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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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Echó dos marcos sobre el mostrador y se marchó, sonriendo.

EJECUCIÓN

Al día siguiente, el teniente Ohlsen fue convocado por el Verraco,quien le presentó, muy risueño, el acta de acusación. Tenía que firmarla en tres lugares distintos. Le llevaron de nuevo a su celda, y dispuso de una hora para leer el documento.

El teniente Ohlsen lo desplegó solemnemente:

Policía Secreta de Estado

Servicio Hamburgo

Stadthausbrück, 8

ACTA DE ACUSACIÓN

Kommandantur de la Wehrmacht Hamburgo

División Altona

Diario núm. 14 b.

Al general Von der Oost, comandante de la guarnición, 76.° Regimiento de Infantería, Altona.

Consejo de guerra 391/X. AK contra el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, del 27° Regimiento de Tanques, nacido en Berlín/Dahlem el 12 de mayo de 1919, casado, un hijo. Condenado anteriormente, el 19 de diciembre de 1940, a cinco años de reclusión por falta cometida durante el servicio en el 13.° Regimiento de Ensayo de Tanques, París. Después de ocho semanas de detención en la fortaleza de Glatz, transferido a un Regimiento disciplinario blindado. Actualmente, en arresto preventivo por orden de la Gestapo IV. 2.ª, Hamburgo. Detenido en la guarnición de Altona, bajo la responsabilidad del comandante del 76.° Regimiento de Infantería. Hasta la fecha, sin abogado.

Acuso a Bernt Ohlsen de alta traición mediante:

1.° Reiterada incitación con palabras veladas al asesinato del Führer, Adolph Hitler.

2.° Propagación de bromas injuriosas con respecto a personalidades del Gobierno del Tercer Reich, elegidas por el pueblo alemán de acuerdo con las leyes vigentes. Dichas «bromas» van unidas a este acta en una carpeta azul, señalada con la L, y numeradas de 1 a 10, cada una con el sello de «GE. KADOS».

3.° Al difundir rumores falsos, el acusado ha ayudado a los enemigos del Tercer Reich a minar la moral del pueblo alemán.

Por tales motivos, solicito que el acusado sea condenado a muerte de acuerdo con el artículo 5.° de la «Ley sobre la Protección del Pueblo y del Estado», del 28 de febrero de 1933, y el artículo 80, apartado 2.°, el artículo 83, apartado 2.° y 3.°, así como el artículo 91 b, apartado 73.

La incitación al asesinato del Führer, según el artículo 5.° de la Ley del 28 de julio de 1933, está penada con la ejecutación por decapitación.

Pruebas de convicción:

1.° Confesión del acusado.

2.° Testimonio voluntario de tres testigos:

1) La mujer de la limpieza del cuartel, señora K.

2) El teniente P., del Departamento Militar Político.

3) El GefreiterH., del Servicio Político de Seguridad Militar.

Los testigos no comparecerán ante el tribunal. Sus testimonios están incluidos en este acta, bajo la rúbrica «secreto de Estado». Estos testimonios serán destruidos inmediatamente después del juicio, de acuerdo con el artículo 14 de la «Ley sobre la Seguridad del Estado».

Todo el caso será considerado GEKADOS y enviado al RSHA, Prinz Albrecht Strasse, 8, Berlín.

Sumario realizado por el SD Standartenführer KriminalratPaul Bielert.

F. WEIERSBERG,

Auditor del Cuerpo

General de Caballería

SS Gruppenführer

Procurador General

El teniente Ohlsen miró hacia la ventana gris y entejada. Aquel acta de acusación debía de ser una broma. Sólo la Gestapo era capaz de una cosa semejante. En Torgau, ocurría a menudo que se llevaran a diez prisioneros para ser ejecutados. Después de ocho ejecuciones, se indultaba a los dos últimos. La psicosis de terror que habían experimentado durante la ejecución de sus ocho compañeros les predisponía a colaborar con la Gestapo. Toda la Gestapo se basaba en millares de confidentes, en personas de apariencia inofensiva, pero extremadamente peligrosas a causa de la situación en que las habían colocado la Gestapo.

