Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
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20
Con la tensión a tropecientos mil, me bebo una cerveza ante la cara seria de Marta. Por mis palabras y mi enfado, se hace una idea de lo que ha pasado.
–Tranquila, Jud. Ya verás como cuando regreses todo está más tranquilo.
–¡Oh, claro..., claro que estará más tranquilo! No pienso dirigirles la palabra a ninguno de los dos. Son tal para cual. Pitufo gruñón y pitufo enfadica. Si uno es cabezón, el otro lo es aún más. Pero por Dios, ¿cómo puede tu hermano darle un cheque de regalo de Navidad a un niño de nueve años? ¿Y cómo puede un niño de nueve años ser un viejo prematuro?
–Ellos son así —se mofa Marta.
Entonces, le suena el móvil. Habla con alguien y cuando cuelga dice:
–Era mamá. Me ha comentado que mi primo Jurgen la ha llamado y le ha dicho que hoy tiene una carrera de motocross no muy lejos de aquí, por si te lo quería decir a ti. ¿Quieres que vayamos?
–Por supuesto —asiento, interesada.
Tres cuartos de hora después, en medio de un descampado nevado, estamos rodeadas de motos de motocross. Yo tengo las revoluciones a mil. Deseo saltar, brincar y correr, pero Marta me frena. Animada, veo la carrera. Aplaudo como una loca, y cuando acaba, nos acercamos a saludar a Jurgen. El joven, al verme, me recibe encantado.
–He llamado a la tía Sonia porque no tenía tu teléfono. No quería llamar a casa de Eric. Sé que este deporte no le gusta.
Yo asiento. Le entiendo, y le doy mi móvil. Él me da el suyo. Después, miro la moto.
–¿Qué tal se conduce con las ruedas llenas de clavos?
Jurgen no lo piensa. Me entrega el casco.
–Compruébalo tú misma.
Marta se niega. Le preocupa que me pase algo, pero yo insisto. Me pongo el casco de Jurgen y arranco la moto.
¡Guau! Adrenalina a mil.
Feliz, salgo a la helada pista, me doy una vuelta con la moto y me sorprendo gratamente al notar el agarre de las ruedas con clavos a la nieve. Pero no me desfogo. No voy con las protecciones necesarias y sé que si me caigo me haré daño. Una vez que regreso al lado de Marta, ésta respira y, cuando le doy a Jurgen el casco, murmuro:
–Gracias. Ha sido una pasada.
Jurgen me presenta a varios corredores, y todos ellos me miran sorprendidos. Rápidamente todos dicen eso de «olé, toros y sangría» al saber que soy española. Pero bueno, ¿qué concepto tienen los guiris de los españoles?
Tras la carrera, nos despedimos, y Marta y yo nos vamos a tomar algo. Ella decide dónde ir. Cuando nos sentamos, todavía estoy emocionada por la vueltecita que me he dado con la moto. Sé que si Eric se entera, pondrá el grito en el cielo, pero me da igual. Yo lo he disfrutado. De pronto, soy consciente de cómo Marta mira con disimulo al camarero. Ese rubio ya ha venido varias veces a traernos las consumiciones y, por cierto, es muy amable.
–Vamos a ver, Marta, ¿qué hay entre el camarero buenorro ese y tú? —indago, riendo.
Sorprendida por la pregunta, responde:
–Nada. ¿Por qué dices eso?
Segura de que mi intuición no me engaña, me repanchingo en la silla.
–Punto uno: el camarero sabe cómo te llamas, y tú sabes cómo se llama él. Punto dos: a mí me ha preguntado qué clase de cerveza quiero, y a ti te ha traído una sin preguntarte. Y punto tres, y de vital importancia: me he dado cuenta de cómo os miráis y os sonreís.
Marta ríe. Vuelve a mirarlo y, acercándose a mí, murmura:
–Nos hemos visto un par de veces. Arthur es muy majo. Hemos tomado algo y...
–¡Guau! Aquí hay tema que te quemas —me mofo, y Marta suelta una carcajada.
Sin disimulo, miro al tal Arthur. Es un joven de mi edad, alto, con gafitas y guapete. Él, al ver que lo miro, me sonríe, pero su mirada de nuevo vuela hacia Marta mientras recoge unos vasos de la mesa de al lado.
–Le gustas mucho —canturreo.
–Me consta, pero no puede ser —contesta riendo Marta.
–¿Y por qué no puede ser? —pregunto, curiosa.
Marta toma primero un trago de su cerveza.
–Salta a la vista, ¿no? Es más joven que yo. Arthur sólo tiene veinticinco años. ¡Es un niño!
–Oye..., pues tiene la misma edad que yo. Por cierto, ¿cuántos años tienes tú?
–Veintinueve.
La carcajada que suelto provoca que varias personas nos miren.
–¿Y por cuatro años piensas eso? Venga ya, Marta, por favor: te consideraba más moderna para no preocuparte por la chorrada de la edad. ¿Desde cuándo el amor tiene edad? Y antes de que digas nada, quiero que sepas que si tu hermano fuera más pequeño que yo y a mí me gustara, no me pararía nada. Absolutamente nada. Porque, como dice mi padre, la vida... ¡es para vivirla!
Nos reímos las dos, y cuando va a responder, escuchamos a nuestras espaldas:
–Marta, qué bueno verte por aquí.
Ambas nos volvemos y nos encontramos a dos hombres y una mujer. Ellos, muy monos, por cierto. Marta sonríe, se levanta y los abraza. Segundos después, mirándome a mí, dice:
–Judith, te presento a Anita, Reinaldo y Klaus. Ellos trabajan conmigo en el hospital y Anita tiene una maravillosa y exclusiva tienda de moda.
Se sientan con nosotras y, olvidándome de mis problemas, me centro en conocer a esos muchachos, que rápidamente nos hacen reír. Reinaldo es cubano y sus expresiones tan latinas me encantan. Mi móvil suena. Es Eric. Sin querer evitarlo, lo cojo, y todo lo seria que puedo contesto:
–Dime, Eric.
–¿Dónde estás?
Como no sé realmente dónde estoy, al observar a Marta reír con los muchachos, se me ocurre responder:
–Estoy con tu hermana y unos amigos tomando algo.
–¿Qué amigos? —pregunta Eric con impaciencia.
–Pues no lo sé, Eric... Unos. ¡Yo qué sé!
Oigo que resopla. Eso de no controlar dónde y en especial con quién estoy le enfada, pero me muestro dispuesta a que me deje disfrutar del momento.
–¿Qué quieres?
–Regresa a casa.
–No.
–Jud, no sé dónde estás ni con quién estás —insiste, y noto la tensión en su voz—. Estoy preocupado por ti. Por favor, dime dónde estás e iré a buscarte, pequeña.
Silencio..., silencio sepulcral, y antes de que él vuelva a decir algo que me ablande, añado:
–Voy a colgar. Quiero disfrutar del bonito día de Reyes y creo que con esta gente lo voy a hacer. Por cierto, espero que tú también lo disfrutes en compañía de tu sobrino. Sois tal para cual. Adiós.
Dicho esto, cuelgo.
¡Madre mía, lo que acabo de hacer!
¡He colgado a Iceman!
Esto le habrá enfadado muchísimo. El móvil vuelve a sonar. Eric. Corto la llamada, y cuando insiste, directamente lo apago. Me da igual que se enoje. Por mí como si se da de cabezazos contra la pared. Me integro en la conversación e intento olvidarme de mi alemán.
Los amigos de Marta son divertidísimos, y al salir del local vamos a comer algo a un restaurante. Como siempre, todo buenísimo. O como siempre, mi hambre es atroz. Tras salir del restaurante, Reinaldo propone ir a un establecimiento cubano, y de cabeza vamos.
Cuando entramos en Guantanamera, Reinaldo nos presenta a muchos paisanos que como él viven en Múnich. ¡Madre mía, qué cantidad de cubanos viven aquí! Media hora después, ya soy cubana y digo eso de «ya tú sabes mi amol».
Marta y yo nos ponemos hasta arriba de mojitos. Menuda es Marta. Es todo lo opuesto a su hermano tratándose de diversión. Es más española que la tortilla de patatas, y eso me lo demuestra por la marcha que tiene. La tía es de las mías, y juntas hacemos buena camarilla. Anita tampoco se queda atrás. Cuando suena la canción Quimbara de la maravillosa Celia Cruz, Reinaldo me invita a bailar, y yo acepto.
Quimbara quimbara quma quimbambá.
Quimbara quimbara quma quimbambá
Ay, si quieres gozar, quieres bailar. ¡Azúcar!
Quimbara quimbara quma quimbambá.
Quimbara quimbara quma quimbambá.
¡Madre míaaaaaaa, qué marcha!
Reinaldo baila maravillosamente bien, y yo me dejo llevar. Muevo caderas. Subo brazos. Pasito para adelante. Pasito para atrás. Doy vueltas. Muevo hombros y ¡azúcarrrrrrrrrrrrr!
Las horas pasan y yo cada vez estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!
Sobre las once de la noche, Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos, me mira y dice entregándome su móvil:
–Es Eric. Tengo mil llamadas perdidas suyas y quiere hablar contigo.
Resoplo y, ante la mirada de la joven, lo cojo.
–Dime, pesadito, ¿qué quieres?
–¿Pesadito? ¿Me acabas de llamar pesadito?
–Sí, pero si quieres te puedo llamar otra cosa —respondo mientras suelto una risotada.
–¿Por qué has apagado el móvil?
–Para que no me molestes. En ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halcones de San Juan cuando tortura a la pobre Esmeralda Mendoza.
–¿Has bebido? —pregunta sin entender bien de lo que hablo.
Consciente de que en este momento llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo, exclamo:
–¡Ya tú sabes mi amol!
–Jud, ¿estás borracha?
–¡Noooooooooooooo! —me mofo. Deseando seguir con la juerga, pregunto—: Venga Iceman, ¿qué quieres?
–Jud, quiero que me digas dónde estás para ir a recogerte.
–Ni lo pienses, que me cortas el rollo —respondo, divertida.
–¡Por el amor de Dios! Te has ido esta mañana y son las once de la noche, y...
–Corto y cambio, guaperas.
Le paso el móvil a Marta, que tras escuchar algo que su hermano le dice, lo cierra. Apartándome del grupo, cuchichea:
–Que sepas que mi hermano me ha dado dos opciones. La primera: que te lleve de regreso a casa. La segunda: cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo temblará.
Escuchar eso me hace reír, y respondo dispuesta a pasarlo bien:
–¡Qué tiemble el mundo, mi amol!
Marta suelta una risotada y, sin más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorá mientras gritamos: «¡Azúcar!».
De madrugada regresamos, más ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negra susurro:
–¿Quieres pasar? Seguro que el pitufo gruñón tiene algo que decir.
–Ni lo pienses —responde riendo Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas y a huir del país. Cuando me pille Eric, me va a despellejar.
–¡Que no me entere yo que me lo cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.
Pero antes de que pueda decir nada más, se abre la verja negra y aparece Eric con la cara totalmente descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche y, asomándome para mirar a su hermana, sisea:
–Ya hablaré contigo..., hermanita.
Marta asiente y, sin más, arranca y se va. Nos quedamos solos, uno frente al otro en medio de la calle. Eric me agarra del brazo, apremiándome.
–Vamos..., regresemos a la casa.
De pronto, un gruñido desgarra el silencio de la calle, y antes de que ocurra algo que podamos lamentar, me suelto de Eric y, mirando al emisor de aquel gruñido, murmuro con calma:
–Tranquilo, Susto, no pasa nada.
El animal se acerca a mí y me rodea cuando Eric pregunta:
–¿Conoces a ese chucho?
–Sí. Es Susto.
—¿Susto? ¿Le has llamado Susto?
–Pues sí. ¿A que es muy monoooooo?
Sin dar crédito a lo que ve, Eric arruga la cara.
–Pero ¿qué lleva en el cuello?
–Está resfriado y le he hecho una bufanda para él —aclaro, encantada.
El perro posa su huesuda cabeza en mi pierna y lo toco.
–No lo toques. ¡Te morderá! —grita Eric, enfadado.
Eso me hace reír. Estoy segura de que Eric lo mordería antes a él.
–No toques a ese sucio chucho, Jud, ¡por el amor de Dios! —insiste.
Un ruidito sale de la garganta del animal y, divertida, me agacho.
–Ni caso de lo que éste diga, ¿vale, Susto? Y venga, ve a dormir. No pasa nada.
El perro, tras echar una última ojeada a un descolocado Eric, se aleja y veo que se mete en la destartalada caseta. Eric, sin decir nada más, comienza a andar y yo le pregunto:
–¿Puedo llevar a Susto a casa?
–No, ni lo pienses.
¡Lo sabía! Pero insisto:
–Pobrecito, Eric. ¿No ves el frío que hace?
–Ese chucho no entrará en mi casa.
¡Ya estamos con su casa!
–Anda, mi amol. ¡Porfapleaseeee!
No contesta, y al final, decido seguirlo. Ya insistiré en otro momento. Mientras camino tras él, poso mi mirada en su trasero y en sus fuertes piernas.
¡Guau! Ese culo apretado y esas fuertes piernas me hacen sonreír y, sin que pueda remediarlo, ¡zas!, le doy un azote.
Eric se para, me mira con una mala leche que para qué, no dice nada y continúa andando. Yo sonrío. No me da miedo. No me asusta y estoy juguetona. Me agacho, cojo nieve con las manos y se la tiro al centro de su bonito trasero. Eric se para. Maldice en alemán y sigue andando.
¡Aisss, qué poco sentido del humor!
Vuelvo a coger más nieve, y esta vez se la tiro directamente a la cabeza. El proyectil le impacta en toda la coronilla. Suelto una carcajada. Eric se da la vuelta. Clava sus fríos ojos en mí y sisea:
–Jud..., me estás enfadando como no te puedes ni imaginar.
¡Dios...! ¡Dios, qué sexy! ¡Cómo me pone!
Continúa su camino y yo lo sigo. No puedo apartar mis ojos de él a pesar del frío que tengo, y sonrío al imaginar todo lo que le haría en ese instante. Cuando entramos en la casa, él se marcha a su despacho sin hablarme. Está muy enfadado. Un calorcito maravilloso toma todo mi cuerpo. Ahora soy consciente del frío que hace en el exterior. Pobre Susto. Cuando me despojo del abrigo, decido seguirlo al despacho. Le deseo. Pero antes de entrar me quito las empapadas botas y los vaqueros. Me estiro la camiseta, que me llega hasta la mitad de los muslos, y abro la puerta. Cuando entro, Eric está sentado a su mesa ante el ordenador. No me mira.
Camino hacia él, y cuando llego a su altura, sin importarme su gesto incómodo, me siento a horcajadas sobre él. En este momento, es consciente de que no llevo pantalones. Sus ojos me dicen que no quiere ese contacto, pero yo sí quiero. Exigente, le beso en los labios. Él no se mueve. No me devuelve el beso. Me castiga. Mi frío Iceman es un témpano de hielo, pero yo con mi furia española he decidido descongelarlo. Vuelvo a besarlo, y cuando siento que él no colabora, murmuro cerca de su boca:
–Te voy a follar y lo voy a hacer porque eres mío.
Sorprendido, me mira. Pestañea y vuelvo a besarlo. Esta vez su lengua está más receptiva, pero sigue sin querer colaborar. Le muerdo el labio de abajo, tiro de él y, mirándolo a los ojos, se lo suelto. Después, enredo mis dedos en su cabello y me contoneo sobre sus piernas.
–Te deseo, cariño, y vas a cumplir mis fantasías.
–Jud..., has bebido.
Me río y asiento.
–¡Oh, sí!, me he tomado unos mojitos, mi amol, que estaban de muelte. Pero escucha, sé muy bien lo que hago, por qué lo hago y a quién se lo hago, ¿entendido?
No habla. Sólo me mira. Me levanto de sus piernas. Estoy por hacer lo que hacen en las películas, tirar todo lo que hay sobre la mesa al suelo, pero lo pienso y no. Creo que eso le va a enfadar más. Al final, echo a un lado el portátil y me siento en la mesa. Eric me observa. Se le ha comido la lengua el gato, y yo, dispuesta a conseguir mi propósito, cojo una de sus manos y la paso por encima de mis braguitas. Mi humedad es latente y siento que traga con dificultad.
–Quiero que me devores. Anhelo que metas tu lengua dentro de mí y me hagas chillar porque mi placer es tu placer, y ambos los dueños de nuestros cuerpos.
Cuando termino de decir eso ya respira de forma algo entrecortada. ¡Hombres! Lo estoy excitando, pero decidida a volverlo loco continúo mientras me quito la camiseta.
–Tócame. Vamos, Iceman, lo deseas tanto como yo. ¡Hazlo! —exijo.
Mi Iceman se descongela por segundos. ¡Bien! Acerca su boca a mi pecho derecho y, en décimas de segundo, me devora el pezón.
¡Oh, sí! Colosal.
¡Me gusta!
Sus ojos fríos ahora son salvajes y retadores. Sigue enfadado, pero el deseo que siente por mí es igual al que yo siento por él. Cuando abandona mi pezón, se reclina en su asiento. El morbo se instala en su cuerpo.
–Levántate de la mesa y date la vuelta —murmura.
Hago lo que me pide. Poso mis pies en el suelo y, vestida sólo con mi tanga, me vuelvo. Él retira la silla hacia atrás, se levanta y acerca su erección a mi trasero, mientras sus manos vuelan a mi cintura y me aprieta contra él. Yo jadeo. Me da un azote. Pica. Después me da otro, y cuando voy a protestar, acerca su boca a mi oreja y dice:
–Has sido una chica muy mala y como mínimo te mereces unos azotes.
Eso me hace sonreír. Vale..., si quiere jugar, ¡jugaremos!
Me doy la vuelta y, sin dejar de mirarle a los ojos, meto mi mano en el interior de sus pantalones, le agarro los testículos y, mientras se los toco, le pregunto:
–¿Quieres que te demuestre lo que le hago yo a los chicos malos? Tú también has sido malo esta mañana, cielo. Muy..., muy malo.
Eso lo paraliza. Que yo tenga en mis manos sus testículos no le hace mucha gracia. Estoy segura de que piensa que le puedo hacer daño.
–Jud...
De un tirón, le bajo el pantalón seguido de los calzoncillos, y su enorme erección queda esplendorosa ante mí. ¡Guau, madre mía! Lo empujo y cae sobre la silla. Vuelvo a sentarme a horcajadas sobre él y le pido:
–Arráncame el tanga.
Dicho y hecho. Eric tira de él, rompiéndolo, y mi húmeda vagina descansa sobre su dura erección. No le doy tiempo a que piense; me alzo y lo meto dentro de mí. Estoy tan mojada..., tan excitada..., que su erección entra totalmente, y cuando me encuentro encajada en él, exijo:
–Mírame.
Lo hace. ¡Dios, es todo tan morboso!
–Así..., así quiero tenerte. Así siempre estamos de acuerdo.
Mis caderas se contraen y mi vagina lo succiona mientras siento que se quita los pantalones y éstos quedan tendidos de cualquier manera en el suelo. Eric jadea ante una nueva acometida mía y le beso. Esta vez su boca me devora y me exige que continúe haciéndolo. Yo paro mis movimientos. No nos movemos. Sólo estamos encajados el uno en el otro y disfrutamos del morbo que nos ocasiona la situación. La excitación es máxima. Es plena, y entonces mi alemán se levanta conmigo encajada en él, me lleva hasta la escalera de la librería y me empotra contra ella.
–Agárrate a mi cuello.
Sin demora, le hago caso. Él se coge a una de las tablas de la escalera que hay por encima de mi cabeza y se hunde totalmente en mí, y yo grito.
Una..., dos..., tres... Tensión.
Cuatro..., cinco..., seis... Jadeos.
Mi Iceman me hace suya mientras yo le hago mío. Ambos disfrutamos. Ambos jadeamos. Ambos nos poseemos.
Una y otra vez, me empala, y yo lo recibo, hasta que mi grito de placer le hace saber que el clímax me ha llegado, y él se deja ir mientras se hunde en una última y poderosa ocasión en mí.
Durante unos segundos, los dos permanecemos en esta posición, contra la escalera y apretados el uno contra el otro, hasta que se suelta de la barandilla, me coge de la cintura y regresamos a la silla. Cuando se sienta, aún dentro de mí, me besa.
–Sigo enfadado contigo —asegura.
Eso me hace sonreír.
–¡Bien!
–¿Bien? —pregunta, sorprendido.
Lo beso. Lo miro. Le guiño un ojo.
–¡Mmm! Tu enfado hace que tenga una interesante noche por delante.
21
Tres días después llega una furgoneta del aeropuerto con las cosas de mi pequeña mudanza de Madrid.
Sólo veinte cajas, pero ¡estoy pletórica! El resto sigue en mi casa. ¡Nunca se sabe!
Tener mis cosas es importante, y durante días me dedico a colocarlas por toda la casa. Eric y yo estamos bien. Tras la esplendorosa noche de sexo que tuvimos el día de la discusión, no podemos parar de besarnos. Lo sorprendí. Lo tenté y lo volví loco. Es vernos y desear tocarnos. Es estar solos y desnudarnos con mayor pasión.
A estas alturas, puedo asegurar que estoy enganchada a «Locura esmeralda». ¡Vaya con el culebrón! En cuanto comienza, Simona me avisa, y las dos nos sentamos juntitas en la cocina para ver sufrir a Esmeralda Mendoza. ¡Pobre chica!
Una mañana suena el teléfono. Simona me lo pasa. Es mi padre.
–¡Papá! —grito, encantada.
–¡Hola, morenita! ¿Cómo estás?
–Bien, pero echándote mucho de menos.
Hablamos durante un rato y le cuento el problema que tengo con Flyn.
–Paciencia, cariño —me indica—. Ese niño necesita paciencia y calorcito humano. Obsérvalo e intenta sorprenderlo. Seguro que si lo sorprendes, ese niño te adorará.
–La única manera de sorprenderlo es marchándome de esta casa. Créeme, papá, ese niño es...
–Un niño, hija. Con nueve años es un niño.
Resoplo y suspiro.
–Papá, Flyn es un viejo prematuro. Nada que ver con nuestra Luz. Protesta por todo, ¡me odia! Para él soy un grano en el culo. Tendrías que ver cómo me mira.
–Morenita..., ese crío, para lo pequeño que es, ha sufrido mucho. Paciencia. Ha perdido a su madre, y aunque su tío se ocupa de él, estoy segura de que se encuentra perdido.
–Eso no te lo niego. Intento acercarme a él, pero no me deja. Únicamente lo veo feliz cuando está enganchado a la Wii o a la Play, solo o con su tío.
Mi padre ríe.
–Es porque todavía no te conoce. Estoy seguro de que en cuanto conozca a mi morenita no podrá vivir sin ti.
Al colgar lo hago con una tremenda sonrisa en los labios. Mi padre es el mejor. Nadie como él para subir mi autoestima y darme fuerzas para todo.
Es domingo, y Eric propone que lo acompañe al campo de tiro. Flyn y yo vamos con él. Me presenta a todos sus amigos y, como siempre, cuando se enteran de que soy española, me toca oír las palabras «olé», «toro» y «paella», cómo no. ¡Qué pesaditos!
Observo que Eric es un tirador certero y me sorprende. Con su problema en la vista nunca habría pensado que pudiera practicar un deporte así. No me gustan las armas. Nunca me han agradado, y cuando Eric me propone tirar, me niego.
–Eric, ya te he dicho que no me gusta.
Sonríe. Me mira y murmura, dándome un beso en los labios:
–Pruébalo. Quizá te sorprenda.
–No. He dicho que no. Si a ti te gusta, ¡adelante! No seré yo quien te quite este placer. Pero no pienso hacerlo yo, ¡me niego! Es más, ni siquiera me parece aceptable que Flyn las vea con tanta naturalidad. Las armas son peligrosas, aunque sean olímpicas.
–En casa, están bajo llave. Él no las toca. Lo tiene prohibido —se defiende.
–Es lo mínimo que puedes hacer. Tenerlas bajo llave.
Mi alemán sonríe y desiste. Ya me va conociendo, y si digo no, es no.
Pasan unos cuantos días más y decido dar alegría a la casa. Me llevo de compras a Simona. La mujer me acompaña encantada y se ríe cuando ve las cortinas color pistacho que he comprado para el salón junto a los visillos blancos. Según ella, al señor no le gustarán, pero según yo, le tienen que gustar. Sí o sí. Trato infructuosamente de que Norbert y Simona me llamen Judith, pero es imposible. El «señorita» parece mi primer nombre, y al final dejo de intentarlo.
Durante días compramos todo lo que se me antoja. Eric está feliz por verme tan motivada y da carta blanca a todo lo que yo quiera hacer en la casa. Sólo quiere que yo sea dichosa y se lo agradezco.
Tras meditarlo conmigo misma, sin decir nada, meto a Susto en el garaje. Hace mucho frío y su tos perruna me preocupa. El garaje es enorme, y el pobre animal no pasará tanto frío. Le cambio la bufanda por otra que he confeccionado en azul y está para comérselo. Simona, al verlo, protesta. Se lleva las manos a la cabeza. «El señor se enfadará. Nunca ha querido animales en casa.» Pero yo le digo que no se preocupe. Yo me ocupo del señor. Sé que la voy a liar como se entere, pero ya no hay marcha atrás.
Susto es buenísimo. El animal no ladra. No hace nada, excepto dormitar sobre la limpia y seca manta que le he puesto en un discreto lugar del garaje. Incluso cuando Eric llega con el coche, cotilleo y sonrío al ver que Susto es muy listo y que sabe que no se debe mover. Con la ayuda de Simona, lo sacamos fuera de la parcela para que haga sus necesidades, y pocos días después, Simona adora al perro tanto o más que yo.
Una mañana, tras desayunar, Eric por fin me propone que le acompañe a la oficina. Encantada, me pongo un traje oscuro y una camisa blanca, dispuesta a dar una imagen profesional. Quiero que los trabajadores de mi chico se lleven una buena opinión de mí.
Nerviosa llego hasta la empresa Müller. Un enorme edificio y dos anexos componen las oficinas centrales en Múnich. Eric va guapísimo con su abrigo azulón de ejecutivo y su traje oscuro. Como siempre, es una delicia mirarlo. Desprende sensualidad por sus poros, y autoridad. Eso último me pone. Cuando entramos en el impresionante hall, la rubia de recepción nos mira, y los vigilantes jurados saludan al jefazo. ¡Mi chico! A mí me miran con curiosidad, y cuando voy a entrar por el torniquete, me paran. Eric, rápidamente, con voz de ordeno y mando, aclara que soy su novia, y me dejan pasar sin la tarjetita con la V de visitante.
¡Olé mi chicarrón!
Yo sonrío. El rostro de Eric es serio. Profesional. En el ascensor, coincidimos con una guapa chica morena. Eric la saluda, y ella responde al saludo. Con disimulo observo cómo lo mira esa mujer y por sus ojos sé que lo desea. Estoy por pisotearle un pie, pero me contengo. No debo ser así. Me tengo que controlar. Cuando salimos del ascensor y llegamos a la planta presidencial, un «¡oh!» sale de mi boca. Esto nada tiene que ver con las oficinas de Madrid. Moqueta negra. Paredes grises. Despachos blancos. Modernidad absoluta. Mientras camino al lado de mi Iceman, observo el gesto serio de la gente. Todos me miran y especulan; en especial, las mujeres, que me escanean en profundidad.
Estoy algo intimidada. Demasiados ojos y expresiones serias me contemplan y, cuando nos paramos ante una mesa, Eric dice a una rubia muy elegante y guapa:
–Buenos días, Leslie, te presento a mi novia, Judith. Por favor, pasa a mi despacho y ponme al día.
La joven me mira y, sorprendida, me saluda.
–Encantada, señorita Judith. Soy la secretaria del señor Zimmerman. Cuando necesite algo, no dude en llamarme.
–Gracias, Leslie —contesto, sonriendo.
Los sigo y entramos en el impresionante despacho de Eric. Como era de esperar, es como el resto de la oficina, moderno y minimalista. Boquiabierta, me siento en la silla que él me ha indicado y, durante un buen rato, escucho la conversación.
Eric firma varios papeles que Leslie le entrega y, cuando por fin nos quedamos solos en el despacho, me mira y pregunta:
–¿Qué te parecen las oficinas?
–La bomba. Son preciosas si las comparas con las de España.
Eric sonríe y, moviéndose en su silla, susurra:
–Prefiero las de allí. Aquí no hay archivo.
Eso me hace reír. Me levanto. Me acerco a él y cuchicheo:
–Mejor. Si yo no estoy aquí, no quiero que tengas archivo.
Divertidos, reímos, y Eric me sienta en sus piernas. Intento levantarme, pero me sujeta con fuerza.
–Nadie entrará sin avisar. Es una norma importantísima.
Me río y lo beso, pero de pronto mi ceño se frunce.
–¿Importantísima desde cuándo? —quiero saber.
–Desde siempre.
Toc... Toc... ¡¡Llamando los celos!! Y antes de que yo pregunte, Eric confiesa:
–Sí, Jud, lo que piensas es cierto. He mantenido alguna que otra relación en este despacho, pero eso se acabó hace tiempo. Ahora sólo te deseo a ti.
Intenta besarme. Me retiro.
–¿Me acabas de hacer la cobra? —inquiere, divertido.
Asiento. Estoy celosa. Muy celosa.
–Cariño... —murmura Eric—, ¿quieres dejar de pensar tonterías?
Me deshago de sus manos. Rodeo la mesa.
–Con Betta, ¿verdad?
Un instante después de mencionar ese nombre, me doy cuenta de que no tenía que haberlo hecho. ¡Maldigo! Pero Eric responde con sinceridad:
–Sí.
Tras un incómodo silencio, pregunto:
–¿Has tenido algo con Leslie, tu secretaria?
Eric se repanchinga en la silla y suspira.
–No.
–¿Seguro?
–Segurísimo.
Pero aguijoneada por los celos insisto mientras el cuello comienza a picarme y me rasco.
–¿Y con la chica morena que subía con nosotros en el ascensor?
Piensa, y finalmente responde:
–No.
–¿Y con la rubia que estaba en recepción?
–No. Y no te toques el cuello, o los ronchones irán a peor.
No le hago caso y, no contenta con sus respuestas, pregunto:
–Pero ¿tú has dicho que has tenido sexo en este despacho?
–Sí.
¡Qué picor de cuello! No doy crédito y cuchicheo fuera de mí:
–Me estás diciendo que has jugado con alguien que trabaja en tu empresa.
–No.
Eric se levanta y se acerca.
–Pero si acabas de decir que...
–Vamos a ver —me corta, quitándome la mano del cuello—, no he sido un monje y sexo he tenido con varias mujeres de la empresa y fuera de ella. Sí, cariño, no lo voy a negar. Pero jugar, lo que tú y yo llamamos jugar, no he jugado con ninguna en este despacho, a excepción de Betta y Amanda.
Al recordar a esas arpías, mi corazón bombea de forma irregular.
–Claro..., Amanda, la señorita Fisher.
–Que por cierto —aclara Eric mientras me sopla el cuello– Se ha trasladado a Londres para desarrollar Müller en aquella ciudad.
Eso me congratula. Tenerla lejos me agrada, y Eric, divirtiéndose con mis preguntas, me abraza y me besa en la frente.
–Para mí, hoy por hoy, la única mujer que existe eres tú, pequeña. Confía en mi cariño. Recuerda, entre nosotros no hay secretos ni desconfianzas. Necesitamos que todo sea así para que lo nuestro funcione.
Nos miramos.
Nos retamos, y finalmente, Eric se acerca a mi boca.
–Si intento besarte, ¿me harás la cobra de nuevo?
No contesto a su pregunta.
–¿Tú confías en mí? —digo.
–Totalmente —responde—. Sé que no me ocultas nada.
Asiento, pero lo cierto es que le oculto cosas. Me azota un sentimiento de culpa. ¡Qué mal me siento! Nada que tenga que ver con sexo, pero le oculto cosas, entre ellas que escondo un perro en casa, que he saltado con la moto de Jurgen, y que su madre y Marta están apuntadas a un curso de paracaidismo.
¡Dios, cuántas cosas le oculto!
Eric me mira. Yo sonrío y, al final, resoplo y cuchicheo:
–¡Mira cómo se me ha puesto el cuello por tu culpa!
Eric ríe y me coge entre sus brazos.
–Creo que voy a ordenar que hagan un archivo en mi despacho para cuando me vengas a visitar, ¿qué te parece?
Suelto una carcajada, lo beso y, olvidándome de mis culpabilidades y mis celos, musito:
–Es una excelente idea, señor Zimmerman.