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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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Y escupió junto a los pies del F eldwebel.

– Y cuando me sueno, lo hago así…

Se sonó, arreglándoselas para que los mocos cayeran sobre las botas del otro.

El Feldwebelse precipitó sobre él, enarbolando una pesada cachiporra.

– Me parece que deseas hacernos una visita, ¿eh?

Porta se encogió de hombros. Hermanitohabía sacado a medias su enorme cigarro del bolsillo.

No se sabe qué hubiera podido ocurrir si no llegan a comparecer el teniente Ohlsen y el ayudante, quienes, en un santiamén, despidieron a los gendarmes militares.

Barcelonafue destinado al servicio interior. En la lista figuraba como ordenanza de oficina, pero donde más se le veía era en la cantina o en la armería. Se alegraba de estar de nuevo en la Compañía. En el hospital nunca se estaba seguro. Podían hacerle a uno lo que les pareciera. Y tampoco se sabía nunca adonde se le destinaría una vez dado de alta.

Recién llegado a un grupo al que no se conoce significa prácticamente la muerte. Los trabajos más peligrosos correspondían siempre al nuevo: las minas y los alambres eléctricos. En la Compañía se estaba entre amigos. Uno se sentía seguro.

– Esta noche estamos de guardia -explicó Barcelona-. Inspección en el cuartel a las 19 horas.

– ¿A quién guardaremos? -preguntó Porta-. Si por lo menos fuese un burdel.

– No te hagas ilusiones -contestó riendo Barcelona-. Es en la plaza Karl Muck.

– ¡Diantre! ¡Custodiar a la Gestapo! -exclamó, extrañado, Steiner.

Barcelonadejó la orden ante el Viejo,quien la leyó con indiferencia:

-Segunda sección, 5.ª Compañía, se presentará como guardia en la SHA [18] , plaza Karl Muck, Hamburgo; comandante de la guardia:Feldwebel Willie Meter. Segundo:Feldwebel Peter Blom.

– Si esto sigue así, pronto nos convertirán en SS -comentó Heide.

– No es exactamente la clase de trabajo que me gusta -dijo Stege-. No podían darnos nada peor.

– ¿Tú crees? -preguntó Barcelona-. La 4.ª Sección aún ha salido peor librada. Será el comando de ejecución para la Wehrmatch en Fuhlsbüttel.

– Tal vez podamos ganar algunas perras. -El rostro de Hermanitose iluminó-. Cuando se libera a alguien suelta la pasta con más facilidad.

– Supongo que no serás capaz de sacar dinero a la gente en apuros -le reprochó Stege.

– ¿Por qué no? En esos casos, se puede agradecer los servicios de un buen camarada -dijo Hermanito.

– Es evidente -dijo Porta, convencido-. Pero es arriesgado.

– Hemos bebido demasiada cerveza -dijo Heide, sin transición.

Y contó los cartoncillos.

– Y tú lo pagas todo -decidió Hermanitocon un tono que no admitía réplica-. Sé que tienes dinero en el reverso de tus botas.

– ¿Cómo lo sabes? -confesó Heide, atónito.

– Te lo explicaré, Julius. El otro día necesitaba pasta. Y buscando, miré también entre tus botas. Tu armario está mal cerrado.

Heide se quitó nerviosamente una de sus botas, sacó un fajo de billetes que había entre el cuero y el forro; contó el dinero.

– ¡Me has robado! Faltan cien marcos.

– ¿Sí? ¡Eso no está bien!

– Tú los has robado -acusó Heide.

– ¿Quién dice eso?

– No puedes negarlo -vociferó Heide, fuera de sí.

– ¿Quién va a impedírmelo? La ley es bien clara; no basta con creer y pensar, se necesitan pruebas.

– Te denunciaré -amenazó Heide-. Robo en perjuicio de un suboficial. Puede costarte caro, Hermanito.Irás directamente a Torgau. ¡Menuda risa!

– No harás nada -dijo Hermanito,categóricamente-. Si me hechas en brazos de la GFP, tal vez se me ocurra la excelente idea de colaborar. Cuando hubiera terminado, tu caso llenaría varias carpetas.

– ¡Soplón! -exclamó Heide, asqueado.

Hermanito,riendo, replicó:

– En tal caso, somos colegas.