El teniente Ohlsen lo sabía muy bien. Pero lo que ignoraba es que el mismo día, una carta de la Kommandantur de la Wehrmacht de Hamburgo había sido enviada a la Kommandantur de la plaza de Altona:

Wehrmachtkommandantur Hamburgo

Jurisdicción del Komando de Altona

X.AK 76.° Reg. Inf.

GEKADOS URGENTE

Orden transmitida por el auditor del 10° Cuerpo, zona de defensa 9.

Esta nota ha de ser destruida inmediatamente después de su lectura por dos oficiales. Se acusará recibo verbalmente por teléfono al auditor del Cuerpo.

Ref.: Ejecución a consecuencia de sentencia de muerte.

El Tribunal especial presidido por el general en jefe de la zona de defensa 9 pronunciará, probablemente mañana, la sentencia de muerte de cuatro soldados:

Oberleutnant de Infantería Karl Heinz Berger, del 12° Regimiento de Granaderos.

Teniente de Tanques, Bernt Viktor Ohlsen, del27.° Regimiento Blindado.

Oberfeldwebel Franz Gernerstadt, del 19° Regimiento de Artillería.

Gefreiter Paul Baum, del 3. erRegimiento de Cazadores Alpinos.

Dos de los soldados arriba mencionados serán condenados a muerte por fusilamiento. El 76.° Regimiento de Infantería e Instrucción debe cuidar de la constitución de dos pelotones de ejecución, bajo el mando de un oficial. Los dos pelotones de ejecución deben estar formados por dosFeldwebel y doce hombres. Además, en cada pelotón figurarán dos hombres que tendrán la misión de atar a los condenados al poste de ejecución.

El médico de reserva de la enfermería de reserva19, doctor W. Edgar, asistirá personalmente a las ejecuciones.

Los otros dos acusados serán condenados a la decapitación. El regimiento cuidará de llamar al verdugo Röttger, de Berlín. El alojamiento del verdugo y de sus dos ayudantes irá a cargo del Regimiento. La decapitación tendrá lugar en el patio B de la cárcel de la guarnición.

El capellán Blom puede asistir a las ejecuciones, si así lo desean los condenados.

Se requisarán cuatro ataúdes en el 76.° Regimiento de Infantería.

Los certificados de defunción serán firmados por el médico en jefe, inmediatamente después de las ejecuciones, y entregados por un ordenanza a la Administración del cementerio. Se enterrará a los cadáveres en el cementerio especial, departamento 12/31.

A. ZIMMERMANN

Oberstleutnant .

A sangre fría se habían previsto todos los requisitos para la ejecución y entierro de cuatro hombres, incluso antes que se viera el juicio y se pronunciara la sentencia.

El humanitarismo era algo desconocido en el Tercer Reich. Todo se basaba en instrucciones y reglamentos. La menor infracción de una ley provocaba una condena, sin la menor consideración hacia el ser humano. Las palabras «circunstancias atenuantes» no existían.

La sala 7 del edificio del Consejo de Guerra estaba llena a rebosar. El espacio reservado al público se hallaba ocupado totalmente por soldados. No habían acudido por su propia voluntad, sino obedeciendo órdenes. El espectáculo de aquellos procesos militares debía ser aleccionador.

En aquel momento, un Gefreiterde cazadores alpinos, pálido y tímido, esperaba la sentencia. El Tribunal se había retirado a deliberar.

El fiscal ordenaba sus papeles. Se preparaba para el caso siguiente. El Gefreiterde Cazadores alpinos ya no le interesaba.

El defensor jugaba con su lápiz, un lápiz amarillo. Pensaba en Elizabeth Peters; había prometido hacerle para cenar lomo de cerdo y col frita. Al defensor le encantaba la col frita. Desde luego, también le encantaba Elizabeth, pero una cena sin col no era una verdadera cena.

La secretaria contemplaba al Gefreiterde Cazadores alpinos y pensaba: «Un campesino triste, con granos y barros. Nunca podría acostarme con él.»

El joven cazador alpino tenía la mirada fija en el suelo. Se retorcía los dedos. Empezó a contar la tablas de madera que tenía bajo los pies: condenado a muerte, no condenado. Llegó hasta «condenado a muerte»; pero, entonces, palpó otras tres tablas debajo del banco, lo que, representaba «no condenado». Miró subrepticiamente hacia la puerta blanca que había en el rincón. De allí saldrían los tres orondos jueces y su destino quedaría decidido, sin tener en cuenta lo que indicaban las tablas.

