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Mónica
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Текст книги "Mónica"


Автор книги: Caridad Bravo Adams



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MÓNICA – Caridad Bravo Adams

Segunda Parte de Corazón Salvaje



MÓNICA

Caridad Bravo Adams

1

–¡ANA... ANA! —llama Aimée con impaciencia—: ¡Ana...!

–Aquí estoy, señora Aimée, ya llego... corriendo llego...

–¿Corriendo? Hace tres horas que te envié. Si te parece, podías haber tardado más.

–¡Ay!, señora Aimée, si es que el señor Renato me mandó a una cosa y tuve que hacerla.

–¿Renato? ¿A qué te mandó Renato?

–A que acompañara a la señorita Mónica a su cuarto y a que le dijera a la señora Catalina que la señorita no se encontraba bien. El señor me mandó que hiciera eso y tuve que hacerlo.

–Naturalmente... olvidando por completo mis encargos, sabiendo que estoy aquí muriendo de impaciencia, esperando que llegues... Habla pronto. ¿Pudiste ver a Juan... hablar con él?

–No, señora, el señor Juan dejó al notario con la palabra en la boca, cogió un caballo y se fue...

–¿A dónde? ¿Qué rumbo tomó? ¿No te fijaste?

–No, señora, con la boca abierta me quedé mirando al caballo correr. Y cuando venía para acá a contárselo a usted, ¡zas!, el niño Renato que me llama y yo que tengo que acompañar a la señorita Mónica, que tampoco me dejó que entrara a su cuarto ni que le dijera nada a doña Catalina. Entró ella primero, me cerró la puerta en las narices y me dejó fuera. Para mí que no estaba enferma, sino como asustada. Seguro que la asustó el señor Juan, que estuvo peleando con ella.

–¿Peleando con ella? ¿Cuándo?

–Cuando la encontró sonsacando al negrito ese que siempre va con él, al Colibrí... ¡Muchacho más revoltoso y más travieso, y más atrevido también! Se robó una empanada de la cocina, ¿y sabe lo que le contestó a la cocinera?

–¿Qué puede importarme? Contéstame a lo que necesito saber. Antes de irse Juan, ¿con quién habló? ¿Qué dijo? ¿Se fue inmediatamente después de discutir con Mónica?

–No, señora, luego estuvo también con el notario pelea que te pelea. De ahí se fue como un tiro a buscar un caballo que ya había mandado ensillar. Se montó de un brinco, y después no se veía más qué la polvareda...

–Óyeme, Ana —se impacienta Aimée—, es preciso, indispensable, que yo vea a Juan antes de que anochezca, que yo le hable. Tienes que encontrarlo, que darle ese recado de mi parte, pero sin que te sienta la tierra, sin que nadie sospeche que fui yo quien te mandé, ¿entiendes?

–Entiendo, señora. Pero, ¿cómo voy a hacer eso? Yo no sé ni a dónde fue...

–Pregúntale a quien sea, a quien pueda darte razón. Espera, ¿el muchacho fue con él?

–No, él se fue solo y hecho una furia.

–Pues busca al muchacho y tráemelo sin que nadie te vea, sin que nadie se entere de que soy yo quien va a hablar con él. Sírveme bien, Ana, sírveme bien y tendrás la sortija más linda del mundo... y además dinero, todo el dinero que quieras... ¡Anda... ve, corre!

Con gesto de determinación desesperada ha empujado Aimée a la oscura doncella nativa, obligándola a acelerar el siempre pausado ritmo de sus movimientos. Luego va de un lado a otro por la lujosa alcoba sin saber cómo calmarse, cómo aplacar sus nervios, sometidos desde hace varias horas a la penosa tensión de la espera. Nunca pudo pensar que Juan del Diablo tomara tan rápidamente una determinación semejante. Seguirle, huir con él, dejarlo todo, cambiar su posición y su riqueza por la suerte de aquel aventurero, por muy atractivo que fuese para ella, por muy grande que fuese la sugestión que sobre sus sentidos ejerce, es más de lo que humanamente está dispuesta a dar. No, no irá con él de aquella manera. Pero, ¿cómo aplacarlo? ¿Cómo evitar la feroz venganza de sus celos? Pensando en él se estremece de temor y deseo a la vez. Lo anhela y lo repudia, lo ama y lo aborrece, se desespera al no poder dominarlo a su antojo y le ama más al verlo como es: duro y rebelde, feroz en su dominio, implacable en aquella amargura que ahora destilan sus caricias y sus besos...

Ha caído de rodillas al pie de la ventana, apretadas una contra otra las manos engarfiadas, dilatadas las pupilas que espían inútil y ansiosamente. Una fiera determinación se levanta también en su alma y prorrumpe en voz alta:

–¡No será como a él se le antoja! ¡Será como yo quiera! ¡Tendrá que ser como yo quiera!

–¡Ana... Ana...! —se exaspera Aimée—. ¿Acabarás de mover esos malditos pies? ¿Acabarás de llegar?

–Ya llego, señora Aimée. Pero es que hace un calor...

–¡El demonio cargue contigo! ¿Dónde está el niño?

–Pues no lo encontré, pero me dijeron dónde estaba el señor Juan. Fue al ingenio... Yanina le estaba diciendo a Bautista que el señor Juan... Juan del Diablo como dice ella, había mandado ensillar el caballo blanco del amo y había tumbado en él para el ingenio, y que había que ver cómo mandaba y cómo disponía, como si el amo fuera él. Si usted quiere, yo puedo irme para allá. Ahora mismo están cargando en el patio los carretones grandes con todo lo que van a mandar para el ingenio... Yo puedo ir en uno de ellos y le digo al señor Juan lo que usted me mande que le diga, mi ama. Que venga, ¿no?

–Sí. Que necesito hablarle, verlo... Pero espera, espera... No me fío mucho de que llegues a tiempo. —Con angustia creciente ha ido hacia la ventana. Ya el sol está muy bajo, apenas dora con sus últimos rayos la cumbre altanera del Mont Pelée, y murmura como para sí—: Él me espera esta noche a las doce...

–De aquí a las doce hay mucho tiempo...

–¿Nadie ha preguntado por mí en la casa?

–Nadie ha salido de su cuarto desde esta mañana. Ni la señora Sofía, ni la señorita Mónica, ni la señora Catalina... Y el señor Renato está con el notario en el despacho que fue del amo don Francisco, y lo único que pidieron que les entraran fue coñac y café. Yanina misma entró a llevárselo. Dijo que no podía entrar otro a molestarlos, porque estaban arreglando las cuentas...

–Menos mal. Bueno, vas a buscar, dónde esté, al señor Juan. Vas a decirle que estoy enferma, muy enferma; que por piedad aguarde a la mañana para hablarme y para verme. Dile que se lo ruego llorando... Dile...

–¿Por qué no me escribe todo eso en un papel, mi ama?

–¿En un papel? Sí, tienes razón... Pero...

–En un papel sin firmarlo. Yo ya le digo que es de usted. En su propia mano lo pongo. Sólo a él se lo entrego. Se lo juro, mi ama, sólo a él... No tenga miedo...

–Voy a confiar en ti, Ana, voy a escribir ese papel, pero me respondes con tu vida de que sólo a Juan lo has de entregar... ¡Júramelo, Ana, júramelo!

–¡Por Dios y la Virgen del Cielo! ¡Sólo al señor Juan le daré el papel, y si no es así, que me caiga muerta!

La oscura doncella ha jurado cruzando los dedos, y un instante Aimée parece vacilar entre la necesidad perentoria de confiarse a ella y el pensar el arma terrible que fabrica contra sí misma en aquellas letras. Con ansia febril va hasta el pequeño secreter y nerviosamente rebusca hasta hallar lo que necesita.

–Ana, vas a tener mucho cuidado con esto. Si alguien quiere quitártelo, si te ves en cualquier aprieto...

–¡Me como la carta antes que dársela a otro! Juradito, mi ama...

–Está bien, está bien... —acata Aimée poniéndose a escribir, mas de pronto duda y rompe el papel—. ¡No puedo venderme de esa manera! Espera... ¿No sabes tú escribir, Ana?

–¿Yo escribir? ¡Qué va! Sé sacar cuentas y pintar muy bonito. Yanina sí sabe escribir y leer. Le pusieron maestro como a las niñas blancas. De las sirvientas, es la única que sabe escribir. Pero usted no va a fiarse de ella... Además, si el señor Juan no ve su letra no va a creer que el papel es de usted...

–Él nunca vio mi letra. Pero espera... espera... Puedo escribir un papel que no me comprometa demasiado. Sí, eso es, él comprenderá. Él comprenderá que no puedo mandar otra cosa contigo... Él entenderá...

Ahora sí escribe, rápida y firmemente, una carta ambigua, ceremoniosa, que es, sin embargo, un ruego desgarrador. Luego la dobla, guardándola en un sobre con sus dedos que tiemblan, y murmura:

–Para Juan... Para Juan de Dios... Sí... Es mejor así...

–¿Juan de Dios? —se extraña la sirvienta.

–Alguien le llama así... El entenderá perfectamente... Pero tú dile que la carta es mía, que estoy realmente enferma, que la escribí llorando desesperada... Anda... Ve, corre, no vayas a perder la oportunidad de esa carreta...

–¡Qué va, mi ama! El que la lleva es Esteban y ése sí que es amigo mío para todo lo que sea...

Aimée ha empujado violentamente a la sirvienta y ha vuelto a la ventana. El último rayó de sol ha desaparecido y una sola estrella, enorme, refulgente, brilla en el cielo azul muy pálido, sobre la cima del Mont Pelée...

—Bueno, Renato, en definitiva...

La voz se ha apagado en labios del notario, dándose cuenta de que Renato D'Autremont no le escucha... Cruzados los brazos, de pie en medio de la amplia habitación que fuera el despacho de su padre, los claros ojos inquisitivos recorren los estantes que llegan al techo, como si interrogasen a los viejos volúmenes pretendiendo arrancarles el secreto que encierran...

–¿Qué tanto miras ahí, muchacho?

–Era en este panel... Sí... Detrás de los libros, no sé si más arriba o más abajo, pero por aquí se abría un hueco... Era un escondite, una especie de caja de hierro a la moda del siglo pasado... Seguramente ahí guardaría papá valores, papeles, cosas importantes...

–Tu padre tenía cuentas corrientes en todos los bancos de Saint-Pierre. No creo que guardara nada importante en los escondrijos del despacho.

–Pues algo guardaba. Noel, y más de una vez, siendo yo niño, vi a mi padre registrar en él. La última fue la noche que precedió a la madrugada en la que nos lo trajeron moribundo después de su accidente... Esta casa es muy vieja. La mandó hacer uno de mis abuelos... La han ensanchado y renovado en muchas partes, pero el despacho no lo ha tocado nadie desde entonces...

–El despacho tiene, efectivamente, una puerta secreta en aquella esquina, y tú la conociste de niño. Al menos, eso me dijo doña Sofía esta mañana...

–¿Mamá? ¿Habló mamá esta mañana con usted?

–Acabo de cometer una indiscreción diciéndotelo; pero, en fin, ya está hecho y no es posible recoger velas. En efecto, hijo, hablamos... Entró aquí cuando menos lo esperaba, precisamente por la puertecilla esa, y me dio el gran susto...

–¿Por qué entró mi madre de esa manera? Por esquivar a Juan, ¿verdad? Por no verlo ni siquiera de lejos...

–Bueno, hijo, sí. Es inútil que te lo niegue. Tu madre lo aborrece... y algo peor: le tiene miedo. A veces parece uno tonto y supersticioso dejándose llevar de esas cosas, pero cuando el corazón de una madre da un aviso...

–No diga tonterías. Noel. Usted también le tiene miedo a Juan del Diablo y no es por corazonadas ni por presentimientos. Hay algo más positivo, más concreto... ¿Qué es lo que teme? ¿Que reclame su herencia? No, no se alarme, Noel. Siéntese... vuelva a sentarse. Ya le dije, al traerlo a éste despacho, que tenía que contarme varias historias viejas, y la primera de ellas la de mi padre... La de mi padre y la de Juan...

–De Juan nadie sabe nada, hijo mío...

–Usted si sabe, Noel, y mi madre también sabe... Y algo de Juan había en aquellos papeles que yo le vi esconder a mi padre. Después de eso ocurrió la única escena realmente desagradable y vergonzosa que recuerdo de mi niñez... Prefiero no hablar de eso, pero vuelvo a preguntarle, Noel: ¿Qué temen de Juan mi madre y usted? Dígame la verdad... la verdad, por cruda, por desagradable que parezca...

–Bueno, hijo, yo sólo temo a su carácter, a sus arrebatos, a su poca educación...

–Pero mi madre le temió siempre. Desde niño le inspiró odio y horror, y ahora evita el verlo porque su presencia le hace daño. Cuando se enfrentó con él, se puso tan pálida que temí verla caer sin sentido. ¿Y sabe por qué? Juan se parece extraordinariamente a mi padre... Puede ser una coincidencia... pero puede no serlo. Y son tantos los detalles alrededor de ese asunto, que yo...

–Renato, hijo mío... yo te ruego... —le interrumpe Noel hondamente apurado.

–Yo soy quien le ruego que se calle, Noel. Soy ya un hombre hecho y derecho. Conozco la vida y no voy a asustarme a estas alturas de que mi padre me haya dado un hermano fuera de la ley. ¿Por qué esa turbación? ¿Por qué ese susto, Noel?

–No es susto, es preocupación y angustia... ¿Cómo has llegado a pensar todo eso?, ¿Y cómo tomará tu madre que lo sepas?

–¡Luego es cierto! Cálmese, cálmese, Noel, no le he tendido una trampa. Tenía la convicción moral... La tengo desde hace mucho tiempo... Creo que desde niño, aunque en forma inconsciente. Hasta hace poco no he querido pensar en ello porque a mí también me molestaba, pero lo he hecho y no ha sido difícil. Anoche mismo estuve rondando por todos esos libreros. ¿Ve usted? En uno de estos lienzos, en uno de estos tres, estaba el escondrijo...

–¿Para qué buscar escondrijos? —observa Noel dándose por vencido.

–Es cierto. ¿Para qué? Tengo la convicción y con ella debe bastarme, pero también me interesan los detalles. ¿Cómo fueron las cosas? ¿Hasta qué punto tuvo razón mi madre para ser implacable? ¿Hasta dónde sabe Juan quién es?

–A tu madre no la culpes, hijo mío, sufrió mucho y todavía sigue sufriendo.

–Supongo que su conversación secreta con usted fue alrededor de eso...

–Pues bien, sí. Ella está ahora dispuesta a ser generosa...

–Con tal que Juan se vaya, naturalmente —apostilla Renato con un dejo de amargura.

–Bueno, hijo, no hay que pedirle demasiado a una, mujer que vio su vida amargada y destrozada por causa de esos amores que le dieron a Juan la existencia. Ella quiere borrar huellas que le hieren, olvidar un pasado cuyo recuerdo le es insoportable, verte feliz sin lastres ni taras en tu vida, y nada de eso es criticable. Yo siempre sentí por Juan compasión y afecto...

–Lo sé muy bien y por eso me sorprende su actitud de estos días. Aparte de nacer... como nació, ¿qué ha hecho Juan para que usted haya cambiado así con él?

–No es lo que ha hecho...

–Ya. Es lo que puede hacer. Pero, ¿qué es ello? ¿Ha redamado? ¿Ha amenazado? ¿O acaso son temores de otro género?

Su mano se ha apoyado, apremiante, en el hombro del notario. Tras breve lucha con su indecisión, Noel parece decidirse:

–Mira, Renato, yo no sé más que lo que presiento, y lo que presiento son amarguras y disgustos que pueden evitarse sin darle a las cosas tantas vueltas. Juan quiere irse, quiere volver al mar... Déjale que se vaya... Más adelante, cuando las cosas cambien, buscaremos la fórmula de compensarle con una buena cantidad de dinero que en una u otra forma se haga llegar a él. Pero, de momento...

–No, Noel, no decidiré nada hasta hablar con Juan, hasta mostrarle mi corazón y obligarle a que me muestre el suyo. Es mi hermano, ¿se da usted cuenta? Esta verdad que para mí sólo existía a medias, ahora está clara y diáfana. Tengo un hermano, un hermano en el que la noble figura de mi padre parece revivir. Usted no puede imaginarse lo que significa esto para mí, y acaso tampoco pueda medir toda la felicidad que me negaron de niño al negarme esta verdad íntima y humana. —Renato ha hablado con exaltado entusiasmo, y en un arranque de emoción, ruega—: Cuéntemelo todo, Noel, dígame cuanto sepa de eso... Es la historia de mi propia sangre... ¡no me la niegue!

El viejo notario empieza a relatar la historia, tan bien conocida de él, desde aquella noche tormentosa en la que el pequeño Juan del Diablo hizo el papel de mensajero de la muerte. Renato bebe, sediento de saber, el relato pormenorizado, y, de pronto, indaga:

–¿Y esa carta, Noel?

–Bueno... quedó en manos de tu padre, desde luego. Yo supongo que él la quemó o la rompió después...

–O la guardó. ¡Quién sabe...!

–Tal vez; aunque no lo creo. Tu padre, al principio, se mostró muy desconfiado. Bertolozi era un hombre vengativo, cruel y traicionero... Cualquier cosa podía esperarse de él: la mayor mentira, la mayor infamia... Estoy bien seguro que después de su perdón aparente, atormentó a Gina hasta hacerla morir de pena. Y en cuanto a Juan...

–Puedo muy bien adivinar su horrible infancia. ¡Qué fácil es perdonar su rudeza y sus defectos sabiendo todo esto!

–Con cuánta razón temía tu madre que el saber todo esto te desarmara más frente a Juan, te quitara la poca voluntad de defenderte que puedas tener...

–¿Qué piensa usted que pueda hacer Juan contra mí?

–Yo no pienso, pero tu madre teme y tiene razón en temer. No quiero ni pensar lo que dirá cuando sepa todo esto.

–Yo hablaré con ella después de haber hablado con él... y acaso les dé a ella y a usted la sorpresa de comprobar que se equivocaron. A veces, el corazón sabe más que la cabeza... Juan no puede odiarme si yo voy a él como hermano, si le demuestro todo lo sinceramente que le quiero, si noblemente me adelanto a ofrecer lo que aun no ha pedido...

–¡No caigas en una locura de generosidad, Renato! Piensa que la sola existencia de Juan es, para tu madre, una ofensa viva, candente; que aun el solo nombre de Gina Bertolozi la hiere como un cuchillo envenenado.

–No puede ser. Mi madre tiene que ser más generosa... Gina Bertolozi ya está muerta...

–Hay odios que no se aplacan ni con la muerte... Hay rencores y celos de los que no tienes una idea. Tú no has sufrido nunca, Renato, no puedes medir la amargura, el dolor, la desesperación a que el alma desciende en algunos momentos. Tú no puedes ser juez, porque la vida fue hasta hoy, para ti, camino de rosas...

–Tal vez por eso comprendo y compadezco más a los que sufren, y a Juan el primero. Voy a mandar a buscarlo, Noel, para hablarle como a hermano. Para decirle...

–Seguramente, él lo sabe...

–Pero piensa que yo lo ignoro... Y si no lo piensa, cree algo peor: que soy insensible, egoísta. Quiero que sepa que estoy dispuesto a reparar, a devolver... que el mundo no es tan malo como él piensa...

–Ni tan bueno como tú imaginas, Renato. ¡Déjalo que se vaya... es el mayor deseo de tu madre!

–Hasta ahora mi madre cumplió en esta casa todos sus deseos, hasta los más injustos. Voy a contrariarla por una sola vez y confío en que su contrariedad no dure demasiado.

Renato se ha levantado, ha ido hacia la pared y toca un timbre, ante lo cual, extrañado, Noel pregunta:

–¿Qué haces, hijo?

–Llamo a un sirviente para que vaya en busca de Juan. He aguardado quince años este momento.

–¿Y si Juan no mereciera tu generosidad, Renato? ¿Si no fuera ni siquiera capaz de comprenderlo? ¿Si contestara a tu buena voluntad con sarcasmos, con desprecio, acaso con una amarga ingratitud?

–Pensaría que la culpa no es de él, sino de los que le convirtieron en un paria, de los que le desposeyeron de todo. Mi buen Noel, déjese de dudas y vacilaciones. No hay más que un camino y es el que me señala mi conciencia... —Unos golpes discretos, dados en la puerta, le interrumpen momentáneamente y, alzando la voz, invita—: Adelante... Si, Luis, yo fui quien te llamó. Busca al señor Juan por toda la hacienda y dile que lo espero en mi despacho, pues necesito hablar con él inmediatamente. Que se apresure, que no se detenga por ninguna razón, y apresúrate tú también.

2

–¿QUE ES ESO, tío Bautista?

–¿Eso...? Luis que pasó al galope, rumbo al ingenio. Entró en las cuadras pidiendo el mejor caballo que hubiera porque tenía que ir, por orden del amo, en busca de Juan del Diablo.

–Conque mandaron a buscar a Juan del Diablo...

–Sí, el amo tiene mucha urgencia de hablar con él... Vamos a ver qué regalo le ofrecen ahora a ese pordiosero que para nada sirve.

Junto a la ancha arcada del portal que da acceso a las habitaciones del ala izquierda, Bautista da rienda suelta a su cólera, a su despecho. Acaba de salir de las caballerizas, donde la última orden de Sofía le confinara. Crecida la barba, revuelto el cabello, cubiertas de fango las altas botas y el látigo en la mano, es algo bien diferente del otro tiempo omnipotente capataz de Campo Real. Junto a él, atenta siempre a los menores ruidos, en aquel espionaje que es su vida entera, queda Yanina alerta a todo ruido y movimiento, y comenta pensativa:

–Lo único que quieren Noel y doña Sofía es que Juan del Diablo se vaya para siempre; pero hay alguien que no quiere dejarle marchar...

–¿A quién te refieres?

–Ya lo verás... ya lo verán todos. Te dije que tuvieras paciencia... Cálmate, tío.

–No me da la gana de calmarme. En las venas me hierve la sangre de ver lo que veo... Soy menos que un perro en esta casa, pero el primer sirviente que vuelva a contestarme mal va a saber quién soy, aun cuando me hayan quitado el mando para dárselo a un cualquiera.

–Calla. Estáte quieto un momento. ¿Ves?

–No veo sino a la señora Aimée que se asoma a la ventana de su cuarto.

–Todo el día ha estado en él, pero Ana ha entrado y salido más de cien veces... Es su confidente... su criada de absoluta confianza. Seguramente cuenta con ella hasta para los encargos más íntimos... ¡Oh, mira! Ana sale otra vez.. Algo va a pasar esta noche, y apostaría a que sé lo que es.

–¿Pero qué locura...?

–Baja la voz... Ana se acerca... no, va para el otro patio... Voy tras ella. Algo va a pasar esta noche...

Ha echado a andar en pos de Ana. Bautista, preocupado, la sigue. Muy cerca está el enorme carretón que debe salir rumbo al ingenio. A él enfila sus pasos Ana, mientras el rostro de Bautista se descompone de cólera, al protestar:

–¿Adonde va esa imbécil? Ese es el carro que va para el ingenio.

–Naturalmente. Ana va a buscar a Juan del Diablo, va a llevarle un encargo o un recado de Aimée de Molnar, estoy segura de eso.

–No va a llevar nada, porque no va a subir a ese carro. Está prohibida que las mujeres vayan en los carros del ingenio. Soy el jefe de las caballerizas, doña Sofía me nombró ayer, y bastantes ganas tengo que ajustarle las cuentas a esa... —Se ha dirigido con pasos rápidos al encuentro de Ana, y gritando enfurecido, la conmina—: ¡Fuera de ese carro... abajo... fuera! ¡Bájate o te bajo arrastrando, ladrona!

–¡No soy ladrona... y no me bajo! Tengo que ir para el ingenio.

–¿Que no te bajas...? Te bajarás de cabeza.

–Esteban va a llevarme... La señora mandó que fuera... —protesta Ana, forcejeando con Bautista, y alzando la voz, grita angustiada—: ¡Esteban... Esteban...!

–He dicho que no van mujeres en los carros del ingenio —recalca Bautista imperioso, mientras sujeta a la mestiza sirvienta—. Esteban, maldito pollino... Coge las riendas y lárgate de una vez. ¡Que te largues, dije o vas a arrepentirte! ¡Largo!

Bautista ha azotado a los caballos que parten asustados, mientras Esteban apenas acierta a sujetar las riendas. Luego zarandea como un guiñapo a la doncella de Aimée, arrojándola lejos de un violento empellón, al tiempo que afirma furioso:

–¡Que aprendan que todavía mando en las cocheras!

–¡Ana... Ana...! ¡Tío Bautista! —grita Yanina, que llega a todo correr—. Mírala... Está como muerta... ¡Se golpeó la cabeza al caer!

–¡Ojalá reviente! Pero no tiene nada... ¡Lo está fingiendo! ¡Es una perra maldita! Me voy por no patearla, por no acabar con ella de veras...

Bautista ha vuelto a las cocheras... El carro se aleja por el camino en sombras. Nerviosamente, Yanina toca el rostro frío y ceniciento de Ana, y la sacude llamándola insistente:

–¡Ana... Ana...! ¡No tienes nada...! No sigas fingiendo... Abre los ojos... ¡Ay, Jesús...! ¡Ana...!

Temblando por el miedo de ver aparecer a Renato o a cualquiera capaz de informarle, sin atreverse a llamar, Yanina levanta la cabeza de Ana busca algo con qué poder auxiliarla... Al fin desabrocha totalmente el corpiño, desnudándole el pecho, buscando el latido del corazón que apenas percibe débilmente... Ha tropezado con un sobre blanco... A la poca luz del farol de las cocheras lee en un instante a quién va dirigido, y con rápido movimiento lo oculta entre sus propias ropas, poniéndose de pie acto seguido. La emoción es tan fuerte que le parece ahogarse, pero un paso y una voz conocida se acercan investigando:

–¿Qué pasó? ¿Qué fueron esas voces? —Yanina se ha encogido buscando las sombras, ha retrocedido de espaldas, huyendo de la figura que aparece en el corredor iluminado, que cruza hacia las cocheras al no hallar respuesta, y que persiste en su llamado—: ¿Quién está ahí? ¿Qué es esto? ¡Ana...!

Sorprendida, la señora D'Autremont se ha inclinado sobre el desmayado cuerpo de Ana. Rápida y silenciosa, Yanina se aleja, mientras la voz de Sofía se eleva llamando insistentemente:

–¡Yanina... Yanina... Esteban... Esteban...!

–¡Doña Sofía! —exclama Aimée acercándose asustada. Y de pronto, con verdadero pánico al reconocer la figura inerte que se halla en el suelo, prorrumpe—: ¡Oh, Ana! ¿Qué pasó? ¿Qué pasó?

–Es lo que quisiera saber... Oí voces, un carro... Llamé y no respondieron; salí a ver lo que ocurría y... No sé qué es lo que tiene esta mujer...

–Parece desmayada, pero...

Aimée ha mirado con ansia el corpiño abierto; con febril angustia palpa su pecho, sus manos, registra sus bolsillos y vuelve la mirada espantada hacia la dama que se ha puesto de pie, al tiempo que explica:

–Hubiera jurado que había alguien junto a ella... Cuando me sintieron acercarme, huyeron... ¡Y me sorprende muchísimo que nadie aparezca!

–¡Oh! Tengo que ir al ingenio... —murmura Ana entre gemidos, ya volviendo poco a poco en sí.

–¿Qué dice?—quiere saber Sofía.

–Nada... Locuras... Parece que delira... —replica Aimée sumamente nerviosa—, ¡Ana, soy yo, y aquí está doña Sofía también! ¿Entiendes? ¡Aquí está doña Sofía!

–Doña Sofía, sí... —murmura Ana haciendo un esfuerzo—. ¡Ay, mi cabeza...! —se queja. Y de pronto, con espanto repentino, exclama—: ¡La carta! ¡Me la quitaron!

–¿Qué carta era ésa? —se aviva la curiosidad de Sofía.

–¡Estás delirando, Ana! —Las uñas de Aimée se han clavado en la muñeca de la mestiza.

Recobrando del todo el sentido. Ana mira el rostro furioso de Aimée, y luego aquel otro rostro pálido, grave y atento, inclinado sobre ella, y aquella voz que es ley en tierras de los D'Autremont:

–¿Qué te ha ocurrido, Ana?

–¡Ay, señora! No sé... no sé... no sé... —rompe a llorar Ana con visible angustia.

–¡No llores y responde! —recrimina Sofía—. ¿Dices que te quitaron la carta?

–Ha debido resbalar y caerse —interviene Aimée, conciliadora, tratando de desviar la investigación de su suegra.

–Pero a tu lado había alguien, Ana. ¿Quién era? —insiste la señora D'Autremont.

–¡No sé... no sé...! —trata de eludir la sirvienta.

–No sabe nada, doña Sofía —vuelve a intervenir Aimée—. Ya sabe usted cómo es ella... Tiene poca cabeza... No se preocupe más... La llevaré a la cocina y haré que la atiendan... No se moleste usted...

–Sí, hija, ve con ella... Yo me he llevado un susto atroz... No sé dónde se meten los criados, que nunca aparecen cuando más se les necesita. —Y alzando algo la voz, llama de nuevo—: ¡Yanina...!

Por el lado opuesto ha aparecido Yanina, impecable, correcta, con el mismo gesto de perfecta solicitud con que se acerca siempre a su señora, y se ofrece humildemente:

–Aquí estoy, madrina, ¿me llamaba usted?

–Te llamé hace rato... Ana se ha dado un golpe, ha sufrido un desmayo... No sé, en realidad... No sabemos... Haz que la atiendan, Yanina...

–No, por Dios... Yo la atenderé —advierte Aimée rápidamente—. Que Yanina la acompañe a usted, doña Sofía... La señora está asustada, Yanina. Creo que necesita una taza de tila inmediatamente... ¡Vamos, Ana!

–¡Qué accidente más extraño! —comenta Sofía.

–Todo es ahora extraño en esta casa, señora. Pero lo único lamentable es que la hayan asustado a usted. Voy hasta la cocina para hacerle una taza de tila...

–No, Yanina, déjalo... Dame el brazo y acompáñame a mi cuarto. Hemos de hablar nosotras también...

–¿Quién te quitó la carta? ¿Quién? —apremia Aimée en un deplorable estado de nerviosidad.

–¡Ay, señora... no sé...! —lloriquea Ana.

–¡Maldita imbécil! Pero, ¿qué te pasó? ¿Qué pudo pasarte?

–Ya le he contado... El Bautista ese... Yo estaba montada en el carro, el Esteban venía ya e íbamos a salir para el ingenio... Llegó el Bautista hecho un demonio y me bajó a tirones. Luego le gritó al Esteban que se fuera y él mismo le arreó los caballos... Yo quise salir corriendo detrás del carro y el Bautista me empujó... Si, me empujó y me dio una patada también. Después, ya no me acuerdo... Me di contra una piedra... Ya no sé nada más, mi ama, ya no sé...

–Estabas totalmente desabrochada. Alguien te registró, te quitó la carta... ¿Quién fue? ¿Quién pudo ser? ¿Bautista acaso? ¿Quién más estaba ahí?

–Nadie... yo no vi a nadie... Yo estaba sola, el Esteban venía... El Bautista llegó corriendo... ¡Seguro fue Bautista, señora!

–Si Bautista tiene esa carta, no se la entregará a Renato, no se atreverá a ponerse frente a él, preferirá vendérmela a mí a buen precio. Tengo que buscarlo, que hablar con él... —Una campanada del reloj de pared la interrumpe, y con sobresalto exclama—: ¡Oh...! La hora que es... Tengo que rescatar esa carta como sea.

Aiméé ha mirado de nuevo por las ventanas. No hay nadie en los portales ni en las galerías, ni en el ancho trecho que separa el edificio central de las cocheras. Ningún ruido se percibe tampoco del otro lado de la casa. Temblando de angustia vuelve hasta el armario cercano, toma un espeso chal de seda, envolviéndose en él la cabeza y los hombros, mientras Ana le mira sorprendida, los gruesos labios entreabiertos, y pregunta:

–¿Adonde va, señora Aimée?

–A buscar a Bautista. Seguramente está escondido en las cocheras. ¡Buen cuidado tuvo de no asomarse cuando lo llamó doña Sofía!

Ha ceñido más el chal alrededor de su cuerpo estatuario, se lo ha echado más a la cara cubriéndola casi por completo, donde sólo brillan sus ojos encendidos de fiebre. Con las dos manos en el pecho, donde el corazón parece golpear, espía un momento el desierto pasillo, y sale rápida y silenciosa como una pantera.

—¿Quieres abrir esa ventana? Esta noche parece que faltara el aire... Esta noche he vuelto a sentir que me ahogo, como en los primeros años en que llegué a estas tierras.

Precisa, silenciosa, con la rapidez y la perfección que son características en ella, Yanina ha abierto la ventana de la amplia alcoba de Sofía, pero en nada cambia el ambiente de la lujosa estancia, no hay una ráfaga de viento, no hay una nube en el oscuro cielo tachonado de estrellas. Es una de esas noches sin luna en que se entretejen los luceros, tan apretados como una red de plata, sobre el terciopelo del firmamento. Con suave paso, la pálida soberana de Campo Real se acerca a la ventana, y el cuerpo delgado, oscuro y vibrante de Yanina, retrocede un paso cediéndole el sitio respetuosamente.


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