– ¿Y si compráramos y nos llevásemos una o dos botellas de cerveza? -propuso Porta-. La Escobaprepararía la mezcla. Las pondríamos en el refugio abandonado. Los cazadores han estado de guardia los dos últimos meses. Parece que es un escondrijo formidable. Ni un solo jefe baja a la cueva donde está el Cuerpo de Guardia.

– ¿A la cueva? -preguntó Steiner-. Pero también están los calabozos.

– Sí, pero sólo calabozos de paso -explicó Porta-. Sacan a los prisioneros al día siguiente de ingresar. Los que aún no han terminado con la Gestapo son llevados a la parte alta del edificio, al desván.

Heide, que había renunciado a recuperar sus cien marcos, intervino en la conversación.

– Podríamos esconder las botellas en la pata hueca del caballo del emperador.

– Esta idea es mía -aseguró triunfalmente Hermanito-. Siempre descubro escondrijos imposibles.

– Sí, ya lo hemos notado -dijo Heide con sequedad, pasándose una mano por la bota.

– Compremos seis botellas -propuso Hermanito-. Es lo que cabe en la pata del caballo. -Vociferó en dirección a la Escoba-: ¡«Dortmunder», así! -Indicaba la cantidad con los dedos-. El resto, «Slibowitz».

– Oui, camarade-dijo el legionario.

– No hay que sacudirla, cretina -exclamó Hermanitoirritado, arrancando la botella de las manos de la Escoba.

– Con calma -aconsejó la Escoba.

– Cállate, desgraciada, o te pegaré un mamporro. Sacudir nuestra cerveza… Hay que verterla muy suavemente. Así.

– ¿Por qué? -preguntó tontamente la Escoba.

– No lo sé -repuso Hermanito-, pero así es.

La Escobatrajo otras dos botellas y cogió silenciosamente el dinero. Comprobó con cuidado cada billete, para asegurarse de que no eran falsos.

Los hizo desaparecer en el monedero que llevaba sujeto a la cintura, bajo el delantal. Sin una palabra, se volvió y se encaminó hacia el bufete. A medio camino, una blasfemia de Porta la inmovilizó.

– ¡Que las llamas del infierno te devoren! ¿Qué has hecho con el jengibre?

Y levantó las botellas.

– Lo he olvidado -murmuró la Escoba.

– ¿Olvidado? Y te atreves a confesarlo. Puedes olvidar todo lo que quieras, incluso tu pesario, pero el jengibre…

– Ya está bien -gruñó de nuevo la Escobaechando en la mesa una bolsa de jengibre.

– ¿Crees que esto es un autoservicio? -preguntó Porta, devolviéndole la bolsa.

– ¡Oh, vete al cuerno! -gritó ella. Pero, a pesar de todo, empezó a llenar las botellas-. ¡Ojalá hubiese sido arsénico! -exclamó antes de retirarse.

Steiner salió de los lavabos.

– ¡Qué bueno es cuando se tiene ganas! Creía que estaba en el noveno mes y que iba a parir un barril de cerveza.

Cogió su jarra semillena y la vació de varios sorbos. Su nuez se movía como un huevo que baila en el agua hirviente. Eructó vigorosamente y, dejando con estrépito la jarra, se limpio groseramente los labios con una manga. Después, lamió lo que quedaba.

– Estaba bueno -dijo.

– ¿Qué estaba bueno? -preguntó Porta, repentinamente belicoso. Provocativo, se había instalado de modo que ocupaba todo el espacio libre-. Cuéntanos eso que encuentras tan bueno.

– Orinar.

– ¿Por qué?

Steiner se quedó’ boquiabierto. Buscaba las palabras. Se rascó la punta de la nariz.

– Pues, es evidente. Es bueno porque se tienen ganas. -Sonrió con orgullo-. Eso es.

– Eso no está bien. ¿Tienes telarañas en la sesera? -preguntó Porta-. ¿Acaso lo haces cuando no tienes ganas?

Heide se inclinó sobre la mesa, sonriendo malévolo.

– Explícanos cómo resulta cuando no se tiene ganas.

Todos lanzamos una carcajada.

– ¡Qué cretino! -vociferó Porta, señalando a Steiner-. Quiere hacernos creer que va al urinario sin tener ganas.

Steiner se puso nervioso. Enseñó su puño a Porta.

– ¡Maldito pelirrojo! ¿Quieres que te dé en el hocico?

– Oh, como te plazca -replicó Porta, riendo.

Furioso, Steiner le lanzó un puñetazo. Porta se agachó rápidamente.

– Señor, hubieses podido tocarme. La violencia es cosa muy grave.

Steiner estaba fuera de sí. Agitaba sus brazos como aspas de molino, pero Porta evitaba los terribles golpes.

Steiner echaba fuego. Cogió una jarra y se la arrojó a Porta. El recipiente se hizo añicos contra la pared.

La Escobaacudió con una cachiporra en la mano.

– ¿Quién ha tirado la jarra? -vociferó, histérica.

Diez hombres señalaron con entusiasmo a Steiner.

La Escobale propinó un golpe violento en los hombros. Él aulló como un salvaje, pero antes de que hubiera podido reaccionar, la Escobale golpeó en el rostro.

Steiner se olvidó de Porta. Saltó en pos de la Escoba,que había emprendido la huida, chillando. Steiner la alcanzó junto a la puerta. La sujetó y empezó a golpearle la cabeza contra el marco de la misma. Ella lanzaba unos gemidos capaces de destrozar el alma, y forcejeaba como una leona.

La Gruesa Helgase precipitó como un tanque, con una botella de champaña llena en cada mano.

Steiner no vio acercarse aquel peligroso ataque de flanco. Helga apuntó con cuidado. Un segundo después, la primera botella se hizo añicos contra la nuca de Steiner. La sangre y el champaña fluyeron a oleadas.

– ¡Asesino! -chilló Helga, al tiempo que le propinaba un puntapié en el bajo vientre.

Al mismo tiempo, la segunda botella de champaña aterrizó en la nuca de Steiner.

Éste se derrumbó.

La Escobaestaba lanzada. Cogió los restos de la botella rota y se disponía a lanzarlos contra el rostro del inconsciente Steiner, pero la Gruesa Helgareaccionó y la desarmó con una rapidez sorprendente en una mujer tan voluminosa.

– ¡Mataré a este puerco! -aulló laEscoba-. Gertrude hablará de él a su amigo SD. Quiero verlo ahorcado.

Gertrude se acercó con una caja de cerveza. Gertrude siempre olía a cerveza. Tenía el cabello lacio y un grano perenne en la nariz.

– Gertrude, encuentra algo para tu Jules SD -gritó la Escoba-. Alguna granujada respecto a este tipo.

Y dio unos furiosos puntapiés a Steiner que seguía inconsciente y ensangrentado.

– A la bonne heure-contestó Gertrude en francés.

No tenía ni la menor idea de lo que significaba aquellas palabras, pero le gustaba su sonido. Había aprendido esta expresión de un marino francés, de quien fue novia durante ocho días que el barco de éste permaneció en Hamburgo. Si se quería obtener algo de Gertrude, bastaba con preguntarle admirablemente: «¿Hablas francés?» Entonces, Gertrude se abandonaba y contaba una larga historia, sobre una familia rica que se había arruinado, y sobre una larga estancia en un pensionado francés. La situación geográfica de dicho pensionado no estaba muy clara, pero bastaba con escuchar con interés y admiración para obtener cuanto se quisiera de la chica.

Porta y Hermanitohabían hecho la experiencia. Habían bebido y comido toda una velada a expensas de ella. Es cierto que la cosa le había costado un buen chichón a Hermanito.Al regresar al cuartel, había querido enseñar a Porta cómo hay que echarse de bruces reglamentariamente en la Infantería, y, en especial, en el 14.° Regimiento, en el que Hermanitoempezó su carrera militar, mucho tiempo atrás. Se había dejado caer con estrépito y golpeado la cabeza contra una voluminosa piedra. La sangre manaba de una herida en medio de la frente.

Entonces, cogidos del brazo y cantando a voz en grito:

Soldaten sind keine Akrobaten

se habían dirigido a la enfermería, donde Hermanitofue hospitalizado.

Hermanitose levantó y le gritó a la Escoba:

– Si me pagas dos o tres cervezas, pegaré unos puntapiés en el trasero a Steiner, y después, le aplastaré los hocicos a patadas.

El pequeño legionario se interpuso rápidamente.

– No, no, mon ami.Ya basta. ¿No querrás matarle?

– No me disgustaría demasiado -dijo Hermanito-. ¡Lástima que sea tan difícil deshacerse de un cadáver! Aquí, en Hamburgo, sólo se tiene la gran bañera.