La vista del caso contra el soldado de dieciocho años sólo había durado diez minutos. El presidente del Tribunal había hecho algunas preguntas. El acusador había hablado la mayor parte del tiempo. El defensor se había mostrado menos locuaz. Se había limitado a decir:

– Solicito la indulgencia del tribunal, pese a comprender la difícil situación en que se encuentra mi defendido. Hay que mantener la disciplina, prescindiendo de los sentimientos humanitarios.

La historia del joven cazador alpino era clara, por lo menos, desde el punto de vista de la jurisdicción militar.

El joven soldado, intranquilo, no podía permanecer quieto Tenía miedo.

El Oberfeldwebelcon cara de perro dogo que estaba a su lado, le lanzó una mirada reprobadora. El muchacho se retorció las manos y experimentó un deseo irresistible de gritar, de berrear como un ciervo furioso, en una noche de octubre junto a la pared húmeda del bosque. ¿Por qué no podían ponerse de acuerdo los tres jefes tras la puerta blanca? Pero, si no estaban de acuerdo, existía una probabilidad. Por eso eran tres. Para que todo fuese justo y equitativo.

Pero en la sala 7 nadie podía adivinar lo que hacían los tres hombres de las hombreras trenzadas en la pequeña habitación, y, sin embargo, sus actos eran completamente normales. Humanos y comprensibles. Sencillamente, saboreaban el kirsh del OberkriegsgerichtsratJeckstadt.

El KriegsgerichtsratBurgholz levantó su vaso y empezó a discursear sobre el vino.

Después de apurar dos o tres vasos, decidieron volver a la sala 7. Evidentemente, el caso en sí mismo no representaba nada. Media página en el diario de la audiencia. Un sello. Varias firmas. Nada más.

La puerta blanca se abrió.

El joven se puso pálido. Los espectadores se levantaron rápidamente, sin necesidad de que se lo ordenaran, y permanecieron firmes.

El presidente y sus dos asesores se sentaron tras el escritorio en forma de herradura. Los tres apestaban asquerosamente a alcohol.

– El GefreiterPaul Baum, del 3. erRegimiento de Cazadores alpinos, dieciocho años, soltero -leyó el presidente con voz sorda y monótona-, es condenado a ser fusilado por deserción voluntaria.

El adolescente vaciló, más blanco que un papel.

El enorme Feldwebelle sostuvo.

El presidente prosiguió, impasible:

– Contra esta sentencia no cabe apelación. No puede recomendarse el indulto, el cual queda rechazado anticipadamente La vista ha terminado.

El Oberkriegsgerichtsratterminó la lectura, dobló los papeles, se enjugó ligeramente la frente con un pañuelo perfumado y miró, impasible, al muchacho que tenía delante. Después, sacó otro expediente, acarició el cartón rosado, miro Oberfeldwebelque llevaba sobre el pecho su insignia de gendarme en forma creciente: el caso siguiente. El Estado contra el teniente de la reserva Bernt Ohlsen. Caso número 19.661/M.43H.

Todo iba sobre ruedas. Ningún entorpecimiento. Perfecto orden alemán.

El ObergefreiterStever abrió la puerta del calabozo y le dijo al teniente Ohlsen, con una risitada de aliento:

– Vamos, te toca a ti. Te echan de menos.

– ¿Voy al tribunal? -preguntó suavemente Ohlsen.

Y sintió un vacío en la boca del estómago.

– ¿Creías que ibas a un burdel? Vas a la sala número 7, la de Jackstadt, un bicharraco que se las cargará en cuanto las cosas cambien. Es un puerco, un puerco cebado y gordo.

Bajaron la escalera y emprendieron la marcha por el largo pasillo.

Cerca de la puerta del Tribunal Militar, dos gendarmes se hicieron cargo del teniente Ohlsen. Firmaron el acuse de recibo en el libro negro adornado con el águila dorada.

– Hals-und Beinbruch -dijo, riendo, Stever.

Los gendarmes murmuraron unas palabras incomprensibles y pusieron las esposas al teniente Ohlsen. Dos carceleros por detenido. Era el reglamento.

