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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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Cogió el teléfono y volvió a llamar al FeldwebelRinken.

– Paul -empezó a decir con voz melosa-, aquí, Alois. Oye, discúlpame por esa historia del préstamo. Sé muy bien que era con un interés del ochenta por ciento. Pero, ya sabes, uno protesta siempre, por costumbre. Es algo superior a mis fuerzas.

– Está bien -repuso Rinken con bastante frialdad-. Espero, pues, que me los devuelvas, incluidos intereses, antes de mañana al mediodía.

– Te juro, Paul, que tendrás hasta el último céntimo. Los meteré en un sobre cerrado y se lo daré a Stever. -Fingió que no veía a Stever, quien protestaba violentamente con la cabeza-. Dame alguna solución, Paul.

– Puedes hacer dos cosas, Stahlschmidt. Telefonear a tu comandante y explicarle el caso. Si es lo bastante estúpido, te avalará y quedarás tranquilo; pero si tiene un solo gramo de cerebro se burlará de ti y se lavará las manos. Y entonces te verás metido en un buen atolladero. También podrías hacer otra cosa. No hables con tu comandante y telefonea directamente a la Gestapo. Pero entonces te aconsejo que tengas mucho cuidado y medites bien cada palabra. Es mejor que hagas un ensayo general antes de llamar. Si el permiso de visita es bueno, el Bello Paulse te echará encima y pronto terminarás tus días de jefe de prisión. Pero si es falso, querrán ver inmediatamente a los dos tipos. Hasta un recién nacido podría decirte lo que ocurrirá cuando se enteren de que les has dejado marchar. Ni por un millón querría estar en tu sitio en estos momentos.

El Verracochupaba un lápiz y reflexionaba. Casi se oía el funcionamiento de su cerebro. Luego, sus taimados ojillos se iluminaron. Habló con entusiasmo.

– Paul, se me acaba de ocurrir una idea formidable. ¿Quieres olvidar nuestra conversación? ¿Quieres pensar que sólo ha sido un sueño? Y te invito a que esta noche vengas a beber unas copas en mi despacho. Ya sabes que no me gusta salir de la cárcel. También invitaré a uno o dos buenos amigos. El feldwebelGehl nos encontrará una colección de gachís.

– ¿Olvidar? -preguntó Rinken, sorprendido-. Es muy difícil, Stahlschmidt. Ocupo un puesto de mucha responsabilidad, pero agradable, y no deseo que me destinen al Batallón de castigo. Pero, por otra parte, tu idea no es mala del todo. Prefiero no saber nada de tu permiso de visita. Por lo tanto, he olvidado nuestra pequeña conversación matinal. Sólo recuerdo que me has invitado para esta noche. ¿A qué hora debo ir?

– Hacía las ocho, mi querido Paul -gritó el Verraco,contento y aliviado-. Eres un verdadero amigo, Paul. El honor del Cuerpo de suboficiales. Siempre lo he dicho. Ahora, haré desaparecer ese maldito permiso. Yo no sé nada. Me voy a beber una copa y olvidar este lío.

– Sería estupendo, Stahlschmidt… Pero no puede ser. Ya conoces el reglamento. Antes de veinticuatro horas tienes que enviar todos los permisos de visita debidamente visados, y como en ése hay una firma bastante especial, te reprocharán que no hayas telefoneado para confirmarlo. En la oficina del comisario auditor no sabemos nada de nada.

– Telefonearé al comandante -contestó elVerraco-. No me será difícil dársela con queso a ese pedazo de bruto.

– Inténtalo -propuso Rinken-. Nosotros no tenemos nada que ver con este asunto. Yo, en tu lugar, preferiría siempre el comandante a los hombres de el Bello Paul.¡Mierda!, Stahlschmidt. Tal vez la francachela de esta noche se convierta en una fiesta de despedida y mañana estés ya camino del frente. Puede que todo vaya muy de prisa. El escribiente sólo tiene que llenar cuatro líneas. Una vez, lo cronometré. Exactamente dos minutos y cuarenta y un segundos.

– Tienes una extraña manera de bromear -rezongó el Verraco-. De todos modos, nunca se les ocurriría ponerme aquí con los que he tenido prisioneros.

