Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
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Su dramatismo me deja muda. No soporta imaginar lo que ha podido pasar. Cierro los ojos. Estoy cansada y maltrecha. Me acurruco contra él, y entre sus brazos, me duermo.
29
Cuando me despierto a la mañana siguiente me sorprendo. Eric está a mi lado dormido. Son las ocho y media de la mañana y es la primera vez que me despierto antes que él. Sonrío. Con curiosidad lo observo. Es guapísimo. Verlo relajado y dormido es una de las cosas más bonitas que he contemplado en mi vida. No me muevo. Quiero que ese momento dure eternamente. Durante un buen rato, disfruto y me recreo, hasta que abre los ojos y me mira. Sus ojazos azules me impactan.
–Buenos días, mi amor.
Sorprendido, me mira y pregunta:
–¿Qué hora es?
Con curiosidad, vuelvo a mirar el reloj y respondo:
–Casi las nueve.
Eric me mira, me mira y me mira, y al ver su gesto, inquiero:
–¿Qué ocurre?
Pasa su mano por mi pelo y lo retira de mi cara.
–¿Te encuentras bien?
Me desperezo y respondo:
–Sí, cariño, no te preocupes.
Eric se sienta en la cama, y yo hago lo mismo. Después, lo veo que se dirige al lavabo y tras estirarme lo sigo. Pero cuando entro en el baño y me veo reflejada en el espejo, grito:
–¡Dios mío, soy un monstruo!
Mi cara es una paleta de colores. Bajo los ojos, tengo unos cercos rojos y verdes que me dejan sin palabras. Mi chico me sujeta por la cintura y me sienta en la taza del váter. Ver mi horrible aspecto me ha dejado sin habla y, horrorizada, murmuro:
–¡Ay, Dios!, pero si sólo me di contra la nieve.
–Te debiste de dar un buen golpe, pequeña.
Lo sé. Me di contra el muro antes de caer a la nieve. Ahora lo recuerdo con más claridad.
Eric me tranquiliza. Miles de palabras cariñosas salen de su boca y, al final, recuerdo lo que me avisó el médico: moratones. Consciente de que nada puedo hacer contra esto, me levanto y me miro en el espejo. Eric está a mi lado. No me suelta. Resoplo. Muevo la cabeza hacia los lados y musito:
–Estoy horrible.
Eric besa mi cuello. Me agarra por detrás y, apoyando su barbilla en mi cabeza, dice:
–Tú no estás horrible ni queriendo, cariño.
Eso me hace sonreír. Mi pinta es desastrosa. Soy la antítesis de la belleza, y el tío más esplendoroso del mundo me acaba de demostrar su cariño y su amor. Al final, decido ser práctica y me encojo de hombros.
–La parte buena de esto es que en unos días pasará.
Mi Iceman sonríe, y yo me lavo los dientes mientras él se ducha. Cuando acabo me siento en la taza del váter a observarlo. Me encanta su cuerpo. Grande, fuerte y sensual. Recorro sus muslos, su trasero y suspiro al ver su pene. ¡Oh, Dios! Lo que me hace disfrutar. Cuando sale de la ducha coge la toalla que le doy y se seca. Divertida, alargo mi mano y le toco el pene. Eric me mira y, echándose hacia atrás, asegura:
–Pequeña, no estás tú hoy para muchos trotes.
Suelto una carcajada. Tiene razón. Durante un rato lo observo mientras que mi mente calenturienta vuela e imagina. Mi cara es tal que Eric pregunta:
–¿Qué piensas?
Sonrío...
–Vamos, pequeña viciosilla, ¿qué piensas?
Divertida por su comentario, inquiero:
–¿Nunca has tenido ninguna experiencia con un hombre?
Levanta una ceja. Me mira y afirma:
–No me van los hombres, cariño. Ya lo sabes.
–A mí no me van las mujeres tampoco —aclaro—. Pero reconozco que no me importa que jueguen conmigo en ciertos momentos.
Mi Iceman sonríe y, secándose, indica:
–A mí sí me importa que un hombre juegue conmigo.
Ambos nos reímos.
–¿Y si yo deseo ofrecerte a un hombre?
Eric se paraliza, me escruta con la mirada y responde:
–Me negaría.
–¿Por qué? Se trata sólo de un juego. Y tú eres mío.
–Jud, te he dicho que no me van los hombres.
Cabeceo y sonrío, pero no estoy dispuesta a callar.
–A ti te excita ver cómo una mujer mete su boca entre mis piernas, ¿verdad?
–Sí, mucho, pequeña.
–Pues a mí me gustaría ver a un hombre con su boca entre tus piernas.
Sorprendido, me mira y pregunta:
–¿Te encuentras bien?
–Perfectamente, señor Zimmerman. —Y al ver cómo me mira, añado—: Las mujeres no me van, pero por ti, por tu placer de mirar, he experimentado lo que es que una mujer juegue conmigo, y reconozco que tiene su morbo. Y la verdad, me gustaría que un hombre te hiciera eso mismo a ti. Que metiera su cabeza entre tus piernas y...
–No.
Me levanto y le abrazo por la cintura.
–Recuerda, cariño: tu placer es mi placer y nosotros los dueños de nuestros cuerpos. Tú me has enseñado un mundo que desconocía. Y ahora yo quiero, anhelo y deseo besarte, mientras un hombre te...
–Bueno, ya hablaremos de ello en otro momento —me corta.
Me empino, le doy un beso en los labios y murmuro:
–Por supuesto que hablaremos de esto en otro momento. No lo dudes.
Eric sonríe y menea la cabeza. Luego se anuda la toalla alrededor de la cintura y suelta mientras me coge en brazos:
–¿Sabes, morenita? Comienzas a asustarme.
Después de comer, Eric se marcha a la oficina. Me promete que regresará en un par de horas. Antes de irse, me prohíbe salir a la nieve, y yo me río. Marta, que está todavía aquí, también se marcha, y Sonia, al saber lo ocurrido llama angustiada, aunque al hablar conmigo se tranquiliza.
Simona está preocupada. Vemos juntas nuestro culebrón, pero me mira continuamente el rostro. Yo intento hacerle ver que estoy bien. Ese día, a Esmeralda Mendoza, el malo de Carlos Alfonso Halcones de San Juan, al no conseguir el amor verdadero de la joven, le quita su bebé. Se lo da a unos campesinos para que se lo lleven y lo hagan desaparecer. Simona y yo, horrorizadas, nos miramos. ¿Qué va a pasar con el pequeño Claudito Mendoza? ¡Qué disgusto tenemos!
Cuando Flyn regresa del colegio, yo estoy en mi cuarto. Estoy sentada en la mullida alfombra hablando por el Facebook con un grupo de amigas. Nos denominamos las Guerreras Maxwell, y todas tenemos un punto de locura y diversión que nos encanta.
–¿Puedo pasar?
Es Flyn. Su pregunta me sorprende. Él nunca pregunta. Asiento. El pequeño entra, cierra la puerta y, al levantar mi rostro hacia él, veo que se queda blanco en décimas de segundo. Se asusta. No esperaba verme la cara de mil colores.
–¿Te encuentras bien?
–Sí.
–Pero tu cara...
Al recordar mi rostro sonrío e, intentando quitarle importancia, cuchicheo:
–Tranquilo. Es una acuarela de colores, pero estoy bien.
–¿Te duele?
–No.
Cierro el portátil, y el crío vuelve a preguntar:
–¿Puedo hablar contigo?
Sus palabras y, en especial su interés, me conmueven. Esto es un gran avance, y respondo:
–Por supuesto. Ven. Siéntate conmigo.
–¿En el suelo?
Divertida, me encojo de hombros.
–De aquí seguro que no nos caemos.
El pequeño sonríe. ¡Una sonrisa! Casi aplaudo.
Se sienta frente a mí y nos miramos. Durante más de dos minutos nos observamos sin hablar. Eso me pone nerviosa, pero estoy decidida a aguantar su mirada achinada el tiempo que haga falta como aguanto en ocasiones la de su tío. ¡Vaya dos! Al final, el niño dice:
–Lo siento, lo siento mucho. —Se le llenan los ojos de lágrimas y murmura—: ¿Me perdonas?
Me conmuevo. El duro e independiente Flyn ¡está llorando! No puedo ver llorar a nadie. Soy una blanda. ¡No puedo!
–Claro que te perdono, cielo, pero sólo si dejas de llorar, ¿de acuerdo? —Asiente, se traga las lágrimas y, para quitarle parte de la culpa que siente, digo—: También fue culpa mía. No me tenía que haber subido al muro y...
–Fue sólo mi culpa. Yo cerré las puertas y no te dejé entrar. Estaba enfadado, y yo..., yo... lo que hice está muy mal, y comprenderé que el tío Eric me mande al internado que dicen Sonia y Marta. Me lo advirtió la última vez, y yo le he vuelto a decepcionar.
El dolor y el miedo que veo en sus ojos me destrozan. Flyn no va a ir a ningún internado. No lo voy a permitir. Su inseguridad me da de lleno en el corazón y respondo:
–No se va a enterar porque ni tú ni yo se lo vamos a contar, ¿de acuerdo?
Esa reacción mía Flyn no la espera y, sorprendido, me mira.
–¿No le has contado al tío lo que ha ocurrido?
–No, cielo. Simplemente le he dicho que estaba yo en la nieve, me resbalé y caí.
De pronto, me acuerdo de mi padre. Acabo de sorprender a Flyn, y eso lo debilita. Sonrío. Los hombros del pequeño se relajan. Le acabo de quitar un peso de encima.
–Gracias, ya me veía en el internado.
Su sinceridad me hace sonreír.
–Flyn, me tienes que prometer que no volverás a comportarte así. Nadie quiere que vayas a un internado. Eres tú el que parece, con tus actos, que lo desea, ¿no te das cuenta? —No responde, y pregunto—: ¿Qué ocurrió el otro día en el colegio?
–Nada.
–¡Ah, no, jovencito! ¡Se acabaron los secretos! Si quieres que yo confíe en ti, tú tendrás que confiar en mí y contarme qué narices pasa en el colegio y por qué dicen que tú has comenzado una pelea cuando no creo que sea así.
Él cierra los ojos, calibrando las consecuencias de lo que me va a decir.
–Robert y los otros chicos me empezaron a insultar. Como siempre, me llamaron chino de mierda, gallina, miedica. Ellos se mofan de mí porque no sé hacer nada de lo que ellos hacen con el skateboard, la bicicleta o los patines. Intenté no hacerles caso como siempre, pero cuando George me tiró al suelo y comenzó a darme puñetazos, agarré su skate y se lo estampé en la cabeza. Sé que no lo tenía que haber hecho, pero...
–¿Esas cosas te dicen esos sinvergüenzas?
Flyn asiente.
–Tienen razón. Soy un torpe.
Maldigo a Eric en silencio. Él, con sus miedos a que ocurran cosas, está provocando todo esto. El crío susurra:
–Los profes no me creen. Soy el bicho raro de la clase. Y como no tengo amigos que me defiendan, siempre cargo con las culpas.
–¿Y tu tío no te cree tampoco?
Flyn se encoge de hombros.
–Él no sabe nada. Cree que me meto en problemas porque soy conflictivo. No quiero que sepa que esos chicos se mofan de mí porque soy cobarde. No quiero decepcionarlo.
Eso me duele. No es justo que Flyn cargue con aquello y Eric no lo sepa. Tengo que hablar con él. Pero centrándome en el niño le cojo el óvalo de la cara y murmuro:
–El que le dieras a ese chico con el skate en la cabeza no estuvo bien, cielo. Lo entiendes, ¿verdad? —El pequeño asiente, y dispuesta a ayudarlo sigo—: Pero no voy a consentir que nadie más te vuelva a insultar.
Sus ojitos de pronto se avivan. Me acuerdo de mi sobrina.
–Pon tu pulgar contra el mío. Y una vez que se toquen, nos damos una palmadita en la mano. —Hace lo que le digo y vuelve a sonreír—: Ésta es la contraseña de amistad entre mi sobrina y yo. Ahora será la nuestra también, ¿quieres?
Asiente, sonríe, y yo estoy a punto de saltar de felicidad. Una tregua. Tengo una tregua con Flyn. Y cuando creo que nada mejor puede pasar, dice:
–Gracias por dormir anoche conmigo.
Me encojo de hombros para quitarle importancia a eso.
–¡Ah, no!, gracias a ti por dejarme meterme en tu cama.
Él sonríe y comenta:
–A ti no te dan miedo los truenos. Lo sé. Tú eres mayor.
Eso me hace reír. ¡Qué listo que es el jodío!
–¿Sabes, Flyn? Cuando yo era pequeña, también tenía miedo a los truenos y a los rayos. Cada vez que había una tormenta, yo era la primera en meterme en la cama de mis padres. Pero mi mamá me enseñó que no hay que tener miedo a las inclemencias del tiempo.
–¿Y cómo te enseño tu mamá?
Sonrío. Pensar en mamá, en su cariñosa mirada, en sus manos calentitas y en su sonrisa perpetua me hace decir:
–Me decía que cerrara los ojos y pensara en cosas bonitas. Y un día me compró una mascota. Le llamé Calamar. Fue mi primer perro. Mi superamigo y mi supermascota. Cuando había tormentas, Calamar se subía conmigo a la cama, y el verme acompañada por él me hizo valiente. Ya no necesitaba ir a la cama de mis padres. Calamar me protegía y yo lo protegía a él.
–¿Y dónde está Calamar?
–Murió cuando yo tenía quince años. Está con mamá en el cielo.
Esta revelación de mi madre le sorprende. Omito mencionar a Curro, o todo parecería muy cruel.
–Sí Flyn, mi mamá murió como la tuya. Pero ¿sabes? Ella junto a Calamar desde el cielo me dan fuerzas para que no tenga miedo a nada. Y estoy segura de que tu mamá hace lo mismo contigo.
–¿Tú crees?
–¡Oh, sí!, claro que lo creo.
–Yo no me acuerdo de mi mamá.
Su tristeza me conmueve, y respondo:
–Normal, Flyn. Eras muy pequeño cuando se fue.
–Me hubiera gustado conocerla.
Su pena es mi pena, e incapaz de no profundizar en el tema, murmuro:
–Creo que podrías conocerla a través de los ojos de las personas que la quisieron, como son tu abuela Sonia, la tía Marta y Eric. Hablar con ellos de tu mamá sería recordarla y saber cosas de ella. Estoy segura de que tu abuela estaría encantada de contarte cientos de cosas de tu mamá.
–¿Sonia?
–Sí.
–Ella siempre está muy ocupada —protesta el niño.
–Es lógico, Flyn. Si tú no dejas que ella te cuide ni te mime, tiene que seguir con su vida. Las personas no pueden quedarse sentadas a esperar a que otras las quieran; tienen que continuar viviendo, aunque en su corazón te añoren todos los días. Por cierto, ¿por qué la llamas por su nombre y no abuela?
El crío se encoge de hombros y piensa la respuesta durante un momento.
–No lo sé. Me imagino que es porque su nombre es Sonia.
–¿Y no te gustaría llamarla abuela? Yo estoy segura de que a ella le emocionaría mucho que la llamaras así. Llámala un día por teléfono y vete con ella a merendar, a comer, a cenar. Pídele que te cuente cosas de tu mamá, y estoy convencida de que te darás cuenta de lo importante que eres tú para ella y para tu tía Marta.
El crío asiente. Silencio. Pero de pronto dice:
–Yo moví la coca-cola para que te saltara en la cara el otro día.
Recordarlo me hace reír. ¡Será cabronazo! Pero dispuesta a no tenerle nada en cuenta, asevero:
–Me lo imaginaba.
–¿Te lo imaginabas?
–Sí.
–¿Y por qué no dijiste nada al tío Eric?
–Porque yo no soy una chivata, Flyn. —Y, al ver cómo me mira, le toco su oscuro cabello, y añado—: Pero eso ya no importa. Lo importante es que a partir de ahora intentaremos llevarnos bien y ser amigos, ¿te parece buena idea?
Asiente. Pone su pulgar ante mí y volvemos a hacer nuestro saludo. Yo sonrío.
Sus ojos recorren la habitación con curiosidad y veo que se detienen continuamente en algo que está a la derecha. Con disimulo miro y veo que se trata del skateboard y mis patines. Y sin demora, pregunto:
–Te gustaría aprender a usar el skate o a patinar, ¿verdad? —Flyn no responde, y cuchicheo—: Será algo entre tú y yo. Tu tío, de momento, no tiene por qué enterarse. Aunque tarde o temprano, a riesgo de que nos mate, se lo diremos, ¿vale? ¿Quieres que te enseñe?
Su gesto cambia y acepta. ¡Lo sabía!
Sabía que Flyn quería aprender cosas nuevas. Rápidamente me levanto del suelo. Él lo hace también. Voy hasta donde está el skate y lo pongo en el suelo. Me subo sobre él y le demuestro que sé utilizarlo.
–¿Yo puedo hacer eso también?
Paro, me bajo y digo:
–Pues claro, cielo. —Y guiñándole el ojo, murmuro—: Te enseñaré a hacer cosas que cuando las vea cierta niña rubia de tu cole no podrá dejar de mirarte.
Flyn se pone colorado.
–¿Cómo se llama? —pregunto con complicidad.
–Laura.
Encantada por el momento tan estupendo que estoy viviendo con el niño, le tomo de los hombros y afirmo:
–Te aseguro que en unos meses Laura y esa pandilla de macarras de tu cole van a flipar cuando vean cómo manejas el skate.
El pequeño asiente. Le miro y digo:
–Vamos..., prueba. Primero, sube un pie en el skate y nota cómo se mueve.
Flyn me hace caso. Yo le cojo las manos y, en cuanto el pequeño pone el pie sobre el skate se escurre. Asustado, me mira y yo intento tranquilizarlo:
–Punto uno: nunca lo utilices sin estar yo delante. Punto dos: para no hacerse daño hay que usar rodilleras, coderas y casco. Punto tres, y muy importante: ¿confías en mí?
Hace un gesto afirmativo y me emociono.
De pronto, se oye el ruido de un coche. Miro por la ventana y veo que es Eric que entra en el garaje. Sin necesidad de decir nada, el crío deja el skate donde estaba y se sienta junto a mí de nuevo en el suelo. Disimulamos. Dos minutos después, la puerta de la habitación se abre, y Eric, al vernos a los dos en el suelo sentados, pregunta sorprendido:
–¿Ocurre algo?
Flyn se levanta y abraza a su tío.
–Jud me ha ayudado a aprender una cosa del colegio.
Eric me mira. Yo asiento. El pequeño se marcha. Yo me levanto. Me acerco a mi alemán favorito y, agarrándole de la cintura, murmuro:
–Como verás, cualquier día consigo ese besito de tu sobrino.
Eric, asombrado como nunca antes, sonríe. Me coge entre sus brazos, y con cuidado de no darme en la barbilla, susurra buscando mi boca:
–De momento, pequeña, mi beso ya lo tienes.
30
Por la mañana, la tonalidad de mi cara es más verde que roja. Me miro en el espejo y me desespero. ¿Cómo puedo tener esta pinta?
Por favor, ¡si parezco Hulk, el monstruo verde!
Vale..., no es que sea una belleza, pero vamos, verme así es terrible, es deprimente. Pobre Eric. Vaya novia que tiene. Soy igualita a la novia cadáver. Me río. Soy tonta. Cuando regreso a la habitación en la radio suena Satisfaction de los Rolling Stones y canto. Esa canción siempre me recuerda a mis amigos de Jerez. Comienzo a bailar mientras canto a voz en grito. Eric sube a darme un beso antes de marcharse a trabajar y, sorprendido, me mira desde la puerta, hasta que soy consciente del deprimente espectáculo que le estoy ofreciendo y me paro, aunque mis hombros siguen el ritmo mientras me acerco a él.
–Me encanta verte así de feliz.
Sonrío. Le doy un beso.
–Esta canción me trae muy buenos recuerdos de mi gente.
–¿De alguien en especial?
Con una maquiavélica sonrisa, asiento. Eric cambia su gesto y, dándome un azote de lo más sensual, exige con posesión:
–¿De quién?
Divertida por lo que voy a decir, explico:
–De Fernando... —Y cuando su mirada se tensa, prosigo—: De Rocío, Laura, Alberto, Pepi, Loli, Juanito, Almudena, Leire...
Me da otro azote y otro más. Pica, pero me río. Cambia su gesto a otro más divertido y murmura mientras me masajea la nalga enrojecida:
–No juegues con fuego pequeña o te quemarás.
–¡Mmm!, me gusta quemarme. —Y contoneándome, susurro—: ¿Quieres quemarme?
Eric me retira de su lado y resopla. Lo tiento. Me desea. Después menea la cabeza hacia ambos lados.
–Tú recupérate, que, cuando lo estés, prometo quemarte.
–¡Guau! —grito, y sonríe.
Después me da un beso.
–Que tengas un buen día, cariño.
Dicho esto, se va. Está a cinco metros de mí y ya lo echo en falta. Pero he quedado con Frida para comer y sé que me lo voy a pasar bien. Asomada a la ventana, veo cómo se aleja su coche y, de pronto, suena el teléfono. Mi hermana.
–¡Hola, cuchuuuuuuuuuuuuu!
–¡Hola, gordita! ¿Cómo estás? —le pregunto riendo mientras me tumbo en la cama para hablar con ella.
–Bien. Cada día más ceporri, pero bien. ¿Y tú que tal, cómo andas?
Su voz suena algo triste, pero yo con el subidón de lo ocurrido segundos antes con Eric, respondo:
–Pues mira, Raquel, no te asustes. Estoy bien, aunque soy igualita que el increíble Hulk. Anteayer me caí en la nieve. Tengo la cara que parece un cuadro de Picasso y puntos en la barbilla. Con eso, te lo digo todo.
–¡Cuchuuuuuuuuuuuu, no me asustes!
Al ver que se alarma, añado:
–Pero ¿no ves que estoy tranquilamente hablando contigo? Ha sido un golpecito de nada. No dramatices, que te conozco.
Durante más de una hora hablo con ella. La noto bien, pero hay algo que no sé..., no me deja contenta. Cuando cuelgo el teléfono me visto y bajo al comedor. Simona está pasando el aspirador, y al verme, lo para y pregunta:
–¿Cómo está hoy, señorita?
–Mejor, Simona. ¿Ha comenzado ya «Locura esmeralda»?
La mujer mira el reloj y dice:
–¡Por todos los santos!, corramos o nos la perderemos.
Hoy Luis Alfredo Quiñones, tras perseguir a caballo por toda la dehesa a Esmeralda Mendoza, la besa y le promete, mientras miran juntos al horizonte, recuperar al hijo de ambos. Simona y yo, emocionadas, nos miramos y suspiramos.
A las doce aparece Frida con el encargo que le hice cuando supe que iba a venir y cuando me ve se queda sin habla. Aunque la he avisado por teléfono, no puede dejar de impresionarse al contemplar mi rostro.
Sentadas en el salón comemos lo que Simona nos ha preparado mientras charlamos.
–Tengo que contarte algo, Frida.
–Tú dirás.
Divertida, la miro y murmuro:
–El otro día me encontré con Betta y le di dos guantazos y una patada en el culo. Vale, antes de que digas nada, sé que estuvo mal. Soy una adulta y no puedo ir comportándome como una delincuente, pero, oye, reconozco que me sentí bien al hacerlo y que si no hubiera sido por las caras de todas las que nos miraban, le habría dado siete más.
El tenedor se le cae de las manos, y ambas nos reímos. Le cuento lo ocurrido y maldice no haber estado allí para haber aprovechado como Marta y darle su deseado bofetón. Cuando terminamos de comer, en vez de sentarnos en el salón, decidimos ir a mi cuarto. Se sorprende de lo bonito que lo estoy dejando y, cuando ve el árbol de Navidad rojo en un rincón, mi comentario es:
–Mejor no preguntes.
Animadas, nos sentamos en el cómodo sillón rojo que me ha regalado Eric, y tras cotillear sobre nuestro culebrón preferido, pregunta:
–Entonces, ¿todo bien con Eric?
–Sí. Discutimos, nos reconciliamos y volvemos a discutir. Bien.
–Me alegro —dice riendo—. Y en lo sexual, ¿bien también?
Pongo los ojos en blanco y asiento. Ambas nos reímos.
–Increíble. Cada vez que quedamos con Björn y hacemos un trío es indescriptible. Me vuelve loca ver la pasión que pone Eric. Cómo me ofrece... ¡Oh, Dios, me encanta cómo me poseen entre los dos! Nunca había pensado que lo pudiera pasar tan bien en algo que al principio me parecía escandaloso.
–El sexo es sexo, Judith. No hay que darle más vueltas. Si a vosotros como pareja os gusta y lo disfrutáis, ¡adelante!
–Ahora lo disfruto, Frida. Pero antes, te aseguro que pensaba que las personas que lo hacían eran unas depravadas. Pero la sensación que me produce sentirme tan deseada y cómo ellos me hacen suya...
–Calla..., calla que me excitas. ¡Soy una depravada! —Ambas reímos, y ella añade—: Por cierto, hablando de depravación, ¿te ha dicho Eric algo de la fiesta privada de esta noche? —Niego con la cabeza—. Heidi y Luigi dan unas fiestas estupendas. Estoy segura de que os han invitado, pero en tu estado seguro que Eric ha declinado la oferta.
–Normal. Con la pinta que tengo. Mejor no sacarme de casa, que asusto —me mofo, y las dos nos reímos. Pero, curiosa, pregunto—: ¿Va mucha gente a esa fiestecilla?
–Sí. La verdad es que sí va bastante gente. La suelen hacer en su bar de intercambio de parejas, y te aseguro que allí va lo mejor de lo mejor. —Y bajando la voz, murmura—: El año pasado en esa fiesta Andrés y yo hicimos realidad una de nuestras fantasías.
Al ver mi cara, Frida ríe y cuchichea:
–Hice un gangbang y Andrés, un boybang. —Y al ver que pestañeo, susurra—: Andrés escogió seis mujeres de la fiesta, y yo escogí a seis hombres. Nos metimos en uno de los cuartos del local, y yo me entregué a ellos y Andrés a ellas. Fue alucinante, Judith. Yo era el centro de mis hombres e iba probando distintas posturas sexuales con todos ellos. ¡Dios!, ni te imaginas lo que disfruté, y Andrés te aseguro que se lo pasó pipa con sus chicas. Al final nos unimos los dos grupos e hicimos una orgía. Como te digo, las fiestas de Heidi y Luigi siempre deparan cosas buenas.
Lo que me dice parece excitante, pero, para mi gusto, exagerado. Con dos hombres yo tengo bastante, pero calienta imaginarlo.
Durante un rato me explica sus experiencias. Todas son morbosas y excitantes. Me encanta hablar con Frida tan abiertamente de sexo. Nunca he tenido una amiga con la que poder conservar con tanta sinceridad de esto y me gusta. A las cinco se marcha. Tiene que arreglarse para la fiesta.
Sonia llama para ver qué tal estoy, y tras ella, Marta. Está encantada con su cita de esa noche. Le doy ánimos y le pido que mañana me llame y me cuente qué tal fue todo.
Por la tarde, Flyn regresa del colegio. Tras hacer sus deberes lo espero en mi habitación. Cuando entra le enseño los patines en línea que le había encargado para él a Frida. Aplaude. Una vez que se pone las coderas, rodilleras y casco, comenzamos sus clases con el skateboard. Como era de esperar, se desespera. Lo primero que hay que aprender es a saber cuál es el centro del equilibrio de uno. Le cuesta un poco, aunque al final lo consigue, pero poco más.
Cuando oímos el coche de Eric, rápidamente dejamos todo en su sitio. No debe saber ni notar que estamos practicando con eso. Flyn corre a su cuarto de estudios, y los dos disimulamos muy bien. Me saco del bolsillo de mi pantalón un chicle de fresa y lo mastico.
Cuando Eric viene a mi cuarto a buscarme, me encuentra sentada en el suelo, mirando la pantalla del ordenador.
–¿Por qué no te sientas en una silla? —pregunta.
–Pues porque me gusta mucho sentarme en esta mullida y carísima alfombra. ¿Hago mal?
Se agacha y me da un beso. Está guapísimo con su caro abrigo azul y su traje oscuro. Su aspecto de ejecutivo es imponente, y me encanta. Me pone. Me da la mano y me levanto, y entonces, sorprendiéndome, me entrega un precioso ramo de rosas rojas.
–Feliz día de los Enamorados, pequeña.
Boquiabierta.
Patitiesa y asombrada me quedo.
¡Qué romántico!
Mi Iceman me ha comprado un precioso y maravilloso ramo de rosas rojas por el día de los Enamorados, y yo ni le he felicitado ni tengo nada para él. ¡Soy lo peor! Eric sonríe. Parece saber lo que pienso.
–Mi mejor regalo eres tú, morenita. No necesito nada más.
Lo beso. Me besa y sonrío.
–Te debo un regalo. Pero de momento tengo algo para ti.
Sorprendido, me mira, y saco el paquete de chicles del bolsillo. Se lo enseño. Sonríe. Saco uno. Lo abro y se lo meto en la boca. Divertido por lo que aquello significa para nosotros, pregunta:
–¿Ahora te van a salir los ronchones y la cabeza te va a dar vueltas como a la niña del exorcista?
La carcajada de los dos es deliciosa.
–La nueva modalidad es mi cara verde y mis puntos. ¿Puede haber algo más sexy para un día de los Enamorados?
Eric me besa y, cuando se separa de mí, digo:
–Me ha comentado Frida que esta noche va a una fiesta en un bar de intercambio de parejas. ¿Tú sabías algo?
–Sí. Luigi me llamó para invitarnos al Nacht. Pero decliné la oferta. No estás tú para muchas fiestas, ¿no crees?
–Pues sí..., pero, oye, si hubiera estado presentable, me habría gustado ir.
Eric me besa y me mordisquea el labio inferior.
–Pequeña viciosilla, ¿tan necesitada estás? —Yo me río y niego con la cabeza, y él comenta mientras me aprieta contra él—: Ya habrá otras fiestas. Te lo prometo. —Y al ver mi mirada, pregunta—: A ver, morenita, ¿qué quieres preguntar?
Yo sonrío. Cómo me va conociendo. Y acercándome a él, pregunto:
–¿Has hecho alguna vez un boybang?
–Sí.
–¡Hala, qué fuerte!
Eric ríe por mi contestación.
–Cariño, llevo más de catorce años practicando un tipo de sexo que para ti de momento es una novedad. He hecho muchas cosas, y te aseguro que algunas de ellas nunca querré que las hagas. —Y al ver que lo miro en busca de saber más, indica—: Sado.
–¡Ah, no!, eso no quiero —aclaro. Y tras escuchar la risa de Eric, pregunto—: ¿Qué piensas de los gangbang?
Eric me mira, me mira, me mira..., y cuando mi paciencia está a punto de explotar, responde:
–Demasiados hombres entre tú y yo. Preferiría que no lo propusieras.
Eso me hace reír, y antes de que pueda decir nada, cambia de tema:
–Tengo sed. ¿Quieres beber algo?
Enamorada, con mi ramo de rosas en la mano, camino de su mano por el enorme y amplio pasillo de la casa. De pronto, cuando llego a la cocina y entro, Simona me mira con una sonrisa, y yo grito:
—¡Susto!
El animal corre hacia mí, y Eric lo para. No quiere que me haga daño. Pero el animal está como loco de felicidad, y yo todavía más. Tras abrazar con cuidado a Susto y decirle mil cosas cariñosas, miro a mi machote de ojos azules y, sin importarme que Simona esté delante, le abrazo y murmuro en español:
–¡Ni gangbang ni leches! Eres lo más bonito que ha parido tu madre y te juro que me casaba contigo ahora mismo con los ojos cerrados.
Eric sonríe. Está pletórico. Me besa.
–Lo más bonito eres tú. Y cuando quieras..., nos podemos casar.
¡Oh, Dios! Pero ¿qué acabo de decir? ¿Le acabo de pedir matrimonio? Pa matarme.
Susto da saltos a nuestro alrededor, y Eric, parándolo, comenta, divertido:
–Como verás, le he puesto la bufanda para el cuello que le hiciste. Por cierto, está tremendamente afónico.
–¡Aisss, que te como Iceman! —exclamo riendo y lo beso.
Apasionada por aquel bonito momento, estoy tocando a Susto, que no para de moverse por lo contento que está, cuando veo algo en las manos de Simona. Es un cachorro blanco.
– ¿Y esta preciosidad? —pregunto mientras lo miro embobada.
Sin soltarme de la cintura, nos acercamos a Simona, y Eric comenta:
–Estaba en la misma jaula que Susto. Por lo visto es el único de su camada que ha sobrevivido, y debe de tener como mes y medio me han dicho. Susto no se quería venir conmigo si no me llevaba a este pequeño también. Tenías que haberle visto cómo lo agarró con la boca y salió de la jaula cuando lo llamé. Luego, fui incapaz de devolver al cachorrillo a la jaula.
–Es usted muy humano, señor —murmura, emocionada, Simona.
–Es el mejor —asiento, dichosa. Y luego, mirando a Susto, afirmo—: Y tú, un padrazo.
Ante nuestros comentarios, mi feliz Iceman sonríe y dice, mirando al cachorro:
–Lo que no sé es de qué raza será.
Con mimo, cojo al cachorro. Es gordito y esponjoso. Una preciosidad.
–Es un mil razas.
–¿Un mil razas? Y ése ¿qué perro es? —pregunta Simona.
Eric, que ha entendido mi broma, sonríe, y yo, con el cachorro en mis manos, le aclaro a Simona:
–Un mil razas es un perro que tiene de todas las razas un poco y ninguna en especial.
Los tres nos reímos. Simona, feliz, se marcha para contárselo a Norbert. Yo dejo al cachorro en el suelo, y Eric dice mientras sujeta a Susto para que no me salte encima.
–¿Te gustan tus regalos?
Encantada y enamorada, lo beso y musito:
–Son los mejores regalos, cariño. Y tú eres el mejor.
Eric está feliz. Lo veo en su mirada.
–De momento, se pueden quedar en el garaje, hasta que les hagamos una caseta fuera.
Yo le miro. Eso no se lo cree ¡ni loco!
–Vale..., pero hoy déjales que se queden en casa. Hace mucho frío.
–¿En casa?
–Sí.
En este preciso momento, el cachorro, que camina por el suelo, se mea. ¡Vaya pedazo de meada que echa! Eric me mira y, con seriedad, pregunta: