Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
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Como un dios, todopoderoso mi dueño me mira. Yo lo miro y lo oigo decir:
–Quiero ver cómo te follan.
Miro a los dos hombres que me observan. Ambos se suben a la cama y comienzan a tocarme mientras Eric se deja hacer por la mujer.
Dexter se acerca a mí, me agarra de la cadenita y, tirando de ella hasta estirarme los pezones al máximo, sisea, quitándomela:
–... déjame ponerte el trasero rojo.
Me doy la vuelta, le ofrezco mi culo y, tras besarlo, me da seis azotes. Tres en cada lado. Después, acerca su cara a las cachas de mi trasero y, al sentir su calor, murmura:
–Ahora sí, diosa..., ahora ya estás preparada.
Jefrey me tumba en la cama. Se pone sobre mí y me chupa mis doloridos pezones. Por extraño que parezca a pesar de estar doloridos el hormigueo que siento ante los lametazos me hace disfrutar. La demanda de Jefrey en sus movimientos es excitante, y cuando él lo considera oportuno, me pone sobre él. Yo me dejo.
–Ofrécele tus pechos —pide Eric.
Me agacho sobre Jefrey y mis pechos van a su boca. Los chupa, los lame y los endurece, mientras el otro hombre me toca la cintura y me muerde con mimo las costillas. Así estamos unos minutos, hasta que Jefrey, ante la atenta mirada de mi amor, me penetra. A su antojo me zarandea y yo jadeo. Agarrado a mi cintura me desplaza de adelante atrás, y su pene entra sin piedad en mí. Disfruto. Me sofoco, y Eric no me quita ojo.
De pronto, siento que el otro hombre me da un azote, me abre las nalgas y me llena de lubricante. Con firmeza, mete un dedo en mi ano y lo comienza a mover mientras Jefrey me penetra sin parar. Yo jadeo. Eric se levanta. Se sube a la cama y, acercándose a mí, murmura:
–¿Estás preparada, cariño?
Ardorosa, asiento, y entonces aquel desconocido pone su erección en el agujero de mi ano y comienza a entrar en mí hasta que me empala completamente. Yo resoplo al sentirme totalmente follada ante los ojos de mi amor. Mi ano está dilatado. No hay dolor. Sólo placer. Una y otra vez aquellos hombres entran y salen de mí, y yo disfruto. Diana se tumba en la cama, coge la enorme erección de Eric y se la mete en la boca. Lo chupa. Lo disfruta.
–Así, cariño..., así..., arquéate... —murmura Eric extasiado por lo que ve, hasta que da un grito varonil y se corre en la boca de aquella mujer.
Esos desconocidos continúan hundiéndose en mí y mi cuerpo los acepta. Dexter pide a Jefrey que me muerda los pezones y, al que está detrás, que me azote. Lo hacen al mismo tiempo que me follan. Una vez..., y otra..., y otra más, hasta que me corro y ellos también.
Tras eso, Eric me besa. Hace salir de mí a los hombres, me coge de la cintura y me lleva entre sus brazos hasta la ducha. El agua cae sobre nuestros cuerpos y no hablamos. Mi vagina y mi ano aún tiemblan. Todo ha sido tan morboso y excitante que apenas puedo pronunciar palabra. Mi Iceman pasa su mano por mi cara y murmura:
–¿Todo bien, cariño?
Asiento y sonrío. Ha sido alucinante.
Nuestras bocas se encuentran. Se devoran, y Eric, embravecido me vuelve a penetrar. Se ha recuperado y su erección me necesita. Me coge entre sus brazos y, bajo el chorro de la ducha, me hace suya. Aprisionada contra la pared, mi amor se hunde en mí, una y otra vez, mientras mis piernas se enredan en su cintura deseosa de más y más. Nos decimos al oído palabras calientes, y acrecentamos nuestro deseo. Palabras salvajes, mirándonos a los ojos para enloquecernos más. Y cuando nuestro orgasmo nos hace gritar, nos quedamos apoyados en la pared, y Eric murmura en mi oído:
–Me vas a matar, pequeña...
Yo sonrío. Me muevo, y Eric me posa en el suelo. El agua sigue cayendo sobre nuestros cuerpos. Nos miramos y sonreímos. Cuando salimos de la ducha me fijo en las otras personas que están en la habitación, y al ver que es ahora la mujer la que está en la cama con los otros dos y Dexter la toca enloquecido, pregunto:
–¿Esto es siempre así?
Eric asiente, y acercándome a su cuerpo, murmura:
–Siempre. Uno encuentra lo que desea. Son fantasías. Recuérdalo.
Diez minutos después, Eric y yo, vestidos, regresamos a la segunda sala donde hemos estado. Me besa, disfruta de mí y yo disfruto de él. Somos felices. Estamos compenetrados ¿Qué más puedo pedir?
Tras beber un par de cubatas mi vejiga está que explota. Le indico que tengo que ir al baño. Me dice dónde está y me encamino a él. Al entrar hay dos mujeres besándose, me miran, las miro y sonrío. Entro en una de las cabinas y suspiro gustosa mientras hago pis. Oigo entrar más gente al baño. Risas. Unas mujeres cuchichean y escucho:
–¡Oh, sí! El viernes que viene tengo una cena con Raimon Grüher y sus padres. Por fin, he conseguido mi objetivo. Me va a pedir que me case con él.
Chilliditos de satisfacción. Me río. Y otra voz dice:
–¿Dónde has quedado con ellos?
–A las siete en la Trattoria de Vicenzo. Un sitio ideal, ¿verdad?
–Maravilloso.
–Y exclusivo.
–Y carísimo.
Risas de nuevo.
–Pero, oye, creía que Raimon no era tu tipo. A ti te gustan más jovencitos.
–Y no lo es, querida, pero su dinero sí. —Ambas ríen, y yo resoplo. ¡Menuda lagarta!—. No es un hombre que me vuelva loca en la cama. A su edad, ¿qué esperas? Pero eso ya lo he solucionado con su primo Alfred y mis propios amigos. Al fin y al cabo, todo queda en familia, ¿no crees?
–¡Oh, Betta! Eres terrible.
¡¿Betta?!
¿Ha dicho Betta?
El corazón me comienza a palpitar cuando oigo:
–Mira quién va a hablar. Ni que tú fueras una santa cuando te lo pasas de vicio en este local sin tu marido. Si Stephen se enterara te iba a dar lo tuyo.
La risa me confirma que es ella. ¡Betta! Su risa de cerdo pachón es indiscutible. Me bajo el vestido, ya que bragas no llevo, pues Eric me las ha roto, y abro la puerta del baño. Ellas me miran y observo que Betta no se sorprende al verme en el local. Por su gesto, intuyo que ya sabía que yo estaba allí. Y antes de que yo pueda hacer nada, me da un empujón que me lanza contra la pared. Pero yo soy rápida, la agarro del vestido y tiro de ella. Cae de bruces contra el suelo. Su amiga comienza a chillar y sale en busca de auxilio. Las dos mujeres que se besaban salen corriendo. Nos dejan solas.
Al caer a mi lado miro su mano. Veo un anillo en forma de margarita y, furiosa, grito:
–Le has tocado, maldita cerda. ¿Has tocado a Eric?
Sonríe con malicia.
–Me ha parecido que os gustaba a los dos cuando lo he hecho, ¿no?
Su afirmación me deja sin palabras. ¡La mato! Le propino un bofetón y después otro ante la cara de horror de una mujer que entra en ese momento en el aseo. Betta se levanta del suelo, y yo la sigo. Ella es más alta que yo, pero yo soy mucho más ágil y rápida que ella, y cuando va a escapar, la tiro contra la pared y, aprisionándola contra ella, siseo:
–¿Cómo te atreves a tocarlo? —grito.
Ella no responde. Sólo ríe, y acalorada siseo:
–Te dije que no te quería ver cerca de Eric.
–Lo que tú me digas me importa bien poco.
¡Oh, Dios, le arranco las extensiones! Y mirándola, clamo muy enfadada:
–Te dije que si me buscabas, me encontrarías, ¡zorra!
Betta grita. Se asusta cuando le retuerzo el brazo y, de pronto, Eric me agarra y, separándome de ella, pregunta:
–¡Por el amor de Dios, Jud!, ¿qué estás haciendo?
Betta, con el semblante arrugado y con una recriminadora mirada, chilla.
–Tu novia es una asesina.
–¡Serás zorra...! —grito, descompuesta.
–Me ha visto y me ha atacado.
–Eres una sinvergüenza. Tú me has atacado primero a mí.
–Mentirosa. —Y mirando a Eric, murmura—: Cariño, no la creas. Yo estaba en el baño, y ella llegó y...
–¡Cállate, Betta! —sisea Eric, enfurecido.
–¡¿Cariño?! ¿Le has dicho «cariño»? —grito, deshaciéndome de los brazos de Eric—. No le llames «cariño», ¡perra!
Eric me vuelve a sujetar. Soy una fiera. Me mira y dice:
–No entres en su juego, cielo. Mírame, Jud. Mírame.
Pero yo, dispuesta a sacarle los ojos a esa que me mira con diversión, grito:
–¿Cómo has podido tocarnos? ¿Cómo has podido acercarte a él? ¿A nosotros?
–Éste es un local público, bonita. No es un lugar exclusivo para Eric y para ti.
–Betta, ¡basta! —grita Eric sin entender a lo que nos referimos.
La mato. ¡Yo la mato!
Eric, furioso, intenta tranquilizarme. No le presta atención a Betta, no le interesa; sólo me la presta a mí, hasta que ella grita:
–Ya es la segunda vez que me ataca en Múnich. ¿Qué le pasa a tu novia? ¿Es un animal?
Eso llama la atención de Eric y me pregunta:
–¿La segunda vez?
No respondo. Resoplo, y ella insiste:
–Sí. En la tienda de Anita. Estaba tu hermana Marta, y ella también me atacó. Entre las dos me acosaron y pegaron, y...
–¿Tú hiciste eso? —pregunta Eric, airado.
Avergonzada por reconocerlo y, en especial por cómo me mira, respondo:
–Sí. Se la debía. Por su culpa tú y yo rompimos, y...
Eric me suelta y se lleva las manos a la cabeza.
–¡Por el amor de Dios, Judith!, somos adultos ¿Cómo se te ocurre hacer algo así?
Asombrada por cómo él se lo está tomando, lo miro y siseo:
–El que me la juega me la paga. Y esta zorra me la jugó.
Frida, alertada, entra en el baño. Al ver a Betta no lo piensa. Se acerca a ella y le da un bofetón.
–¡Zorra!, ¿qué haces aquí? —grita.
Betta mira a su alrededor. Nadie la ayuda. Todos conocen su historia con Eric y nos amenaza a gritos, mirándonos:
–Voy a llamar a la policía y os voy a denunciar a las dos.
–Llámala —gritamos al unísono Frida y yo.
Esa imbécil saca su móvil de última generación y, tras intentarlo, chilla con frustración:
–¿Por qué aquí no hay cobertura?
Frida y yo reímos, e indico con chulería:
–Sal del local. Seguro que fuera tienes. Vamos..., llama a la policía. Será genial que tus futuros suegros y maridito se enteren de que estabas aquí.
Andrés llega, sujeta a su mujer y la reprende al verla chillar. Frida protesta y sale del baño, enfadada. No soporta a Betta. Björn, que hasta el momento había permanecido en un lateral de la puerta, al ver a su amigo tan enfadado, murmura:
–Esto se acabó. Vamos, regresemos al local.
Eric, sin decirme nada, sale del baño. Betta sonríe. Y yo, incapaz de sujetar mi instinto, le doy un empujón que la empotra contra los lavabos.
–Te juro por mi padre que esto no se va a quedar aquí.
Una vez que salgo del baño muy enfadada, Björn me agarra del brazo, me hace mirarlo y murmura:
–Así no se arreglan las cosas, preciosa.
–¿De qué hablas? ¡Yo no quiero arreglar nada con esa zorra!
Y tras contarle lo que me había hecho en Madrid y la ruptura que había originado entre Eric y yo, dice:
–No me extraña que le pase lo que le pasa. Es más, estoy por entrar y darle yo también otra bofetada.
Eso me hace reír. Björn, al ver mi gesto, sonríe y me abraza. En ese momento, Eric llega hasta nosotros y, con furia en su mirada, sisea:
–Me voy a casa. ¿Te vienes conmigo, o te quedas con Björn para que continuéis jugando?
Sorprendidos lo miramos, y digo:
–Serás gilipollas.
–Jud... —sisea Eric.
–Ni Jud ni leches. ¿Qué estás queriendo insinuar con lo que has dicho?
Eric no responde. Björn, divirtiéndose, me empuja hacia Eric y añade.
–Vamos, tortolitos, ¡terminad la discusión en la cama de vuestra casa!
En el coche no nos hablamos.
Ambos estamos enfadados y no entiendo por qué él tiene ese enfado. Al fin y al cabo, Betta se lo merecía. Y encima ha tenido la poca vergüenza de tocarlo. De tocarnos. De acercarse a nosotros. ¡Maldita mujer!
En el camino, nuestros móviles pitan. Hemos recibido varios mensajes. Ninguno de los dos los mira. No estamos de humor. Seguro que son Frida y Björn para ver cómo estamos. Cuando llegamos a casa y metemos el coche en el garaje, doy tal portazo que Eric me mira, y yo, deseosa de montar gresca, grito:
–¿Qué pasa?
Eric se acerca a grandes zancadas a mí.
–Podrías no ser tan bruta y cerrar con cuidado.
–No.
Levanta una ceja sorprendido y repite:
–¡¿No?!
–Exacto. ¡No, no quiero tener cuidado! Y no quiero tenerlo porque estoy muy enfadada contigo. Primero, por gritarme delante de la subnormal esa de Betta, y segundo por la idiotez que has dicho en referencia a Björn.
Eric cierra los ojos.
–¿Por qué no me contaste lo de Betta?
–Porque no lo vi necesario. Es algo entre ella y yo.
–¿Entre tú y ella?
–Exacto. Y antes de que añadas nada más, déjame decirte que mi padre me enseñó a...
–¿Ya estamos con tu padre? ¿Quieres dejar a tu padre al margen de todo esto?
Indignada por su furia, grito:
–Pero bueno..., ¿y por qué no voy a poder hablar de mi padre cuando me dé la gana?
–Porque estamos hablando de Betta, no de tu padre.
–Eres un imbécil, ¿lo sabías?
Eric no contesta. Y cuando no puedo retener lo que pienso, lo dejo ir:
–Iba a decir que mi padre me enseñó a no dejarme avasallar por las malas personas. Esa imbécil, por no decir algo peor, me la jugó. Fue una arpía y buscó complicarme la vida. ¿Qué pretendes?, ¿que cuando la vea la felicite? Mira, no..., eso no te lo crees tú ni ¡jarto de Moët del rosa!
Sin mirarme, se toca la frente.
–No pretendo que la aplaudas. Sólo pretendo que no tengas nada que ver con ella. Aléjate de Betta, y podremos vivir en paz.
–¿Y qué me dices de esta noche? Esa..., esa... zorra ha tenido la poca vergüenza de acercarse a nosotros en el cuarto oscuro. Te ha tocado. Ha pasado sus sucias manos por tu cuerpo, y yo la he incitado sin darme cuenta de que era ella. Te ha tocado delante de mí. Me ha vuelto a provocar. De nuevo ella ha jugado sucio. ¿Crees que debo perdonárselo otra vez?
Eric no contesta. Lo que acaba de escuchar lo sorprende.
–Ella ha sido la mujer que...
–Sí, ella. Esa asquerosa. ¡Ella ha sido la del cuarto oscuro! —grito, desesperada.
Lo oigo maldecir. Camina hacia un lado; después, hacia otro, y al final, murmura:
–Es tarde. Vámonos a la cama.
–Y una mierda. Estamos hablando. Me da igual la hora que sea. Tú y yo estamos teniendo una conversación de adultos, y no voy a dejar que la cortes porque tú no quieras seguir hablando del tema. Te acabo de decir que esa zorra ha vuelto a engañarnos. Ha jugado sucio.
Nervioso, se mueve por el garaje. Blasfema.
De pronto, se fija en algo. Veo mi casco amarillo de la moto. ¡Oh, no! Cierro los ojos y maldigo. ¡Dios, ahora no! Eric camina hacia su objetivo y grita cuando quita el plástico azul.
–¿Qué hace esta moto aquí?
Resoplo. La noche va de mal en peor. Me acerco hasta él y respondo:
–Es mi moto.
Incrédulo, me mira, mira la moto y sisea:
–Es la moto de Hannah. ¿Qué hace aquí?
–Me la ha regalado tu madre. Ella sabe que hago motocross y...
–¡Esto es increíble! ¡Increíble!
Consciente de lo que piensa, suavizo mi tono de voz.
–Escucha, Eric. A Hannah le gustaba el mismo deporte que a mí, y yo aquí no tengo mi moto, y...
–Tú no necesitas esa moto porque aquí no vas a hacer motocross. ¡Te lo prohíbo!
Eso me subleva. Me pica el cuello.
¿Quién es él para prohibirme nada? Y dispuesta a presentar batalla, contesto:
–Te equivocas, chato. Voy a seguir haciendo motocross. Aquí, allí y donde me dé la real gana. Y para que lo sepas: he ido alguna mañana con tu primo Jurgen y sus amigos a correr. ¿Me ha pasado algo? Nooooooooooooo..., pero tú, como siempre, tan dramático.
Sus ojos echan fuego. No lo estoy haciendo bien. Sé que estoy metiendo la pata hasta el fondo, pero ya nada puedo hacer. ¡Soy una bocazas! Eric me mira. Asiente con la cabeza. Se muerde el labio.
–¿Has estado ocultándomelo?
–Sí.
–¿Por qué? Creo que lo primero que nos pedimos cuando retomamos nuestra relación fue sinceridad, ¿no, Judith?
No respondo. No puedo. Tiene razón. Soy lo peor. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! De pronto, la puerta del garaje se abre y aparecen Sonia y Marta. Nos miran, y Sonia dice:
–Vosotros, ¿para qué tenéis los móviles?
Me sorprendo al verlas aquí. ¿Qué hora es? Pero Eric grita:
–¡Mamá, ¿cómo has podido darle la moto a Judith?!
La mujer me mira. Yo suspiro.
–Hijo, vamos a ver, relájate. Esa moto en casa no hacía nada, y cuando Judith me dijo que ella hacía motocross como Hannah, lo pensé y decidí regalársela.
Eric resopla y grita otra vez:
–¡¿Cómo tengo que deciros que no os metáis en mi vida?! ¡¿Cómo?!
–Perdona, Eric... ¡Es mi vida! —aclaro ofendida.
Marta, al ver el genio de su hermano, lo mira y grita, señalándole:
–Punto uno: a mamá no le grites así. Punto dos: Judith es mayorcita para saber lo que puede o no puede hacer. Punto tres: que tú quieras vivir en una burbuja de cristal no quiere decir que los demás lo tengamos que hacer.
–¡Cállate, Marta! ¡Cállate! —sisea Eric.
Pero su hermana se acerca a él, y añade:
–No me voy a callar. Os hemos estado escuchando desde el interior de la casa. Y te tengo que decir que es normal que Judith no te contara ni lo de la moto ni otras cosas. ¿Cómo te lo iba a contar? Contigo no se puede hablar. Eres don Ordeno y Mando. Hay que hacer lo que a ti te gusta, o montas la de Dios. —Y mirándome, dice—: ¿Le has contado lo mío y lo de mamá?
Niego con la cabeza, y Sonia, llevándose las manos a la boca, susurra:
–Hija, por Dios..., cállate.
Eric, sin dar crédito, nos mira. Su gesto cada vez es más oscuro. Finalmente, se quita el abrigo. Tiene calor. Lo deja sobre el capó del coche, se pone las manos en la cintura y, mirándome intimidatoriamente, pregunta:
–¡¿Qué es eso de si me has contado lo de mi madre y mi hermana?! ¡¿Qué más secretos me ocultas?!
–Hijo, no grites así a Judith. Pobrecilla.
No puedo hablar. Tengo la lengua pegada al paladar, y Marta, ni corta ni perezosa, dice:
–Para que lo sepas, mamá y yo llevamos meses recibiendo un curso de paracaidismo. ¡Ea!, ya te lo he dicho. Ahora enfádate y grita; eso se te da de lujo, hermanito.
La cara de Eric es todo un poema.
–¡¿Paracaidismo?! ¿Os habéis vuelto locas?
Las dos niegan con la cabeza y, de pronto, Simona, con gesto descompuesto, entra en el garaje.
–Señor, Flyn está llorando. Quiere que suba usted.
Eric mira a la mujer y dice:
–¿Qué hace Flyn despierto a estas horas? —Da un paso, pero se para en seco. Mira a su hermana y a su madre, y pregunta—: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí vosotras a estas horas?
No les da tiempo a contestar. Sale escopeteado hacia la habitación de Flyn. Sonia va tras él. Marta me mira y, asustada, pregunto:
–¿Qué pasa?
Marta suspira y me mira.
–Cielo, siento decirte que mi sobrino se ha caído con el skate y se ha roto un brazo.
Cuando escucho eso las piernas se me doblan. No. ¡No puede ser verdad!
–¿Cómo?
–Os hemos llamado por teléfono mil veces, pero no lo cogíais.
Blanca como la pared, miro a Marta.
–No había cobertura donde estábamos. ¿Está bien?
–Sí, aunque no hace más que repetir que Eric se va a enfadar contigo.
Mientras entramos en el interior de la casa, mi corazón bombea con fuerza. Eric no me perdonará nada de todo esto. Todos los secretos que me martirizaban han salido a la luz al mismo tiempo. Eso le enfadará mucho. Lo sé. Lo conozco.
Cuando entro en la habitación de Flyn, el pequeño está escayolado. Me mira, y cuando me voy a acercar a él, Eric se pone delante y sisea:
–¿Cómo has podido desobedecerme? Te dije que no al skate.
Tiemblo. Tiemblo descontroladamente y con un hilo de voz susurro:
–Lo siento, Eric.
Con el gesto totalmente desencajado, me mira con desprecio.
–No lo dudes, Judith. Por supuesto que lo vas a sentir.
Cierro los ojos.
Sabía que esto sucedería algún día, pero jamás pensé que Eric reaccionaría tan a la tremenda. Estoy tan desorientada que no sé qué decir. Sólo veo su fría mirada. Echándome a un lado, me acerco al niño y le beso en la frente.
–¿Estás bien?
El crío asiente.
–Perdóname, Jud. Me aburría, cogí el skate y me caí.
Con cariño, sonrío y murmuro:
–Lo siento, cielo.
El pequeño asiente con tristeza. Eric me coge del brazo, me saca de la habitación junto a su madre y a su hermana, y dice con furia:
–Idos a dormir. Ya hablaré con vosotras. Yo me quedo con Flyn.
Esa noche, cuando entro en nuestra habitación, no sé qué hacer. Me siento en la cama y me desespero. Quiero estar con Eric y con Flyn. Quiero acompañarlos, pero Eric no me lo permite.
36
A la mañana siguiente, cuando bajo a la cocina, están sentadas a la mesa Marta, Eric y Sonia. Discuten. Cuando yo entro, se callan, y eso me hace sentir fatal.
Simona, con cariño, me prepara una taza de café. Con su mirada me pide tranquilidad. Conoce a Eric y sabe que está furioso, y me conoce a mí. Cuando me siento a la mesa miro a Eric y pregunto:
–¿Cómo está Flyn?
Con una mirada dura que no me gusta, sisea:
–Gracias a ti, dolorido.
Sonia mira a su hijo y gruñe:
–¡Maldita sea, Eric!, no es culpa de Judith. ¿Por qué te empeñas en culpabilizarla?
–Porque ella sabía que no debía enseñarle a utilizar el skate. Por eso la culpabilizo —responde, furioso.
Me tiemblan las piernas. No sé qué decir.
–Pero ¿tú eres tonto o te lo haces? —interviene Marta.
–Marta... —sisea Eric.
–¿Qué es eso de que ella no debía? Pero ¿no ves que el niño ha cambiado gracias a ella? ¿No ves que Flyn ya no es el niño introvertido que era antes de que ella llegara? —Eric no responde, y Marta continúa—: Deberías darle las gracias por ver a Flyn sonreír y comportarse como un crío de su edad. Porque, ¿sabes, hermanito?, los críos se caen, pero se levantan y aprenden, algo que por lo visto tú todavía no has aprendido.
No responde. Se levanta y sin mirarme se marcha de la cocina. Mi corazón se encoge, pero tras echar una mirada a las tres mujeres que me observan, murmuro:
–Tranquilas, hablaré con él.
–Dale un pescozón. Es lo que se merece —sisea Marta.
Sonia me mira, toca mi mano y murmura:
–No te culpabilices de nada, tesoro. Tú no tienes la culpa de nada. Ni siquiera de tener la moto de Hannah y salir con Jurgen y sus amigos.
–Tenía que habérselo dicho —declaro.
–Sí, claro, ¡como si fuera tan fácil decirle algo a don Gruñón! —protesta Marta—. Demasiada paciencia tienes con él. Mucho le tienes que querer porque, si no, es incomprensible que lo soportes. Yo lo quiero, es mi hermano, pero te aseguro que no lo soporto.
–Marta... —susurra Sonia—, no seas tan dura con Eric.
Se levanta y se enciende un cigarrillo. Yo le pido otro. Necesito fumar.
Cuando salgo de la cocina veinte minutos después, me acerco hasta la puerta del despacho de Eric. Tomo aire y entro. Al verme, clava sus acusadores ojos en mí y sisea:
–¿Qué quieres, Judith?
Me acerco a él.
–Lo siento. Siento no haberte dicho lo...
–No me valen tus disculpas. Has mentido.
–Tienes razón. Te he ocultado cosas, pero...
–Me has mentido todo este tiempo. Me has ocultado cosas importantes cuando tú sabías que no debías hacerlo. ¿Tan ogro soy que no puedes decirme las cosas?
No respondo. Silencio. Nos miramos y, finalmente, pregunta:
–¿Qué significado tiene para ti eso de ahora y siempre? ¿Qué significa para ti el compromiso de estar juntos?
Sus preguntas me descolocan. No sé qué responder. Silencio. Al final, él dice:
–Mira, Judith, estoy muy cabreado contigo y conmigo mismo. Mejor sal del despacho y déjame tranquilo. Quiero pensar. Necesito relajarme o, tal y como estoy, voy a hacer o decir algo de lo que me voy a arrepentir.
Sus palabras me sublevan y, sin hacerle caso, siseo:
–¿Ya me estás echando de tu vida como haces siempre que te enfadas?
No responde. Me mira, me mira, me mira, y yo decido darme la vuelta y salir de la habitación.
Con lágrimas en los ojos me dirijo hacia mi cuarto. Entro y cierro la puerta. Sé que su enfado es justificado. Sé que yo me lo he buscado, pero él tiene que darse cuenta de que si no le he dicho nada ha sido porque todos temíamos su reacción. Estoy arrepentida. Muy arrepentida, pero ya nada se puede hacer.
Diez minutos después, Marta y Sonia pasan a despedirse de mí. Están preocupadas. Yo sonrío y les indico que se marchen tranquilas. La sangre no llegará al río.
Cuando se van, me siento en la mullida alfombra de mi habitación. Durante horas pienso y me lamento. ¿Por qué lo he hecho tan mal? De pronto, oigo que un coche se marcha. Me asomo a la ventana y me quedo sin palabras al ver que quien se va es Eric. Salgo de la habitación, busco a Simona, y ésta, antes de que yo pregunte, me explica:
–Ha ido a ver a Björn. Ha dicho que no tardará.
Cierro los ojos y suspiro. Subo a la habitación de Flyn, y el pequeño, al verme, sonríe. Su aspecto es mejor que el de la noche anterior. Me siento en su cama y murmuro, tocándole la cabeza.
–¿Cómo estás?
–Bien.
–¿Te duele el brazo?
El crío asiente y, al sonreír, digo:
–¡Aisss, Dios!, cariño, pero ¡si te has roto también un diente!
La alarma en mi cara es tal que Flyn murmura:
–No te preocupes. La abuela Sonia dice que es de leche.
Asiento, y me sorprende con sus palabras:
–Siento que el tío esté tan enfadado. No cogeré el skate. Me advertiste de que nunca lo usara sin estar tú delante. Pero me aburría y...
–No te preocupes, Flyn. Estas cosas pasan. ¿Sabes?, yo cuando era pequeña me rompí una vez una pierna al saltar en moto y, años después, un brazo. Las cosas pasan porque tienen que pasar. De verdad, no le des más vueltas.
–¡No quiero que te vayas, Judith!
Eso me descoloca.
–¿Y por qué me voy a marchar? —pregunto.
No contesta. Me mira, y entonces murmuro con un hilo de voz:
–¿Te ha dicho tu tío que me voy a ir?
El crío niega con la cabeza, pero yo saco mis propias conclusiones.
Dios, no. ¡Otra vez no!
Trago el nudo de emociones que en mi garganta pugna por salir. Respiro y susurro:
–Escucha, cielo. Tanto si me voy como si me quedo, seguiremos siendo amigos, ¿vale? —Asiente, y yo con el corazón dolorido cambio de tema—: ¿Te apetece que juguemos a las cartas?
El niño accede, y yo me trago las lágrimas. Juego con él mientras mi cabeza piensa en lo que ha dicho. ¿Querrá Eric que me vaya?
Tras la comida, Eric regresa. Va directo a la habitación de su sobrino, y yo me abstengo de entrar. Durante horas me tiro en el sillón del salón y veo la televisión, hasta que no puedo más, y salgo al exterior con Susto y Calamar. Me doy una vuelta por la urbanización y tardo más de la cuenta con la esperanza de que Eric me busque o me llame al móvil. Pero nada de eso ocurre, y cuando regreso, Simona sale de su casa y me indica que el señor ya se ha ido a dormir.
Miro mi reloj. Las once y media de la noche.
Confusa porque Eric se acueste sin regresar yo, entro en la casa y, tras dar de beber a los animales, subo la escalera con cuidado. Me asomo al cuarto de Flyn y el pequeño duerme. Voy hasta él, le doy un beso en la frente y me encamino a mi habitación. Al entrar, miro hacia la cama. La oscuridad no me deja ver con claridad a Eric, pero sé que el bulto que vislumbro es él. En silencio, me desnudo y me meto en la cama. Tengo los pies congelados. Quiero abrazarlo y, cuando me acerco a él, se da la vuelta.
Su desprecio me duele, pero decidida a hablar con él, murmuro:
–Eric, lo siento, cariño. Por favor, perdóname.
Sé que está despierto. Lo sé. Y sin moverse responde:
–Estás perdonada. Duérmete. Es tarde.
Con el corazón roto me acurruco en la cama y, sin tocarlo intento dormirme. Doy mil vueltas y al final lo consigo.