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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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Después, se había vuelto hacia Hermanito, y había añadido:

– Será mejor que vayamos a ver al capellán, a confesarnos. Ahora, el viejo jefe de Batallón, Stuber, pasaría a ser, sin duda, jefe de la 51.ª. Le faltaba estatura para mandar a aquellos muchachos; ni sospechaba lo que eran. Pero estaba obligado a aceptar un mando en el frente. Necesitaba el suplemento de paga para satisfacer a su esposa, llena de ambiciones. Quería muebles bonitos, alfombras caras. No podía ser menos que la mujer del comandante. Quería una criada como la mujer del comandante de la guarnición. Y le gustaba mucho recibir.

El jefe del Batallón, Stuber, había suplicado al coronel Hinka que le concediese un mando en el frente. El coronel había contestado con evasivas. Sabía que Stuber no era apto para el servicio en el frente. Pero, por último, exasperado, lo había prometido. Y ahora la 51.ª Compañía era libre. La compañía más dura de todo el Ejército alemán. La llamaban «la Compañía del diablo». Todo el Cuerpo de oficiales conocía a los tiradores escogidos de la Compañía: Porta, el legionario, Barcelona y Hermanito.También conocía a los lanzadores de granadas, Steiner, Julius Heide y Sven, que alcanzaban el blanco a ochenta metros de distancia. A aquellos hombres les era muy fácil liquidar a un indeseable. Había ocurrido ya muchas veces, sin que nadie hubiese podido demostrarlo. Asesinato, decían algunos. Defensa propia, aseguraban otros. El legionario había dicho una vez:

– Participamos en una guerra en la que sólo luchamos por nuestra propia vida. Matamos y maltratamos a hombres de otras naciones contra los que no tenemos nada, camaradas como los nuestros. El enemigo está entre los nuestros.

Nadie había contestado. Lo que había dicho era tan cierto, tan absurdo…

El consejero criminal Paul Bielert cogió el documento firmado, ofreció uno de sus cigarros brasileños al teniente Ohlsen, y dijo secamente:

– Bueno, ya está hecho.

El teniente Ohlsen no contestó. Ya no había gran cosa que decir. Hubiese podido retrasar el asunto, negar; pero el resultado final hubiese sido el mismo. Para la Gestapo, lo único que contaba era la confesión y el juicio.

Diez minutos más tarde, dos SD Unterscharführerentraron en el despacho. Uno de ellos apoyó pesadamente una mano en el hombro del teniente Ohlsen, y dijo con voz alegre:

– Vamos a dar un paseíto en automóvil, mi teniente, y os gustaría que nos acompañara.

Se reían. Aquel SD Unterscharführersiempre decía: «No hay que ser brutal si se puede ser amable.» Tiempo atrás cuando su Sección había sido designada como pelotón de ejecución, había dicho a una mujer doctora mientras le anudaba una venda sobre los ojos:

– Sólo le pongo una cortina delante de los faros, querida señora, porque no todo es agradable de ver. Imagine que jugamos a la gallina ciega.

Todo el pelotón se retorció de risa. Desde aquel día, llamaban a las ejecuciones «la gallina ciega».

El UnterscharführerBock era así. Ahora estaba sentado junto al chofer, y explicaba, como un guía, todo lo que veía. Pasaban por la Mönckebergstrasse, atravesaban la plaza Adolph Hitler. A causa de los bombardeos se veían obligados a dar un rodeo y pasar por el Alster, donde cruzaron ante el hotel «Vier Jahreszeiten». Allí, Bock sintió la necesidad de decir:

– Todos esos hijos de papá se lo están pasando bomba, en espera de que perdamos la guerra; pero pronto iremos a desenmascararlos.

Después atravesaron Gansemarkat, cogieron por la Zeughausallee y bordearon la Reeperbahn. Estaba lleno de gente alegre que iba de una tasca a la otra.

– Si no tuviéramos tanta prisa -dijo Bock– habríamos podido soplarnos una botella de cerveza.

En la Kleine Maria Strasse había una larga cola.