El ruido de las botas claveteadas resonó en el largo túnel. Poco antes de llegar al tribunal, se cruzaron con el Gefreitercondenado. Gritaba y forcejeaba. Sólo era un chiquillo. Dieciocho años.

– A ver si te calmas de una vez -dijo uno de los gendarmes con voz amenazadora.

– No te servirá de nada. Todo terminará pronto. A mí ya ni me causa efecto. Cada día veo lo mismo. Y a todas nos ocurrirá tarde o temprano. Tal vez Jesús te espere y estarás mucho mejor allá arriba que aquí en la Tierra.

– ¡No quiero! -chilló el muchacho forcejeando con sus esposas-. Virgen María, madre de Dios, ayúdame. ¡No quieto morir!

Le brillaban los ojos. Vio al teniente Ohlsen como a través de una neblina.

– ¡Mi teniente, ayúdeme! Quieren fusilarme. Dicen que debo morir. Sólo me marché dos días de mi Regimiento. Quiero ir a un Regimiento disciplinario. Haré cualquier cosa. Estoy dispuesto a pilotar un «Stuka». ¡Heil Hitler! ¡Heil Hitler! Haré lo que sea, pero dejadme vivir.

Intentó liberarse. Luchó desesperadamente. Consiguió derribar a un gendarme. Los tres rodaron por el suelo.

– ¡Soy un buen nacionalsocialista! ¡Quiero vivir! ¡Quiero vivir! ¡He pertenecido a las juventudes hitlerianas! ¡Heil Hitler! ¡Quiero vivir!

El grito se extinguió. La última palabra que pudo pronunciar fue «mamá». Esa palabra que ha hecho vibrar tantos cadalsos y prisioneros en la historia del hombre. Después perdió el sentido. Los cazadores de hombres del Ejército habían realizado su trabajo. Arrastraron tras de ellos el cuerpo desarticulado, tirando de él por las caderas. Uno de ellos gruño entre dientes:

– Este novato nos ha podido. Merece una reprimenda ¡Tanta comedia porque le espera una bala!

El teniente Ohlsen se detuvo un momento y contempló al muchacho inconsciente.

– ¡Adelante! -gruñó uno de sus guardianes, tirando de la cadena-. ¡Vamos, en marcha!

– ¡Pobre pequeño! -murmuró el teniente Ohlsen-. No es más que un chiquillo.

– Lo bastante mayor para desertar -gruñó el gendarme, que llevaba la insignia de los cazadores de hombres-. Lo bastante mayor para comprender lo que esto cuesta. Si le indultaran, todos echarían a correr.

– ¿Tiene usted hijos, Oberfeldwebel?-preguntó el teniente Ohlsen.

– Cuatro. Tres, en las juventudes hitlerianas y uno en el frente. Regimiento SS «Das Reich».

– Confiemos en que algún día no liquiden de esta manera a su hijo, el que está en el «Das Reich».

– Esto no ocurrirá, mi teniente -replicó riendo el gendarme, seguro de sí mismo-. Mi hijo es SS Untersturmführer.No será ejecutado.

El teniente Ohlsen se encogió de hombros.

– Esto depende, sobre todo, de lo que pueda suceder.

– ¿A qué se refiere usted? -preguntó el otro guardián, aguzando el oído.

– A nada -murmuró el teniente Ohlsen-. Me dan lástima estos pobres chiquillos.

– No piense en los demás -contestó el que tenía cuatro hijos-. Más vale que guarde su piedad para usted mismo

Dio una palmada a su pistolera, volvió a ponerse el casco y acarició su brillante insignia de cazador de hombres.

– Bueno, y ahora, ¡cállese!

El teniente Ohlsen entró en la sala con una expresión completamente tranquila. Se presentó ante los jueces como se le había enseñado en la 3.ª Escuela Militar de Dresden.

El presidente indinó la cabeza con benevolencia, y murmuró:

– Siéntese.

Ojeó apresuradamente sus papeles e hizo un ademán al acusador. La máquina judicial podía ponerse en marcha. El engranaje empezó a girar, reglamentariamente.

– Teniente -empezó a decir el doctor Beckmann-, supongo que no tendrá intención de declararse culpable de lo que figura en el acto de acusación del RSHA, ¿no es verdad?

El teniente Ohlsen contempló el suelo. El suelo reluciente. Miró, lentamente, a los tres jueces, que permanecían sentados con los ojos llenos de sueño. El presidente lo dominaba todo desde su elevado sillón rojo. Seguía con interés los movimientos de una mosca en la lámpara. Un tábano. No era una mosca ordinaria, sino una de esas que chupan la sangre de los animales domésticos y de los hombres. Gris y de feo aspecto, pero una hermosa mosca, desde el punto de vista del coleccionista de insectos.

El teniente Ohlsen miró al fiscal.

– Herr Oberkriegsgerichtsrat,he firmado mi confesión ante la policía secreta, y, por lo tanto, creo que su pregunta es superflua.

Los labios delgados y sin color del doctor Beckmann se crisparon en una sarcástica sonrisa. Acarició los documentos que tenía delante.

– Puede confiar en mí en cuanto a la utilidad de una pregunta. De momento, dejaremos de lado lo que se le reprocha en el acta de acusación.

El diminuto abogado se volvió hacia los jueces y prosiguió con voz sonora:

– En nombre del Führer y del pueblo alemán, añado a las acusaciones contra el teniente Bernt Ohlsen las de deserción y de cobardía durante el combate.

Sorprendidos, los tres jueces levantaron la cabeza. El presidente dejó de interesarse por la mosca.

Las venas de las sienes del teniente Ohlsen estuvieron a Punto de estallar. Se levantó de un salto.

– ¿Deserción? ¿Cobardía en el combate? ¡Es mentira!

El doctor Beckmann sonrió condescendientemente, mientras agitaba un papel. Era el prototipo del pequeño burgués que siempre lleva el color del partido que manda.

– Su respuesta no me sorprende.

Es lo que esperaba, doctor Beckmann saboreaba las palabras. Era la clase de asunto que le gustaba. Ataques sorprendentes, desconcertantes.

– En mi vida he pensado en la deserción, Herr Oberkriegsgerichtsrat.

El doctor Beckmann asintió con la cabeza. Se sentía tan firme como el peñón de Gibraltar.

– Ahora lo veremos. Precisamente estamos aquí para demostrar estas acusaciones, o para desmentirlas. Si consigue usted probar que mis acusaciones son falsas, podrá salir libre de esta sala.

– ¿Libre? -murmuró el teniente Ohlsen.

Miró hacia la puerta que había detrás de los bancos del público y pensó: «Nadie es libre en el Tercer Reich. Todo el mundo es prisionero. Desde el recién nacido hasta el viejo en su lecho de muerte.»

– En caso contrario -gruñó malévolamente el doctor Beckmann, inclinándose amenazador sobre su mesa-, ya sal lo que le espera.

El teniente Ohlsen sabía lo que le esperaba.

El presidente asintió con la cabeza.

El doctor Beckmann se volvió hacia los jueces.

– Con el permiso de este tribunal, prescindiremos del acta de acusación original, para formular nuevos cargos contra el acusado, sin instrucción preliminar. Hasta esta mañana no he recibido estos documentos, procedentes del servicio especial de la policía secreta. Estos documentos son claros, y un breve interrogatorio del acusado convencerá al tribunal de la inutilidad de una instrucción previa.

El presidente volvió a asentir.

– Permiso concedido. El tribunal prescinde de una instrucción previa.

– Teniente, el 2 de febrero de 1942 estaba usted al mando de la 5.ª Compañía del 2.° Regimiento de Tanques. ¿Es cierto?

– Sí.

El doctor Beckmann sonrió, seguro del resultado.

– ¿Quiere explicar al tribunal dónde combatía usted?

– No lo recuerdo con exactitud. -El teniente Ohlsen reflexionó. Contempló la gran fotografía de Hitler, que colgaba detrás del juez. El Führer en uniforme de gala verde, diseñado por él mismo, que debía ser una imagen de su sencillez-. Supongo que era cerca del recodo del Dniéper, pero no podría asegurarlo con exactitud. He combatido en tantos sitios…

El doctor Beckmann golpeó triunfalmente su mesa.

– El recodo del Dniéper. Exacto. Su División había sido situada en la zona del Wjasma Rshew. Había recibido usted la orden de que su Compañía ocupara una posición cerca de Olenin, al oeste de Rshew. ¿Lo recuerda?

– Sí. Nuestra División estaba a punto de ser cercada. Las Divisiones 19.ª y 26.ª de Caballería rusas nos habían desbordado por el Sur. Por el Norte, atacaba la 822.ª División Especial Blindada Rusa.

– Gracias, gracias -terció el doctor Beckmann-. No nos interesa saber lo que hacían los rusos. Su División Blindada existe aún. Y, por lo tanto, todas sus explicaciones no son más que habladurías. -Dirigió una mirada hacia los bancos del público, llenos a rebosar de oficiales en potencia-: Una División Blindada alemana no puede ser cercada por los soviéticos, que son una raza inferior. Esto no puede ocurrir.

Se escucharon murmullos en el auditorio.

– ¡Silencio! -rugió el presidente, golpeando su pupitre.

– ¿Recuerda usted bien la región de Olenin, teniente?

– Sí -contestó son sequedad el teniente Ohlsen.

– Usted había recibido orden verbal de un comandante, el coronel Von Lindenau, de ocupar las posiciones cerca de Olenin, porque en dicha región se había producido una brecha. La brecha estaba exactamente a lo largo de la vía férrea, a dos kilómetros de Olenin.

– ¿Qué vía férrea? -preguntó uno de los jueces.

No era que aquello le interesara ni que tuviese la menor importancia, pero consideró que debía hacer una pregunta.

– ¿Qué vía férrea? -repitió el doctor Beckmann, sorprendido. Rebuscó entre sus papeles, furioso, y murmuró de nuevo-: ¿Qué vía férrea?

El teniente Ohlsen contemplaba tranquilamente su búsqueda.

– Era la línea Rshew-Nelidowo.

– ¡Responda cuando se le interrogue! -gritó el doctor Beckmann, irritado-. Aquí lo sabemos todo perfectamente. El señor juez me ha preguntado a mí, no a usted. Se volvió hacia los jueces y se inclinó servilmente. -Se trata de la vía férrea Rshew-Nelidowo. Una línea secundaria.

El teniente Ohlsen consideró que debía rectificar al doctor Beckmann. Se levantó.

– Me permito hacerle observar que no se trata de una línea secundaria, sino de la línea de vía doble Moscú-Riga.

Un ligero rubor coloreó el rostro del doctor Beckmann, Excitado, vociferó:

– ¡Conteste cuando se le interrogue! ¡Ya se lo he advertido una vez!

– El juez ha hecho una pregunta -se defendió el teniente Ohlsen.

– El señor juez me ha hecho una pregunta a mí y no a usted -gritó el doctor Beckmann-. Y a nuestros ojos es una línea secundaria.

– Entonces es una gran línea secundaria, de unos mil kilómetros de longitud -contestó vagamente el teniente Ohlsen.

– Esto no nos interesa -replicó el doctor Beckmann, dando un golpe sobre sus documentos-. Cuando digo que es una línea secundaria, lo es. Estamos en Alemania, y no en los pantanos soviéticos. Aquí tenemos conceptos distintos. Pero prescindamos de este maldito ferrocarril. Así, pues, usted había recibido orden de su comandante de ocupar una posición al este de Olenin, y la orden decía que nada, nada en absoluto, ni Dios, ni el diablo, ni el Ejército rojo en masa, debía hacerle abandonar aquella posición. Debía usted permanecer cerca de Olenin y asegurar sus líneas por ambos lados y por la vanguardia. ¿Se trataba de eso? -gritó, señalando al teniente Ohlsen con un cuidado dedo acusador.

El teniente Ohlsen murmuró algo incomprensible.

– ¿Sí o no? -gritó el Oberkriegsgerichtsratdoctor Beckmann.

– Sí.

El doctor Beckmann estaba radiante.

– Por lo tanto, estamos de acuerdo respecto a la orden que le dio su coronel, y podemos proseguir para que el tribunal pueda darse cuenta de su tremenda cobardía. Su compañía luchaba como Infantería. Usted no mandaba una Compañía ordinaria, sino una muy reforzada. Puede usted corregirme si esto no es exacto. De acuerdo con la orden escrita, se le concedió adicionalmente una Sección de Cazadores de Tanques armada con cañones anticarros de 75 milímetros y una Sección de Zapadores Lanzallamas con material pesado. Pero usted mismo no puede explicar al tribunal cuáles eran los efectivos de su Compañía al ocupar aquella posición cerca de Olenin.

– Sí -repuso el teniente Ohlsen, mientras se ponía en pie-. Mi Compañía constaba de doscientos cincuenta hombres, de veinticuatro cazadores de carros y de veinte lanzallamas.

– Una Compañía de aproximadamente trescientos hombres -prosiguió el doctor Beckmann-. Creo que muy bien se la puede considerar reforzada. Pero, háblenos de su armamento.

El teniente Ohlsen inspiró profundamente. Comprendía ya lo que deseaba el cazador de hombres. Miró al presidente, que jugueteaba con su lápiz y se aburría. Dibujaba monstruos prehistóricos en su secante.

– Mí Compañía estaba armada con dos cañones antitanques de 75 milímetros, dos lanzallamas de ochenta milímetros, tres lanzagranadas de cincuenta milímetros, de origen ruso, dos ametralladoras pesadas, seis ametralladoras ligeras, cuatro lanzallamas pesados y cuatro ligeros. Todos los jefes de grupo y de sección tenían pistolas ametralladoras. Además, teníamos las armas ordinarias de las Zapadores, como minas y cosas por el estilo.

El doctor Beckmann asintió con la cabeza.

– Su memoria es notable. Este era exactamente el armamento de su compañía reforzada. Sólo me queda añadir que su provisión de pistolas automáticas era excepcional. Tenía usted ciento veinte piezas, y pese a este enorme armamento, dio usted pruebas de cobardía.

– Esto no es cierto -murmuró el teniente Ohlsen con tono apenas audible.

El doctor Beckmann sonrió.

– El único que miente aquí es usted. ¿Quién dio a la Compañía la orden de retirarse? ¿Uno de sus suboficiales? ¿Uno de sus hombres? No, usted, el jefe de la Compañía.

– Mi Compañía estaba ya aniquilada -gritó, con desesperación, el teniente Ohlsen.

– ¿Aniquilada? -replicó el doctor Beckmann-. Tiene usted un extraño concepto de lo que es el aniquilamiento. Incluso un niño sabe que significa que todo está destruido. Pero su presencia aquí demuestra lo contrario. Fijémonos de nuevo en la orden que recibió usted: la posición debía ser mantenida a toda costa.

– ¿Puedo solicitar al señor presidente permiso para explicar lo que ocurrió en aquella posición?

El O berkriegsgerichtsratdoctor Jeckstadt tenía hambre, Todos aquellos legalismos le aburrían. Había demasiados casos. ¡Y todos tan triviales…! Eran asuntos que hubiesen debido solucionarse por vía administrativa. Consultó su reloj de oro. Era la una. Tampoco aquel día llegaría a su casa antes de las tres. Además, aquella noche tenía bridge. ¡Al diablo con aquel teniente! Y Beckmann, el muy estúpido, también hubiera podido expresarse más brevemente. De sobra sabía cómo terminaría el caso. Entonces, ¿a qué tanta comedia?

– Explíquese -rezongó-. Pero sea breve.

– Después de cuatro días y cuatro noches de combates ininterrumpidos con Secciones rusas de Cazadores y Caballería -empezó el teniente Ohlsen-, mi Compañía reforzada de unos trescientos hombres, quedó reducida a diecisiete. Todas mis armas pesadas fueron destruidas. Casi no quedaban municiones. Sólo funcionaban dos ametralladoras ligeras. Todos los cartuchos que quedaban debían ser reservados para esas ametralladoras. Hubiésemos sido aplastados. Luchábamos en una proporción de uno contra quinientos. Delante y detrás de nosotros había fuego intenso de granadas. En todo el territorio, fuego graneado de armas automáticas. Toda prosecución del combate debía ser considerada como obra de un loco.

– Su hipótesis es interesante -interrumpió el doctor Beckmann-. Estudiémosla con calma. El orden del día del Führer Adolph Hitler para las tropas de las zonas de Djasma era luchar hasta el último hombre y el último cartucho para impedir el avance de los soviéticos. Y usted, un sencillo teniente, ¿llama a eso la obra de un loco? ¿Usted que, con engaños, se introdujo en la Escuela Militar para llenar de oprobio a la oficialidad alemana? -Su voz se convirtió en un grito furioso-. ¿Se atreve usted a insinuar que nuestro Führer, que goza de la protección de Dios, está loco? En otras palabras, ¿que es un imbécil, un alienado?

El teniente Ohlsen contempló con calma al fiscal que gritaba, que se excitaba hasta un grado insospechado, con fanatismo. Así le habían conocido los jóvenes estudiantes, antes de la guerra, cuando enseñaba en la Universidad de Bonn. Se quitó las gafas con montura de oro, y las limpió.

– Herr Oberkriegsgerichtsrat-dijo tranquilamente el teniente Ohlsen-, al hablar de la obra de un loco, no pensaba en el Führer, sino en mí mismo. Hubiese sido una locura proseguir la lucha. Nuestra situación había cambiado por completo desde el momento en que había recibido la orden de ocupar aquella posición. Las columnas de tanques rusos estaban muy a retaguardia nuestra.

– ¡Esto no nos interesa! -gritó el doctor Beckmann-. No queremos oír hablar de las columnas de tanques ruso. Usted tenía orden de combatir hasta el último hombre. Y no lo hizo ¿Por qué no estableció contacto con su Regimiento?

– No encontramos el Regimiento hasta tres días después haber abandonado nuestra posición.

– Gracias -interrumpió el presidente-. Creo que ya hemos escuchado lo suficiente. El acusado confiesa haber dado la orden de abandonar las posiciones cerca de Olenin. El Führer ha dicho claramente: «El soldado alemán permanece allí donde está» La acusación de cobardía y de deserción está clara. -Miró al teniente Ohlsen con aire inquisidor y goleó la mesa con su lápiz-. ¿Tiene algo que añadir?

– Herr Oberkriegsgerichtsrat,por mi documentación verá que he obtenido varias condecoraciones por actos de valor. Esto debe constituir una prueba de que no soy cobarde. En aquella posición cerca de Olenin, no me preocupé de mí mismo, pero alrededor, en la nieve, había doscientos setenta camaradas muertos. Varios se habían suicidado por temor a caer heridos en manos de los rusos. Sólo diecinueve vivían aún, y todos ellos estaban heridos. Nuestros suministros se habían agotado. Comimos nieve para engañar el hambre. La mitad de los hombres debía apoyarse en un camarada para andar. Un tercio sufría congelaciones graves a causa del intenso frío. Ya mismo estaba herido en tres lugares distintos. En consideración a mis hombres supervivientes, di la orden de repliegue. Destruimos todas las armas abandonadas. Nada utilizable cayó en manos de los rusos. Hicimos volar la vía férrea en varios lugares. Plantamos campos de minas para retrasar el avance del enemigo.

– Es un verdadero cuento -dijo el doctor Beckmann con sonrisa sarcástica-. Pero esto no justifica su crimen: sabotaje del mando, deserción y cobardía.

El teniente Ohlsen miró desesperadamente a su alrededor. Era como si pidiera auxilio a las paredes de aquel local, frío y sin piedad. Entonces, abandonó la partida. Se dejó caer pesadamente en el banquillo. Le faltaba valor para proseguir. Comprendía perfectamente que todo había terminado. En el ultima banco de los auditores acababa de descubrir a un hombrecillo delgado, vestido de negro, con un clavel rojo en el ojal. El Bello Paul,el KriminalratPaul Bielert, había acudido para asegurarse de que el tribunal realizaba correctamente su trabajo.

El presidente, el doctor Jeckstadt, también se había fijado en aquel hombrecillo vestido como si tuviera que asistir a un entierro. Tras las gafas oscuras, los helados ojos azules barrían el local como los haces de un radar. Estaba sentado y fumaba, indiferente a todos los letreros en los que se prohibía fumar. El doctor Jeckstadt estuvo a punto de echarse a gritar Aquel fumador insolente le llenaba de rabia. Pero uno de sus asesores le indicó quién era aquel sujeto. Por lo tanto, decidió callarse.


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