355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Hassel Sven » Gestapo » Текст книги (страница 20)
Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


Жанр:

   

Военная проза


сообщить о нарушении

Текущая страница: 20 (всего у книги 22 страниц)

La sangre desapareció del rostro del teniente Ohlsen.

– ¿Están montando el cadalso? Entonces, todo terminara pronto.

– No, no, no es seguro. Nunca se puede confiar en eso. Una vez, tuvimos preparado durante dos meses el banco de la carnicería. La SD y el Consejo de Guerra no se ponían de acuerdo. El Consejo de Guerra quería indultar al acusado, y la SD, no. El asunto llegó hasta el general -FeldmarschallKeitel. Pero, entonces, el Bello Paulcogió un berrinche de miedo e incluso metió en el jaleo al SD Heydrich. Keitel se asustó mucho y el general perdió la cabeza. Por cierto que estaba en tu calabozo. Lo reservamos siempre para los que tienen un puesto seguro en el expreso.

– Pero, entonces, ¿saben ustedes lo que va a ocurrir incluso antes de que se celebre el juicio?

– Lo que voy a decirte es «Gekados». Algo que no deberías saber. Apostaría cualquier cosa a que ya no asistirás a la mesa del domingo próximo. Cuando un tipo llega a nosotros con VG y SG en sus papeles, ya se sabe lo que le ocurrirá al cabo de una hora. Es una marquita que hay abajo, a la izquierda, en el documento de detención. Por ejemplo, una pequeña K quiere decir Kz. El juez tiene un duplicado y seria muy peligroso para él no juzgar como desea la Gestapo. Nuestros tribunales no conocen la palabra «absuelto». La Gestapo nunca se equivoca. Si meten a un tipo en arresto preventivo, es culpable.

»En caso de ocupación enemiga, nadie podría encontrar nuestras órdenes. Todo nuestro «Gekados» desaparece convertido en humo. Nuestros adversarios no se enterarán de nada. Si me echan el guante, cosa que podría ocurrir, sé de memoria lo que les diré. He hecho varios ensayos generales con el Buitre.No soy más que Obergefreiter. No sé nada. Me he limitado a cumplir órdenes. Y ya verás, teniente, me admitirán como Obergefreiterentre ellos, entre los enemigos. Yo pertenezco al tipo razonable. Me importa un bledo saber quien debo pegarle una patada en el trasero. Mientras me paguen cada diez días para que pueda correrme una buena juerga, soy daltoniano y no advierto si los diversos colores políticos me van o no. Esta noche, salgo con una gachí. Su hombre está en Rusia.

»Date una vuelta por una calle elegante teniente. ¿Qué verás? ¿Tiendas en las que se vende azúcar, coles, sacos de patatas? Nada de eso. Bragas de todos los colores y medias elegantes. Tú aprietas de lo lindo en tu tanque. Te cuelgan del pecho una hermosa Cruz de Hierro. Tendrías mujeres, y en cantidad. A esa Cruz de Hierro habría que llamarla un imán de mujeres. Hay dos cosas que cuentan: la pasta, mucha pasta; o bien condecoraciones difíciles de obtener. Condecoraciones tan importantes que causen miedo a los cazadores de hombres. Daría mucho por tener una Cruz de Caballero, teniente. Cítame un solo rey que sea guapo. No podrás. Y, sin embargo, tiene cuanto desea. ¿Porque es rey? El secreto reside en la quincalla que lleva en el pecho. Todos corren tras eso. Es un imán. Vale más que una tarjeta de entrada para un burdel. Bueno, me largo.

Cerró la puerta de golpe, y se alejó por el pasillo.

El lunes por la mañana, el comandante Von Rotenhausen leyó la sentencia. Se agitó nerviosamente durante la lectura, como si tuviera necesidad de ir al retrete y le costara trabajo contenerse. Le acompañaban Stever y el Buitre, con el fusil ametrallador sobre el hombro. El comandante Rotenhausen no quería correr riesgos.

Poco antes de mediodía, un ojo atisbo durante mucho rato y con insistencia a través de la mirilla. Un ojo oscuro, parpadeante… Por espacio de unos diez minutos, el ojo permaneció pegado a la mirilla. Era la mirada hambrienta de un vampiro.