– Oh, bien mirado, siempre resulta agradable encontrar a antiguos amigos y hablar de los viejos tiempos -le consoló Rinken, a manera de despedida.

Por un momento, el Verracocontempló el teléfono. Se encontraba extraño, como si tuviera vértigo. Era como un hombre que se encuentra en pleno desierto sin agua ni brújula. «¡Quizás esté enfermo! -pensó-. Hay tantas enfermedades raras en tiempos de guerra…» Se tomó el pulso. Miró a Stever.

– Tal vez convendría que me presentara en la enfermería. No me siento muy bien, Stever. Podría ocuparse usted de mi trabajo mientras yo estoy allí.

Stever palideció.

– No creo que resultara, Herr Stabsfeldwebel. El Buitresería el más indicado para sustituirle. Es más antiguo en el servicio.

– El Buitrees un cretino -decidió el Verraco.

Después, tomó una súbita resolución, descolgó el teléfono y solicitó hablar con el comandante Rotenhausen, jefe de la prisión. Se irguió inconscientemente en su sillón en cuanto oyó la voz quisquillosa de su superior.

– ¡Mi comandante -gritó. Y endureció su voz-. El Haupt-und StabsfeldwebelStahlschmidt anuncia que el FeldwebelWillie Beier y el suboficial Alfred Kalb, del 27.° Regimiento Blindado, actualmente en el Batallón de guardia, en Hamburgo, se han presentado en la cárcel de la guarnición con un permiso de visita falso. Incomprensiblemente no se ha descubierto la falsificación hasta que los dos hombres ya se habían marchado.

Hubo un largo silencio. Después, el comandante preguntó secamente:

– ¿A quién han visitado?

– Al teniente de la reserva Bernt Ohlsen -bramó el Verraco.

– ¡Idiota! ¿A quién pertenece ese prisionero, quiero decir?

El Verracoparpadeó, respiró con fuerza. Sentía que el comandante se le escurría de entre los dedos. «¡Maldito! -pensó-. ¡Maldito cretino! Espera a ser mi prisionero, un día.» Se encogió en su sillón y cuchicheó con voz apenas audible:

– Gestapo IV/2a, mi comandante.

– ¿Qué firma lleva el permiso de visita?

El Verracorespiraba ruidosamente. Nada podía salvarle ya.

– SD StandartenführerPaul Bielert -declaró a media voz.

El Verracocontempló, una vez más, el teléfono silencioso. Cogió el permiso, lo miró al trasluz. Era un papel vulgar y barato. Lo palpó coma un comerciante que valora un pedazo de seda especial. Miró a Stever, cuyo rostro bronceado había palidecido.

– Stever -dijo confidencialmente-, estamos en un buen aprieto, ¿qué diablos podemos hacer? Ese gallina de Rinken se lava las manos, pero no pierde nada por esperar. Está lleno de pretensiones porque cada día ayuda a su maldito comisario a ponerse el capote. Pero ese mierdoso ha olvidado que antes de ser llamado a filas era repartidor de leche. Volverá a sus botellas, lo juro. Y me las arreglaré para que sea él quien deje la leche ante mi puerta. Todos los días me quejaré de él. Y el comandante, ¿qué es? ¡Una basura! También él aprenderá a conocerme. Haga funcionar el cerebro, Stever. ¿Qué podemos hacer?

Stever, a quien la perspectiva de verse mezclado en aquel asunto no regocijaba en lo más mínimo, contestó prudentemente:

– Herr Stabsfeldwebel,estoy seguro de que encontrará usted, por sí mismo, algún medio de salir del atolladero.

El Verracomeneó la cabeza. Miró fijamente a Stever. «Te imaginas que eres listo, amigo mío -pensó-, pero no te engañes a mi respecto. Si me rompo el cuello en este asunto, tú te romperás el lomo. Si he de marchar a un batallón de castigo, tú me acompañarás. Nos iremos cogidos de la mano.»

Se levantó bruscamente, volcando su sillón, y empezó a caminar de un lado al otro del despacho, pensativo. Distraídamente, cogió una cerilla del cenicero y la escondió debajo de la alfombra, de modo que asomara un pedacito. Así tendría un pretexto para castigar al encargado de la limpieza, un capitán de Caballería que iba a ser trasladado a Torgau. El idiota nunca descubriría la cerilla. Para eso hacía falta ser, a la vez, suboficial e inteligente.

Al cabo de un cuarto de hora, levantó el sillón y se dejó caer en él, pesadamente. Removió los papeles que tenía en su escritorio.

– ¡Vaya montón de mierda! -gritó.

Cogió la lista de números telefónicos y empezó a pasar un índice por encima de los nombres.

Stever, que le miraba desde un rincón, pensó que debía ayudarle.

– Es el 10001, Stabsfeld.

– Lo sé de sobra -replicó el Verracoal tiempo que, furioso, tiraba la lista por el suelo.

En el despacho reinó un pesado silencio.

Stever puso agua en los radiadores mientras el Verracole observaba, interesado.

– El aire se reseca demasiado, Stever, cuando no hay agua en esos cuencos. ¿Dónde están los calzones que los prisioneros de derecho común debían remendar? ¿Están listos?

– No -contestó Stever-. He reprendido al GefreiterWeil. Pero él y los dos que tiene consigo no sirven para nada. Son demasiado blandos con los de «derecho común».

El Verracoasintió con la cabeza, fatigado.

– Creo que ya es tiempo de enviarles a la Compañía disciplinaria. ¡Maldita sea! No necesitarán un año para arreglar estos calzones.

En aquel momento, las sirenas comenzaron a ulular. El Verracoy Stever recobraron los ánimos.

– Ahí llegan los canadienses -comentó Stever.

– Bajemos al refugio -propuso el Verraco-. Llevémonos el whisky. Tal vez hagan volar la Gestapo.

– Y al comandante -añadió Stever, encantado.

– Y a Rinken, ese mierdoso -añadió riendo el Verraco-. A él y a todos los comisarios. Si eso ocurre, palabra que envío una carta de agradecimiento a los canadienses.

Se oyó un aullido largo y continuo, y ambos hombres corrieron a toda velocidad hacia el sótano.

El ataque duró veinte minutos, pero el objetivo era la parte sur del puerto.

Una vez más, el Verracoy Stever volvieron a encontrarse en el despacho. Entonces, el Verracotomó una difícil decisión. «Hay que terminar», pensó mientras marcaba el número odiado, 10001. Pero estaba tan nervioso que le temblaban los dedos, por lo que marcó un número equivocado. Se puso a aullar como un loco cuando, por segunda vez, obtuvo comunicación con la remonta.

– ¡Vuestros caballos pueden irse al cuerno! Alejad vuestras zarpas del teléfono cuando no sea para vosotros. Ya os enseñaré el pie que calzo, creedme. Vaya cretinos -manifestó a Stever-. Me importan un bledo sus caballos.

A la tercera, consiguió marcar el número bueno. Quedó visiblemente aterrado cuando una voz helada le contestó:

– Policía secreta del Estado, sección Stadthausbrücke.

El Verracotragó saliva. Con mucha dificultad, consiguió balbucear un informe.

– Un momento, Stabsfeldwebel-gritó la voz.

El Verracoveía casi la calavera plateada en la gorra. En el teléfono, sonó un ruido terrible. «Sus aparatos no son buenos -pensó elVerraco-. ¡Si yo estuviese al frente de esa jaula…! Allí carecen de personas inteligentes.» Casi pegó un salto en su silla cuando escuchó una nueva voz.

– Servicio ejecutivo IV/2a.

El Verracoempezó a explicar el caso del falso permiso de visita. Tenía la frente empapada de sudor. Se le pegaba la camisa a la piel. Se rascaba un brazo.

– ¿Quién ha firmado el permiso? -preguntó la voz arisca eimpersonal.

– El señor SD StandartenführerPaul Bielert -graznó humildemente el Verraco,inclinándose ante el teléfono.

– Puede dejar eso de señor -le informó el de la Gestapo desde el otro extremo de la línea-. Aquí, hace ya mucho tiempo que hemos suprimido esas estupideces plutocráticas.

El Verracoestuvo a punto de pedir perdón. Se limitó a un breve: «Bien» e hizo chocar los tacones por dos veces.

– Voy a pasarle el Standartenführer-gruñó la voz.

Volvió a escucharse un ruido extraño en el teléfono. El Verracosudaba abundantemente. Se sentía enfermo de veras. Sobre todo, sentía deseos de arrancar el teléfono y arrojarlo al patio.

Una voz agradable se dejó oír. Una voz que recordaba la de un sacerdote.

– Aquí, Paul Bielert. ¿Qué puedo hacer por usted?

Las palabras brotaron de la boca de el Verraco.No conseguía dominarse. Explicaba el asunto sin orden ni concierto. Tan pronto creía que el permiso era falso, como estaba seguro de que lo era. Denunció al comandante. Denunció a Rinken. Denunció a todo el cuerpo de comisarios del X Ejército. Explicó que todos sus hombres eran unos puercos; la prisión, un agujero maldito; el cuartel, un viejo barracón. Por último, tuvo que detenerse para respirar.

Entonces, Paul Bielert preguntó suavemente:

– ¿Nunca le han dicho que es usted un idiota, Stabsfelwebel?

E! Verracose retorció en su sillón; no sabía lo que debía responder. Jamás le habían hecho semejante pregunta durante sus veintiocho años de servicio. Pero antes de que hubiese tenido tiempo de encontrar una respuesta, el Standartenführerprosiguió hablando con la misma voz dulce y agradable.

– Creo que no está usted a la altura, Stabsfeldwebel.Si ese permiso es falso, es probable que los nombres de ese Fel dwebely de ese suboficial lo sean también. Pero supongo que habrá hecho registrar inmediatamente al prisionero en cuestión. Y el calabozo también.

– El dragón ObergefreiterStever, mi ayudante, ha hecho lo necesario, Standartenführer.

– ¿Y qué ha encontrado?

– Nada, Standartenführer.

El Verracose levantó, se rascó el trasero y rió diabólicamente, mientras miraba a Stever, que permanecía boquiabierto en un rincón, sorprendido por el cariz que tomaban los acontecimientos.

– Debe de haber sido un registro muy superficial el que ha hecho el ObergefreiterStever. Escúcheme bien, Stabsfeldwebel.

El Verracose irguió automáticamente y contestó:

– Sí, Standartenführer.

Recalcando cada sílaba, Bielert prosiguió:

– Le hago responsable de todo lo relativo a este asunto. Si el prisionero se suicida mediante un veneno introducido fraudulentamente, será usted ahorcado.

A el Varracole temblaban las rodillas. El miedo se apoderó de él y estuvo a punto de ahogarle. Por primera vez en su vida, deseó estar en el frente.

– El permiso de visita en cuestión -prosiguió Bielert con su voz monótona – debe ser entregado en mi oficina, en mis propias manos, en el plazo máximo de una hora. Olvídese de los trámites. Por cierto, ¿cuántas personas están al corriente de este asunto?

El Verracomordió el hilo telefónico. Se le anudaron las tripas. Dio los nombres de todos aquellos a quienes había hablado del asunto, por orden cronológico.

– Es usted el rey de los cretinos -replicó Bielert-. Me sorprende que no haya puesto también un anuncio en los periódicos. ¿No ha firmado nunca una declaración sobre el secreto profesional?

El Verracocontemplaba, acoquinado, el receptor silencioso. Tenía la sensación de que su alma había salido volando y que sólo le quedaba el cuerpo. La idea de desertar pasó por su mente. ¡De modo que el permiso era falso! Dejo escapar unos sonidos extraños que llenaron de sorpresa a Stever, quien nunca había visto a el Verracoen semejante estado. Ahora, el jaleo estaba bien organizado. A Dios gracias, él no era más que Obergefreiter.

El Verracocaminaba de un lado al otro del despacho. Lanzaba miradas de odio a la foto de Himmler. De todo tenía la culpa aquel idiota de Baviera. Nunca había llegado nada bueno por aquel lado. ¡Jamás volvería a beber cerveza de Munich! ¿Tendría veneno en su poder, aquel maldito prisionero? Tal vez lo estuviera ingiriendo en aquel momento. Se detuvo bruscamente y le gritó, con rabia, a Stever.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué se queda ahí sin hacer nada, Obergefreiter?Registre el núm. 9 inmediatamente. ¡Arránquele los pelos! Tráigame en seguida todo lo que tiene en su poder. Incluso sus piojos han de estar en mi escritorio dentro de cinco minutos.

Stever pegó un salto y salió del despacho. El Buitrepreguntó, sorprendido, si se había declarado un incendio en alguna parte.

– Pronto lo sabrás -respondió, enigmático, Stever-. Busca a toda prisa a dos de tus hombres y acompañadnos. Hay que pasar por el cedazo al número 9, y llevar a el Verracotodo lo que tenga.

Entraron con estrépito en la celda del teniente Ohlsen. Le arrancaron la ropa, desgarraron el colchón, rompieron prácticamente todo lo que había en el calabozo, comprobaron concienzudamente los barrotes de la ventana; sondearon el piso, las paredes, el techo; le dieron vueltas y más vueltas al orinal.

Stever consiguió hacer desaparecer los famosos cigarrillos que había dado al teniente Ohlsen. Los cuatro hombres gritaban y aullaban a la vez. Metieron sus sucios dedos en la nariz y en la boca del teniente Ohlsen, examinaren minuciosamente su cuerpo. Pero no descubrieron una muela postiza, hueca, en la que había escondida una pildorita amarilla. Una píldora con veneno suficiente para matar a diez personas. Un veneno que el legionario había traído de Indochina.

Mientras Stever procedía al registro, el Verracoandaba de un lado a otro de su despacho, reflexionando sin cesar sobre el permiso de visita. Contemplaba con ternura sus libros de Leyes colocados en una estantería. Libros que había comprado durante su servicio. Gracias a aquellos gruesos tomos se sentía casi un hombre de Leyes. A sus amantes, les explicaba siempre que era inspector de prisiones. En la tasca « El trapo rojo», adonde le gustaba acudir, le llamaba señor inspector. Y le encantaba que lo hicieran. Se había aprendido de memoria cierto número de párrafos, que sacaba a relucir en cuanto se presentaba la ocasión. Los clientes de « El trapo rojo» recurrían a él como consejero jurídico. Varios de ellos quedaron tristemente decepcionados al seguir sus consejos. Ignoraban que cada vez que el Verracose encontraba en presencia de una disposición que desconocía, inventaba rápidamente un apartado relativo al asunto en cuestión.

Sonó el teléfono. El Verracolo contempló, nervioso, y vaciló mucha rato antes de contestar. En el espacio de una hora había llegado a detestar aquel aparato. Todos sus males procedían de allí. Por fin, descolgó, y dijo en voz muy baja:

– La cárcel de la guarnición.

Era inaudito que se presentara anónimamente. Por lo general, vociferaba: «Haupt-und StabsfeldwebelStahlschmidt.» Pero aquel maldito permiso de visita lo había estropeado todo.

– Pareces muy triste. -Era la voz de Rinken, desde el otro extremo de la línea-. ¿Cómo va todo? ¿Has hablado con la Gestapo?

– ¡Oh, cállate! -rezongó el Verraco-. Creo que voy a solicitar el traslado. Aquí sólo se tienen conflictos, como agradecimiento a un trabajo concienzudo.

– Pues esto tiene fácil solución, Stahldschmidt. En el Batallón de castigo siguen necesitando otros tres suboficiales. Les encantará acogerte. ¿Quieres que les telefonee?

– Ocúpate de tus asuntos -rezongó el Verraco-. Primero, dame un consejo. No sé cómo salir de este avispero. El Bello Paulno acaba de gustarme. Es un verdadero diablo. Ahora quiere que le entregue personalmente el permiso.

– ¿Te da miedo ir al número 8 de Stadthausbrücke? No comprendo por qué, ya que tienes la conciencia tranquila.

– No te hagas el inocente, Rinken. Nadie tiene la conciencia tranquila hasta ese punto. Incluso los guardianes SD de Fuhlsbüttel y Neuengamme se ensucian en los calzones cuando han de acercarse a Stadthausbrücke.

– Todo saldrá bien -dijo Rinken alegremente-. Incluso hay algunos que han vuelto de un batallón de castigo.

El Verracono podía estar enterado de la visita del legionario a « El Huracán», en casa de tía Dora, la víspera del día en que ésta desapareció. Oficialmente, se había marchado a Westphalia, a casa de una amiga enferma, viuda de un Gauletier.Como de costumbre, se habían sentado a la mesa ovalada, en el rincón holandés. Habían corrido la cortina casi del todo Ante ellos había un cuenco lleno de castañas asadas. Escupían la piel en el suelo, mientras charlaban en voz baja.

La tía Dora olisqueó su pernod.

– ¡Ah, vaya! De modo que Paul ha atrapado a vuestro teniente. Debía de estar algo chiflado, en vista de lo que ha contado a diestro y siniestro.

El pequeño legionario se encogió de hombros y examinó con atención su bebida favorita, «el pequeño cabo». Se la bebía siempre en un vaso de agua, encontraba ridículos los vasos de licor. Había que llenarlos con demasiada frecuencia.

– Sí, tienes razón, amiga mía. A nosotros dos, esto no nos ocurrirá nunca. Sabemos cómo tratar a las ratas hambrientas. Pero hace mucho tiempo que conozco a ese imbécil. Tengo que hacer algo por él.

Tía Dora se echó a reír y escupió, asqueada, una castaña podrida.

– Esta puerca de cocinera merecería una azotaina. Ayer, empezó a pintarse mientras estaba preparando la comida. En la actualidad es un infierno tener que tratar con el personal. He hecho cuanto he podido para reunir lo mejor que se encuentra. Mi contable, por ejemplo, es un abogado que cumplió tres años de prisión por fraude, y conoce todas las combinaciones. Pero es un miserable. Todas mis chicas son rameras de pacotilla. Las protejo de la Policía y, aunque no te lo creas, me timan igual. Por ejemplo, fíjate en Lisa, la de la barra. Ya ha presentado cuatro veces la baja por enfermedad, y telefonea ella misma con voz extenuada. Envié a Gilbert, el sucesor de Ewald, para que investigara más a fondo.

Tía Dora contemplaba el techo, resignada. De repente, pegó un puñetazo en la mesa que hizo bailar los vasos.

– Esa zorra se lo pasa bomba todo el día junto al Elba, en compañía de un fulano. A ella le importa un bledo mi barra, pero nada pierde con esperar.

– Sí, Dora, es difícil. Pero ¿por qué no tomas personal extranjero?

– Ah, no, gracias. En mi casa, no. La Gestapo recluta demasiados confidentes entre los extranjeros, y antes de haber tenido tiempo de decir «mu» me arrastrarán por el cuello hasta Stadthausbrücke. Pero, volvamos a su teniente. ¿De qué le acusan? Quiero decir, ¿qué apartado le han aplicado?

– El 91 b, amiga mía -contestó el legionario, mientras cogía una castaña.

Se enjuagó la boca con el resto del contenido del vaso. La larga cicatriz que le atravesaba el rostro brillaba con un color sanguinolento.

– Me temo que perderá la brújula -prosiguió el legionario-. La Gestapo es como un perro hambriento que no suelta su hueso con facilidad. Porta me ha presentado a un tipo de la oficina del comisario auditor, un fulano que se vanagloria de su título de doctor, un canalla cuyo punto débil ha conseguido descubrir. Está más manso que un cordero y nos ha dejado examinar los documentos. Copias de los papeles de la Gestapo. Todo está muy bien arreglado. El teniente Ohlsen ha servir de escarmiento. Ya sabes, se lee la acusación ante las tropas, en el momento de ejecutarlo. Es algo que hace palidecer a los más valientes.

– ¿Qué es el valor, Alfred? Nada más que viento. Algo de que se vanaglorian ciertas personas, cuando están bien seguras. La gente valerosa no existe. La Gestapo no necesita más de diez minutos para destrozar a alguien, cuando se lo toma en serio. Contra la Gestapo sólo hay un medio de defensa. Y es saber algo comprometedor sobre ella. Sólo se tiene a aquél a quien se puede comprometer. Todo el mundo hincha desmesuradamente su propia falta.

El legionario meneó pensativamente la cabeza, inspiró una bocanada de humo de su cigarrillo, la echó por la nariz, y se inclinó sobre la mesa.

– Es cierto, Dora. Practico esta filosofía desde los diez años. Tenía un profesor, un granuja, que iba siempre tras de mí. Yo era chiquitín, el más pequeño de la clase, y no sabía utilizar bien los puños. No aprendí a hacerlo hasta que ingresé en la Legión. Pero descubrí que quería a la mujer del comisario de Policía. Desde entonces, fue siempre muy amable conmigo. Y la mujer, también.

– ¿Diez años? -dijo riendo tía Dora-. Estabas muy adelantado para tu edad. Yo estuve en el limbo hasta los diecisiete.

El legionario sonrió levemente.

– Bueno, y después, compraste este establecimiento. Pero, ¿no puedes conseguirme un permiso de visita? Tú sabes cosas de el Bello Paul,¿verdad? Pero ¿tal vez no las suficientes para lograr que liberen al teniente Ohlsen?

– Creo que podría arreglármelas para el permiso de visita, Alfred. Pero que le pongan en libertad es mucho más difícil. Hasta un perro manso muerde si le quitas un hueso. Tú mismo lo has dicho hace un rato. El Bello Paul esuna serpiente venenosa medio domesticada. Uno consigue hacer realizar las cosas más extraordinarias a esa clase de bichos, en tanto tienen miedo de ti, pero si se rebasan los límites y exiges cosas demasiado difíciles, se olvidan del miedo y te muerden. El teniente Ohlsen es un estúpido. No es lo bastante importante para que yo sienta deseos de arreglarlo todo por él. Si se tratara de ti, Alfred, sería distinto. Resulta peligroso tocar a los detenidos de el Bello Paul.

– Lo sé -murmuró el legionario-. Colecciona prisioneros orno otros coleccionan sellos.

– Prisioneros y ejecuciones -añadió la tía Dora, mientras cogía una castaña, que mojó pensativamente en la mantequilla derretida-. Es muy peligroso. Creo que voy a esconderme. Daré la llave del café a Britta, y no volveré hasta que pueda dar la bienvenida a los Tommies.

El legionario se rió y se frotó la cicatriz.

– ¿Te buscan, Dora? ¿No será que has ido demasiado lejos?

– No estoy muy segura -contestó tía Dora con los ojos entornados y rascándose el cuero cabelludo con un tenedor-. Pero oigo una voz lejana que me dice: «Recógete las faldas, Dora, y sal corriendo.» Desde hace diez días, hemos recibido demasiadas visitas de extraños tipos con el ala del sombrero caída.

– ¿De esos que tosen después de un pernod? -preguntó el legionario.

– Exactamente. Tipos que huelen a cerveza desde cien metros. Vienen aquí para acostumbrarse al pernod. Pero no lo consiguen. Esto les traiciona.

– El pernod es bueno para eso -asintió el legionario-. Desenmascara la hipocresía. ¿Te acuerdas del SD a quien rebanamos el pescuezo?

Tía Dora se rascó el pecho.

– Cállate, Alfred. Se me pone la carne de gallina al recordarlo. Ensuciasteis el garaje. Ewald tuvo que levantar todo el pavimento para que desaparecieran las manchas de sangre.

Una sirena empezó a aullar.

– Alarma -gruñó tía Dora-. Vamonos al sótano con una o dos botellas.

El personal llegó corriendo. Abrieron una trampa que había debajo de la mesa, y por una escalera estrecha descendieron al sótano. Alguien bajó unas botellas. Todos se acomodaron. Sólo Gilbert, el portero, se quedó arriba. Pese a los severos castigos previstos, se producían robos durante las alarmas.

– Bueno, los aristócratas de la bomba se vuelven a sus casas a tomar el té.

La alarma había durado una hora. Subieron a la superficie. Tía Dora se estiraba el vestido y se rascaba un muslo.

–  Merde!-exclamó el legionario-. Consuélate. Pasan tanto miedo como nosotros en el sótano.

– Alfred, voy a telefonear a el Bello Paul.Si mañana consigues salir del cuartel, ven a verme. Trataré de obtener un permiso de visita. Si no lo consigo, Paul y yo volveremos a vernos en el agujero, cogidos de la mano.

El legionario se levantó, se puso la gorra, se estiró su corta guerrera de húsar.

– Ni tú ni Paul iréis al agujero. Estaré aquí a las once de la mañana.

Salió a la calle.

Una mujer le sonrió alentadoramente y le pidió un cigarrillo, pero el legionario la rechazó con brusquedad.

– Largo de aquí, granuja.

Ella le gritó una procacidad. El legionario se volvió a medias. La mujer huyó precipitadamente hacia la Hansa Platz. Durante dos días no se atrevió a salir de su casa.

Al cabo de dos horas, tía Dora se encontró con el consejero criminal Paul Bielert en la esquina de Neuer Pferdemarkt y Neuerkamp Feldstrasse, junto al matadero. Atravesaron Neuer Pferdemarkt y entraron en el hotel «Jöhnke», donde se sentaron en una mesa aislada.

Tía Dora fue directamente al grano.

– Necesito en seguida un permiso de visita. Tengo prisa. El personal se alborota. Tengo muchas preocupaciones.

Bielert sonrió de labios afuera.

– Si quieres, te encontraré extranjeras.

– Muchas gracias -contestó riendo tía Dora-. Mantén a tus granujas lejos de mi casa. Pero necesito ese permiso.

Paul Bielert pensativo, colocó un cigarrillo en su boquilla de plata.

– Eres muy exigente, Dora. Un permiso de visita es difícil de obtener. Es una mercancía muy solicitada.

– Déjate de palabrerías. Pídeme un vaso de ron, pero que esté bien caliente.

– Empleas un lenguaje vulgar, Dora. No te sienta bien.

– Me importa un bledo como me sienta. Tengo mi negocio que me ocupa todo el tiempo. Pero estamos apartándonos de mi permiso de visita. ¡Mierda! Este ron no está caliente.

– Primero he de saber para quién es el permiso.

Tía Dora le alargó un pedazo de papel.

– Aquí están los nombres.

– ¿El teniente Bernt Ohlsen? -preguntó Bielert con lentitud, mientras estudiaba el pedazo de papel-. Un criminal de Estado. ¿Y quieres que le permita recibir visitas? Sólo siento desprecio por esos individuos. Hay que eliminar a esos representantes de la plutocracia. Si tuviera las manos libres ¡Destruiría a familias enteras!

Tenía el rostro deformado por un odio enfermizo.

Tía Dora le observaba, indiferente. En el otro extremo de la sala; unos clientes se alejaron, inquietos. Habían presentido quién era aquel hombre. De pronto, tuvieron prisa, echaron el dinero sobre la mesa y abandonaron el restaurante.

– Tengo una lista de nombres tan larga -prosiguió– que el GruppenführerMüller se quedaría boquiabierto. No se trata únicamente de la guerra. Vivimos una revolución y yo me considero uno de sus jefes. Tengo un trabajo desagradable. Pero me gusta.

– Tienes razón -asintió tía Dora, que le observaba por el rabillo del ojo-. No hay que ser blando con los traidores y los desertores. A mí los remordimientos me atormentan, a veces. Con frecuencia, siento deseos de devolver todo lo que tengo en mis diversos escondrijos. Objetos que he olvidado desde hace mucho tiempo y que luego, de repente, me encuentro con unas fotografías y unos documentos en la mano, y sé que mi deber estriba en enviarlos a Berlín. El otro día, vi a Müller. Se presentó inesperadamente en el café. Hacía años que no nos veíamos. Nos satisfizo tanto el encuentro que nos emborrachamos.

– ¿Qué Müller? -preguntó Paul Bielert, con expresión inquieta.

– El adjunto de Heydrich, tu difunto jefe. El BrigadenführerHeinrich Muller. Regamos el acontecimiento. No nos habíamos visto desde que había ascendido a Untersturmführer.

– ¡No sabía que conocieses a Heinrich Müller! -murmuró Bielert, sin conseguir ocultar su sorpresa-. Sin embargo, nunca has estado en Berlín. Esto lo sé con seguridad.

– No me digas que has hecho espiar a tu vieja amiga, Paul.

– ¿Quién habla de espionaje? Sólo pienso en tu seguridad -dijo sonriente, suave corno un gato-. En estos tiempos agitados pueden ocurrir tantas cosas…


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