– Acabamos de instalar veinte putas nuevas -explicó Bock-. Parece que esta pandilla de toros quiere probarlas. Y aún hay quien dice que en el Tercer Reich no hay servicios organizados. Mi teniente, ¿ha reflexionado alguna vez en lo que representa exactamente el nacionalsocialismo?

Como el teniente Ohlsen no respondiera a esta pregunta de máxima actualidad, el otro prosiguió:

– La mejor forma de comunismo.

– ¿Cómo se las arregla para llegar a esta conclusión? -preguntó el teniente Ohlsen, sorprendido.

Bock se rió, halagado.

– Somos nacionalcomunistas que quieren convertir a todas las demás naciones en países alemanes, a condición, desde luego, de que sus habitantes tengan la nariz recta. En Rusia, evidentemente, también son comunistas, pero no se interesan en convertir en rusos a los demás. Te pegan un coscorrón y después te dicen: «Ahora eres bolchevique, y lo que yo pienso lo pensarás tú también.» Nosotros dejamos tranquilos a los hombres con sotana, no les obligamos a llevar la cruz gamada. En Rusia, les ahorcan. En el fondo, hay ciertas cosas que me gustan en los tipos de Moscú. Nosotros somos demasiado blandos. Esa pandilla del Papa amenaza con vencernos Son más fuertes de lo que pensamos, y si no vigilamos, aún lo serán más A la gente le gusta el confesionario y todas esas zarandajas. Personalmente, sabré mantenerme apartado.

– ¿Tantas cosas tiene sobre la conciencia? -preguntó el teniente Ohlsen con suavidad.

Bock miraba hacia la Königin Allee; la gran iglesia estaba en ruinas.

– No me asusta nada. Solamente he obedecido, y seguiré haciéndolo. Y me importa un bledo quién me da las órdenes.

– Hablas demasiado -gruñó el chofer-. Lo que has dicho sobre el comunismo no está bien.

– ¿Acaso no es cierto? -protestó Bock.

– No lo sé. Solamente soy un Unterscharführer,y esto me basta.

Se detuvieron ante el edificio del Estado Mayor, y entraron lentamente, en primera, después de atravesar la cancela. La puerta chirrió. Hacía mucho tiempo que no la habían engrasado.

– ¿De dónde y adonde? -preguntó el centinela, asomando la cabeza por la portezuela.

– Gestapo IV-2-a, Stadthausbrücke, 8 -ladró el chofer-. Transporte a la cárcel de la guarnición.

– La orden de ruta -pidió el centinela.

Verificó las tres personas, examinó un momento al teniente Ohlsen. «Estás listo -pensó-. Es tu último paseo sobre almohadones blandos. La próxima vez, irás en carreta, con doce hombres.» Se colocó ante el vehículo, para controlar la matrícula. Saludó resueltamente al oficial prisionero.

El gran «Mercedes» siguió adelante por el cuartel. Un letrero indicaba la velocidad: tope máximo, 20 kilómetros por hora.

El teniente Ohlsen se fijó en un grupo de oficiales con guerreras blancas que ascendían por la ancha escalinata que llevaba al casino. Conocía el casino de los oficiales del cuartel de Caballería, el mejor de toda la región militar.

El automóvil avanzaba lentamente por la gran plaza de armas, donde millares de reclutas, dragones y ulanos habían levantado ingentes cantidades de polvo desde que el emperador había inaugurado el cuartel, en 1896. Bordearon las cuadras, que servían de garajes y almacenes. Hacía tiempo que los fogosos caballos habían desaparecido.

Después, se detuvieron bruscamente ante la cárcel de la guarnición.

– Ya hemos llegado -dijo Bock, riendo satisfecho-. Un baño refrescante y una cama calentita esperan en cada habitación individual. Aquí la divisa es: todo para el cliente. Todas las puertas están cerradas para que no se cuele ningún fantasma.

– ¡Cuántas tonterías dices! -gruñó el chofer.

– Pero yo no soy ladrón -replicó Bock, riendo.

– ¿Qué quieres decir -preguntó el chofer, entornando sus astutos ojillos.

– Prueba de adivinarlo por tres veces -repuso Bock, con una expresiva sonrisa.

El chofer murmuró unas frases incomprensibles.

Dentro de la cárcel, sonó una campana. Se oyó el ruido de unas botas claveteadas. Unas llaves tintinearon siniestramente.

Un O bergefreiterde Caballería abrió la portezuela de hierro.

– Entrega de un detenido preventivo del 27.° Regimiento Blindado, por la Gestapo IV-2-a, Hamburgo -ladró el UnterscharführerBock.

El Obergefreitermovió la cabeza sin decir palabra y firmó e! recibo del teniente Ohlsen, como si se tratara de un objeto cualquiera.

– ¿Es un candidato al hacha? -preguntó cuando devolvió los recibos firmados.

– Nunca se sabe -replicó Bock, riendo.

Tres brazos se levantaron para saludar. Después, Bock y el Obergefreiterse estrecharon la mano mientras decían «¡mierda!»

El teniente Ohlsen quedaba completamente aparte. Estaba vivo y, sin embargo, había muerto ya.

– ¡De frente, marchen! -ordenó el cabo primero-. Segundo a la izquierda. ¡Al paso! Uno, dos, uno, dos. ¿Nunca ha hecho la instrucción? Dos a la izquierda, adelante. ¡Alto! ¡Derecha!

Abrió una puerta y ordenó al teniente Ohlsen que entrara en una oficina, donde un Stabsfeldwebelde Artillería estaba instalado tras un escritorio de madera de pino. Era un tipo musculoso, calvo, de aspecto malévolo. En su pecho colgaban las Cruces de Hierro de primera y de segunda clase.

El Stabsfeldwebelse lo tomó con calma. Examinó con lentitud los papeles del teniente Ohlsen. Como un gorila cansado, se puso en pie frente a él. Entornaba sus ojillos amarillentos. Las cejas, de color castaño claro, le hacían parecerse a un cerdo. En el cuartel le llamaban el Verraco.

Enarcó una ceja, se lamió los labios, eliminó un pedacito de carne de entre los dientes y se balanceó para hacer crujir sus altas botas de Artillería.

– Criminal de Estado -dijo-. Criminal de Estado. Mostraba un tono despectivo-. No ha birlado nada. Lamentable, muy lamentable. Los verdaderos criminales son preferibles a vosotros, los del apartado 91. Se puede confiar en los verdes, pero no en vosotros, los rojos. Incluso prefiero a los amarillos. Se pasan el día pegados a la Biblia, es cierto, pero acaban por capitular. No son idiotas como vosotros, los rojos. Vosotros lucháis contra molinos de viento. Tratad de meteros esto en vuestras cabezotas. Escuche bien, prisionero: vacíe los bolsillos y no se olvide de los escondrijos secretos. Abra el agujero del culo y ponga todas sus cosas aquí, sobre mi mesa. De derecha a izquierda, y en línea recta, señor. Utilice el borde de la mesa como regla. Dos dedos entre cada objeto. El encendedor y las cerillas, a la derecha. El dinero, en el extremo izquierdo. Y a toda prisa, que estamos en guerra y no tenemos tiempo que perder con los criminales de Estado.

El teniente Ohlsen contemplaba todos sus bienes sobre la mesa del Stabsfeldwebelencendedor, estilográfica, reloj, pipa, agenda y todo lo que un hombre suele llevar en los bolsillos. Completamente a la izquierda, 32 marcos y 67 pfennigs. Lamentaba no haber enviado este dinero a su hijo, en el campo.

Todos los objetos fueron anotados concienzudamente en e! inventario. Ataron una etiqueta a cada artículo, lo que para ciertos objetos, como la lima de las uñas y el encendedor, ofrecía bastantes dificultades.

– ¿A quién se le ocurre ir por el mundo con esas cosas? -rezongó el Verraco,mientras trataba de atarlas.

Por último, vio la estrella roja sobre la cartera del teniente Ohlsen. La escarapela de un comisario ruso: un recuerdo de Kharkov.

– No puede conservar esas cosas -decidió el Verraco.

Y arrancó la estrella roja, la echó al suelo y la pisoteó.

Incluso las pesadas espuelas de sus botas parecían tintinear llenas de ardor mientras procedía a la destrucción.

– Se lucha contra ellos y sé les aniquila.

Al ArtilleriestabsfelwebelStahlschmidt le gustaba su trabajo. Sabía que le llamaban el Verraco,pero nadie se había atrevido a decírselo cara a cara. ¡Qué Dios y el diablo protegieran a quien lo hiciese! Llevaba casi quince años en la cárcel de la guarnición de Altona. Varias cintitas de colores colgaban de su pecho: la Medalla al Mérito y recompensas por servicios prestados en la prisión. Durante la Primera Guerra Mundial había sido herido ligeramente en la batalla del Sorna Un granadero británico le había clavado un pedacito de bayoneta en el muslo izquierdo. El grito que lanzó el Verracose había oído a kilómetros de distancia. Durante la convalecencia había conseguido obtener el cargo de ayudante de la prisión de campaña de la 31.ª División de Infantería, en Mons. Más tarde, se las había arreglado para permanecer en el servicio de las prisiones militares. Después de haber servido varios meses como soldado a las órdenes del FreikorpsgeneralVon Lüttwitz, en 1920 había pasado a ser ayudante en la prisión civil de Hannover. Esta vida civil sólo había durado nueve meses. Luego, había entrado en la Reichswehr. Se había encontrado como pez en el agua en medio de aquel ejército de cien mil hombres, donde se llevaron a cabo las maquinaciones susceptibles de dar paso a Hitler. Sin aquel ejército, a los nazis les hubiera sido imposible crear la Wehrmacht.

La Reichwehr ha hecho todo lo posible para demostrar su inocencia. Nunca lo consiguió. Nombraron a el Verracojefe de la cárcel de la guarnición de Celle, una cárcel pequeña y simpática. Allí asesinó a su primer prisionero. Fue algo torpe y, el asunto estuvo a punto de terminar mal. La manera como había conseguido salvar la piel seguía siendo un enigma. Un teniente se había interesado de manera especial en aquel caso. Pero, hecho curioso, aquel mismo teniente murió accidentalmente en el camino que conducía al cuartel de Bergen, frente al lugar donde, años más tarde, se instaló un campo de concentración.

Tres años después, el Verracohabía sido ascendido a Oberfeldwebely se había instalado en la cárcel de la guarnición Hamburgo-Altona. La Wehrmacht de Hitler le había sacado de allí. Representaba para ella una preciosa herencia, extremadamente útil, de la arrogante Reichswehr, que podía enorgullecerse de otros personajes, tales como los mariscales Paulus y Keitel, sin olvidar al SS ObergruppenführerBerger, comandante de la Sección SS de trabajadores civiles, compuesta de prisioneros Kz [30]. El Verracose había convertido en Hauptfeldwebel yse sentía todopoderoso.

En 1940, la Wehrmacht le había ascendido a Stabsfeldwebel, el grado mas alto a que podía llegar. El Verracopermanecía sentado al fondo de su cárcel, como una araña que acecha a sus presas. Apenas salía. Algunos aseguraban que temía encontrarse con antiguos prisioneros. Otros, que si veía el sol se moría. Sentía un odio feroz hacia todos los oficiales. Ese odio provenía de que un día del mes de agosto de 1940, al asomar de su escondrijo, había tropezado con un teniente de diecinueve años que no había quedado satisfecho de su saludo. El joven había hecho pasar al Stabsfeldwebelde cincuenta y dos años por todos los obstáculos del terreno de entrenamientos, hasta perder ocho kilos y medio.

El Verracohabía jurado vengarse con todos los oficiales eme cayeran en sus garras, y cumplía su promesa.

Ahora, el teniente Ohlsen permanecía erguido ante el Verraco,a su merced. Todas sus pertenencias habían sido registradas y colocadas dentro de la bolsita blanca que se colgaría de un clavo, en la parte exterior de la puerta de su celda.

Se pasó a la indumentaria. Era el momento que el Verracoprefería. Hizo chasquear la lengua, gruñó de satisfacción, se secó las manos húmedas en sus pantalones de montar. Con los ojillos entornados observaba fijamente al teniente Ohlsen y decidió que era un flojo que no se atrevería a protestar. Mas, por otra parte, nunca se sabía. Había que tener habilidad para provocar los incidentes. Lo esencial era conseguir que el prisionero empezara a gritar; después, era sencillo hacerle perder la calma hasta el punto de que empezara a golpear. Entonces, el Verracopodía pasar a la contraofensiva. El ObergefreiterStever era un testigo complaciente. Permanecía en pie ante la puerta, como una roca humana capaz de impedir cualquier tentativa de fuga. El Verracose golpeó las botas con una fusta larga y delgada; estaba pensativo. Tiempo atrás se las había visto con un coronel idiota del 123.° Regimiento de Infantería, acusado de sabotaje en el mando, que se había vuelto completamente histérico al tener que separarse de sus cosas. Aullaba y gritaba, amenazaba y blasfemaba, como le corresponde a un coronel.

El Verracose le había reído en las narices, y había dicho:

– Usted es coronel y comandante de Regimiento. Está lleno de medallas y de quincallería. Tiene un nombre distinguido, procede de la antigua nobleza. Lo sabemos. Pero también es un pedazo de mierda que está fuera de la ley. Si vive lo suficiente, mi coronel, será ejecutado, fusilado por doce tiradores escogidos, y esto, aunque su sangre sea tan azul como el Mediterráneo. Pero tengo el presentimiento de que no vivirá hasta entonces. Estoy seguro de que le recogerán como un montón de basura en uno de nuestros calabozos, para arrojarlo después el estercolero, desde donde le esparcirán como abono en un campo de patatas. Si algún día supiera qué parte del campo ha abonado usted, compraría las patatas y me las comería.

Entonces, el coronel estalló.

El ObergefreiterStever lo empujó por la espalda de modo que el coronel cayó sobre el Verraco,quien inmediatamente le largó un puñetazo en el estómago, al tiempo que gritaba:

– ¡Maldita sea! ¿Se atreve a atacar a un funcionario en servicio?

El coronel brincó por los aires como una granada de 75 milímetros. Consiguió huir al pasillo, galopando con la camisa flotante sobre sus delgadas piernas. No pudo pasar de la reja, a la que se encaramó. Colgaba de ella como un mono, junto al techo, y pedía socorro. Invocaba alternativamente a la Policía y al buen Dios, pero nadie acudió. En cambio, llegaron el Verraco yStever. Le hicieron bajar y lo arreglaron tan bien que consiguieron preferible cerrarle definitivamente la boca. Le mataron de un pistoletazo y lo dispusieron todo para que pareciera un suicidio. Sin embargo, el coronel había suplicado que se le perdonara la vida.

El Buitre(el suboficial Greinert) lo sujetaba mientras el ObergefreiterStever le obligaba a coger la pistola y a apretar el gatillo. El coronel no había dejado de llorar. Daba su palabra de honor de que no diría nada sobre lo ocurrido si le dejaban con vida. Les ofrecía dinero, mucho dinero. El Verracoaún se reía al recordarlo.

¡Poco había faltado para que les ofreciera, además, su mujer y sus hijas!

Después de haberle matado, enviaron un parte al comisario auditor del X Ejército. A Stever estuvo a punto de atragantársele la cerveza, cuando leyó el informe de el Verraco:

INFORME

La Cárcel le Guarnición X/76 ID/233.

Hamburgo-Altona.

28 de agosto de 1941.

Al Comandante General del X Ejército. Hamburgo-Altona.

El detenido, coronel Herbert von Hakenau, se ha apoderado hoy, durante el paseo cotidiano, de la pistola delObergefreiter de servicio, Egon Stever.Obergefreiter del 3. erRegimiento de Caballería. Pese a una intervención inmediata, el detenido ha conseguido apuntar la pístala contra su sien derecha y pegarse un balazo morid. El cuerpo ha sido retirado inmediatamente y depositado en su celda, iras de lo cual se ha llamado al médico.

M. STAHLSCHMIDT.

Haupt-un Stabsfeldwebel.

Habían enviado a buscar un médico para obtener un certificado de defunción. Acudió un médico aspirante, un idiota que no entendía nada. Empujó con la bota izquierda el delgado cuerpo del coronel y le pidió a Stever que le tomara el pulso.

– Está muerto, mi teniente -anunció Stever.

– Eso parece -contestó el aspirante, mientras cogía la estilográfica que el Verracole alargaba.

Con gran alivio de todo el mundo, firmó el certificado de defunción. Como causa de la muerte indicaba suicidio por disparo en la sien derecha. Cráneo roto. Muerte inmediata.

Enterraron al coronel en el cementerio de los criminales. La Gestapo cuidó de ello. Se dio un número a su tumba. Se escribió la palabra «secreto» en todos sus documentos, y se les hizo desaparecer en el gran expediente llamado «gekados». Nadie sería ya capaz de localizar su tumba.

El Verracodescartó estos divertidos pensamiento, se volvió hacia el teniente Ohlsen, y ordenó:

– Quítese la ropa, prisionero. Póngala en dos sillas: la exterior, a la derecha; la interior, a la izquierda. Las botas entre las dos sillas. Orden, por favor.

Acechó un momento al teniente Ohlsen. Con gran decepción por su parte, éste no reaccionó. Aquel teniente de Tanques era un imbécil. No serviría como diversión. Asunto rutinario. Mortalmente aburrido. Permanecería en su celda, sería interrogado, se ceñiría al reglamento. Los tipos del tribunal vendrían a verle y ensuciarían diez páginas con sus tonterías. Una pérdida de tiempo. Lo mismo ocurriría con la sentencia. Con o sin proceso. Con mucha probabilidad, la pena de muerte. Vendrían a buscarle una mañana, hacia las siete. Doce hombres de la guardia. Tipos apuestos, con botas bien lustradas y equipos relucientes. Bromearían para disimular su nerviosismo. Todos querían dárselas de duros, pero se ensuciaban en los calzones de puro miedo. Le cargarían en la carreta de Bremen. Al llegar allí, le sujetarían a un poste, le colgarían un cartón blanco en el pecho. Y un nuevo prisionero ocuparía inmediatamente su calabozo.

El teniente Ohlsen se desvistió con la paciencia de un ángel. El Verracopensó que sería mejor que dijera algo para hacerle ir más de prisa.

– No crea que está en su casa, donde puede emplear varias horas en desnudarse. ¡Vamos, un poco más de rapidez!

Ni siquiera esto consiguió excitar al teniente. El Verracomostró sus dientes amarillos en una sonrisa maligna y pensó para sí: «Espera que te presente al comandante, y ya verás si estás en forma.» Nadie había salido nunca del despacho del comandante sin haber recibido varios porrazos. Miró al prisionero desnudo que tenía delante y, sonriendo, realizó otra tentativa de provocación.

– Prisionero, es usted un montón de mierda. Si pudiera verse en un espejo, se tendría asco. Sin uniforme ni medallas es un cero a la izquierda. Un mico con las rodillas huesudas y los pies vueltos hacia dentro. El más miserable de los reclutas es un valeroso guerrero comparado con usted.

Después de guiñarle un ojo al ObergefreiterStever, dio varias vueltas alrededor del teniente Ohlsen. Parecía un tanque moviéndose sobre el pavimento. El Verracoestaba orgulloso de sumanera de andar.

– Prisionero, diez flexiones de las piernas, los brazos extendidos. Hemos de asegurarnos de que no ha ocultado nada en algún escondrijo indecente. Las palmas de las manos en el suelo, las rodillas extendidas, inclinase hacia delante. Stever, compruebe el agujero del culo.

El ObergefreiterStever se echó a reír y fingió que lo hacía; después, dio un puntapié al teniente Ohlsen. El oficial cayó hacia delante, pero sin ni siquiera rozarle, con gran pesar de el Verraco.Si hubiera ocurrido esto, el Verracohubiese podido darle un buen puntapié en la cara, so pretexto de que el prisionero le había atacado.

Aproximadamente un mes antes, Stever pegó tal patada a un Feldwebelque, al caer, derribó también a el Verraco.Le habían roto tres costillas entre los dos. A continuación, se lo habían entregado a el Buitre,quien, después de dejarlo en el suelo del calabozo, había saltado sobre su vientre desde encima de la mesa. El Feldwebelhabía gritado durante un cuarto de hora largo. Había gritado tanto que despertó a toda la prisión. En aquel momento, había dos locos en el calabozo número 7. Eran dos Gefreiterdel 9.° Regimiento de Artillería. No se sabía con exactitud cómo se habían vuelto locos. Se decía que dos suboficiales habían rebasado un poco los límites de las sanciones disciplinarias. A los dos suboficiales les cambiaron simplemente de Regimiento. Pusieron al maltrecho Feldwebelen el mismo calabozo que los dos locos, entregaron una tabla de la cama a cada uno de ellos y les ordenaron que le pegaran. Los locos se habían echado a reír y habían empezado a golpear al pobre diablo. También él acabó volviéndose loco. Tiempo después, tuvo derecho a una inyección, en calidad de enfermo incurable. También los dos Gefreiterde Artillería, pero aquello no concernía a la cárcel. Era la Sección del doctor Werner Heyde.

El Verracosonrió, satisfecho. Sabía lo que hacía. En la cárcel, era él quien lo decidía todo. El comandante acudía de vez en cuando a realizar una inspección, pero aquello carecía de importancia. El comandante Rottenhaussen callaría. Una investigación a fondo sólo serviría para crearle problemas, con la consecuencia inmediata de su envío al frente del Este. Un nombre en su sano juicio no corta la rama en que está sentado.

– Debe colocar los tirantes y el cinturón en la bolsa -gruñó, indicando el saquito blanco-. Aquí no queremos suicidios. Le encantaría burlar al Tribunal Militar, ¿eh? Dejar sin trabajo a todos nuestros jueces y procuradores militares. ¡Ah, no, prisionero! Procuramos que nuestros clientes no se pierdan nada. Instrucción previa, espera y juicio y, para terminar, lo mejor: las penitenciarías de Torgau o de Glatz Espero que vaya a Glatz. Allí está el coronel Remlinger. Sabe cómo tratar a un tipo como usted. Allí hay una disciplina que haría palidecer incluso al viejo Fritz [31]. Miden con un centímetro si hay la distancia reglamentaria entre las puntas de los pies, cuando están firmes, cada milímetro de diferencia cuesta veinte bastonazos en la espalda. Allí quebrantan a los héroes más duros. Allí hacen bajar las escaleras, desde el cuarto piso, apoyados sólo con las manos. He oído decir que tres prisioneros libertados, uno de los cuales estaba paralítico cuando fue a Glatz, han encontrado trabajo como acróbatas en un circo de fama mundial. Pero, al fin y al cabo, ni siquiera es seguro que vaya usted allí, mi teniente. Tal vez le decapiten. ¿Quién sabe? Quizás el Bello Pauldesee verle bajo el gran cuchillo. Resulta desagradable. Yo prefiero el poste en los terrenos de Luneburgo.

El Verracose acarició la nuca pensativamente.

– Sólo lo vi una vez y tuve bastante. Pero, apresúrese, prisionero, vístase a toda prisa. Aquí no toleramos a los perezosos. Recuérdelo, teniente. Parece usted a punto de dormirse. ¿Piensa, tal vez, que el ObergefreiterStever le explicará un cuento de Andersen? ¿ El patito feo,por ejemplo?

Stever contuvo una risotada.

El teniente Ohlsen se vistió a toda prisa. Ahora que le habían quitado el cinturón, se veía obligado a sostener el pantalón con las manos.

– Aquí debe abrocharse el cuello -ordenó el Verraco-. La corbata está prohibida. No hacemos las cosas a medias.

El teniente Ohlsen dobló silenciosamente las anchas solapas sobre su pecho, abrochó la de encima en el botón de la hombrera y sujetó el cuello de la guerrera.

El Verracoasintió con la cabeza.

– Ya verá, acabaremos por conseguir algo de usted. Muchos oficiales han vuelto a ser verdaderos soldados gracias a nosotros. ¡Levante los brazos! ¡Salte con los pies! ¡Uno, dos, tres!

El teniente Ohlsen saltaba, impasible, y parecía completamente indiferente.

El Verracose turbó. «Debe de estar loco», pensó. Nunca había visto a un oficial que soportara todo aquello. La mayor parte de ellos estallaban en el momento del registro. Los más curtidos resistían hasta los saltos. También Stever estaba sorprendido. No lo comprendía. Aquel teniente debía de ser de madera.

– Boca abajo -ordenó el Verraco-. Treinta vueltas sobre el ombligo.

El teniente Ohlsen obedeció. El teniente Ohlsen dio treinta vueltas sobre sí mismo.

El Verracole pisó los dedos. Ohlsen gimió, pero no mucho, ni siquiera cuando le arrancaron una uña. Le dieron un fusil, una pesada arma belga, y en el pasillo, Stever y el Buitrele hicieron maniobrar bajo la vigilancia de el Verraco.

– De rodillas, preparado -ordenó Stever.

El Buitredio la vuelta alrededor del prisionero arrodillado para comprobar si su posición era correcta; pero quedaron decepcionados. El teniente Ohlsen sabía hacer el ejercicio.

– ¡En pie! -ordenó Stever.

Apenas el teniente Ohlsen se había levantado, con el fusil en posición, la culata pegada al hombro, el codo en ángulo recto, cuando Stever volvió a gritar:

– ¡De bruces! -Y casi en el acto-: ¡De rodillas! ¡Apunten! ¡Alineamiento a la derecha! ¡De bruces! ¡Firmes! ¡Descansen! ¡Firmes! ¡Media vuelta! ¡Saltos sin moverse del sitio! ¡Hop! ¡Hop!

Finalmente, el Buitreconsiguió atrapar al teniente Ohlsen.

– ¡Esta sí que es buena! ¡Un oficial que no sabe manejar las armas!. ¡Y pretende enseñar a los reclutas! ¡A la derecha y firmes, montón de mierda!

El teniente Ohlsen se tambaleó, pero tan poco que hacía falta un elemento de la calaña de el Buitrepara notarlo.

– ¡Se mueve! -aulló el Buitre-. ¡Se mueve en posición de firmes!

El Verracoy Stever se retiraron discretamente a un rincón. No habían visto nada. No sabían nada.

El Buitrese acaloró.

– ¡Maldita sea! El miserable tiembla como un perro mojado… ¡en posición de firmes! ¡Una cosa así me saca de quicio! Un oficial que no sabe obedecer. Montón de basura, ¿es que nunca has leído lo que hay escrito en la puerta de la escuela de reclutas? «Obedece primero, ordena después.» ¡Mantente erguido, simio! Cuando ordeno «!firmes!», te conviertes en una estatua, en una piedra, en un poste, en una montaña.

El teniente Ohlsen vaciló por segunda vez. El Buitreentornó los ojos, se reajustó la funda de la pistola, tiró de su guerrera, se caló bien la gorra. La gorra de artillero, con los cordones de color sangre.

– ¡Maldita sea! -jadeó-. Un sencillo suboficial debe enseñar la disciplina a un oficial.

Mordiéndose los labios, apuntó la figura del teniente Ohlsen. Después, su puño avanzó rápidamente para alcanzar con un ruido sordo el rostro del prisionero.

El teniente Ohlsen retrocedió unos pasos, pero en seguida recuperó el equilibrio. Volvió a pegar el fusil a su pierna. Se mantenía erguido, derecho como un poste, pese a la sangre que le manaba por la nariz.

El Buitrechilló, despectivamente:

– ¿El señor teniente se ha partido el pico? Son cosas que ocurren durante los ejercicios militares. ¡Descansen, viejo chivo! ¡Firmes, pato salvaje!

El Buitreera un diccionario zoológico ambulante. Conocía los más extraños animales fabulosos. Dio lentamente la vuelta al prisionero, que se mantenía erguido, examinó si el extremo de la culata estaba exactamente en la vertical del dedo del pie izquierdo, si el pulgar estaba apoyado en el último anillo.

– ¡Vista a la derecha, cretino! ¡Vista al frente!

El Buitrepasó, después, a la guerra de nervios, tal como se practica en todos los Ejércitos del mundo. No hay soldado que no la haya sufrido. Pero el Buitreproseguía mucho más allá de los límites admisibles.


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