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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:08

Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"


Автор книги: Megan Maxwell



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–Pídeme lo que quieras, ahora y siempre.

Eric me besa, asiente y, sobre mi boca, repite:

–Ahora y siempre.




34

Tras una estupenda mañana en la piscina como le prometí a mi sobrina, por la tarde mi familia debe regresar a España. Lo hacen en el avión privado de Eric. Verlos marchar me apena, me entristece, pero estoy feliz por haber estado esas horas con ellos.

–Venga, pequeña, sonríe —murmura Eric, cogiéndome el moflete cuando para en un semáforo—. Ellos están bien. Tú estás bien. No tienes por qué estar triste.

–Lo sé. Pero los echo mucho de menos —murmuro.

El semáforo se pone verde, y Eric arranca. Miro por la ventanilla y, de pronto, la música suena a todo volumen. Alucinada, observo a mi chico y lo veo cantando a pleno pulmón Highway to Hell de los AC/DC:

Living easy, living free,

Season ticket on a on-way ride

Asking nothing leave me be

Taking everything in my stride...

Sorprendida, pestañeo.

Es la primera vez que lo veo cantar así. Me río y exagera los movimientos de malote. ¡Me encanta su lado salvaje! Eric mueve la cabeza al compás de la música y me incita con la mano para que cante y haga lo mismo. Divertida, comienzo a cantar con él a voz en grito. Nos miramos y reímos. De pronto, aparca el coche. Continuamos cantando, y cuando la canción acaba, ambos soltamos una carcajada.

–Siempre me ha gustado esta canción —dice Eric.

Me quedo boquiabierta porque esa cañera canción le guste.

–¿Te gustaban los AC/DC?

Sonríe, sonríe..., baja el volumen de la música y confiesa:

–Por supuesto. No siempre he sido tan serio.

Durante unos minutos, me explica su roquera vida de jovencito, y yo lo escucho sorprendida. ¡Vaya con Iceman! Pero cuando finaliza su relato, mi sonrisa ha desaparecido. Eric me mira. Sabe que pienso de nuevo en mi familia. Ve el dolor que tengo en la mirada por su marcha y dice:

–Sal del coche.

–¿Qué?

–Sal del coche —insiste.

Cuando lo hago, sonrío. Sé lo que va a hacer. Suena en la radio You are the sunshine of my life de Stevie Wonder. Eric sube el volumen a tope, sale del coche y camina hacia mí.

Dios, ¿lo va a hacer?

¿Va a bailar conmigo en medio de la calle?

¡Increíble!

Con decisión, se para frente a mí y murmura:

–Baila conmigo.

Me tiro a sus brazos. Esto me hace feliz. Ver que es capaz de parar el coche en medio de una calle muy transitada y bailar conmigo sin ningún pudor es maravilloso.

–Como dice la canción eres el sol de mi vida y, si te veo triste, yo no puedo ser feliz —susurra en mi oído—. Te prometo, pequeña, que iremos a España siempre que quieras, que tu familia vendrá a nuestra casa siempre que quiera, pero, por favor, sonríe; si yo no te veo sonreír, no puedo ser feliz.

Sus palabras me tocan de lleno el corazón. Me emocionan. Lo abrazo y asiento. Bailo con él y disfruto de ese momento mágico. La gente que pasa por nuestro lado nos mira. No entiende que hagamos eso. Sonrío. No importa lo que piensen, y sé que a Eric tampoco le importa. Cuando la canción acaba, lo miro y susurro, dichosa y feliz:

–Te quiero con toda mi alma, tesoro.

Asiente. Disfruta con mis palabras.

–Sigo esperando que quieras casarte conmigo.

Eso me hace sonreír. Y aclaro.

–Cariño..., eso fue un impulso. ¿No lo habrás tomado en serio?

Mi Iceman me mira..., me mira y, finalmente, dice:

–Sí.

–Pero, Eric, ¿de qué hablas? Yo no soy de casarme ni esas cosas.

Mi loco amor me besa.

–En casa tenemos en el frigorífico una estupenda botella de Moët Chandon rosado. ¿Qué te parece si nos la bebemos y hablamos de ese impulso?

Calor. Emoción. Nerviosismo.

¿De verdad está hablando de matrimonio?

Pero conteniendo mis nervios, sonrío y pregunto mimosa:

–¿Moët Chandon rosado?

–¡Ajá! —sonríe.

–Ese de las pegatinas rosas que huele a fresas silvestres —me mofo al recordar la primera vez que llevó esa botella a mi casa de Madrid.

–Sí, pequeña.

Suelto una carcajada y murmuro, sin separarme de él:

–De momento, vayamos a por la botella

De pronto, suena el móvil de Eric. Ha recibido un mensaje. Me besa. Devora mi boca y, cuando ambos nos damos por satisfechos, entramos en el coche. Hace frío. Mira su móvil y dice:

–Cielo, tengo que pasar un momento por la oficina, ¿te importa?

Enamorada hasta las trancas de ese hombre, niego con la cabeza y sonrío. Veinte minutos después, llegamos hasta la mismísima puerta. Son las diez de la noche y poca gente se ve en la calle. Cuando entramos en el hall, los guardias de seguridad nos saludan. Me miran con sorpresa y sonrío. Ellos no sonríen.

¡Aisss, madre!, lo que les cuesta a los alemanes sonreír.

Cuando llegamos a la planta presidencial, observo que no hay nadie. La oficina está completamente vacía. Tengo que ir al baño.

–Eric, ¿dónde están los baños aquí?

Señala a mi derecha y corro hacia ellos, mientras él dice:

–Te espero en mi despacho.

Una vez que hago lo que tengo que hacer, me miro al espejo y me coloco el pelo. Mi aspecto es dulce y jovial. Vestida con aquel jersey rosa que me ha regalado mi padre y los vaqueros parezco más joven de lo que soy.

Pienso en lo que Eric me ha dicho minutos antes. ¿Boda? ¿Realmente deberíamos casarnos?

Sonrío, sonrío, sonrío.

Con una esplendorosa sonrisa salgo del baño y me encamino hacia el despacho de Eric. Cuando abro la puerta me quedo con la boca abierta y mi sonrisa desaparece al ver a Amanda frente a Eric ataviada con un sexy y sugerente vestido rojo. ¡Lagarta!

Durante unos segundos, ellos no me ven. Observo cómo se agacha hacia Eric mientras le enseña unos papeles. Sus pechos están demasiado cerca de él e intuyo que busca algo más que trabajo. Eric sonríe. Ella le toca el hombro, y él no dice nada. ¡Los mato!

Sigo observándolos unos minutos. Hablan. Miran papeles. Al final, Amanda, con coquetería, se sienta en la mesa y cruza las piernas ante mi Iceman. Mis celos son intensos. Demasiado intensos. Peligrosos. Cuando no puedo más cierro con fuerza la puerta del despacho, y ambos me miran.

Mi cara ya no es la de la dulce jovencita del baño. Estoy por gritar como Shakira. ¡Rabiosa! Lo que acabo de ver me subleva. Esa mujer y sus artimañas sacan lo peor de mí. La cara de sorpresa de Amanda lo dice todo. No me esperaba aquí. Con decisión y cierta chulería me acerco hasta donde ellos están. Eric me mira. Tiene una ceja arqueada.

–Hombre, Amanda, ¡cuánto tiempo sin verte!

Ella se baja de la mesa, se recompone el vestido y se aleja unos pasos de Eric. Se toca su cuidadísimo pelo rubio, clava su impersonal mirada en mí y responde con una prefabricada sonrisa:

–Querida Judith, qué alegría verte.

¡Será mentirosa...!

Se acerca para saludarme, pero yo prefiero las cosas claritas. La detengo y digo con voz de enfado:

–Ni se te ocurra tocarme, ¿entendido?

Eric se levanta. Prevé problemas, y antes de que abra la boca, digo señalándole:

–Tú, cállate. Estoy hablando con Amanda. Después hablaré contigo.

La mujer sonríe. Se siente bien ante el gesto de disgusto de Eric. Nos miramos con odio. Está claro que nunca seremos amigas. Soy consciente de que en ese momento nuestras pintas nada tienen que ver. Ella va vestida con un sexy y rojo vestido ceñido y unos taconazos de infarto, y yo voy con jersey rosita, vaqueros y botas planas. Vamos..., imposible competir.

Ella es consciente de esto. Lo sé por cómo me mira. Pero estoy dispuesta a dejar claro lo que pasa por mi cabeza, así que digo con seguridad:

–No necesito ir vestida de fulana para volver loco a un hombre. Empezando porque ya tengo pareja, que, mira por dónde, ¡qué casualidad!, es la misma a la que te estabas insinuando, ¡so perra!

Amanda va a protestar cuando, levantando un dedo, la hago callar.

–Trabajas para Eric. Para mi novio. Limítate a eso, a trabajar, y no busques nada más.

–Jud... —gruñe Eric.

Pero, sin hacerle caso, continúo:

–Si vuelvo a ver que intentas con él cualquier otra cosa, te juro que lo vas a lamentar. Esta vez no va a ocurrir como la última en que nos vimos. En esta ocasión, yo no me voy a ir. Si alguien se va a marchar, vas a ser tú, ¿me has entendido?

Eric se mueve de su silla. Amanda nos mira y responde:

–Creo..., creo que te estás equivocando, querida.

Dispuesta a marcar mi territorio, le doy con el dedo en el prominente canalillo, y siseo:

–Déjate de «querida» y de gilipolleces. Aléjate de Eric, pedazo de zorra, ¿de acuerdo?

–Jud... —me regaña Eric, incrédulo.

Amanda, humillada, recoge sus cosas y se va, aunque antes mira hacia atrás y dice:

–Mañana te llamaré.

Eric asiente. Ella se va, y yo, enfadada, siseo:

–Como me digas que no te has dado cuenta de cómo esa tiparraca se te insinuaba hace unos segundos, te juro que cojo esa estatuilla que hay encima de tu mesa y te abro la cabeza. —No responde, y prosigo—: Me acabas de decepcionar, ¡imbécil! Esta idiota te estaba poniendo las tetas en la cara, y tú lo estabas permitiendo.

–Te equivocas.

–No, no me equivoco. Entre Amanda y tú hay tal familiaridad que no te das cuenta, ¿verdad? Pues genial... ¡sigamos por ese camino! Cuando vea a Fernando la próxima vez, como hay familiaridad entre nosotros, sin importarme lo que tú pienses o sientas, me voy a sentar en sus piernas para hablar con él, o le voy a poner mis tetas en la cara, ¿te parece bien?

–Te estás pasando, Jud —sisea furioso.

–¡Y una mierda! —grito—. Te has pasado tú.

Su cara de cabreo es un poema. Sé que estoy exagerando; lo que he visto ha sido tonteo por parte de Amanda y no de Eric, pero ya no puedo parar.

–Tú deberías haber cortado ya el rollo con Amanda. Os he visto. ¡Joder! He visto cómo te miraba ella, y..., y... si yo no te hubiera acompañado, habrías terminado tirándotela sobre la mesa como otras veces, ¿no crees?

–Yo que tú no continuaría por ese camino... —insiste con frialdad.

–¿A cuento de qué te tiene que hacer venir a la oficina a estas horas? —No contesta—. Pero ¿no has visto cómo iba vestida? Simplemente buscaba sexo. Ni más ni menos. Y tú eres tan idiota que no te das cuenta, ¿verdad?

Eric no contesta. Mis palabras lo molestan. Recoge los papeles que Amanda ha dejado sobre la mesa y dice:

–Entre Amanda y yo no existe absolutamente nada. No te voy a negar que ella continúa su seducción, pero yo no le hago caso y...

–¡Serás gillipollas! —grito, descompuesta—. Tú sabes que ella lo sigue intentando, pero no le haces caso. ¡Genial, Eric! El próximo día que vea al tal Leonard ese al que arreglé el coche, aunque intente seducirme, lo voy a dejar. Eso sí, tranquilo, que no le voy a hacer caso aunque lo intente. Total, a ti no te importa, ¿verdad?

Eso lo enfurece. Mete los papeles en su maletín y sin mirarme sale del despacho. Lo sigo. Bajamos en el ascensor en silencio. Lo sigo hasta el coche. Nos montamos y hacemos todo el camino en silencio. Los celos y las inseguridades nos matan, y cuando llegamos a la casa y mete el coche en el garaje, nos bajamos y cada uno toma diferente camino. Él se mete en su despacho, y yo me voy a mi cuartito. Doy un portazo y me siento sobre la mullida alfombra.

¡Echo humo por las orejas!

Miro hacia el ventanal. Sólo se ve oscuridad. Enciendo mi portátil, miro mis correos, hablo con mis amigas de Facebook y su charla me relaja.

Pasan las horas, y ninguno de los dos busca al otro. Ninguno quiere hablar. Ninguno piensa en esa conversación ante la botella de Moët Chandon rosado. El reloj marca las dos de la madrugada y nuestros orgullos están heridos. De pronto, la lucecita de mis e-mails parpadea. He recibido un mensaje.

¡Eric! Con el corazón a mil, lo abro y leo:

De: Eric Zimmerman

Fecha: 6 de marzo de 2013 02.11

Para: Judith Flores

Asunto: No puedo continuar sin hablarte

Cariño, soy consciente de que tienes razón en todo lo que has dicho, pero NUNCA te engañaría ni con Amanda ni con ninguna otra.

Te quiero loca y apasionadamente.

Eric. El gilipollas.

Cuando lo leo, una sonrisita tonta se me instala en la cara.

¿Por qué ya me ha ganado con este e-mail?

Durante un rato me tienta el contestarle. Sé que lo espera. Pero no. No pienso hacerlo. Me niego. Diez minutos después, llega otro e-mail.

De: Eric Zimmerman

Fecha: 6 de marzo de 2013 02.21

Para: Judith Flores

Asunto: Pídeme lo que quieras

Pequeña, la sinceridad y la confianza entre nosotros es primordial. Las palabras «Pídeme lo que quieras, AHORA Y SIEMPRE» engloban absolutamente todo entre nosotros.

Piénsalo.

Te quiero.

Eric. Un atormentado gilipollas.

Vuelvo a sonreír.

Desde luego no puedo negar que en esos meses Eric se ha vuelto más chispeante y divertido. Voy a contestar, pero mis dedos parecen no querer hacerlo, cuando llega otro e-mail.

De: Eric Zimmerman

Fecha: 6 de marzo de 2013 02.30

Para: Judith Flores

Asunto: Dime que sí

¿Te apetece una copa de Moët Chandon rosado? Te espero en el despacho.

Eric. Un loco, apasionado y atormentado gilipollas.

Suelto una carcajada. Adoro que me haga reír.

Pasa más de media hora. Leo los e-mails como cien veces y cien veces sonrío. No vuelve a enviar ninguno más. Las tripas me rugen. Tengo hambre. Camino hacia la cocina y al entrar me encuentro a Eric sentado a la mesa ante la botella de Möet Chandon rosado junto a Susto. El perro se acerca a mí y me saluda. Yo le toco su huesuda cabecita y Eric me mira. Sabe que he leído los e-mails y espera que yo dé el segundo paso. Yo retiro la vista. No quiero mirarlo o le abrazaré.

Camino hacia el frigorífico y, cuando voy a abrirlo, noto el cuerpo de mi amor detrás de mí. Se me eriza todo el vello del cuerpo. No me muevo. No respiro. Siento cómo pasa sus fuertes manos por mi cintura; me pega a su cuerpo y, cuando cierro los ojos y apoyo mi nuca en su pecho, murmura en mi oído:

–No quiero. No puedo. No deseo estar enfadado contigo.

–Yo tampoco.

Silencio. Estoy tan emocionada porque me abrace que no puedo hablar. Eric mordisquea el lóbulo de mi oreja.

–Nunca caería en el juego de Amanda. Te quiero demasiado como para perderte.

Sus palabras me enloquecen. Sigo sin moverme, y entonces me da la vuelta. Con sus manos coge mi rostro y besa mi frente, mis ojos, las mejillas, la punta de la nariz, la barbilla, y cuando va a besarme la boca, hace eso que tanto me gusta. Chupa mi labio superior, después el inferior, me da un mordisquito, y luego asalta mi boca. Con su mano me coge por la nuca mientras yo salto para estar a su altura. Me agarra con sus fuertes brazos y no me suelta. Cuando separa su boca de la mía, me mira y murmura:

–Ahora y siempre. No lo olvides pequeña.

Asiento y lo beso. Lo deseo. Sin más y en sus brazos, llegamos hasta nuestra habitación. Allí mi amor, mi loco amor, echa el pestillo en tanto yo me desnudo sin dejar de mirarle. Sobre la cama, instantes después, hacemos el amor como nos gusta. Fuerte y salvaje.




35

No volvemos a comentar nada del tema boda. Se lo agradezco. A pesar del amor que nos tenemos, somos dos titanes y nuestros encontronazos sé que nos asustan. Nos desorientan. Sé por Eric que Amanda se marcha de nuevo a Londres. Cuanto más lejos esté de mí, mejor.

Simona y yo seguimos disfrutando de «Locura esmeralda». Estoy enganchadísima al culebrón. Eric, cuando se entera, se mofa de mí. No puede creer que yo esté enganchada a algo así. Yo tampoco. Pero lo cierto es que deseo que Carlos Alfonso Halcones de San Juan reciba su merecido a manos de Luis Alfredo Quiñones, y que Esmeralda Mendoza recupere a su bebé, se case con su amor y sea por fin feliz. ¡Pa matarme!

Una tarde, cuando llega Eric a casa, estoy trabajando en mi moto. Cuando oigo el coche rápidamente le echo el plástico azul por encima y salgo del garaje. Corro a mi habitación, pero antes me lavo las manos. Él no se percata de nada. Donde está la moto no se ve, ya aunque yo respiro aliviada, cada día me es más difícil ocultarle el secreto. Mi conciencia me dice que hago mal. Me martirizo, pero no sé cómo decírselo.

El sábado, Eric y yo nos dirigimos por la noche a la fiestecita privada del Natch. Por fin voy a conocer ese conocido bar de intercambio de parejas. Cuando entramos Eric me presenta a Heidi y Luigi. Frida y Andrés se unen a nosotros, y poco después, Björn llega con una amiga. Divertidos, tomamos algo cuando veo que aparece Dexter. Me saluda y en mi oído murmura:

–Diosa, qué chévere. Muero por verte sometida entre dos hombres.

Mi estómago se contrae, y Eric, al imaginar lo que me ha dicho el otro, sonríe.

Una copa tras otra, y el local se llena de gente. Todos parecen conocerse y charlan con afabilidad. Le he prohibido a Eric que mencione que soy española. No soporto que nadie más diga aquello de «¡olé, paella, torero!». Eric, risueño, me propone bailar. Accedo. Entramos en un cuarto oscuro con una escasa luz violeta.

–No te soltaré. Tranquila.

Suena Cry me a river en la voz de Michael Bublé. Eric me besa, y yo disfruto de su cercanía. Bailamos casi a oscuras. Noto su excitación entre mis piernas y en cómo besa mi cuello. De pronto siento unas manos detrás de mí. Alguien me toca la cintura. No veo su rostro. Pero rápidamente sé quién es cuando escucho en mi oído:

–Suena nuestra canción, preciosa.

Sonrío. Es Björn. Al compás de la música bailamos como hicimos aquel día en su casa, mientras yo dejo que sus manos vuelen por todo mi cuerpo. Sexy. Aquella canción es sexy, excitante, y mis dos hombres me vuelven loca. Eric me besa, y con posesión mete su mano por debajo de mi vestido, llega hasta mi tanga y de un tirón lo arranca. Sonrío, y más cuando susurra en mi boca:

–Aquí no lo necesitas.

¡Glups y reglups!

Sonrío y disfruto. Me siento lasciva. Caliente.

En ese momento, Björn me da la vuelta y mis pechos quedan a su disposición. Pasea su boca por el escote de mi vestido y me muerde los pezones a través de él. Duros. Así los pone. Después su boca besa mi cuello, mis mejillas, mi nariz, pero cuando llega a la comisura de mi boca se para. No traspasa el límite que sabe que no debe. Mientras, Eric me sube el vestido y toca mi trasero en la oscuridad. Me aprieta contra él. Björn, excitado, hace lo mismo. Eric vuelve a darme la vuelta, y ahora es Björn quien me aprieta las nalgas.

Calor..., tengo un calor tremendo.

El cuarto oscuro se comienza a llenar de gente. La música cambia y la voz de Mariah Carey cantando My All llena la estancia. Las manos de Björn desaparecen mientras Eric continúa mordisqueándome los labios. Escucho gemidos a nuestro alrededor. Imagino lo que la gente hace y me excita, en tanto mi hombre, mi Iceman, mi amor, susurra:

–Eres muy excitante, cariño. Estoy tan duro que creo que voy a hacerte mía aquí mismo.

Sonrío y, sin ver por la oscuridad que nos rodea, murmuro:

–Soy tuya. Haz conmigo lo que quieras.

Escucho su risa en mi oreja.

–Cuidado, pequeña. Oírte decir eso es peligroso. Ya me he dado cuenta de que el sexo, el morbo y los juegos te gustan tanto o más que a mí, ¿verdad?

Asiento. Tiene razón.

–Esta noche estoy muy caliente.

–Me gusta saberlo. Yo también —consigo decir mientras respiro con dificultad.

–Eres mi fantasía, morenita. Mi loca fantasía.

Superexcitada por lo que me dice, le agarro las nalgas, le aprieto contra mí y murmuro, deseosa de juegos calientes y morbosos:

–Me gusta ser tu fantasía. ¿Qué quieres probar hoy conmigo?

El pene de Eric está duro. Tremendo. Enorme. Lo siento contra mi tripa y, tras besarme, dice sobre mi boca mientras bailamos al compás de la música:

–Quiero hacer de todo. ¿Estás dispuesta? —Asiento, y murmura, acalorándome más—: Deseo verte con otra mujer. Te miraré. Te observaré. Y cuando tus gemidos me enloquezcan te follaré, y después haré que dos hombres te follen mientras yo miro y me follo a esa mujer. ¿Qué te parece?

Jadeo..., cierro los ojos.

Me humedezco, y cuando voy a responder, siento unas manos alrededor de la cintura de Eric. Son finas y cuidadas. Una mujer. Las toco. Me toca, y noto un anillo grande que parece una margarita.

¿Será ésta la mujer con la que Eric quiere verme?

En la oscuridad, dejo que la desconocida recorra el cuerpo de mi amor mientras él me besa. Le excita tener dos mujeres a su alrededor. Su excitación es mi excitación, y disfruto mientras siento cómo la desconocida toca su erección. Cojo su mano y hago que le apriete. Las dos le apretamos, y Eric jadea.

Así estamos durante un buen rato. Pero Eric en ningún momento se da la vuelta. Deja que ella lo toque, pero se recrea en mi boca, en apretar mi trasero. Se recrea sólo en mí. Cuando la canción acaba, olvidándonos de la mujer salimos del cuarto oscuro y entramos en otra sala diferente de la primera.

Veo a Björn con la chica que ha venido y sonrío al ver cómo él y Dexter la hacen reír mientras los dos le tocan los pechos. Eric me lleva hasta la barra. Miro alrededor y no veo a Frida ni a Andrés. Pedimos algo de beber. Tengo la boca seca. Con mimo, mi amor me mira. Pasea sus nudillos por mi rostro y leo su boca cuando dice «te quiero». Después acerca un taburete y me siento.

Segundos más tarde, varias personas se acercan a nosotros. Eric me los presenta. Una de ellas, al escucharme hablar, se da cuenta de que soy española y dice «¡olé!».

¡Qué cansinos, por favor!

En un momento dado, una de las mujeres sonríe ante algo que comenta Eric, y mi amor me ordena:

–Abre las piernas, Jud.

Lo hago. Aquella desconocida toca mis piernas. Sube su mano por mis muslos hasta llegar a mi vagina, donde posa su palma, y musita.

–Me gustan depiladas.

Eric asiente, y tras dar un trago a su bebida, añade:

–Está totalmente depilada.

La mujer se pasa la lengua por la boca, sonríe y, llevando su otra mano a uno de mis pechos, los toca por encima del vestido y murmura mientras los aprieta:

–Tú y yo lo vamos a pasar muy bien.

El morbo me puede. Asiento.

–Me gustan mucho..., mucho las mujeres. Y tú me gustas —insiste ella.

Abro más las piernas y la mujer mete un dedo en mí sin importarme que lo haga en esa sala llena de gente. Levanto el mentón. Me echo hacia adelante en el taburete para que ella tenga más accesibilidad, y Eric murmura en mi oído:

–Ésta va a ser la mujer que va a jugar contigo, ¿te gusta?

Paseo mi mirada por ella y asiento. La otra saca su mano de entre mis piernas, se chupa el dedo que ha estado en mi interior y sonríe.

Yo hago lo mismo y escucho decir a mi chico:

–Os esperamos en la habitación negra.

Sin más, la mujer se aleja, y mi chico, mirándome, pregunta:

–¿Dispuesta a jugar?

Asiento.

Estoy tan excitada que los labios me tiemblan al sonreír. De su mano, camino por el local.

Traspasamos una puerta, caminamos por un pasillo y veo a Frida y a Andrés sobre la cama de una habitación abierta. Frida no me ve, está totalmente entregada disfrutando entre las piernas de una mujer, mientras ella le hace una felación a Andrés y otro hombre penetra a Frida.

Excitante.

Eric y yo los miramos. Seguimos nuestro camino. Él abre una puerta. Entramos en la habitación. No veo nada, y mi amor dice:

–No te muevas.

Instantes después, la habitación se ilumina tenuemente en lila al proyectarse en una de sus paredes una película porno. Curiosa, observo la estancia. Hay una cama redonda, un sillón, una especie de encimera y, al fondo, una mampara con una ducha. Eric me abraza. Me besa la oreja y me la chupa mientras observamos las imágenes calientes que se proyectan en la pared. Cinco minutos después, la puerta se abre. Aparece la mujer que anteriormente me ha tocado, desnuda y con un vibrador doble en sus manos. Entra y nos comunica:

–Ahora vienen.

Eric asiente. Yo no sé quiénes vienen, pero no me importa. Mi respiración entrecortada me hace saber lo excitada que estoy cuando Eric se sienta en la cama.

–Diana, desnuda a mi mujer —dice.

No me muevo.

Me dejo hacer.

Me excita esa sensación.

Los ojos de mi amor se nublan de deseo mientras la mujer me desabrocha el vestido. Las manos de ella vuelan por todo mi cuerpo en tanto Eric nos observa. Mi vestido cae al suelo y quedo sólo vestida con las medias de liguero, los tacones y el sujetador. El tanga me lo ha roto Eric minutos antes.

La mujer me toca. Pasea sus manos por mi cuerpo y me pide que me siente en la encimera que hay en un lateral. Eric se levanta, me coge en brazos y me sube. Me tumba en ella y me separa los muslos. La boca de la mujer va directa a mi vagina y, con brusquedad, mete su lengua dentro de mí.

Exige. Exige mucho mientras me abre la vagina con sus manos y me devora.

Eric nos observa. Yo lo miro y jadeo mientras veo que se desnuda. Se toca su duro pene y grito de placer al sentir lo que la mujer me hace. Me acaba de meter uno de los lados del doble consolador. ¡Calor!

Lo mueve con destreza y práctica mientras su boca juguetea con mi clítoris. Cierro los ojos. Disfruto..., me abro para ella... y muevo las caderas en busca de más. La mujer sabe lo que se hace y estoy disfrutando mucho. Muchísimo.

Abro los ojos. Eric nos observa y, de pronto, ella se sube a la encimera de un salto, sin sacar el consolador de mi cuerpo, se introduce la otra parte y con maestría y técnica se tumba sobre mí, me coge por las caderas y me comienza a follar. El consolador doble entra en mí y en ella al mismo tiempo, y nuestros jadeos son acompasados. Su ritmo se intensifica mientras mi excitación se acrecienta. Como si de un hombre se tratara, toma mi cuerpo, mientras sin apenas moverme yo tomo el suyo, hasta que las dos nos arqueamos y nuestros orgasmos nos hacen gritar.

Miro a mi amor. No se mueve, y Diana, con maña, saca el consolador doble de ambas, se baja de la encimera y dice, abriéndome a tope las piernas:

–Dame tu jugo..., dámelo.

Su boca ansiosa me lame. Quiere mi orgasmo. Me chupa con pericia, y yo me vuelvo loca de nuevo. Nunca me ha pasado eso anteriormente. Nunca habría imaginado que una mujer pudiera hacer que me corriera dos veces en menos de dos minutos. Pero ella, Diana, con desenvoltura, lo consigue, y yo me entrego a ella dispuesta a que lo logre mil veces más. Eric se acerca; yo extiendo la mano y me la besa mientras ella disfruta de mí.

Me siento como una muñeca entre sus brazos cuando mi amor me agarra y me baja de la encimera. Su duro pene choca con mis piernas y sonrío. Me posa en la cama. Se sienta a mi lado, y la mujer al otro. Me tocan. Cuatro manos recorren mi cuerpo, y yo jadeo. La puerta se abre y entra un hombre desnudo. Observa nuestro juego mientras yo me fijo en cómo su pene crece mientras nos contempla.

Paramos. El recién llegado se presenta como Jefrey, y Eric se agacha y pregunta:

–¿Te ha gustado Diana?

–Sí... —susurro como puedo.

Sonríe. Me besa, y cuando abandona mi boca, pregunto, extasiada:

–¿Puedo pedirte algo?

Mi amor me retira el pelo de la frente y asiente.

–Lo que quieras.

Acalorada, me levanto de la cama. Tumbo a Eric y, sentándome sobre él, murmuro:

–Quiero que Jefrey te masturbe.

Jefrey accede al segundo. Mi alemán no dice nada. Tumbado me mira. Su gesto me muestra que eso no le gusta, y entonces susurro antes de besarlo:

–Soy tu mujer, ¿verdad? —Eric asiente—. Y tú eres mi marido, ¿verdad?

Vuelve a asentir y con sensualidad le beso los labios.

–Entrégate a mí y a mis fantasías, cariño. Sólo te masturbará. Te lo prometo.

Veo que cierra los ojos. Piensa en mi proposición, y cuando los abre, asiente. Lo beso. Sé lo que supone eso para él y me agrada. Me siento a un lado, le toco los pezones y murmuro:

–Jefrey, haz que disfrute mi marido.

Sin dudar un segundo, Jefrey se arrodilla en la cama, coge el duro pene de Eric y lo masajea. Lo mueve de arriba abajo, y Eric cierra los ojos. No quiere verlo. La mujer se pone a mi lado y toca mis pechos. Le gusto y me lo hace saber mientras él sigue masturbando a mi amor. Le toca, tira de él, hasta que se mete la totalidad del pene en la boca. Eric se arquea. Jadea. Gustosa de ver aquello, me acerco a su boca.

–Abre las piernas, cariño.

Me hace caso. Jefrey se acomoda entre las piernas de Eric para lamer, chupar y excitar al hombre al que amo. Indico a la mujer que me toca que le chupe los pezones. Lo hace y asiento, gozosa de controlar la situación. Me gusta ordenar, tanto como ser ordenada. Jefrey, con la boca ocupada, pasea sus manos libres por el trasero de mi amor, y éste se contrae. Disfruta con las caricias. Cierra los ojos, y yo exijo:

–Mírame.

Obedece. Clava su azulada mirada en mí mientras siento que el vello del cuerpo se le eriza ante lo que ese hombre le hace. Eric se arquea. El placer rudo que le ocasiona Jefrey y que nunca había probado lo aviva. De pronto, soy consciente de que Eric tiene una de sus manos sobre la cabeza de Jefrey. Lo empuja a bajar sobre su pene. Quiere más. Sonrío. Mi amor jadea y, loca de excitación, hago que Jefrey se quite, me siento a horcajadas sobre él y me empalo.

Eric coge mis caderas y me aprieta contra él en busca de su loco orgasmo, mientras Jefrey y la mujer nos observan. Cuando mi amor da un sórdido gemido, me aprieto contra él, y entonces, sólo entonces, se deja ir.

Tumbada sobre él lo abrazo. Lo beso y pregunto:

–¿Todo bien, cariño?

Eric me mira. Cabecea y murmura:

–Sí, pequeña. Al final, lo has conseguido.

Eso me hace reír. De pronto, la puerta se abre. Dexter entra con un hombre desnudo. Eric se levanta y se mete en la ducha mientras yo me quedo sentada en la cama. La mujer que está a mi lado no se puede resistir y comienza a tocarme. El mexicano sonríe, se acerca a mí y me enseña la cadenita de los pezones. Sin necesidad de que me lo pida, acerco mis pechos a él y los pellizca con las pinzas. Luego, tira de las cadenas y murmura:

–Diosa..., hazme disfrutar.

Eric regresa con nosotros y se sienta en una butaca. Sé que quiere observar. Lo sé. La mujer que está a mi lado me susurra que quiere de nuevo mi vagina. Accedo. Abro mis piernas tumbada en la cama y guío su cabeza hasta ella. Con exigencia, la agarro por el pelo mientras me chupa, y soy yo la que en ese momento marca la intensidad. Ella coge la cadena que hay entre mis pechos y cada vez que con sus labios tira de mi clítoris tira de la cadena, y yo grito.

Somos el espectáculo caliente y morboso de cuatro hombres. Me gusta serlo. Ellos nos miran, y observo que Jefrey y el otro se ponen preservativos. Dexter respira con irregularidad, y Eric me come con la mirada. Los hombres disfrutan de lo que ven entre nosotras, y yo disfruto de ser mirada.

Cuando el orgasmo me hace convulsionar, la mujer vuelve a chuparme con avidez. Desea mi esencia. Yo dejo que tome toda la que quiera. Venero cómo me chupa. Eric la llama, la aleja de mí y le pide que se siente a horcajadas sobre él.


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