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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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– ¡Venid! -llamó el legionario-. Son conocidos.

Descendimos a la hondonada.

– ¿Conocidos? -preguntó el Viejo,mirando los cinco cadáveres.

– Ejecutados -afirmó Porta-. Un disparo de «Nagan» en la nuca.

Hermanitopreguntó:

– ¿Qué hay escrito en esos papeles que llevan colgados del pecho?

Porta recogió uno de los mensajes y tradujo el texto ruso:

– «Traidores al pueblo.»

– ¡Cuánto trabajo perdido! -murmuró Barcelona,pegando una patada a uno de los cadáveres.

Habíamos reconocido a nuestros ex prisioneros. La comedia no había tenido éxito.

– Quisiera saber lo que ha ocurrido -reflexionó el Viejo-. ¿Dónde debe de estar el teniente?

– No irá a llorar por esos puercos -rezongó Heide-. Si llego a saber que se largaban, me los cargo.

– Uno de estos días te romperás el cuello, Julius -le profetizó Barcelona-. He conocido a tipos como tú.

Heide se echó a reír.

– De los dos, tú te irás el primero.

– Bueno, adelante -intervino el Viejo-. Y los labios cosidos, ¿eh? Si no, tendremos complicaciones.

– ¿Qué son complicaciones? -preguntó Hermanito-. ¿Hemorroides?

– ¡Cretino! -dijo Porta.

Y echó, por encima del hombro, el cartelito, que salió volando como un pájaro en el cielo.

Amanecía cuando regresábamos. Pasábamos el tiempo mejorando nuestras posiciones. El comandante había conseguido superar sus temores. Determinó que, al día siguiente, realizaría la revista.

Nos habíamos instalado cómodamente en las trincheras; de vez en cuando, echábamos una ojeada al puesto de ametralladoras. Conocíamos bien a los rusos. Podían adelantarse en cualquier momento y conquistar por sorpresa toda la trinchera.

En cierto modo, era su especialidad.

– Cuéntanos algo, Porta -le pidió el teniente Ohlsen.

– Sí, una historia en las que ocurra algo -propuso Julius Heide.

Porta escupió unas semillas de girasol.

– De acuerdo. Pero, ¿qué clase de historia? No se va al cine para pedir: Enseñadme una película. Desde aquí puedo oír a las gachís de las taquillas gritando: «Diga qué clase de historia desea.» Tened en cuenta que he recorrido medio mundo con las fuerzas armadas de Adolph.

– Una historia de faldas -reclamó Hermanito,relamiéndose los labios.

– Sólo pensáis en eso -dijo Stege, asqueado.

– No tienes más que meterte una granada donde yo sé y hacerla estallar -gritó Hermanito,enojado-. Si nuestra compañía te molesta…

Se volvió hacia Porta.

– Una historia de gachís, Porta. Ya sabes que lo que más me gusta es que hablen de chicas que tienen fuego en el cuerpo.

– Sí, ya lo sé – dijo Porta con una ancha sonrisa -. Historias bien puercas y nada católicas. No, hoy os hablaré de moralidad. Veamos.

Fingió que reflexionaba.

– Por ejemplo, la historia del propietario que engañó a su pocero. No, creo que no os gustaría. Hay que buscar otra cosa. Para un día en que pasemos revista, en medio de esta guerra peligrosa. El noble barón de Breslau, al que un destino aciago ha puesto en nuestro camino, exige disciplina y orden, y tiene razón. Sin orden, no se puede participar en una guerra como ésta. La guerra hay que tomarla en serio, como todo lo militar. ¿Habéis visto alguna vez a un oficial que se ría al desenvainar su sable? No, no, seriedad, señores. Aquí estás tú, Hermanito,lleno de mugre en medio de la guerra, sin casco. ¿Dónde está tu máscara antigás? Ni la menor idea, ¿eh? Fíjate en tu uniforme. ¡Maldita sea, Hermanito!Un poco de carácter. Si sigues así, corremos el riesgo de ganar la guerra. ¿Te imaginas cuántas preocupaciones tendríamos?

– ¡Yo no quiero ganar la guerra! -protestó Hermanito-. Dime dónde puedo entregar mi tarjeta y me largo de esta sociedad en un santiamén.