Una hora más tarde. Stever hizo su ronda.

– El carnicero en jefe te ha visto. Sus tres hachas acaban de llegar ¿Quieres verlas? Son impresionantes, relucientes y cortantes. A su lado, una navaja carece de filo. Están en la celda de paso, en unas magníficas fundas de cuero amarillo, con el águila dorada en la empuñadura. El Buitreha intentado levantarla. Le gustaría cortarle la cabeza a alguien. Yo no pido nada. Estos asuntos traen desgracia. ¿Cómo dice el libro de Dios? «Quien golpee la cabeza a otro recibirá los mismos golpes.» Y no veo motivos para poner en duda lo que es sagrado.

– El pastor aún no ha venido -murmuró el teniente Ohlsen-. No puede ocurrir nada antes de que me visite.

– No temas. Ya vendrá. Con los prusianos, el orden está asegurado. No somos tan inhumanos como para enviar a alguien al cielo sin haberle preparado antes el camino. Pero aún no se ha presentado. Siempre telefonea antes, y después hay que esperar unas dos horas. Por el momento, presta servicio en una Compañía de Comunicaciones. Durante la guerra, los pastores y los cirujanos tienen siempre mucho trabajo. En tiempos de paz, no son tan importantes.

Por la noche, se oyó un grito. Un grito largo y profundo que despertó a toda la guarnición. Los centinelas blasfemaron y gritaron.

No tardó en llegar el Verraco.Se oyó ruido de voces. El grito cesó y la horrible tranquilidad esperada volvió a reinar en la cárcel.

El pastor compareció el martes, a las diez y media de la mañana. Era un hombrecillo abatido, con grandes ojos azules y boca temblorosa. Su nariz goteaba sin cesar, y se la secaba con la manga de su sotana. Trajo un altar plegable que montó con ayuda del teniente Ohlsen. De un maletín estropeado sacó una figurita de Jesús, hecha de cartón pintado. La corona de espinas se había roto, pero el pastor reparó el desperfecto con un poco de saliva. Había también dos ramos de flores artificiales, envueltas en papel de seda. Se había olvidado su Biblia, y tuvo que pedir prestada la del teniente Ohlsen, que estaba en la celda.

Cuando todo estuvo colocado, presentaba un aspecto amable. El Verracopegó elrostro a la mirilla. En voz baja, iba comunicándole a Stever cuanto ocurría en el interior.

– Ahora le da las galletas y la bebida -informó el Verraco-. No entiendo cómo lo autorizan. En el reglamento 4 la prisión, página 216, apartado 3.°, está escrito que el consumo de bebidas alcohólicas queda prohibido, y ahí se están atizando un buen trago. ¡Lo que hay que ver! Oye, Stever, ya empieza. El viejo le bendice. Levanta las zarpas tan hacia arriba que casi toca el techo.

Oyeron, tenuemente, cómo el pastor murmuraba algo, El Verracose echó a reír.

– ¡Diantre! No me sorprendería que un ángel atravesara las paredes. -Pegó una palma en su voluminosa pistolera-, Si ocurriera, vive Dios que sabría recibirle. Yo, el Haupt-und StabsfeldwebelStahlschmidt, no toleraré ningún atentado a mi prisión. El ángel de Dios aprendería a conocerme.

– Es comprensible, Herr Stabsfeldwebel-creyó oportuno decir Stever.

El Verracose excitó hasta lo indecible.

– Dios, ángel o lo que sea, si sigue un camino que no sea reglamentario, si no lleva un permiso firmado por el juez, tendrá que vérselas conmigo. En mis dominios reinan la disciplina y el orden. Esto no tiene nada que ver con el caos del paraíso. Obergefreiter,ahora se arrodillan. ¡Válgame Dios, esto sí que es un espectáculo!

Durante tres segundos, cedió a Stever su puesto en la mirilla. Éste suspiraba de placer. Era una maravillosa administración del sacramento, de las que no se ven todos los días.

El Verracole empujó lentamente, y recuperó su localidad de primera fila.

– Bueno, ya ha terminado. Ahora están sentados en la cama cogidos de la mano. El viejo lloriquea. Extraños héroes…

– ¿Por qué llora el guerrero del cielo? -preguntó Stever-. No es a él a quien van a afeitar.

