara aquí mismo, por negligencia.

Los dos oficiales prosiguieron su camino. Varios proyectiles perdidos silbaron amenazadoramente. Se oyó una risotada.

–  He rmanito-comentaron.

Después, esperaron la réplica de Porta, que, desde luego, no se hizo esperar. Entre el verdor distinguieron el sombrero de copa amarillo, semejante a una chimenea colocada allí por un simple espíritu.

–  M amma mía,Cameron -le oyeron exclamar.

– Me gustaría saber cómo consigue ver los dados en la oscuridad -dijo el teniente Spät, sorprendido.

– Con la menor ascua de cigarrillo tienen bastante -repuso el teniente Ohlsen.

Ambos oficiales regresaron a su puesto de mando. En aquel momento, sonó, el teléfono de campaña.

– «Emil 27» -anunció el suboficial Heide en voz baja. Escuchó un momento, y pasó el auricular al teniente Ohlsen-. Es el comandante del Batallón.

El teniente hizo una mueca y se presentó según prescribían las ordenanzas.

– Aquí, el jefe de «Emil».

En cuatro ocasiones contestó secamente: «Bien, mi comandante.» Después, colgó y se volvió hacia el Viejo:

– Orden a los jefes de pelotón: la Compañía se presentará por pelotones a pasar revista en las cercanías del Listado Mayor. El primer pelotón, a las diez; el segundo, a las once, y así sucesivamente.

– Ese comandante es de miedo -murmuró el teniente Spät.

– Y, además, feroz -añadió el teniente Ohlsen-. Mañana quiere ver ahorcados a los seis rusos.

Los oficiales se envolvieron en sus mantas para descansar un poco.

Llegó Porta.

– Me han dicho que el comandante ha ordenado una revista. Así, pues, me permito anunciar que H ermanitoy yo estamos preparados. He lavado mi sombrero y mis pies, y me he puesto cintas rojas en los pelos del trasero

– Lárguese de aquí -gruñó el teniente Ohlsen.

– Bien, mi teniente. Ya me voy.

Se quitó el sombrero amarillo, lo frotó enérgicamente con una manga, lo sopló y volvió a frotarlo.

– ¡Maldita sea! ¡Qué magnífica tapadera! Estoy seguro de que mi comandante de Breslau quedará encantado cuando vea las cintas rojas en el trasero de Hermanitoy en el mío. Si el jefe pide explicaciones le diremos que es el uniforme de gala.

– Hará ejecutar a toda la Compañía, eso es todo, camarada -observó el pequeño legionario.

– Porta, por última vez, no quiero ver este sombrero en las proximidades del Estado Mayor -amenazó el teniente Ohlsen.

– Pero si es lo más hermoso que hay, mi teniente.

Y Porta volvió a soplar sobre la prenda, a fin de eliminar una mota de polvo imaginaria.

– También podría ponerme el traje que le gané al barón en Rumania, ya sabe [16].

– El cretino del comandante no daría crédito a sus ojos -dijo Heide.

– Bueno, pero ahora Joseph Porta, Stabsgefreiterpor la gracia de Dios, se siente impaciente. Vamos a visitar a nuestro hermano Iván. No os durmáis; de lo contrario, os chamuscaremos la piel.

Nadie sentía deseos de dormir. Distinguimos, vagamente, a Porta, Hermanitoy el legionario que salían arrastrándose de sus agujeros. Desaparecieron en la primera alambrada, tragados por la oscuridad.

– Con tal de que salga bien -dijo, en voz alta, el teniente Spät.

Transcurrían los minutos. BarcelonaBlom y el Viejotenían a sus hombres en estado de alerta desde hacía mucho rato. Los tres grupos de morteros estaban dispuestos, con los proyectiles en la mano.

Barcelonaapretó contra sí el pesado lanzallamas y comprobó, por enésima vez, su funcionamiento.

– ¡Si por lo menos pudiera cambiar la válvula! -murmuró-. No es muy segura. La he reparado con un pedazo de goma de mascar.

– No hay tiempo -replicó el teniente Ohlsen-. Sólo nos quedan cuatro minutos.

Heide se volvió, amenazador. Estaba acurrucado tras la ametralladora pesada. Miró a los reclutas.

– Al que no vaya pegado a mi trasero cuando avance, me lo cargaré personalmente. Panjemajo?

Un recluta de diecisiete años se echó a llorar.

Heide rodó sobre sí mismo y le abofeteó brutalmente tres o cuatro veces.

– Déjate de lloriqueos. Lo único que arriesgas es que te rebanen el gaznate. No demuestres que tienes miedo. Si no, será tu primer y último ataque.

El recluta empezó a chillar; Heide se lanzó sobre él y le abofeteó una y otra vez con el dorso de la mano.

– ¡Cállate, cerdo, o te liquido!

El teniente Ohlsen y el ruso contemplaban la escena en silencio. Lo que hacía Heide era cínico y brutal, pero necesario. El miedo del joven recluta podía comunicarse a toda la compañía como un reguero de pólvora. No hay presa más fácil para el enemigo que un destacamento que huye atemorizado. En lo sucesivo, el grupo de ametralladoras pesadas temería más a Heide que a los propios rusos.

– Ha hecho usted bien, sargento -observó el ruso.

– Sí, mientras estemos en guerra -añadió inmediatamente Ohlsen.

Apenas había terminado de hablar, cuando el terreno pareció volar hecho añicos ante nosotros. Una prolongada explosión sacudió nuestra posición. Después, se escuchó un grito infernal. Vimos surgir el cuerpo gigantesco de Hermanito;llevaba el sombrero hongo en la cabeza. Estaba cerca de las trincheras enemigas. La metralleta que sostenía empezó a escupir balas trazadoras. Unos siluetas huyeron, presas de pánico. La sorpresa había sido total.

– ¡Qué tipos! -exclamó el teniente ruso, admirado.

– ¡Barcelona!-exclamó el teniente Ohlsen.

Barcelonase levantó y se lanzó hacia delante.

El lanzallamas iluminó el terreno. Unos hombres corrían transformados en antorchas vivientes.

El teniente Ohlsen bajó el brazo. Nuestras armas automáticas empezaron a escupir fuego.

Heide reía como un fanático, disparando salva tras salva.

– ¡Morteros! ¡Fuego! -aulló el teniente Spät.

Los obuses trazaron sus trayectorias parabólicas en el cielo y cayeron tras las trincheras rusas.

Cada hombre de la Compañía actuaba febrilmente. La angustia había desaparecido.

Doblé el pie de mi ametralladora ligera, avancé y me instalé en un cráter de obús, en plena tierra cíe nadie. Un grupo salió precipitadamente de la trinchera situada frente a mí; soldados acometidos por el pánico. Inspiré profundamente y apoyé con firmeza la culata contra mi hombro, como si estuviera en un ejercicio de tiro. Apunté con cuidado y vacié el cargador que mi ayudante, un hombre ya maduro, sacaba en el acto para sustituirlo por otro lleno. Cargué, disparé.

Sobre nuestras cabezas, un océano de llamas resplandeciente convertía el cielo en una gigantesca pantalla luminosa que iluminaba el terreno como en pleno día. Las montañas se dislocaron y resquebrajaron.

Porta tenía razón. Los «Do» habían despertado. Disparaban a tontas y a locas. Salva tras salva. Sus temibles cohetes caían detrás de nosotros.

Retrocedí y me dejé caer junio al teniente Ohlsen. Aquellos cohetes asustaban de verdad.

El teniente ruso huyó a toda velocidad, seguido por sus hombres.

– Desvedanja!-gritó antes de desaparecer.

El Batallón del comandante hizo exactamente lo que Porta había predicho. Emprendió la fuga. Pero, con gran sorpresa nuestra, los rusos no atacaron. Más tarde, averiguamos que también ellos habían huido.

Hasta pasadas siete horas, el sector no recobró la calma.

Los rusos rociaban constantemente nuestras posiciones con un nutrido fuego artillero.

A última hora de la tarde, se restableció el enlace con el Batallón. Se anuló la revista. Volvimos a nuestras posiciones. Se instalaron de nuevo los alambres telefónicos. Nadie sabía con exactitud lo que había ocurrido.

El teniente Ohlsen pudo dar parte de un ataque sorpresa de la Infantería enemiga. Un destacamento había intentado conquistar nuestras trincheras. La Compañía vecina dio la misma explicación. La historia fue considerada cierta.

Habíamos recogido seis soldados rusos muertos y los colgamos de los árboles. El teniente Ohlsen redactó un parte escrito en el que manifestaba que se había efectuado la ejecución.

Al día siguiente, el comandante nos envió a su adjunto para comprobarla. El ayudante acudió, pero no deseaba ver los cadáveres. Se dirigió al teniente Ohlsen:

– Los he visto. ¿De acuerdo?

Cuando el ayudante se hubo marchado, el teniente Ohlsen movió la cabeza:

– Hubiéramos podido ahorrarnos esta comedia.

A la noche siguiente se nos ordenó que enviáramos una patrulla de reconocimiento tras las líneas rusas. Querían averiguar su potencia artillera y si tenían tanques.

Desde luego, designaron a nuestro grupo. Hubiese sido una locura utilizar a los reclutas para esta misión.

Uno por uno salimos de la trinchera y nos dirigimos a paso de lobo hacia las trincheras rusas.

Hermanitoavanzaba con el lazo en la mano.

– Nos repartiremos el oro -le había dicho Porta un momento antes de salir.

Sabíamos muy bien a qué oro se refería. Nunca pasaba ante un cadáver sin examinarlo y arrancarle las muelas de oro que pudiera tener.

– Esta manía de coleccionista os costara la cabeza algún día -profetizó el Viejo-. Con ella cometéis dos crímenes a la vez, primero, desvalijáis un cadáver. Esto está reconocido por todos los países. El segundo, reconocido sólo por nuestro Gobierno, precisa que todas las muelas de oro pertenecen al Estado y que, por lo tanto, deben de ser depositadas en la oficina de las SS más próxima. Infracción castigada con la pena de muerte.

– Pesimista -dijo Porta, riendo.

– Yo no depositaré las muelas -añadió Hermanito-. Con el dinero que saque de éstas, tengo la intención de comprarme una charcutería y un burdel cuando acabe la guerra. En los campos de concentración arrancan las muelas de oro a los vivos. Nosotros somos humanos: esperamos a que se hayan enfriado.

– ¡Asqueroso! -rezongó Stege.

– ¡Tú no te metas en eso, intelectual del diantre! -amenazó Porta-. Ocúpate de tus libros, y nosotros seguiremos con nuestros negocios. Veremos quién llegará más lejos.

Estábamos muy a retaguardia de las líneas rusas, cuando el Viejose detuvo, de repente, ante una hondonada.

– Hay alguien ahí abajo -cuchicheó.

Hermanitoy el legionario avanzaron silenciosamente por entre los arbustos, para examinar el terreno desde más cerca.


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