Текст книги "Rey, Dama, Valet"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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Finalmente se pudo abrir el cajón. Franz abrió un joyero negro y enseñó las esmeraldas al sombrío empleado.
Media hora más tarde llegaba al hospital, un edificio nuevo y blanco situado en un pinar en las afueras de la ciudad. El taxista exigió propina y cerró de golpe y con irritación la puerta cuando Franz movió negativamente la cabeza. Una enfermera que estaba muy animada tenía otro recado para él. Su tío, le dijo con una feliz sonrisa, le estaba esperando en la posada, a cosa de una milla por la carretera. Franz recorrió la distancia a pie con la mano izquierda apretada contra el costado izquierdo, donde le abultaba el joyero. Los bombachos le rozaban un poco entre los muslos. Al llegar a la posada vio a Martha que salía rápidamente y miraba al cielo, con un dedo en el gatillo del paraguas. Miró rápidamente a Franz y se fue por el camino por el que éste había venido. Era más joven que Martha, y su boca era distinta, pero tenía los mismos ojos y la misma forma de andar que Martha. Esto quería decir que en la posada de Swistok había una alegre reunión familiar: tío, sobrino y dos tías.
Encontró a Dreyer en el recibidor de la posada. Estaba examinando un peltre decorativo y siguió examinándolo incluso cuando Franz acercaba la caja negra y el telegrama a los aledaños de su persona. Dreyer se metió ambas cosas en el bolsillo sin abrirlas y colgó el peltre en su gancho.
Se volvió hacia Franz, que, en aquel momento, vio solamente que no era Dreyer el que le miraba, sino un extraño demente con la camisa desabrochada y arrugada, los ojos hinchados y la mandíbula temblorosa y cubierta de una incipiente barba castaña.
—Es demasiado tarde —dijo—, demasiado tarde para llevarlos en el baile, pero no es todavía demasiado tarde para poner...
Tiró de la manga de Franz con tal fuerza que casi le hizo perder el equilibrio, pero lo único que quería Dreyer era llevarle al mostrador.
—Súbanle arriba —dijo a la viuda del posadero. Y luego, volviéndose a Franz—, tendremos que seguir aquí hasta mañana. Las peores formalidades vienen después. Ahora vete a tu cuarto. Hilda acaba de llegar de Hamburgo. Te irá a buscar dentro de un par de horas.
—¿Se... —comenzó Franz, desconcertado—... se...?
—¿Qué si se acabo? —preguntó Dreyer, que ahora sollozaba—, sí, claro que se acabó. Ahora vete.
Franz trató de coger la mano de su benefactor y chocársela a modo de caluroso pésame, pero Dreyer interpretó terriblemente mal el ademán bosquejado por Franz, tomándolo por un conato de abrazo, y sus cerdas húmedas entraron en efímero contacto con la encendida mejilla de Franz.
Las últimas palabras de Martha habían sido (con una dulce y remota voz que Dreyer nunca le había oído hasta entonces):
—Querido, ¿dónde pusiste mis escarpines de esmeralda, mis pendientes quiero decir? Me hacen falta. Todos vamos a bailar, todos vamos a morir —y luego, con su habitual brusquedad—, Frieda, ¿por qué está aquí otra vez el perro? Lo mataron. No puede seguir estando aquí.
Y hay tontos que dicen que no es posible tener doble vista.
Franz siguió a la vieja escaleras arriba. Le llevó a una habitación oscura. Corrió rápidamente las persianas, abrió rápidamente la parte inferior de la mesita de noche para ver si estaba allí el orinal. Se fue rápidamente.
Franz fue hacia la ventana abierta. Dreyer cruzaba la carretera y se sentaba en un banco debajo de un árbol. Franz cerró la ventana. Ahora estaba solo. En la habitación contigua, una mujer, una vagabunda miserable a quien había dejado plantada un viajante de comercio, oyó a través del fino tabique algo que parecía como si varios juerguistas estuvieran hablando y riendo a carcajadas al mismo tiempo, interrumpiéndose unos a otros y volviendo a estallar en un frenesí de júbilo juvenil.
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