El Verracose encogió de hombros. No sabía muy bien lo que debía contestar; pero después de reflexionar un poco llegó a la evidente conclusión de que había que demostrar pena cuando se era pastor y se consolaba a alguien que iba a ser ejecutado.

El Verracodio unos pasos por el corredor. Después, señaló con el pulgar la puerta cerrada de la celda.

– Esto nunca nos ocurrirá a nosotros dos, puedes estar tranquilo -aseguró.

Stever guardó silencio. La idea de ponerse en contacto con la Gestapo seguía dándole vueltas al cerebro. Miró pensativamente el cuello de el Verracoy estuvo de acuerdo consigo mismo en que, verdaderamente, haría falta un buen golpe para separar aquella cabeza de aquel cuello de toro. Jamás había visto un cuello tan grueso. ¡Resultaba increíble que la prisión pudiera convertir a alguien en un ser tan repugnante y gordo!

– ¿Qué mira con esos ojos? -preguntó el Verraco.

– El cuello de Herr Stabsfeldwebel-repuso Stever.

El Verracose tocó el cuello.

– ¿Mi cuello? -murmuró, pensativo-. ¿Qué le ocurre a mi cuello?

– Es grueso, Herr Stabsfeldwebel.

– En efecto, Stever. Es un cuello de suboficial. No resulta fácil cortarlo.

– El hacha está muy afilada, Herr Stabsfeld.

– ¡Diantre! ¿Qué le ocurre a usted, Stever? ¿Tiene miedo? ¡Menudas ideítas se le ocurren! ¿No convendría que fuera a ver al psiquiatra? -Estuvo a punto de hacerse un nudo en la lengua al pronunciar la «p»-. Pensaba que algún día sería usted Unteroffizier,pero con esos pensamientos enfermizos, no es posible. ¿No estará borracho, Stever? En tal caso, le perdono. Debiera saber que jamás se ejecuta a un Stabsfeldwebel.Constituyen la columna vertebral de la sociedad, ¡diantre! Si los Stabsfeldwebelnos declaráramos en huelga, menudo lío se organizaría. Todo se derrumbaría como un castillo de naipes: Adolph, Hermann, Heinrich, Joseph, podrían echarse al suelo y golpearse la cabeza contra el pavimento. No lo olvide nunca. -El Verracopegó una fuerte patada con el pie derecho, y miró a Stever-. ¿Entendido, Obergefreiter?

– Entendido, Herr Stabsfeldwebel-respondió Stever, al tiempo que pensaba: «Todavía no lo sabes todo, maldito cerdo. Seré más que Unteroffizier.No tardará en llegar el día en que sea yo quien mande, mientras tú saltas para perder la grasa.»

El Verracoregresó ruidosamente a su cubil, muy satisfecho de sí mismo.

Durante el paseo de la tarde, Stever y Braum registraron los calabozos. Braum se ocupó de los del lado derecho del pasillo, y Stever de los de la izquierda. Hicieron varios descubrimientos.

En el calabozo 21, el de un coronel condenado a muerte, Braum encontró una rebanada de pan negro oculta bajo el colchón. En la celda 34, Stever confiscó una colilla de dos centímetros. En la de al lado, un pedazo de lápiz. Lo colocaron todo en un gran sobre azul. Stever estaba encantado. Era su trabajo preferido. Una especie de juego del escondite. Luego, los prisioneros serían castigados de acuerdo con el rito especial de el Verraco.

Stever terminaba de registrar el último calabozo cuando un silbido anunció la vuelta de los presos.

El teniente Ohlsen se detuvo un momento, sorprendido ante la puerta de su calabozo, y contempló el espantoso desorden que había ocasionado Stever. Después, se precipitó hacia el colchón y buscó febrilmente. Sollozaba.

La puerta se abrió sin ruido y Stever entró. Sostenía entre dos dedos una pequeña píldora amarilla.

– ¿No estarás buscando esto, por casualidad? -preguntó sonriendo con los dientes apretados.

El teniente Ohlsen avanzó unos pasos. El bastón de Stever silbó en el aire y le alcanzó en una rodilla. Ohlsen profirió un grito de dolor.