– Antes de llegar al puerto con un cadáver bajo el brazo, la Kripo [19]te habrá echado el guante -observó Blom.

– Es lástima que esta noche estemos de guardia. Preferiría irme a dar una vuelta por el «Matou» para ver a la chica del vestido verde -nos confesó Heide sin transición-. El sábado pasado le ofrecí cinco billetes para que se viniera conmigo, pero no quiso.

– ¿Tan cara es? -preguntó Barcelona-. ¿Cuánto te pidió?

– Bernhard el Empapadoafirma que por cinco mil fue a casa de «la verde» toda la noche y buena parte del día siguiente -dijo Porta.

– Yo también lo he oído decir -gritó Steiner, incorporándose ensangrentado-. Bernhard el Empapadoestaba hecho migas.

– Le vi regresar vacilante a « Las tres liebres» -dijo Barcelona-. Se bebió cuatro ginebras una tras de otra, y después echó a dos rameras que estaban en la barra. Como alguien protestara, el Empapadodeclaró que durante tres meses no soportaría la vista de una gachí. Andaba como si «la verde» le hubiera dado un baño de vinagre.

– Es fantástico lo que se puede conseguir con dinero en estos tiempos -dijo Porta-. Esto me recuerda mi experiencia como prostituto.

Absorto en sus recuerdos, rompió un huevo de gaviota dentro de su «Slibowitz» y removió enérgicamente el líquido con su bayoneta.

– ¿Es bueno? -preguntó Julius Heide.

– Repugnante -replicó Porta.

Y lamió la bayoneta.

– Cuéntanos la historia de la chica a quien le ofreciste casarte con ella -pidió el Viejo,fumando su pipa. Consultó su reloj-. Todavía tenemos tiempo de ir a la inspección.

Se sentó cómodamente, con los pies encima de la mesa.

Todo el mundo siguió su ejemplo, riéndose por anticipado las historias de Porta. Una mezcla maravillosa de mentiras y de verdad.

– Fue poco antes de empezar nuestra guerra -empezó a decir Porta-. Por aquel entonces, yo estaba en el 11.° Regimiento de Blindados, en Pederborn, pequeña ciudad aburrida y puritana. Si uno quería divertirse, tenía que ir de conquista a la catedral, el domingo por la mañana. A mí no me entusiasmaba demasiado esta guerra. Me gustaba la vida tranquila de la guarnición. Me veía emprendiendo la marcha hacia los obuses, las balas, la abstinencia, el hambre, la sed, y las victorias amargas. Esto no es para ti, Joseph Porta, me decía. E inmediatamente caí enfermo de gravedad

El Viejose rió en silencio.

– Nunca lo olvidaré. Por lo menos habías intentado treinta trucos distintos para provocar una enfermedad, pero sin resultado. Al contrario, cada vez estaba mejor.

»-Sí, me enfurecí tanto que después ni siquiera los obuses han podido afectarme -explicó Porta. Se lamía los dedos para limpiárselos de los últimos restos del huevo de gaviota-. Pero de todos modos conseguí ingresar en la enfermería de la guarnición.

– Sí, estaba en el claustro, detrás de la catedral -rebuznó Hermanito-. Yo también fui cuando se me hinchó un dedo del pie. Recorrí a pie los dos kilómetros que había desde el cuartel, con una sola bota. Después, me encontré con el FeldwebelMeyer. ¡Que el diablo se me lleve! Me hizo trepar cuatro veces por la pared contigua a la panadería, y a tal velocidad que casi me olvidaba de lo que me dolía el pie.

– Pero, ¿por qué lo hizo? -preguntó Stege.

– No conseguí explicar lo bastante aprisa qué me ocurría. Empezó a mugir desde el otro lado de la calle, donde estaba con Gerda, la hija del carnicero.

»El FeldwebelMeyer estaba furioso.

»-¡Creutzfeldt! -vociferó-. ¿Ha inventado un nuevo uniforme del Ejército, puesto que lleva una bota en la mano? Y tampoco me ha saludado. ¿Ha olvidado que hay que meter la zarpa en la parte superior del cuerpo cada vez que se tiene la menor sospecha de que un Feldwebelestá dentro de un radio de cien metros?

»-Mi Feldwebel-le dije-, no puedo saludar porque tengo una caña en una mano y una bota en la otra.

»Meyer estalló.

»-¡Bastardo! -vociferó-. ¡Tira ahora mismo esa caña y esa bota! Saluda al pasar…

»Me deshice de la bota y de la caña. No sentía deseos de que me enchiqueraran por insubordinación. Después, retrocedí nueve pasos y, cojeando ante mi Feldwebel,saludé de manera reglamentaria. Pero, él no estaba satisfecho. Tuve que repetir la operación otras diez veces. Me miraba con sus ojos de merluza. Le expliqué que mi dedo del pie se hinchaba y estaba ennegrecido. Lo examinó y me prohibió que lo sostuviera en el aire. Tenía que cuadrarme correctamente. Intenté hacerle comprender que me era imposible mantener en posición horizontal aquel maldito dedo del pie. Se mostró grosero y afirmó que lo que yo necesitaba era ejercicio.

»-Ataque de blindados por la izquierda -ordenó-. Protegerse tras la pared.

»Y yo entré en acción. Una orden es una orden. Apenas hube franqueado la pared de tres metros y medio y me había tendido en el otro lado, cuando Meyer empezó a echarme de menos.

»-Ataque de blindados por la derecha.

»Y yo, vuelta a saltar la pared. Para que no me aburriera, mi Feldwebelimaginaba que me atacaba una escuadrilla de aviones. Tenía que atravesar la calle, saltar por encima de la pared… De esta manera, se estuvieron burlando de mí media hora larga, él y Gerda. Durante aquel tiempo tuve que sufrir el ataque de todas las armas enemigas. ¡Lo que llegué a sudar! Luego, otra vez cuadrado ante él.

»-El dedo del pie, horizontal -ordenó.

»-Imposible, mi Feldwebel-repliqué.

»Y era verdad.

»Se me acercó mucho.

»-Por última vez, Creutzfeldt. Apoye ese dedo del pie en el asfalto.

»Yo me esforzaba, pero el dedo seguía apuntando hacia arriba. Como si se burlara de Meyer. Entonces, el Feldwebelhizo algo que no estaba bien. Plantó su tacón sobre mi dedo. Lancé un berrido espantoso. Él se hecho a reír:

»-¡Pobre diablo! Desaparece de mi vista.

»No podéis imaginar el daño que me hizo. Me dolió hasta en las raíces del cabello. Seguí hacia la enfermería y me hospitalizaron.

Volviéndose hacia Porta, Hermanitoañadió:

– ¿Tú también conociste al médico jefe de la pierna de madera, el comandante médico Brettschneider? Un duro de verdad. Un día me envió ochenta y una veces debajo de la cama, porque había escondido un salchichón entre las sábanas.

– Sí, gracias -dijo Porta, riendo-. Tuve ese honor. El primer día entró en mi sala con todo su séquito. Me miró y carraspeó ante mi rostro, mientras yo permanecía muy rígido en mi cama, al estilo militar. Conseguí murmurar: «Joseph Porta, Gefreiteren el 11.° Regimiento de Húsares; a sus órdenes, señor comandante. Estoy paralizado y, por desdicha, incapaz de ir a la guerra.»

»Le di la impresión de que tenía la peste. El muy bruto se lamía ya los belfos. Yo esperaba un enorme gruñido. En cambio, el monstruo empezó a hablar en un tono tan dulce y comprensivo que me dio miedo de veras.

»-¿Es cierto? El soldado está paralizado. ¡Qué lástima!

»-Sí, señor comandante, es una lata -repuse, fingiendo que me costaba mucho hablar.

»Él se rió malignamente.

»-¡Qué pena, soldadito! Paralizado, precisamente cuando el regimiento se va a la guerra, a aplastar a los enemigos del Reich.

»-Señor comandante, es una lástima muy grande -repetía yo, más tieso que nunca.

»Apartó las sábanas, a fin de que todas las enfermeras pudieran admirar el espectáculo. Me clavó una aguja en diversos puntos. ¡Y que no se andaba con chiquitas, el muy cerdo! Pero yo resistía. No se me escapaba ni un suspiro. Era como si pinchara un pedazo de madera. Cuando estuvo harto, se volvió hacía sus admiradores.

»-Ya ven a este soldadito. Comprende que ha pescado una parálisis en un momento muy inoportuno.

»Yo miraba el techo de manera reglamentaria: las manos pegadas al cuerpo, los pies separados formando un ángulo de cuarenta grados. Con los militares, hay que tener orden. Es normal. De lo contrario, cualquier Ejército se convierte en un burdel.

– Ha sido muy amable, soldadito -dijo sonriendo– al venir a nuestra casa con su parálisis. No tema. Le curaremos. Sé lo que es. Le ha acometido de repente, ¿verdad? Exactamente al estallar la guerra. La víspera, cuando la paz reinaba aún en la tierra, saltaba usted como un conejito. ¿No es cierto, soldado?

»Se frotaba detrás de la oreja y me contemplaba con los ojos entornados.

»-En efecto, así es, señor comandante.

»-Sé bien de qué se trata, soldadito, pero de todos modos, explíquenos cómo le ha ocurrido. Este caso es muy interesante.

»”¡Ah! -me decía yo-. Es fácil engañar a este carnicero.”

»-Pues, verá, señor comandante. Me ha ocurrido cuando el HaupfeldwebelEdel ha ordenado alinearnos para la distribución de municiones. Me he quedado frío, helado, y me he dicho: Porta, maldita sea, ¿qué te ocurre? El cuartel daba vueltas como un tiovivo. Apenas he llegado a la escalera de la armería, cuando me ha acometido la parálisis. He llorado de decepción al no poder esperar ya una muerte heroica. El señor y la señora Porta, de Berlín, se hubieran sentido orgullosos. Habrían podido explicar a todos sus amigos y vecinos: «Nuestro hijo ha caído como un héroe.» Mientras que ahora tienen a un poblé paralizado, inmóvil en la cama para el resto de la guerra. -Conseguí derramar una lágrima, y proseguí con voz temblorosa:– ¡Estaba tan contento de hacer la guerra, señor comandante! Algún día, todo el mundo me señalará con el dedo porque no tendré ninguna medalla. El GefreiterPorta se permite preguntarle humildemente si no hay algún sistema para que un paralizado pueda servir al Führer, a su pueblo y a su patria en tiempo de guerra.

»El matarife decía que sí y me apretaba ligeramente el vientre. Después, se disparó. Sin avisar, me pegó en la rodilla con un martillo; en el acto, mis pies salieron volando y le alcanzaron en el rostro, rompiéndole las gafas. Sin ningún miramiento hacia las damas presentes, vociferó:

»-Pegas patadas, cochino simulador. -Se acarició la nariz y escupió, furioso. De repente, se detuvo, me miró con ojos acusadores:– ¿No tienes apetito?

»Yo me decía: «Señor, ¿cómo lo sabrá?» Precisamente estaba pensando en los salchichones que había escondido debajo de las sábanas.

»Me puso un aparato en la oreja y examinó el interior durante mucho rato. Tal vez comprobara si estaba chiflado. Después, me estiró los párpados. «Tal vez sea daltoniano», pensé. De modo que mugí:

»-Tengo los ojos azules, señor comandante.

»-¡Cállate -gruñó-.Te he preguntado si tenías hambre.

«Ahora sí que estás bien arreglado, mi querido Porta -me dije-. Me ordena que me calle y, al mismo tiempo, me hace una pregunta.»

»¿Qué hacer? Me auscultó el corazón, me pidió que abriera la boca para examinarme las amígdalas. Tenía un pedo enorme que quería salir, pero no me atreví a soltarlo.

»-¡Hambre! -aulló-, ¿Tienes o no tienes hambre?

»-No tengo hambre, señor comandante.

»No era cierto; hubiese sido capaz de merendarme una vaca.

»-Pues nos ahorraremos comida -dijo. Sonrió satisfecho-. ¿Y sueño tampoco?

»-No, señor comandante.

»El bruto entreabrió los labios y mostró unos dientes de lobo.

»-¡Qué enfermedad más terrible tienes! Casi me asusta. Tal vez sería mejor aislarte. La prisión militar te iría muy bien. Pero esperemos unos días. Somos muy listos y conocemos muchas enfermedades curiosas. Enfermedades horribles que siempre se inician al principio de una guerra. No te preocupes, soldadito. Estamos preparados y lo único que tú deseas es curarte para portarte como un verdadero héroe.

»-Me alegraría mucho, señor comandante, si me pudiera volver valiente.

»El monstruo meneó la cabeza y frotó enérgicamente sus gafas.

»-Intenta levantarte de la cama, soldadito. Tal vez la parálisis haya desaparecido ya.

»-Me es imposible, señor comandante.

«Ordenó a las asistentas que me ayudaran a levantarme de la cama; pero apenas me hubieron puesto en pie cuando volvía a derrumbarme. Ellas hacían cuanto podían, pero yo resistía: estaba en juego mi vida. «Hay que aguantar, Porta -me decía-. La guerra terminará pronto.» Era evidente que el maldito bruto tenía ganas de darme patadas.

»Entre cuatro asistentas consiguieron acostarme.

»-¡Mala suerte! -comentó el doctor-. ¡Qué enfermedad más tenaz! Pero la curaremos. Hemos visto otras peores. Empezaremos con un tratamiento suave. Lavativas tres veces al día. Al mismo tiempo, se le suministrarán vomitivos. Régimen muy severo. Cada dos días, una cura de quinina, pero radical, por favor. Nuestro soldadito está muy grave y querría curarse en seguida a fin de poder luchar por su Führer, su pueblo y su patria. Verle en ese estado destroza el corazón.

»El muy hipócrita se inclinó sobre mi cara y me palmoteo una mejilla.

»-Confíe en nosotros, soldadito. Vamos a sacarle de aquí en un tiempo récord. Pronto podrá ir al frente y cubrirse de gloria.

»-¿De verdad es posible curarme? – conseguí suspirar.

»Dijo que sí con una ancha sonrisa. Le cogí una mano y se la lamí como un tigre hambriento que ha encontrado unas gotas de sangre.

»-Dios se lo pagará, señor comandante.

»Me miró un instante con expresión muy extraña, y después se marchó casi corriendo, seguido por todo su séquito.

»Me curaron en once días. ¡Que el diablo se les lleve! Estaba tan curado que regresé al cuartel marcando el paso de la oca, escoltado por tres Sanitatsfeldwebel.Gocé de la compañía de cuatro aspirantes a héroe más que eran cuidados, respectivamente, por reumatismo, nefritis, imbecilidad crónica y amnesia. Al último le curaron de un modo tan radical que recordaba tolos los detalles de la vida de su tatarabuela.

Todos convinimos en que la medicina había hecho progresos enormes.

– En el regimiento nos las hacían pasar de todos los colores -prosiguió Porta-. Hasta el punto de que el nefrítico consideró que la única manera de librarse de su enfermedad era meterse en la boca el cañón de un fusil y apretar el gatillo con el pie. La mitad de sus sesos quedó pegada en el techo.

»El suboficial Gerner intentaba hacernos recobrar la serenidad mediante una buena canción militar. En cuclillas, sosteniendo una silla con los brazos extendidos, cantábamos:

Soy un hombre libre y orgulloso de ser húsar.

Todas las mujeres me aman.

Nuestro estandarte es el símbolo de la libertad.

Ola-hi, Ola-ho.

»Gerner, en pie sobre la mesa, llevaba el compás con su bastón de mando, amenazándonos con la reclusión a perpetuidad.

»Gerner había inventado un sistema de limpiar el polvo. Ordenaba a un soldado que se encaramara a un armario sobre el que tenía que dar vueltas, apoyando en el vientre. Si después todavía quedaba polvo, los otros debían agarrar por las manos y los pies al limpiador y arrastrarlo por toda la superficie. El suelo era barrido de la misma manera. La mitad de los hombres se echaban de bruces. La otra mitad tiraba de ellos por los pies. Gerner, en pie sobre la mesa, vociferaba:

»-¡Comando de barrido! ¡De frente, marchen!

»Caminábamos al paso de la oca hasta llegar a la pared de enfrente, y, a la orden de Gerner, dábamos media vuelta.

»-¡Media vuelta a la derecha! Si un aspirador ve un gramo de polvo, que lo lama.

»-¿Os acordáis de Schnitius? -preguntó Porta, riendo-. ¿Al que le amputaron los pies? Un día, se olvidó de vaciar un cenicero. Lo descubrió un segundo antes de que Gerner inspeccionara la sala. Escondió el cenicero, lleno, a toda velocidad, debajo de una almohada; pero Gerner debía de ser un extralúcido. Tenía una manera especial de mirar al responsable de la sala. Schnitius se quedaba siempre mudo de terror. Gerner debía arrancarle el informe con sacacorchos. Pero, aquella vez, apenas hubo dicho «La sala limpia y aireada», cuando Gerner lanzó uno de sus célebres aullidos y empezó a levantar las almohadas.

»Al ver el cenicero lleno, gritó a Schnitius, cuyo rostro se había vuelto verde:

»-¿Eres tú quien ha escondido esta mierda aquí?

»-Sí, Herr Unteroffzier-tartamudeó Schnitius.

»Gener sacó su pistola y la amartilló.

»-Merecerías que te matara; pero soy bueno. Si haces desaparecer inmediatamente esta porquería, te perdono por esta vez.

»-¿Cómo, Herr Unteroffzier?

»-Trágatela – ordenó Gerner.

»Schnitius se tragó el montón y lamió el cenicero hasta que quedó brillante. Poco después, se sintió mal y tuvo ganas de vomitar. Llegaba ante la puerta de las letrinas cuando se le escapó. Gerner, sentado en el interior, le oyó.

»-¿Qué es eso? -vociferó.

»Schnitius dio un respingo y gritó, encarado hacia la puerta:

»-El PanzerschützeSchnitius comunica que ha vomitado, Herr Unteroffzier.

»-¡Lámelo! -ordenó Gerner, secamente.

«Schnitius estaba en plena actividad cuando fue interrumpido por nuestro jefe de Compañía.

– ¿Quién era vuestro jefe? -preguntó Heide.

– El teniente Henning.

– Un hombre estupendo -observó Barcelona-. Lo tuve como jefe de sección. No toleraba las marrullerías. ¿Qué le hizo a Gerner?

»-¡Válgame el cielo! -prosiguió Porta-. ¡Menudo jaleo! -Henning hizo acudir a Schnitius a su despacho y éste cometió la estupidez de explicárselo todo, por lo que al día siguiente Gerner recibió una buena reprimenda. Primero, de Henning; después, del HauptfelwebelEdel. Edel pronunció un discurso ante los suboficiales; nosotros le oímos chillar: «Me importa un bledo que mis oficiales aplasten los morros a los reclutas. Pero no quiero quejas. No tengo tiempo para eso. Gerner, has causado molestias a toda la Compañía. Diez días al calabozo. Yo mismo he hablado con el guardián, el StabsfeldwebelKraus, quien me ha prometido darte tantas patadas en el trasero que tendrás almorranas hasta en las amígdalas.»

»Pero antes de terminar su discurso, Edel hizo salir a Schnitius y, dando vueltas a su alrededor, se dirigió a los suboficiales reunidos:

»-Mirad bien este montón de basura. Se ha pasado la noche contándole historias al jefe. Tenemos el deber, señores, de enseñarle a amar la verdad. Ha tenido malos padres. Hay que reeducarlo.

»-Schnitius había metido la pata hasta el corvejón -prosiguió Porta-. Hubiese debido decir a Henning que si se comía su vomitona era para bromear. Y la cosa hubiera terminado allí. Ahora, teníamos a todos los Feldwebels ya los demás suboficiales de uñas con nosotros. Yo salí bastante bien librado. Procuré que me metieran en el calabozo hasta que las aguas volvieran a su cauce.

– Ibas a hablarnos de una propuesta de matrimonio -le interrumpió el Viejo.

– ¡Caramba, es verdad! Bueno, allá va. Me había encaprichado de una de las gachís que andaban siempre tras el comandante Meyer. Cuando salí de la jaula, le envié una tarjeta. Primero, compré una en la cantina. Ya sabéis una verdadera tarjeta militar que representaba a un Feldwebeldel 96 que estaba estrangulando a un dragón polaco. Encima, escrito con grandes letras, decía: «Venganza.» Nada más. Al enviarle la tarjeta me dije que a lo mejor la beldad no lo entendería. Así, pues, le envié otra ante la que no había la menor duda.

– ¿Qué dibujo había? -preguntó Steiner.

– ¡Caramba, qué hermoso era! -explicó Porta-. Representaba a un aviador y a una muchacha sentados en un banco. La mano del héroe volador reposaba en la cadera de ella, que le miraba dulcemente. Escribí unas palabras bien escogidas: «Mi graciosa y noble señorita.»

– ¿Era noble? -preguntó Heide, sorprendido.


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