– Ya lo supongo -replicó Porta-, pero es ahí donde te equivocas. No se abandona tan fácilmente la hermosa vida militar. Esto no es el Ejército de Salvación. Pero ya vendrá. Tenemos suerte. El Führer nos envía un comandante, un noble, con el trasero azul y la sangre ardiente. Hará cuanto pueda para que perdamos la guerra. Pero ni él mismo lo sabe. Quiere pasar revista, una hermosa revista militar y disciplinada, como hacía en los buenos viejos tiempos de la guarnición, los lunes por la mañana.

Y, colocando una granada de mano ante las narices de Hermanito,preguntó:

– ¿Sabes lo qué es este chisme?

– Una granada de mano.

Hermanitono se atrevía a apartar la mirada del peligroso proyectil.

– Bien, muchacho. Una granada de mano. Exactamente. Modelo 1908. Nacida en la clínica de material del Ejército Bamberg. Envuelta por manitas de prostituta y enviada a nosotros, los héroes. ¿Sabes también para qué sirve?

Porta hizo girar la granada por encima de su cabeza: vimos cómo se movía el anillo.

– ¡Cuidado! -aconsejó Steiner-. Puede estallar y matarnos a todos.

– Es su misión -explicó Porta-. Resulta muy útil. Con esto se puede matar a un Iván o limpiar un refugio. Se la puede utilizar para abrir una bodega o para enviar un comandante al otro mundo.

– Y también sirve para pescar -intervino Hermanito.

– ¡Bravo! -dijo Porta-. Ya veo que no eres completamente obtuso. El comandante de Breslau se alegraría al ver cuánto has aprendido. Imagino que gruñiría algo por el estilo. «¡Obergefreiter!¡Becerro! Ya me ocuparé de usted. Merece usted una muerte honrada, con pólvora y acero. Honrará al pelotón de ejecución.»

– ¿Por qué había de ejecutarme? -preguntó Hermanito,sorprendido.

– ¡Pse! En una guerra, hay que ejecutar a alguien de vez en cuando. Es indispensable, si se quiere que la gente la tome en serio. El pueblo debe percibir y comprender que la muerte acecha en todas partes. Y además, los generales y los comandantes también quieren ver gente que cae. Es el objetivo de su carrera. Como no pueden ir al frente, porque sus matasanos pretenden que tienen úlceras en el estómago, encuentran tipos a los que ejecutar, para poder hablar de muertos cuando termine la guerra. Pero a ti no creo que te ejecuten, Hermanito.Tú eres un soldado extraordinario. Y, además, no hace bastante calor para ti en el infierno. Todo eso requiere tiempo.

Hermanitose mostró visiblemente halagado y afirmó con la cabeza.

– Sí, ¿verdad que soy formidable?

Porta asintió, y prosiguió:

– Desde luego. Lo mismo que un tanque cuando se le pone un motor en marcha. Con soldados como tú, los ejércitos alemanes conquistarían el mundo entero e incluso llegarían a plantar la cruz gamada en el trasero de Stalin.

– Porta, Porta -dijo, riendo, el teniente Ohlsen-. Su lengua le llevará algún día al cadalso.

– Italia nos atacará por la espalda -empezó a decir Hermanito,cambiando de tema sin transición y olvidándose de la historia de Porta que, como de costumbre, no era una historia.

– ¿Y por qué Italia había de atacarnos por la espalda a nosotros dos? -preguntó ingenuamente Porta.

No le cabía semejante idea en la cabeza.

– No a nosotros dos, pero sí a nosotros – gruñó Hermanito.

El Viejose quitó la pipa de los labios y movió la cabeza.

– Hay algo de cierto en lo que dice.

– Lo peor que podría ocurrimos -prosiguió Porta– sería que olvidáramos por qué hacemos la guerra.

Sacó una galleta del bolsillo.

– La conseguí cuando nos marchamos de Viena hace tres años y medio. Me la ofreció una gran ramera del Partido. Un recuerdo precioso. Cuando empiezo a olvidar por qué hacemos la guerra, leo su inscripción.

Levantó la galleta reseca para que todo el mundo pudiera leer las letras de azúcar color de rosa: «Victoria y venganza.»

– No lo olvidéis nunca, muchachos: «Victoria y venganza.» Dejadme echarle la zarpa al SS Heinrich, así que nuestros amigos hayan ganado.

El teniente Ohlsen movió la cabeza. Echó una ojeada a lo largo de las líneas; los hombres estaban eliminando de su equipo y uniformes el barro de muchas semanas.

– ¡Que se vaya al cuerno el comandante! -gruñó.

Sorprendido, se calló.

Incluso Porta quedó silencioso. El teniente Ohlsen, que solía hablar tan correctamente, acababa de dejarnos atónitos.

Ohlsen se volvió hacia el Viejoy el teniente Spät, que fumaban sus pipas en el fondo de la trinchera.

– Me saca de quicio -se disculpó.

– Es natural -respondió el teniente Spät-. Somos unos coolíes y hacen lo que quieren con nosotros.

La revista tuvo lugar, como podía esperarse. Después de haber examinado el destacamento durante varios minutos, el comandante tuvo un ataque de rabia.

Para un oficial del frente, los hombres estaban limpios. Sorprendentemente limpios. Toda la vieja porquería había desaparecido. Nos habíamos lavado en el agua glacial del arroyo. Estábamos empapados, pero limpios. Por supuesto, sería imposible satisfacer a un viejo oficial de guarnición como el comandante Von Vergil. Según él, éramos sucios por definición.

Despotricó contra los correajes sin brillo. No le interesaba saber cómo podíamos conseguir pulimento.

Cuando nos dejó, cada hombre de la Compañía parecía un montón de estiércol. Ordenó una nueva revista para la mañana siguiente. Y continuó así durante tres días. El comandante distribuyó generosamente penas de prisión, penas que había que cumplir cuando nos relevaran. A otro destacamento le condenaron a avanzar a rastras durante cinco kilómetros, con máscara de gas y todo el equipo.

Aquello costó la vida a un recluta. Hemoptisis.

El teniente Ohlsen intentó desesperadamente ponerse en contacto con nuestro Regimiento, pero la confusión era total por doquier.

Cosa curiosa: los rusos nos dejaban tranquilos. El único testimonio de su presencia era un fuego de infantería disperso. Pero se combatía más hacia el Norte. Día y noche, podíamos oír detonaciones de todas clases.

El comandante se comportaba como un loco. Parecía que quisiera que nos aniquilaran. Nos hacía emprender las exploraciones más estúpidas.

Una mañana, a primera hora, nos envió a que localizáramos las fogatas en pleno campo de minas. La exploración nos costó tres hombres. Mandaba llamar constantemente al teniente Ohlsen, quien, con peligro de su vida, debía recorrer tres kilómetros para presentarse en el Estado Mayor y contestar unas cuantas preguntas estúpidas.

– Es peor que el comandante Meyer -gruñó Porta -. Pero, esperad. Cuando ataquen los rusos, me encargo de enviarle un pepino a la sesera.

Pasaron los días. En nuestro sector todo siguió en calma. Si el comandante nos hubiese dejado en paz, habríamos estado muy bien. Desde luego, tanto enfrente como en nuestras filas, había tiradores escogidos. Así, pues, de vez en cuando, los imprudentes recibían un balazo; pero ya estábamos acostumbrados a eso. No le dábamos importancia.

Hermanitoestaba convencido de que la guerra terminaría pronto y de que podríamos volver a nuestras casas.

– Celebraré una juerga de seis meses seguidos -decidió Heide con convicción.

– No, por el Profeta. Desgraciadamente dista mucho de haber terminado -dijo el pequeño legionario.

En aquel momento llegó Barcelona.

– Menudo alboroto hay en el Estado Mayor -jadeó-. Iván ha debido de romper toda el ala izquierda.

El Viejose levantó sin prisas, se guardó la pipa en un bolsillo, amartilló la ametralladora.

Lo temía. Aquel silencio era demasiado hermoso para ser cierto. Ahora empezaban las preocupaciones. Teníamos a Iván en la espalda.

– Avisad a los destacamentos -vociferó el teniente Ohlsen-. A toda prisa, señores.

A nuestras espaldas oímos disparos confusos, mezclados con explosiones de granadas de mano y de minas.

Adormilados, los destacamentos acudían a formar ante el grupo de mando.

– Teniente Spät, quédate aquí con el primer destacamento para cubrir el camino -ordenó el teniente Ohlsen-. Coloca bien tus fusiles y cúbrenos cuando regresemos. El resto de la Compañía, en columna de a uno detrás de mí.

Hermanitose puso un cigarro enorme en los labios. Siempre hacía lo mismo cuando íbamos a atacar con arma blanca. Se sujetó bien la correa de su metralleta sobre el pecho. La larga bayoneta triangular relampagueaba de una manera siniestra en el extremo del fusil. Hermanitose echó el sombrero hongo hacia la nuca y gruñó, satisfecho:

– Vamos.

Ascendimos la colina a paso de carga. Porta rezongó:

– ¡Menudas carreras hay que dar en esta puerca guerra! Con lo poco que a mí me gusta.

Encontramos a dos reclutas, tras una piedra. Estaban medio locos de terror.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el teniente Ohlsen, empujándoles un poco con el cañón de su fusil ametrallador.

– Todo ha terminado -jadeó uno de ellos– Los rusos se han presentado de repente. No sabemos de dónde.

– Merde!-exclamó el legionario.

Y observó el senderito que conducía al chalet.

– No lo entiendo. Nosotros dos montábamos la guardia. Los otros se habían acostado. El comandante no quería creer a los viejos soldados del frente que intentaban ponerle en guardia. Despotricaba contra ellos y decía que estaban nerviosos. Que los rusos eran unos cobardes y que nunca se atreverían a atacar. Ayer dijo al Estado Mayor que no había más peligro en la guarnición durante un ataque aéreo, que aquí, en el frente.

– Y entonces se ha presentado Iván -dijo Barcelona.

El joven recluta asintió.

– No les hemos oído hasta que han estado ahí. Todo ha sido increíblemente rápido. No han hecho ni un disparo; sólo han empleado los cuchillos y las culatas. El teniente Khal ha sido el único que ha conseguido lanzar una granada. Nosotros hemos huido, y así hemos conseguido salvar la vida.

– ¿Y el comandante? -preguntó con indiferencia el teniente Ohlsen.

– No sabemos. Estábamos fuera cuando ellos han llegado.

– Espero, ¡por el amor del cielo!, que le hayan cortado el trasero y se lo hayan metido en los hocicos -dijo Porta con una risotada-. Si lo han hecho, les enviaré un hermoso regalo de Navidad.

– Sin duda, habían oído hablar de ese puerco -dijo Hermanito-. Esperemos aquí hasta que se los hayan cargado a todos, mi teniente. Esto complacerá al buen Dios y podremos ir al cielo.

– Seguidme -ordenó secamente Ohlsen.

– Porta, vamos a darnos otra carrera -dijo riendo Hermanito.

Se pasó el enorme cigarro de un extremo al otro de los labios.

Cuando traspusimos la cumbre, vimos el chalet del comandante. El lugar hormigueaba de rusos que chillaban y cantaban.

– Apuesto a que han encontrado el bebercio del comandante -dijo Barcelona,sonriendo.

– Vamos antes de que se lo beban todo -propuso Hermanito,nervioso.

Papeles, cartones, pedazos de uniforme salían volando del primer piso. El saqueo había empezado ya.

– No se aburren -comentó Porta-. Cuando nos vean, se llevarán una sorpresa.

– Sobre todo, cuando se den cuenta de que somos muy diferentes de ésos que acaban de triturar -añadió Heide, acariciando su carabina.

La canción del cosaco que ha encontrado a dos muchachos llegaba hasta nosotros.

– Montad las bayonetas -ordenó el teniente Ohlsen fríamente-. Dirección, el chalet.

Hermanitose quitó el cigarro de los labios y se volvió hacia Porta.

– Bueno, una carrera más.

– Me duelen los riñones -respiró Porta, jadeante-. Estoy harto. Siempre corriendo.

Desplegados en guerrillas, los hombres asaltaron el chalet.

El Viejo,el legionario y yo corríamos junto al teniente Ohlsen.

Como paralizados, los rusos contemplaban a aquellos hombres que se precipitaban hacia ellos aullando como salvajes.

Nuestras armas automáticas crepitaron contra los rusos, atónitos. Los primeros caían ya. El ataque sólo había durado unos minutos. Después, llegamos junto a ellos.

Fue un combate sangriento y salvaje, en el que cada uno luchaba por su vida. Las bayonetas penetraron en la carne viva, perforaron los pechos.

Yo tenía frente a mí a un enorme teniente ruso, que utilizaba su metralleta como si fuese una cachiporra. Me eché a un lado para evitar el golpe homicida. Automáticamente, di una estocada vertical con mi bayoneta. Percibí una breve resistencia y, luego, el acero se clavó en la ingle del oficial, que cayó hacia atrás profiriendo gritos atroces. En su caída, casi me arrancó el fusil de las manos. Apoyé un pie en el vientre del ruso para recuperar mi arma, que se rompió. Con un pedazo de la misma en la mano, me precipité de nuevo hacia delante. Yo no era un hombre, sino una máquina de matar. Por miedo. Por placer. Por necesidad.

Porta estaba junto a mí. Reinaba una confusión total. Golpeábamos, atravesábamos, vociferábamos.

Hermanitoestaba en medio del patio, con el cigarro en la boca. El humo le salía de todas partes. Llevaba el sombrero echado sobre los ojos y había perdido su fusil ametrallador.

Dos rusos se precipitaron hacia él. Lanzó un aullido horrísono; pero, más rápido que el rayo, Hermanitolos cogió a ambos por la garganta y golpeó sus cabezas una contra otra. Los soltó y ambos cayeron inertes a sus pies. Hermanitose inclinó, recogió una metralleta y empezó a disparar salvajemente contra un grupo enemigo. Si con tal motivo caía uno de los nuestros, mala suerte.

¿Cuántos murieron? ¿Quién? ¿Diez? ¿Veinte? Ni la menor idea. Un ruso había caído de rodillas detrás de una carretilla. A corta distancia, le disparé una ráfaga a la cabeza. Su rostro estalló como un huevo que se arroja entra la pared. Durante mucho tiempo, aquel rostro no se borró de mi mente.

Porta clavó su bayoneta en la espalda de un muchacho que quería huir.

Heide pisoteó salvajemente la cara de un joven soldado ruso que, incluso muerto, apretaba la metralleta.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Un día? ¿Una hora? ¿Unos segundos? Nadie lo sabía. Nos encontramos detrás del chalet, donde nos dejamos caer, jadeantes y salpicados de sangre. Tiramos las armas descuidadamente a un lado. Nos desabrochamos los uniformes y arrojamos los cascos al suelo. Algunos empezaron a llorar. Con los ojos inyectados en sangre, buscaban a los compañeros. ¿Seguirían allí? Se temía lo peor. Luego, caían el uno en brazos del otro, aliviados, satisfechos.

He aquí a Barcelona,tendido de bruces, con el uniforme desgarrado. Allí, el Viejo,sentado al pie de un árbol, fumando en pipa. Hermanitoy Julius Heide descansaban recostados en una pared. Hermanitoparecía haber sumergido la cabeza en un charco de sangre. De sus labios, colgaba el cigarro destrozado y sin lumbre. Tendido boca arriba, Stege contemplaba las nubes. Estaba como paralizado. Nunca sería un buen soldado. El pequeño legionario estaba sentado en un peldaño de la escalera, con su perpetuo cigarrillo en la boca y su metralleta en sus rodillas a punto de disparar. Estaba limpiándola, como siempre. Después de haber guerreado durante quince años, sabía que un arma ha de ser cuidada. Steiner se había sentado sobre una pared ruinosa del establo. Al alcance de la mano, tenía una botella de alcohol medio vacía. Ya estaba borracho.

Sí, estaban todos allí. Todos los veteranos. Pero faltaba más de un tercio de los nuevos; estaban tendidos y parecían islotes esparcidos en medio de aquel verdor.

Alguien propuso enterrarles. Todos lo oímos, pero nadie contestó. ¿Para qué enterrarles? Nosotros estábamos cansados y ellos estaban muertos. Ya no sentían nada. Y también los pajarracos tenían que vivir. Un ataque como aquél suele costar caro. Los que hablan del combate individual tendrían que probarlo.

El teniente Ohlsen salió del chalet. Había perdido la gorra. Un profundo arañazo corría a lo largo de su rostro.

– Los han liquidado -murmuró, dejándose caer en el suelo.

Porta le alargó un cigarrillo.

– ¿Y el comandante, mi teniente?

– Muerto como un cerdo. Le han cogido por el cabello y le han cortado el cuello de oreja a oreja.

El teniente Ohlsen se volvió hacia Heide.

– Coge a dos o tres hombres y ve a recoger las cartillas militares de todos los muertos.

– ¿También las de los rusos? -preguntó Heide.

– ¡Claro! No hagas preguntas estúpidas.

Más tarde, abandonamos el lugar, no sin haber antes lanzado varias botellas de gasolina y unas granadas al interior del chalet, que inmediatamente empezó a arder.

Obuses de mortero cayeron entre nosotros.

– ¡Adelante, a paso de carga! -ordenó el teniente Ohlsen.

– Iván quiere vengarse -comentó el Viejo.

Llegamos al camino donde nos esperaban el teniente Spät y sus hombres.

– Los fusiles en posición, para cubrir nuestro regreso -ordenó el teniente Ohlsen.

– ¡Santa María! -exclamó Porta-. Cuando las cosas van mal, siempre nos toca a nosotros.

Hermanitoy el legionario ya habían colocado en posición la ametralladora pesada, que tableteaba contra los rusos en el lindero del bosque. A nuestras espaldas, en la colina, los obuses de mortero estallaban con ruidos sordos.

– ¡Paso ligero! -gritó el teniente Ohlsen-. ¡Más de prisa!

Furioso, empujó a unos reclutas que no avanzaban con la velocidad suficiente.

Uno de ellos, que andaba por el camino, lanzó de repente un grito atroz y empezó a correr en círculo mientras se sujetaba el vientre con ambas manos.

El SanitätsgefreiterBerg se precipitó hacia él. Le tendió en el suelo y le cortó el uniforme; pero el muchacho, dieciséis años, había muerto ya.

Berg reemprendió la marcha, arrastrando su bolsa de la Cruz Roja. Perdió su casco de acero. Unos obuses de mortero cayeron muy cerca de él. Como por milagro, nada le sucedió. Nos alegramos; queríamos al SanitätsgefreiterBerg. Había arriesgado su vida en numerosas ocasiones para salvar la de los demás. ¡A cuántos hombres había transportado a través de los campos de minas y de las alambradas! Cuando combatíamos en las fortificaciones de Sebastopol, le habíamos visto precipitarse en el refugio «Boris Stepanovich» para rescatar al teniente Hinka, gravemente herido. Después, tuvo que emprender una carrera de tres kilómetros, con el teniente Hinka a hombros y bajo una infernal lluvia de obuses.

Cuando el teniente Barring le preguntó si quería la Cruz de Guerra por esta hazaña, Berg contestó sencillamente que no coleccionaba chatarra. Y ahora, dos años más tarde, Berg no tenía la menor condecoración. Sólo la muy apreciada medalla de la Cruz Roja.

La Compañía se puso a salvo detrás de las colinas. Nos instalamos allí donde el bosque formaba una especie de fiordo. Estábamos solos. El batallón de Breslau había desaparecido.

Como de costumbre, empezamos a jugar a los dados en un agujero. Nos jugamos el resto del vino del difunto comandante.

Haría varios días que viajábamos; con numerosas paradas en las estaciones. Nuestro tren había esperado horas enteras en las vías muertas, con las demás mercancías. Porque también nosotros éramos mercancías. Soldados en guerra. En las listas administrativas, nuestro tren estaba inscrito como tren de mercancías núm. 149.

El decimosexto día después de nuestra salida del frente, el largo tren se detuvo con una violenta sacudida, recorrió otro corto trecho, volvió a detenerse… Las ruedas chirriaron. La locomotora silbó y desapareció.

Porta se levantó de la paja, en el fondo del vagón de ganado núm.9, miró por las puertas corredizas, y declaró con tono seco’

– Estamos en Hamburgo.

El pequeño legionario se desperezó.

– Por Alá, esta noche estaremos en«El Huracán», en casa de tía Dora.

– Es Pentecostésdijoel Viejo sin transición.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Heide-. ¿Qué puede importarnos si es Pentecostés u otra fecha?

– Sí, lo sé -contestóel Viejo, encogiéndose de hombros.

– El año pasado, para Pentecostés, estábamos en Demjanks -dijo Porta.

– Y el año anterior en Brest-Litovsk -dijoHermanito, recordando el robo audaz de cuatro tanques «SS».

– No nos recuerdes dónde hemos estado -dijo, nervioso, el legionario-. Es desagradable. Hay que mirar hacia el futuro.

– Esta noche me voy al burdel -decidió Porta, frotándose las manos.

– Bernardel Empapado me espera en«Las tres liebres» - dijo Heide-. En«Las tres liebres» hay más gachís de las que treinta tíos de pelo en pecho puedan utilizar en un mes.

REACCIÓN EN CADENA

Los gritos hicieron temblar la cantina. El choque de los vasos. Las camareras rezongaban. Olía a salchichas asadas y a cerveza. El conjunto en un ambiente lleno de humo de tabaco de mala calidad.

Un Feldwebelmedio borracho miró con ojos pitañosos a un SS holandés.

– No eres guapo -aseguró-. Tienes las orejas despegadas. No me gustas.

Gritaba mucho y empleaba ese idioma elemental que la gente cándida utiliza con los extranjeros.

Los camareros trajeron jarras de cerveza.

Porta se inclinó por encima de la mesa hacia un joven soldado que llevaba la insignia plateada SD [17]sobre el cuello negro, y se echó a reír, seguro de sí mismo, como un borracho.

– Amigo, eres el trasero de un grande hombre. Un trasero asqueroso. Sobre todo, no imagines que tenemos miedo de ti. -Se sonó con los dedos-. Tengo un cuchillo. Todos lo tenemos. ¿Sabes para qué sirve?

El SD miró a Porta sin entenderle. Prudentemente, no contestó.

– ¡No tiene ni idea, maldito cretino! -Porta expresó todo su desprecio en esta última palabra-. Sirve para cortarle la lengua a los cretinos.

– Y después la metemos en una botella.

Era Hermanitoel que intervenía en la conversación.

– ¡Lárgate! -exclamó Porta, obstinado-. No queremos que estés en nuestra mesa.

– ¡Yo estaba antes que vosotros! -protestó el SD.

– Lo sé -asintió Porta-. Pero ya basta por ahora. ¡Vamos, lárgate!

– De ningún modo. Tú no eres quién para darme órdenes.

Porta se levantó, cogió del suelo su sombrero amarillo y se lo colocó en la cabeza. Después, con arrogancia de oficial:

– Vamos, insignificante SD. No sé lo que se imaginará este bastardo. Y, además, le ruego que hable en tercera persona cuando se dirija a un Stabsgefreiter,sucio bastardo.

Reflexionó un momento sobre las palabras «sucio bastardo», y después, creyó oportuno utilizar otras más adecuadas.

– ¡Maldito cornudo! -exclamó.

Bebió un sorbo de cerveza, miró a Hermanito.

– Perderemos la guerra. ¿Quieres una prueba? Mira a este tipo. Ya no hay disciplina.

– Ah, bueno, así lo espero -confesó Hermanito.

– Serás ahorcado, Hermanito-dijo Porta, lacónico. Y, dirigiéndose al SD-: ¿Tienes las orejas tapadas? Te he dicho que te levantes cuando te hable. -Le puso una manga ante las narices, y prosiguió con tono amistoso-: ¿No conoces las insignias de un Stabsgefreiterde nuestro glorioso Ejército? Dos galones y un pedazo de alambre. ¡En pie, maldita sea!

– ¡No me da la gana! ¡Vete al cuerno! -vociferó el SD, completamente fuera de sus casillas.

Se levantó, apoyó las manos en la mesa y miró ferozmente a Porta.

– ¿Insubordinación? ¡Ah! -exclamó Porta, muy sorprendido-. Hermanito,por favor, redacta un parte.

– Ya sabes que no sé escribir -protestó Hermanito-. Pero utilizaré mis dos puños.

– Adelante -ordenó Porta.

Hermanitoterminó de beber la cerveza, sacó del bolsillo un cigarro gigantesco y se lo metió en la boca. Barcelonale ofreció fuego.

Hermanitose levantó, se rascó el pecho, se subió los pantalones y señaló al SD con el cigarro

– Ven, pequeño. Voy a darte una azotaina.

– ¿Qué quiere usted de mí? ¡No le he hecho nada! -gritó el SD mirando, nervioso, a Hermanito.

Éste le cogió por un hombro y lo empujó suave, pero firmemente hacia la puerta.

Unos minutos más tarde, He rmanitoregresó sin el SD. Cogió elvaso de Heide y lo vació.

– Lo he dejado K.O. Se ha desmayado al segundo mamporro. Me he divertido -nos confesó-. ¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos, Anda o Revienta?

– Entonces recibiste tú -dijo Barcelona,riendo.

– ¿Cómo? -protestó Hermanito-. Fue Anda o Revientaquien se dejó caer con el truco de la mano torcida.

– Tienes razón, camarade,pero nunca más volverá a ocurrir -añadió el legionario.

– Pero aquel día, sí -insistió Hermanito,con orgullo.

– De acuerdo.

Porta dejó ruidosamente su jarro de un litro en la mesa, y aulló con toda la fuerza de sus pulmones para hacerse oír en medio del ruido infernal de la cantina.

– ¡Eh, malas pécoras, maldita sea! Cinco dobles, la mitad de «Slibowitz», pero a toda marcha, ¡diantre!

La Gruesa Helgaacudió. Formaba una masa ante Porta, con sus piernas bien separadas y sus puños firmemente apoyados en sus anchas caderas. Tenía el aire de un sargento de la peor calaña.

– ¿Dónde crees que estás? No intentes insultar a mis chicas, porque te pongo de patitas en la calle. Somos honradas camareras y estamos inscritas en el Partido. Métete esto en la cabeza. El amigo de Gertrude es SD. Se ocupará de ti de tal manera que ni siquiera tú podrás reconocerte.

Porta hizo un ademán de indiferencia.

Helga iba a echarse a gritar, pero de un empujón, Hermanitola envió al otro lado de la sala.

– Déjate de prédicas, apóstol de Adolph. Hemos pedido cerveza y no esa porquería.

– Hermanitoestá embalado -dijo Steiner.

Hermanitobatió las palmas.

– ¡Aprisa, aprisa, malas pécoras! ¡Cuánto tiempo hay que esperar aquí? ¿Estamos o no estamos en una cervecería?

La Gruesa Helgaechaba lumbre. Inició una furiosa discusión con la alta y delgada Gerda, apodada la Escoba.Ésta hacía ademanes enérgicos, sin entender nada del torrente de palabras que profería Helga. Se rascó un muslo, tocó su delantal, mezcló cinco jarras de «Slibowitz» y de cerveza.

– Ahora eres razonable -dijo Porta, con una ancha sonrisa, cuando la Escobatrajo la cerveza.

– No careces de posibilidades -prosiguió Hermanito-. Pero estás demasiado delgada. Eres el vivo testimonio del estado de guerra en el Tercer Reich. Pero no importa, si me das tres pedazos de tocino, acepto ocuparme de ti.

La Escobalanzó una blasfemia y golpeó con una bandeja la cabeza de Hermanito.

– ¡Cerdo; -fue el único comentario de la Escoba.

Blom, que nos había abandonado un momento antes, reapareció procedente de la oficina del Estado Mayor. Estaba rebajado de servicio al aire libre. Una enorme venda le rodeaba el cuello; le había alcanzado una granada cuando intentaba salvar la olla de la bebida. Ocurrió el último día, en las montañas. La venda le obligaba a mantener la cabeza en una posición muy rígida. Hubiera podido quedarse en la enfermería, pero prefirió largarse. Había estado a punto de ser sometido a un Consejo de Guerra, pero el coronel Hinka había conseguido librarle. Los tipos de la Gestapo que creían tenerle ya en su poder, quedaron muy decepcionados cuando tuvieron que marcharse sin él.

Porta había escupido en su dirección, y había dicho entre dientes:

– Cuando nuestros amigos hayan ganado la guerra, estrangularemos a todos esos cerdos.

Los gendarmes militares se habían detenido un momento, no porque oyeran lo que Porta decía, sino porque había escupido.

– ¡Has escupido! -gritó el Feldwebel,disponiéndose a bajar del vehículo.

– ¿Está prohibido?

– No, pero todo depende de cómo y sobre qué se escupa.

– El reglamento no habla de escupir. Se puede escupir donde se quiera. Y yo siempre lo hago así.


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