– Un prisionero ha de cuadrarse cuando un guardián entre su celda -le recordó Stever, siempre sonriente-. Si no lo hace, tenemos derecho a utilizar el bastón. Para eso lo llevamos. He de reconocer que lo habías calculado bien. Tragarte esta porquería un momento antes de la operación. ¿Cómo tienes tupé para hacer una cosa así? ¡Con las molestias que nos tomamos, y querer engañarnos! Pero te has equivocado en lo que a mí respecta, teniente. Hacía mucho que sospechaba que tenías algún truco. Estabas demasiado tranquilo. Tengo mucha experiencia en esas cosas. ¿Te das cuenta de los problemas que hubiera tenido si llegas a tragarte esta píldora? Hay quien cree que Stever no ve nada, pero tengo un radar hasta en trasero. Evito las complicaciones. Me sé de memoria el reglamento. Me sé de memoria todos los HDV. Para eso me enseñaron a leer en la escuela. Podrían utilizarme como HDV viviente en las bibliotecas. Siempre pido una orden escrita cuando ocurre algo que se aparta de lo corriente. Si un día vienen a decirme; «Stever, ha cometido usted un asesinato», me reiré en sus narices, y les enseñaré la orden escrita, y les diré: «Os equivocáis. A quien debéis ahorcar es a quien ha firmado este papel. Yo no soy más que un esclavo que se ciñe al reglamento. Y este reglamento no lo he hecho yo.» Ahora, tengo tu píldora, teniente, y me veo obligado a guardarla; de lo contrario, me espera el Consejo de Guerra. Quieren ver sangre, sea como sea, pero te aseguro que no será la mía. De modo que haremos como si nunca hubieses tenido la píldora. Causaría demasiadas complicaciones. Se la daré al gato gris. Anoche, cuando quise acariciarle, me arañó. Siento curiosidad por saber cómo funciona.

El teniente Ohlsen lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. La píldora era su último triunfo. Le había dado valor. Sólo la idea de que sería él mismo quien decidiría el momento. Ahora, lamentaba amargamente no habérsela tomado mucho antes. Era un error creer en la posibilidad de ser indultado en el último momento.

– Démela -balbució-. Démela, Stever.

– De ningún modo -rehusó Stever, moviendo la cabeza-. Has de seguir el reglamento. Pero puedo proporcionarte un consuelo: todo va muy de prisa. En cuanto estás en el tajo, todo irá tan rápido que no te darás cuenta de nada -Rebuscó en sus bolsillos y sacó una carta-. Mira, aquí hay algo para ti. Pero no olvides que ya puedes estarme agradecido.

– Una carta no puede ser peligrosa -dijo el teniente Ohlsen, desalentado.

– ¿No? Pues el comandante y el Verracoopinan lo contrario. La tinta puede estar envenenada. En Munich, hubo un asunto así. Fue aquel caso de los estudiantes. Uno de los tipos estuvo a punto de estirar la pata. «Veneno», dijo el matasanos. Se estrujaron el cerebro para averiguar cómo lo había conseguido. Y luego, uno de los sabios de la Kripo pensó en las cartas que el prisionero había recibido. Enviaron toda la mierda al laboratorio, y descubrieron veneno en la tinta. Entonces, empezaron a funcionar los engranajes. Y detuvieron al que había escrito las cartas. Fue a parar al cadalso, con los demás. Desde entonces, cuando en la puerta de la celda hay un círculo rojo, las cartas están prohibidas. Pero el ObergefreiterStever tiene buen corazón. Todos somos seres humanos. Lee la carta en mi presencia. Pero te lo advierto: si te la llevas a la boca, te pego un mamporro.

El teniente Ohlsen leyó con rapidez las pocas líneas de la carta.

Procedía de el Viejo.

Stever recuperó la carta y empezó a leerla tranquilamente.

– El Alfred de que habla tu camarada, ¿es el de la cicatriz?

El teniente Ohlsen asintió con la cabeza.

– No puedo ver a ese tipo. Ni siquiera querría tenerle aquí. Algo me dice que tiene algún agravio contra mí, y, sin embargo, yo me limito a cumplir lo que se me ordena. Podrías hacerme un favor, teniente: escribe unas palabras de recomendación detrás de esta carta. Por ejemplo: «El Oberge freiterStever es un buen sujeto que me ha cuidado bien. Hace lo que se le ordena.» Y podrías terminar, añadiendo, por ejemplo: «P. S. Es un amigo de los prisioneros.» Firma, nombre y graduación. Esto le da un tono oficial.

Stever coloco la carta ante el teniente Ohlsen y le entregó un bolígrafo.

– Demuestre primero que es amigo de los prisioneros, Stever, y escribiré.

– De acuerdo -replicó Stever, sonriendo-. ¿Qué deseas?

– La píldora.

– Estás chiflado, teniente. Si la diñas, me ponen junto a la pared.

– Usted es quien decide, Stever. Pero nunca podrá escapar de aquellos tipos. Yo, en su lugar, me pondría un cuello de acero.

Stever se estremeció.

– No me atrevo a darte la píldora, teniente. Pero que no seria mala idea largarse de aquí.

Fueron a buscar al teniente Ohlsen inmediatamente después de la cena. Recorrieron el pasillo y salieron al patio. El pastor les precedía, rezando una oración. Entraron en un tercer patio, rodeado de edificios penitenciarios. Allí se estaba al abrigo de las miradas extrañas. El cadalso era de madera burda.

Vestidos con levitas, sombreros de seda y guantes blancos, el verdugo y sus dos ayudantes esperaban en la plataforma.

El otro condenado a morir decapitado había llegado un poco antes que el teniente Ohlsen. Al pie del entarimado, estaban alineados los miembros del Consejo de Guerra y los oficiales. Un miembro del Consejo de Guerra leyó la sentencia. Nadie podía entender su murmullo. Era un hombre que sabía dominarse. Había aprendido este arte durante cinco años. Tiempo atrás, había sido un hombre culto.

El comandante de la prisión comprobó la identidad de los condenados.

El primer ayudante del verdugo se adelantó y degradó a los dos hombres, cortándoles las hombreras.

El teniente Ohlsen era el último. Su compañero de dolor ascendió la escalera. El pastor rezó por la salvación de su alma. Los dos ayudantes ataron al condenado. La tabla adquirió una posición horizontal.

El verdugo levantó el hacha. La hoja, en forma semicircular, brilló bajo el sol poniente. Con voz sonora, gritó:

– ¡Por el Führer, el Reich y la existencia del pueblo alemán!

El hacha bajó y atravesó el tendido cuello del hombre con un ruido sordo. Un breve estertor que parecía salir del cuerpo sin cabeza resonó contra los muros de la prisión. La cabeza cortada cayó en el cesto. El cuerpo se estremecía aun. Dos chorros de sangre manaban del cuello.

Los dos ayudantes del verdugo echaron hábilmente el cuerpo en uno de los ataúdes de madera de pino y colocaron la cabeza entre las piernas.

El Ob erkriegsgerichtsrat,doctor Teckstadt, encendió lentamente un cigarrillo y se volvió hacia su colega, el doctor Beckmann:

– Dígase lo que se quiera de las decapitaciones, hay que reconocer que son eficaces rápidas y sencillas.

– A mí no me hacen gracia -dijo un Rittmeister,que casualmente oyó lo que se había dicho.

– Estar atado a esa tabla debe de causar una extraña sensación -dijo el doctor Beckmann.

– ¿Por qué preocuparse por eso? -preguntó sonriendo el doctor Jeckstadt-. Es algo que nunca nos ocurrirá. Nosotros somos juristas, sólo cumplimos con nuestro deber. Es justo castigar a los individuos que no quieren someterse. Todo descansa en los juristas. Sin nosotros, el mundo sería un caos.

– Tiene usted razón, querido colega -asintió el doctor Beckmann-. Las ejecuciones son necesarias, y las alemanas resultan las más humanitarias.

Antes de que el teniente Ohlsen pudiera darse perfecta cuenta de lo que le ocurría, estaba atado a la tabla. Sintió que se inclinaba hacia delante. Después, ya no sintió nada.

El verdugo se volvió hacia el grupo que hablaba en voz baja al pie del cadalso, y gritó con voz vigorosa:

– Ejecuciones realizadas de acuerdo con las sentencias de los jueces. ¡Heil Hitler!

Dos horas más tarde, el KriminalratPaul Bielert tenía en sus manos este documento:

Tribunal de División 56/X. Lugar del suplicio:

Guarnición Hamburgo. Prisión de la guarnición.

Prisión de la guarnición Altona.

Ejecución de la sentencia de muerte

dictada contra:

Teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen.

Presentes:

Como presidente de la ejecución: Oberkriegsgerichtsratdoctor Jackstadt. Como jefe de la oficina de castigo: SS SturmbannführerVon Verkler.

A las 19,05 horas, han sacado al condenado de su celda, y le han atado las manos a la espalda. Dos soldados de la guardia le han conducido hasta el cadalso.

El verdugo Röttger estaba preparado con sus dos ayudantes.

También estaba presente:

El comandante de la prisión de la guarnición, comandante Von Rotenhausen.

Después de haber comprobado la identidad del reo, el presidente ha dado la orden de ejecución al verdugo. El condenado, que estaba tranquilo, se ha dejado colocar en el tajo sin ofrecer resistencia. Tras de lo cual, el verdugo ha llevado a cabo la decapitación con un hacha de mano, y ha comunicado que se había cumplido la sentencia.

El Bello Paulsonrió y estampó su sello en el documento macabro. Para él, el caso había terminado. Había vuelto a vencer. Otra sentencia de muerte que enriquecería su informe mensual al RSHA de Berlín.

En el estómago de Porta, catorce cervezas, nueve vodkas y siete absentas se disputaban el derecho de permanencia. Porta avanzó hacia la orquesta, vaciló y cayó varias veces. Se dirigió hacia el piano con muchas dificultades. Cayó tres veces al suelo y se levantó con ayuda de un músico. Con un gorgoteo, vomitó en el interior del piano.

– ¡Cerdo! -gritó el pianista-. ¡Estáis ensuciando mi piano!

– ¡Cállate, cretino! -replicó Porta, entre dos hipos, mientras vaciaba una jarra de cerveza en el piano-. La bebida barata no es buena -explicó-, pero ahora el juguete tiene buena cerveza fresca. -Se sentó en el taburete y sus dedos empezaron a acariciar las teclas. Constituía un hermoso cuadro de soldado borracho-. Cantad, pandilla de traseros rosados -gritó.

Bernardel Empapado se subió de un salto a una mesa y golpeó el techo con dos botellas de champaña:

Vor des Kaserne

vor dem grossen Tot

stand eine Laterne,

und steht sie noch davor,

so woll’n wir uns da wiedersehn

bei der Laterne woll’n wir stehn

wie eins, Lili Marleen.

Hermanito no cantaba. Permanecía sentado en un rincón, con una mujer a la que sostenía mientras desnudaba. Era como un marmitón desplumando un pollo. La mujer gritaba con una mezcla de miedo y de regocijo.

– Alá rehúsa escucharla -dijo el pequeño legionario.

El pianista seguía rezongando. Porta le abrazó, sonriendo cariñosamente.

– ¿Estás enfadado, viejo aporreador de notas?

Al instante, el atónito pianista fue enviado a tierra y rodó como un barril hacia la cocina, donde le detuvieron las piernas de dos camareros. Heide yBarcelona le levantaron, le llevaron en vilo hasta la calle, le lanzaron como si fuera un saco y lo lanzaron sobre los otros sacos de cerveza

En el mismo momento, una pequeña procesión compuesta por seis soleados SD, un pastor, un medico, varios funcionarios del tribunal y del Servicio de Seguridad, que rodeaban a una vieja, entro en el pasadizo de la prisión de Fuhlsbüttel, situada detrás del aeropuerto. No caminaban con pasos decididos. Era como si quisieran ganar tiempo antes de llegar a la puerta verde que había en el extremo del corredor.

Al cabo de un cuarto de hora, la pequeña procesión volvía a salir. Pero la vieja ya no les acompañaba.

EL ANIVERSARIO DE BERNARD EL EMPAPADO

Un ruido enorme salía del garito « Las tres liebres», en la Davidstrasse. Se le podía oír hasta en el dispensario de Berhardt Nocht Strasse. Era una feria del más puro estilo. En la puerta de la calle colgaban guirnaldas de papel. Las bombillas centelleaban.

El dueño, Bernard el Empapado,celebraba su cumpleaños en la sala más reservada. Sólo había invitado a los amigos íntimos de la casa.

Hermanitollegó a primera hora de la tarde. Fue uno de los más madrugadores. Encontró a el Empapadoen la cocina, encaramado en una escalera doble, desde donde dirigía los preparativos de la fiesta de la noche.

– He oído decir que era tu cumpleaños -dijo Hermanito.

– En efecto -gruñó el Empapado.

– Bueno, pues, entonces, muchas felicidades -masculló Hermanito,echándose el gorro hacia la nuca.

– Gracias -contestó Bernard.

Y dio instrucciones a una camarera, en relación con unas cajas de cerveza.

– ¿No haces nada para celebrarlo? -preguntó Hermanito,hurgándose en la oreja con un dedo.

– Cada año lo hago.

Bernard el Empapadose sonó ruidosamente con los dedos. Parte de los mocos cayó sobre la carne que había en un barreño.

– Es para el guisado -replicó-. No importa si hay un poco más. La semana pasada, una de las camareras derramó dentro el marro del café, pero nadie lo notó. Sólo cobro a 1,20 el plato. Lo hago por humanitarismo. Pierdo dinero.

– De vez en cuando hay que hacerlo -dijo Hermanito,mirando de reojo las botellas alineadas junto a la pared-. ¡Menuda cantidad de botellas! ¿Quién va a bebérselas?

– Mis buenos amigos – replicó Bernard, escupiendo por la ventana.

Hermani tono estaba seguro de cuál era la respuesta adecuada. Sintió deseos de gritar, pero pensó que, desde el punto de vista táctico, haría mal en enfadarse con Bernard en un día como aquél.

– Nos marchamos pronto -dijo poco después. Y se secó los labios-. Volvemos a la guerra. Nuestro Batallón está casi completo. También tenemos nuevos tanques. Eso no lo podemos decir a nadie, pero a ti no importa. Cuéntaselo sólo a quien sea preciso.

– De acuerdo -respondió Bernard brevemente.

Le costaba sujetar una guirnalda. La escalera vaciló de manera inquietante. Demasiada cerveza ya por la mañana.

– En el fondo, siempre te he apreciado -prosiguió Hermanito-. ¿Cuántos años hace que te tienes en pie?

– Cuarenta y dos. Puedes coger una botella de cerveza y beber a mi salud.

Hermanitoalargó la mano y cogió una botella. Se disponía a descorcharla con los dientes, pero Bernard le detuvo.

– Habrás traído un regalo, ¿no? -preguntó alargando una mano.

– ¡Ah, mierda! -exclamó Hermanito-. Lo había olvidado.

Sacó del bolsillo un paquetito envuelto en papel de seda roja.

Bernard, interesado, abrió el paquete. Ante sus ojos apareció algo tan útil como un sacacorchos.

– ¡No tenéis la más pequeña originalidad, pandilla de cretinos! -gritó con rabia-. Es el décimo que me regalan hoy.

Hermanitosacó la cápsula de un mordisco y bebió un largo sorbo.

– Raras veces se encuentra lo que se quiere para un cumpleaños -dijo con expresión triste.

Acudieron otros a felicitar al dueño. Todos se dirigieron hacia el local preparado para la fiesta.

Poco a poco, Hermanitose había ido emborrachando. Procuraba participar en todos los brindis.

En medio del tumulto, apareció el sombrero amarillo de Porta.

– Salud, Empapado.Felicidades en tu cuarenta y dos aniversario. ¿Has recibido mi regalo?

Bernard no recordaba haber recibido un regalo de Porta,

– ¿No te ha entregado Hermanitoun sacacorchos de hierro en forma de mujer?

– Sí, esa mierda sí la he recibido -gruñó Bernard, malhumorado.

– Bueno, en tal caso, todo marcha. En realidad, era un regalo común de Hermanito ymío. Trae el bebercio, estoy más seco que el desierto.

Bernard dio unas palmadas.

– Sentémonos a la mesa, chicos. Ya estamos todos.

Hubo gritos, empujones… Pero, por último, todo el mundo encontró asiento.

Diez camareras, vestidas tan sólo con ropa interior negra, a la francesa, y unos delantales del tamaño de un sello de Correos, trajeron la comida. Porta se mostró en seguida muy emprendedor.

Helga depositó ante él un gran plato de col.

Porta relinchaba como un caballo cuando huele la cerveza,

Durante la comida, el ambiente se caldeó prodigiosamente. Se decidió dedicarle una canción a Bernard. Una canción larga y obscena.

Se chilló tanto que los vasos acabaron por tintinear peligrosamente en el bufet. También se lanzó a Bernard por los aires.

Porta se encaramó a la mesa e hizo volar su sombrero amarillo. Heide golpeó con fuerza dos botellas.

– ¡Chitón! ¡Joseph Porta quiere hablar!

Por fin, se hizo oír.

– Bernard el Empapado-empezó Porta-. Ahora tienes cuarenta y dos años y eres conocido en Hamburgo. Los periódicos han hablado de ti. Te publicaron un bonito anuncio cuando cumpliste los sesenta días. Quiero, pues, desearte que todo vaya bien, que tu tren de aterrizaje no se deteriore con los años, que las mujerzuelas sigan frecuentando tus locales y atraigan a los libertinos de la burguesía. Esto representa parné, Bernard. Eres un cretino en muchos aspectos; pero, de todos modos, se te aprecia. Ya sabes que los amigos han de ser sinceros. Pero te doy las gracias en mi nombre y en el de mis compañeros. Y ahora, una canción. -Marcó el ritmo con el pie-: Uno, dos, tres:

Ib schwarzen Keller zu Askalott

da kneipt ein Mann drei Tag,

bis dass er ivie ein Besenstiel

am Marmortiscbe lag.

Empujaron a Porta hasta el pie de la mesa.

Fragmentos de rosas y de claveles volaron en todas direcciones.

Julius Heide hablaba. Hablaba de héroes y de águilas orgullosas.

Su historia no interesó al auditorio, que rápidamente le envió a paseo.

Barcelonaaprovechó la ocasión para presentar sus respetos a Bernard el Empapado.La mitad del líquido se derramó en su pecho. Barcelonahipó.

– ¿Cómo se llamaba tu última chica? -preguntó Porta.

Barcelonahipó de nuevo y señaló a Porta con un dedo. El Viejotuvo que sostenerle para que no se cayera.

– ObergefreiterJoseph Porta, por enésima vez he de recordarte que tienes que hablarme con respeto. Porque soy Feldwbel,la espina dorsal del Ejército.

– Tú no eres más que un trasero borracho -respondió Porta.

Se arrimó al bar y empezó a beber champaña directamente de la botella.

– Yo soy un amante de las Artes -manifestó Barcelona,en medio del tumulto-, y mi amigo Bernard también. -Besó en la frente al viejo Bernard para subrayar su amistad, y estuvo a punto de caerse de la mesa. Recuperó su equilibrio, y prosiguió-: ¡Las Bellas Artes! ¿Quién, en toda esta banda de cernícalos, ha ido alguna vez a un museo y ha gozado con la belleza?

– ¡Yo! -gritó Hermanito,entre el tumulto un dedo en el aire.

Barcelonacalló, completamente atónito

– Palabra de honor -dijo Hermanito, levantan un dedo-. Tuve, que hacerme cuatro veces el Museo Militar en plan de centinela. Hace mucho tiempo, cuando era recluta en el 5.° Regimiento Blindado, en Berlín.

– ¡Idiota! -replicó Barcelona-. Esto no tiene ver con el interés que Bernard y yo sentimos por las Bellas Artes. ¿Quién de vosotros ha contemplado alguna hermosa estatua de mujer hecha de mármol? ¿Quién de vosotros a Thorvaldsen? ¿Creéis acaso que es un macarrón de Reeperbahn? ¡Es mi dios! -vociferó-. Un tipo estupendo que ha muerto.

A continuación, utilizó varias veces la palabra «héroe» y derivó hacia «cretinos» y «traseros sucios», pasando por «libertad» y «bosques en primavera, perfumados».

Entonces, todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Grito algo sobre el canto de las liebres y los cagajones de pájaros, golpeó teatralmente su hilera de condecoración multicolores, insistiendo en el hecho de que no les concedía ninguna importancia, y luego, señalando alternativamente dedo su frente y su corazón, gritó:

– Aquí, camaradas, santos y a toda prueba, hermanos de armas hoy reunidos en el tugurio de el Empapado,esto cuenta…


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю