Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
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5
Cuando me levanto por la mañana es tardísimo. He pasado una nochecita jerezana que no se la deseo ni a mi peor enemigo. Bueno, sí...; a Eric, ¡sí!
Mi hermana y mi padre ya están liados con la cena de Nochebuena mientras mi cuñado juega a la PlayStation con mi sobrina. Tras tomarme un café, me siento junto a mi cuñado y, diez minutos después, juego a Mario Bros con ellos. Mi móvil suena. Eric. Directamente lo apago.
A las siete de la tarde, cuando voy a meterme en la ducha, me miro en el espejo. Mi aspecto exterior es bueno, aunque por dentro estoy destrozada. Enciendo el móvil y, tras ver doce llamadas perdidas de Eric, me encuentro un mensaje de David: «Pasaré a buscarte sobre la medianoche. Ponte guapa».
El «ponte guapa» me hace sonreír. Pero mi sonrisa es triste. Desganada. Con desesperación, me apoyo en el lavabo. ¿Qué me pasa?
¿Por qué no puedo quitármelo de la cabeza?
¿Por qué digo una cosa cuando quiero hacer otra?
¿Por qué...? ¿Por qué...?
La respuesta a tanto «¿por qué?» es evidente. Le quiero. Estoy enamorada de Eric hasta las trancas y, como dice Fernando, si no me bajo de la burra me voy a arrepentir. Pero no, no me bajo de la burra. Estoy harta de sus tonterías y voy a recuperar mi vida.
Frustrada, decido darme una ducha, pero antes voy a mi habitación en busca de algo. Ya en el baño, corro el pestillo de la puerta, pongo mi CD de Aerosmith y suena Crazy. Subo el volumen y abro el grifo de la ducha. Cierro los ojos y comienzo a moverme sensualmente al compás de la música y, al final, me siento en el borde de la bañera con el vibrador.
Quiero fantasear.
Lo necesito.
Lo anhelo.
Mantengo los ojos cerrados mientras la música suena y retumba en el baño.
I go crazy, crazy, baby, I go crazy
You turn it on, then you’re gone
Yeah you drive me crazy, crazy, crazy for you baby
What can I do, honey?
I feel like the color blue...
Me abro de piernas y dejo volar mi imaginación. Imagino que Eric está detrás de mí y susurra en mi oreja que abra mis piernas para otros. Calor.
Mis muslos se separan y, con mis dedos, abro mis labios vaginales mientras ofrezco y enseño lo que Eric, mi morboso y tentador dueño, me pide. Ardor.
Sin demora, paseo mis dedos por mi mojado ofrecimiento. Enciendo el vibrador y lo llevo hasta mi clítoris. El resultado es fantástico, instigador y fabuloso. Una explosión de placer toma mi cuerpo, y cuando voy a cerrar las piernas, la voz de Eric me pide que no lo haga. Le obedezco y jadeo. Pasión.
Me meto en la vacía bañera y subo mis piernas a ambos lados. Con los ojos cerrados, me expongo a todo el que me quiera mirar. Tumbada y abierta de piernas vuelvo a colocar el vibrador en el centro de mi deseo mientras la voz de Eric me susurra que juegue y lo pase bien. Atrevimiento.
Mi ardiente cuerpo se mueve excitado mientras me muerdo los labios para no gritar. Eric está presente. Eric me pide. Eric me instiga a correrme. Mi mente vuela y fantasea. Quiero revivir esos momentos pasados y volver a sentirlos. El morbo me gusta. Me atrae tanto como a Eric. Jadeo. La música suena alta y me puedo permitir murmurar su nombre justo en el momento en el que me incorporo en la bañera y un maravilloso orgasmo me hace convulsionar de placer.
Cuando me recupero, abro los ojos. Estoy sola. Eric sólo está en mi mente.
I go crazy, crazy, baby, I go crazy
You turn it on, then you’re gone
Yeah you drive me crazy, crazy, crazy for you baby
What can I do, honey?
I feel like the color blue...
Tras la ducha y algo más relajada, regreso a mi habitación. Guardo el vibrador y enciendo el móvil. Dieciséis llamadas perdidas de Eric. Esto me hace sonreír e imaginar el cabreo que debe de tener. ¡Toma alemán! Soy así de masoca.
Quiero estar guapa para la cena de Nochebuena y decido ponerme un vestido negro de lo más sugerente. Explosivo. Seguro que Eric pasará luego por el pub y deseo que se muera de rabia por no tenerme.
Cuando salgo de mi habitación y mi hermana me ve, se queda parada y exclama:
–¡Cuchufletaaaaaaaaaaa, qué vestido más bonito!
–¿Te gusta?
Raquel asiente y se acerca a mí.
–Es precioso, pero para mi gusto enseña demasiado, ¿no crees?
Me miro en el espejo del pasillo. El escote del vestido está sujeto por una anilla plateada y la abertura llega hasta el estómago. Es sexy y lo sé. En este preciso momento, aparece mi padre.
–¡Madre mía, morenita, estás preciosa! —dice, contemplándome.
–Gracias, papá.
–Pero oye, mi vida, ¿no crees que vas un poco despechugada?
Cuando pongo los ojos en blanco, mi hermana vuelve al ataque.
–Eso mismo le estaba diciendo yo, papá. Está muy guapa, pero...
–¿Vas a ir a trabajar al pub con ese vestido? —pregunta mi padre.
–Sí. ¿Por qué?
Mi padre niega con la cabeza y se la rasca.
–¡Ojú, morenita!, no creo que a Eric le guste.
–¡Papáaaaaaaaaaa! —gruño, molesta.
Ahora llega mi cuñado, que también se para a mirarme.
–¡Guau, cuñada, estás despampanante!
Sonrío. Me vuelvo hacia mi padre y mi hermana, y digo:
–Eso..., justo eso, es lo que yo quiero oír.
A las nueve y media nos sentamos a la mesa y degustamos los ricos manjares que mi padre, con todo su amor, ha comprado y ha cocinado para nosotros. Los langostinos están de vicio y el corderito para chupetearse los dedos. Entre risas por las cosas que dice mi sobrina, cenamos y, cuando acabamos, decido retocar mi maquillaje. Tengo que ir a trabajar. He quedado con David y pretendo olvidarme de todo y pasármelo bien. Pero cuando regreso al comedor me quedo de piedra al ver a mi familia de pie hablando con..., con ¡Eric!
Él, al verme, recorre con su mirada mi rostro y después mi cuerpo.
–¡Hola, cariño! —me saluda, aunque al percatarse de cómo lo miro, rectifica—. Bueno, quizá lo de «cariño» sobra.
Me quedo bloqueada por un momento y cuando voy a contestar mi hermana se entremete.
–Mira quién ha venido, cuchu. Qué sorpresa, ¿verdad?
No respondo. Achino los ojos y, obviando la sonrisita de mi padre, entro directa en la cocina. Me va a dar algo. ¿Qué hace aquí? Necesito agua. Segundos después, entra mi padre.
–Mi vida, ese muchacho es un buen hombre y está loco por ti. Además...
–Papá, por favor, no comiences con eso. Lo nuestro se acabó.
–Ese hombre te quiere, ¿no lo ves?
–No, papá, no lo veo. ¿Qué hace aquí?
–Lo invité yo.
–¡Papáaaaaaaaaaaaaaa!
Mi padre, sin quitarme el ojo de encima, insiste:
–Vamos, morenita, deja tu cabezonería para otro momento y habla con él. Intento comprenderte, pero no entiendo que no hables con Eric.
–No tengo nada que hablar con él. Nada.
–Cariño —persevera—, habéis discutido. Las parejas discuten y...
Oímos el timbre de la puerta. Miro el reloj. Sé quién es y cierro los ojos. De pronto, entra mi hermana seguida por la pequeña Luz y, con cara de apuro, cuchichea:
–¡Por el amor de Dios, Judith!, ¿te has vuelto loca? Acaba de llegar David Guepardo a buscarte y está en el salón junto a Eric. ¡Oh, Diossss!, ¿qué hacemos?
–¿Guepardo, el corredor, está aquí? —pregunta mi padre.
–Sí —responde mi hermana.
—¡Ojú...! —suelta él.
Me entra la risa nerviosa.
–¿Tienes dos novios, tita? —quiere saber mi sobrina.
–¡Nooooooooooo! —respondo, mirando a la pequeña.
–¿Y por qué han venido dos novios a buscarte?
–¡Tu tita es de lo que no hay! —protesta mi hermana.
Miro a Raquel con ganas de matarla, y ella hace callar a la pequeña. Mi padre se acaricia el pelo con gesto preocupado.
–¿Has invitado tú a David?
–Sí, papá —contesto—. Tengo mis propios planes. Pero..., pero vosotros sois unos liantes y... ¡Oh, Diossssssssss!
El pobre asiente como puede. Menudo marrón. Esto no pinta bien y, sin decir nada, coge a mi sobrina de la mano y regresa al salón. Mi hermana está histérica.
–¡¿Qué hacemos?! —vuelve a preguntar, mirándome atentamente.
Doy un nuevo trago de agua y, dispuesta a hacer lo que pienso, respondo:
–Tú no sé. Yo, irme con David.
–¡Ay, Virgencita de Triana! ¡Qué angustia!
–¿Angustia, por qué?
Mi hermana se mueve nerviosa. Yo lo estoy más, pero disimulo. No contaba con la presencia de Eric en casa de mi padre. Entonces, Raquel se acerca a mí.
–Eric es tu novio y...
–No es mi novio. ¿Cómo te lo tengo que decir?
Ahora mi hermana abre los ojos de manera desorbitada y oigo detrás de mí:
–Jud, no te vas a ir con ese tipo. No lo voy a consentir.
¡Eric!
Me vuelvo.
Lo miro.
¡Oh, Diossssssssssss, está despampanantemente guapoooooo!
Pero vamos a ver, ¿y cuándo no lo está? Y consciente de su enfado y del mío, pregunto con mi chulería por todo lo alto:
–¿Y quién me lo va a impedir?, ¿tú?
No contesta.
No responde.
Sólo me mira con esos celestes ojos fríos.
–Si tengo que cargarte al hombro y llevarte conmigo para impedirlo, lo haré —sisea al final.
El comentario no me sorprende y no me dejo amilanar.
–Sí, claro..., cuando los peces vuelen. Tendrás morro. Atrévete y...
–Jud..., no me provoques —me corta con sequedad.
Sonrío ante su advertencia, y sé que mi sonrisa lo altera aún más.
–Mi paciencia estos días está más que agotada, pequeña, y...
–¡¿Tu paciencia?! —grito, descompuesta—. La que está agotada es la mía. Me llamas. Me persigues. Me acosas. Te presentas en mi trabajo. Mi familia insiste en que eres mi novio, pero ¡no!..., no lo eres. Y aun así me dices que tu paciencia está agotada.
–Te quiero, Jud.
–Pues peor para ti —replico sin saber muy bien lo que digo.
–No puedo vivir sin ti —murmura con voz ronca y cargada de tensión.
Un «¡ohhhhh!» algodonoso escapa de los labios de mi hermana. Su gesto lo dice todo. Está totalmente abducida por las palabras romanticonas de Eric. Enfadada y sin ganas de querer escuchar lo que tenga que decirme, me acerco a él, me empino y pronuncio lo más cerca de su cara que puedo:
–Tú y yo hemos acabado. ¿Qué parte de esta frase eres incapaz de procesar?
Mi hermana, al verme en este estado, sale de su nubecita rosa, me coge del brazo y me aparta de Eric.
–¡Por Dios, Judith!, que te estoy viendo venir. La cocina está llena de artilugios punzantes, y tú en este momento eres una arma de destrucción masiva.
Eric da un paso adelante, retira a mi hermana y afirma, mirándome:
–Te vas a venir conmigo.
–¿Contigo? —digo, y sonrío con malicia.
Mi Iceman particular asiente con esa seguridad aplastante que me desconcierta, y repite:
–Conmigo.
Molesta por la confianza que destila por cada poro de su piel, levanto una ceja.
–Ni lo sueñes.
Eric sonríe. Pero su sonrisa es fría y desafiante.
–¿Que no lo sueñe?
Me encojo de hombros, le miro como retándolo y adopto la actitud más chulesca de que soy capaz.
–Pues no.
–Jud...
–¡Oh, por favorrrrrrrrrrrrrr! —protesto, deseosa de coger la sartén que tengo cerca de mi mano y estampársela en la cabeza.
–Judith —cuchichea mi hermana—, aleja tu mano de la sartén ahora mismo.
–¡Cállate de una vez, Raquel! —grito—. No sé quién es más pesado, si él o tú.
Mi hermana, ofendida por mis palabras, sale de la cocina y cierra la puerta. Yo hago un amago por seguirla, pero Eric me lo impide. Intercepta el camino. Resoplo. Contengo las ganas que tengo de matarlo y susurro:
–Te dije muy claramente que, si te ibas, asumieras las consecuencias.
–Lo sé.
–¿Entonces?
Me mira..., me mira..., me mira, y finalmente, dice:
–Actué mal. Soy como dices un cabeza cuadrada y necesito que me perdones.
–Estás perdonado, pero lo nuestro se acabó.
–Pequeña...
Sin darme tiempo a reaccionar, me coge entre sus brazos y me besa. Me avasalla. Toma mi boca con verdadera adoración y me aprieta contra él de forma posesiva. Mi corazón va a mil, pero cuando separa su boca de la mía, le aseguro:
–Me he cansado de tus imposiciones.
Me vuelve a besar y me deja casi sin resuello.
–De tus numeritos y tus enfados, y...
Toma mi boca de nuevo y, cuando me separa de él, murmuro sin aire:
–No vuelvas a hacerlo, por favor.
Eric me mira y luego desvía la vista, girando la cabeza.
–Si me vas a dar con la sartén, dame, pero no te pienso soltar. Pienso seguir besándote hasta que me des una nueva oportunidad.
De pronto, soy consciente de que tengo el mango de la sartén agarrado y lo suelto. Me conozco y, como dice mi hermana, ¡soy una arma de destrucción masiva! Eric sonríe, y digo con toda la convicción que puedo:
–Eric..., lo nuestro se acabó.
–No, cariño.
–Sí... ¡Se acabó! —reitero—. He desaparecido de tu empresa y de tu vida. ¿Qué más quieres?
–Te quiero a ti.
Aún entre sus brazos, cierro los ojos. Mis fuerzas comienzan a desfallecer. Lo noto. Mi cuerpo empieza a traicionarme.
–Te quiero —prosigue él cerca de mi boca—. Y el quererte así a veces me hace ser irracional ante ciertos temas. Sí, dudé. Dudé al ver esas fotos tuyas con Betta. Pero mis dudas se disiparon cuando en la oficina me hablaste como me hablaste y me hiciste ver lo ridículo e idiota que soy. Tú no eres Betta. Tú no eres una mentirosa y rastrera sinvergüenza como lo es ella. Tú eres una maravillosa y preciosa mujer que no se merece el trato que te di, y nunca me perdonaré haberte partido el corazón.
–Eric, no...
–Cariño, no dudes un segundo de que eres lo más importante de mi vida y que estoy loco por ti. —Lo miro, y él pregunta—: ¿Tú ya no me quieres? —No contesto, y él continúa—: Si me dices que es así, prometo soltarte, marcharme y no volver a molestarte en tu vida. Pero si me quieres, discúlpame por ser tan cabezón. Como tú dices, ¡soy alemán! Y estoy dispuesto a seguir intentando que regreses conmigo porque ya no sé vivir sin ti.
El corazón me va a estallar. ¡Qué cosas más bonitas me está diciendo! Pero no..., no debo escucharlo, y murmuro con un hilo de voz:
–No me hagas esto Eric...
Sin soltarme, suplica, acercando su frente a la mía.
–Por favor, mi amor, por favor..., por favor..., por favor, escúchame. Tú una vez me cabreaste para que yo fuera hacia ti, pero yo no sé hacerlo. Yo no tengo ni tu magia, ni tu gracia, ni tu salero para conseguir esos golpes de efecto. Sólo soy un soso alemán que se pone delante de ti y te pide..., te suplica, una nueva oportunidad.
–Eric...
–Escucha —me interrumpe rápidamente—, ya he hablado con los dueños del pub donde trabajas y lo he solucionado todo. No tienes que ir a trabajar. Yo...
–¿Que has hecho qué?
–Pequeña...
Furiosa. Vuelvo a estar furiosa.
–Pero vamos a ver, ¿quién eres tú para..., para? ¿Te has vuelto loco?
–Cariño. Los celos me matan y...
–Los celos no sé, pero yo sí que te voy a matar —insisto—. Acabas de jorobarme el único trabajo que tenía. Pero ¿quién te has creído que eres para hacer eso? ¿Quién?
Espero que mis palabras lo enfaden, pero no.
–Sé que mi acción te habrá parecido desmedida, pero quiero y necesito estar contigo —se empecina mi Iceman. Voy a gruñir cuando añade—: No puedo permitir que sigas regalando tus maravillosas sonrisas y tu tiempo a otro que no sea yo. Te quiero, pequeña. Te quiero demasiado para olvidarte y haré todo lo que sea para que tú me vuelvas a querer y a necesitar tanto como yo a ti.
Los ojos se me llenan de lágrimas. Me estoy desinflando. ¡La hemos liado! El hombre al que quiero está ante mí diciéndome las cosas más maravillosas que he escuchado nunca. Pero me aferro a mi resolución.
–Suéltame.
–Entonces, ¿es cierto?, ¿ya no me quieres? —pregunta con voz tensa y cargada de emoción.
Mi cabeza va a explotar.
–Yo no he dicho eso, pero tengo que hablar con David.
Sigue sin soltarme.
–¿Por qué?
Pese a estar aturdida, clavo una dura mirada en él.
–Porque está esperándome, ha venido a buscarme y se merece una explicación.
Eric asiente. Noto la incomodidad en su rostro, pero me suelta. Finalmente, salgo de la cocina precedida por Eric, y David al verme silba.
–Estás espectacular, Judith.
–Gracias —contesto, sin muchas ganas de sonreír.
Sin querer pensar en nada más, agarro a David del brazo ante la cara de estupefacción de mi padre y de mi hermana, y lo saco al jardín para hablar a solas con él. David asiente. Ha reconocido a Eric como el hombre del pub de la noche anterior. Entiende lo que le explico y, tras darme un beso en la mejilla, se va. Yo vuelvo a entrar en casa. Todos me miran. Mi padre sonríe, y Eric tiende su mano hacia mí para que se la coja.
–¿Te vienes conmigo?
No respondo.
Sólo lo miro, lo miro y lo miro.
–Tita, le tienes que perdonar —dice mi sobrina—. Eric es muy bueno. Mira, me ha traído una caja de bombones de Bob Esponja.
Entonces, veo que Eric le guiña un ojo a mi sobrina.
¿Está sobornándola?
Ella sonríe y le dedica una cómplice y mellada sonrisa. ¡Vaya dos!
Miro a mi padre y, emocionado, asiente. Miro a mi hermana y, con una de sus sonrisitas tontas, hace un gesto de aprobación con la cabeza. Mi cuñado me dedica un guiño. Cierro los ojos y mi corazón accede. Es lo que deseo. Es lo que necesito.
–De momento, tú y yo vamos a hablar —manifiesto, mirando a Eric.
–Lo que tú quieras, cariño.
Mi sobrina salta, encantada.
–Dame un segundo.
Entro en mi habitación, y mi hermana viene detrás. Me ve tan bloqueada que me abraza.
–Deja tu orgullo a un lado, cabezota, y disfruta del hombre que ha venido a buscarte. ¿Que discutís? Claro, cariño. Yo discuto con Jesús día sí, día también; pero lo mejor son las reconciliaciones. No niegues tus sentimientos y déjate querer.
Molesta conmigo misma por parecer una veleta, me siento en la cama.
–Es que me saca de mis casillas, Raquel.
–¡Toma, y a mí Jesús!, pero nos queremos y es lo que cuenta, cuchufleta.
Finalmente, sonrío y, con su ayuda, comienzo a meter en mi mochila parte de mis cosas.
Lo que siento por Eric definitivamente es tan fuerte que puede conmigo. Lo quiero, lo necesito y lo adoro. Al regresar al salón con mi equipaje, Eric sonríe, me abraza y consigue ponerme la carne de gallina cuando proclama ante mi padre y toda mi familia:
–Te voy a conquistar todos los días.
6
Tras despedirme de mi familia me monto en el coche de Eric.
He claudicado.
He claudicado y de nuevo estoy junto a él.
Mi cabeza da vueltas y vueltas mientras intento entender qué estoy haciendo. De pronto, me fijo en la carretera. Creía que iríamos hacia Zahara, a la casa de Frida y Andrés, y me sorprendo al ver que nos dirigimos hacia la preciosa villa que Eric alquiló en verano.
Una vez que la valla metálica se cierra tras nosotros, observo la preciosa casa al fondo y murmuro:
–¿Qué hacemos aquí?
Eric me mira.
–Necesitamos estar solos.
Asiento.
Nada me apetece más que eso.
Cuando para el coche y nos bajamos, Eric coge mi equipaje con una mano y me da la otra. Me agarra con fuerza, con posesión, y entramos en el interior de la casa. Mi sorpresa es mayúscula al ver cómo ha cambiado el entorno. Muebles modernos. Paredes lisas y de colores. Un pantalla de plasma enorme. Una chimenea por estrenar. Todo, absolutamente todo, es nuevo.
Lo miro sorprendida. Veo que pone música y, antes de que yo diga nada, él aclara:
–He comprado la casa.
Increíble. Pero ¿cómo es posible que no me haya enterado de que la ha comprado?
–¿Has comprado esta casa?
–Sí. Para ti.
–¿Para mí?
–Sí, cariño. Era mi sorpresa de Reyes Magos.
Asombrada, miro a mi alrededor.
–Ven —dice Eric tras soltar mi equipaje—. Tenemos que hablar.
La música envuelve la estancia, y sin que pueda dejar de mirar y admirar lo bonita y elegante que está, me siento en el confortable sillón ante la crepitante chimenea.
–Estás preciosa con ese vestido —asegura, sentándose a mi lado.
–Gracias. Lo creas o no, lo compré para ti.
Después de un gesto de asentimiento, pasea su mirada por mi cuerpo, y mi Iceman no puede evitar decir:
–Pero era a otros a quienes les pensabas regalar las vistas que el vestido da.
Ya estamos.
Ya comenzamos.
¡Ya me está picando!
Cuento hasta cuarenta y cinco; no, hasta cuarenta y seis. Resoplo y finalmente contesto:
–Como te dije una vez, no soy una santa. Y cuando no tengo pareja, regalo y doy de mí lo que yo quiero, a quien yo quiero y cuando yo quiero. —Eric arquea una ceja, y yo prosigo—: Soy mi única dueña, y eso te tiene que quedar clarito de una vez por todas.
–Exacto: cuando no tienes pareja, que no es el caso —insiste sin apartar sus ojos de mí.
De repente, soy consciente de que suena una canción que me gusta mucho. ¡Dios, lo que me he acordado de Eric estos días mientras la escuchaba! Volvemos a mirarnos como rivales en tanto la voz de Ricardo Montaner canta:
Convénceme de ser feliz, convénceme.
Convénceme de no morir, convénceme.
Que no es igual felicidad y plenitud
Que un rato entre los dos, que una vida sin tu amor.
Estas frases dicen tanto de mi relación con Eric que me nublan momentáneamente la mente. Pero al final Eric da su brazo a torcer y cambia de tema.
–Mi madre y mi hermana te mandan recuerdos. Esperan verte en la fiesta que organizan en Alemania el día 5, ¿lo recuerdas?
–Sí, pero no cuentes conmigo. No voy a ir.
Mi entrecejo sigue fruncido y mi chulería en to lo alto. A pesar de la felicidad que me embarga por estar junto al hombre que adoro, el orgullo y la furia siguen instalados en mí. Eric lo sabe.
–Jud..., siento todo lo que ha ocurrido. Tenías razón. Debía haber creído lo que decías sin haber cuestionado nada más. Pero a veces soy un cabezón cuadriculado y...
–¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
–El fervor con que defendiste tu verdad fue lo que me hizo comprender lo equivocado que estaba contigo. Antes de que te marcharas ya me había dado cuenta de mi gran error, cariño.
Si es que los tíos son para darles un ladrillazo.
–Convénceme...
Nada más decirlo, Eric me mira, y yo me regaño a mí misma. «¿Convénceme?» Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Dios!, la canción me nubla la razón. Que acabe ya. Y sin dejarle contestar, gruño:
–¿Y para eso me he tenido que despedir de mi trabajo y devolverte el anillo?
–No estás despedida y...
–Sí lo estoy. No pienso regresar a tu maldita empresa en mi vida.
–¿Por qué?
–Porque no. ¡Ah!, y por cierto, me alegró saber que pusiste de patitas en la calle a mi ex jefa. Y antes de que insistas, no. No pienso regresar a tu empresa, ¿entendido?
Eric asiente, pero durante un instante se queda pensativo. Al final, se decide a hablar:
–No voy a permitir que sigas trabajando de camarera ni aquí ni en ningún otro lugar. Odio ver cómo los hombres te miran. Para mis cosas soy muy territorial y tú...
Alucinada por este arranque de celos, que en el fondo me pone a cien, le suelto:
–Mira, guapo, hoy por hoy hay mucho paro en España y, como comprenderás, si tengo que trabajar no me puedo poner en plan princesita. Pero, de todos modos, ahora no quiero hablar de esto, ¿de acuerdo?
Eric se muestra conforme.
–En cuanto al anillo...
–No lo quiero.
¡Guau, qué borde estoy siendo! Hasta yo misma me sorprendo.
–Es tuyo, cariño —responde Eric con tacto y una voz suave.
–No lo quiero.
Intenta besarme y le hago la cobra. Y antes de que diga nada, farfullo:
–No me agobies con anillos, ni compromisos, ni mudanzas, ni nada. Estamos hablando de nosotros y de nuestra relación. Ha ocurrido algo que me ha desbaratado la vida y de momento no quiero anillos ni títulos de novia, ¿vale?
Vuelve a asentir. Su docilidad me tiene maravillada. ¿Realmente me quiere tanto? La canción termina y suena Nirvana. ¡Genial! Se acabó el romanticismo.
Se produce un tenso silencio por parte de los dos, pero no me quita el ojo de encima ni un segundo. Finalmente, veo que se curvan las comisuras de sus labios y dice:
–Eres una jovencita muy valiente a la par que preciosa.
Sin querer sonreír, levantó una ceja.
–¿Momento peloteo?
Eric sonríe por lo que acabo de decir.
–Lo que hiciste el otro día en la oficina me dejó sin habla.
–¿El qué? ¿Cantarle las verdades a la idiota de mi ex jefa? ¿Despedirme del trabajo?
–Todo eso y escuchar cómo me mandabas a la mierda ante el jefe de personal. Por cierto, no lo vuelvas a hacer o perderé credibilidad en mi empresa, ¿entendido?
Esta vez soy yo la que asiente y sonríe. Tiene razón. Eso estuvo muy mal.
Silencio.
Eric me observa a la espera de que lo bese. Sé que demanda mi contacto, lo sé por cómo me mira, pero no estoy dispuesta a no ponerle las cosas fáciles.
–¿Es cierto que me quieres tanto?
–Más —susurra, acercando su nariz a mi cuello.
El corazón me aletea; su olor, su cercanía, su aplomo, comienzan a hacer mella en mí, y sólo puedo desear que me desnude y me posea. Su proximidad es irresistible, pero, dispuesta a decir todo lo que tengo que decir, me retiro y murmuro:
–Quiero que sepas que estoy muy enfadada contigo.
–Lo siento, nena.
–Me hiciste sentir muy mal.
–Lo siento, pequeña.
Vuelve a la carga.
Sus labios me besan el hombro desnudo. ¡Oh, Diosssss, cuánto me gusta!
Pero no. Debe probar su propia medicina. Se lo merece. Por ello, respiro hondo y digo:
–Vas a sentirlo, señor Zimmerman, porque a partir de este instante cada vez que yo me enfade contigo tendrás un castigo. Me he cansado de que aquí sólo castigues tú.
Sorprendido, me mira y frunce el ceño.
–¿Y cómo pretendes castigarme?
Me levanto del sillón.
¿No le gustan las guerreras? Pues allá voy.
Me doy una vuelta lentamente ante él, segura de mi sensualidad.
–De momento, privándote de lo que más deseas.
Iceman se levanta. ¡Oh, oh!
Su altura es espectacular.
Clava sus impactantes y azulados ojos en mí, e indaga:
–¿A qué te refieres exactamente?
Camino. Me observa y, cuando estoy tras la mesa, aclaro:
–No vas a disfrutar de mi cuerpo. Ése es tu castigo.
¡Tensión!
El aire puede cortarse con un cuchillo.
Su rostro se descompone ante mis ojos.
Espero que grite y se niegue, pero de pronto dice con voz gélida:
–¿Me quieres volver loco? —No respondo, y prosigue, ofuscado—: Has escapado de mí. Me has vuelto loco al no saber dónde estabas. No me has cogido el teléfono durante días. Me has dado con la puerta en las narices y anoche te vi sonriendo a otros tipos. ¿Y aún me quieres infligir más castigos?
–¡Ajá!
Maldice en alemán.
¡Guau, menuda palabrotaza que ha dicho! Pero al dirigirse a mí cambia completamente el tono:
–Cariño, quiero hacerte el amor. Quiero besarte. Quiero demostrarte cuánto te amo. Quiero tenerte desnuda entre mis brazos. Te necesito. ¿Y tú me estás diciendo que me prive de todo eso?
Se lo confirmo con mi voz más fría y distante.
–Sí, exactamente. No me tocarás ni un pelo hasta que yo te deje. Me has roto el corazón y, si me quieres, respetarás el castigo como yo siempre he respetado los tuyos.
Eric vuelve a maldecir en alemán.
–¿Y hasta cuándo se supone que estoy castigado? —pregunta, mirándome con intensidad.
–Hasta que yo decida que no lo estás.
Cierra los ojos. Inspira por la nariz y, cuando los abre, asiente.
–De acuerdo, pequeña. Si eso es lo que tú crees que debes hacer, adelante.
Encantada, sonrío. Me he salido con la mía. ¡Yupi!
Miro el reloj y veo que son las dos y media de la madrugada. No tengo sueño, pero necesito alejarme de él, o la primera que no cumplirá el absurdo castigo impuesto seré yo. Así pues, me desperezo antes de plantearle:
–¿Me dices dónde está mi habitación?
–¡¿Tu habitación?!
Con disimulo, contengo la risa que me gustaría soltar al ver su cara e insisto:
–Eric, no pretenderás que durmamos juntos.
–Pero...
–No, Eric, no —le corto—. Deseo mi propia intimidad. No quiero compartir la cama contigo. No te lo mereces.
Asiente lentamente con gesto tenso mientras sé que en este momento debe de estar acordándose de todos mis antepasados, y murmura, pasado el primer impacto:
–Ya sabes que la casa tiene cuatro habitaciones. Escoge la que quieras. Yo dormiré en cualquiera de las que queden libres.
Sin mirarlo, agarro mi mochila y me dirijo hacia la habitación que él y yo utilizábamos en verano. Nuestra habitación. Está preciosa. Eric ha puesto una cama enorme con dosel en el centro de la estancia que es una maravilla. Muebles blancos decapados y cortinas de hilo en naranja a juego con la colcha. Miro el techo y veo un ventilador. ¡Me encantan los ventiladores! Cierro la puerta y mi corazón bombea con fuerza.
¿Qué estoy haciendo?
Deseo que me desnude, que me bese, que me haga el amor como nos gusta a los dos, pero aquí estoy, negándome a mí misma lo que más anhelo y negándoselo a él.
Tras dejar mi equipaje junto a una pared del dormitorio, me miro en el espejo ovalado a juego con los muebles y sonrío. Mi apariencia con este vestido es de lo más sexy y sugerente. No me extraña que Eric me mire así. Con malicia sonrío y planeo meter más el dedito en la llaga. Quiero castigarlo. Abro la puerta, busco a Eric y lo veo parado frente a la chimenea.
–¿Puedo pedirte un favor?
–Claro.
Consciente de lo que voy a pedir, me acerco a él, me retiro mi oscuro y largo pelo hacia un lado, y le solicito, mimosa:
–¿Podrías bajarme la cremallera del vestido?
Me doy la vuelta para que no descubra mi sonrisa y lo oigo resoplar.
No veo su gesto, pero imagino su mirada clavada en mi espalda. En mi piel. Sus manos se posan en mí. ¡Uf, qué calor! Muy lentamente va bajando la cremallera. Noto su respiración en mi cuello. ¡Excitante! Sé los esfuerzos que hace para no arrancarme el vestido e incumplir el castigo.
–Jud...
–Dime, Eric...
–Te deseo —confiesa con voz ronca en mi oreja.
La carne se me pone de gallina. Los pelos se me erizan y no respondo. No puedo.
No llevo sujetador y la cremallera termina al final de mi trasero. Sé que mira mi tanga negro. Mi piel. Mis nalgas. Lo sé. Lo conozco.
Yo también lo deseo. Me muero por sus huesos. Pero estoy dispuesta a conseguir mi objetivo.
–¿Y qué deseas? —digo sin darme la vuelta.
Acercándose más a mí, le permito que me abrace desde atrás y sus palabras resuenan en mi oreja.
–Te deseo a ti.
¡Dios, estoy frenética!, por no decir caliente y terriblemente excitada. Sin mirarlo, apoyo mi cabeza en su pecho, cierro los ojos y musito:
–¿Te gustaría tocarme, desnudarme y hacerme el amor?
–Sí.
–¿Con posesión? —murmuro con un hilillo de voz.
–Sí.
Expulso el aire de mis pulmones o me ahogo. Noto su erección cada momento más dura apretándose contra mi trasero. Me besa los hombros y lo disfruto.
–¿Te gustaría compartirme con otro hombre?
–Sólo si tú quieres, cariño.
Voy a soltar vapor por las orejas de un momento a otro.
–Lo deseo. Te miraría a los ojos y saborearía tu boca mientras otro me posee.
–Sí...
–Tú le darás acceso a mi interior. Me abrirás para él y observarás cómo se encaja en mí una y otra vez, mientras yo jadeo y te miro a los ojos.
Noto cómo Eric traga con dificultad. Eso lo ha puesto cardíaco. A mí cardíaca no..., lo siguiente.
Y cuando pone sus ardientes labios en la base de mi nuca y me besa, doy un respingo, me alejo de él y, mirándolo a los ojos, digo con todo mi pesar: