Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
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Sin más, me doy la vuelta y salgo del despacho. Me tiembla todo. Qué manera de liarla.
Sé que no me quita ojo, por lo que cojo mi bolso y me voy de allí como alma que lleva el diablo. Cuando llego a la cafetería, me pido una coca-cola con mucho hielo. Estoy sedienta a la par que furiosa e histérica.
¿Qué narices estoy haciendo? Y sobre todo, ¿qué narices está haciendo él?
Abro el móvil, llamo a Björn.
–Tu amiguito Eric está aquí. Ha venido hecho una furia a preguntarme qué hacíamos tú y yo ayer por Madrid.
–¿Que está en Madrid?
En ese momento, Eric entra en la cafetería y me mira. Se sienta en el otro extremo de la barra y yo sigo hablando por teléfono.
–Sí. Ahora le tengo justo enfrente de mí.
–¡Joder con Eric! —ríe Björn—. Bueno, preciosa, pues ya sabes lo que te dije. Él te necesita. Si realmente le quieres, no se lo pongas difícil y vuelve con él. Sólo está esperando a que tú des el primer paso. Sé dulce y buena.
Sonrío y me desespero. ¿Dulce y buena? Más que dar un paso lo que he hecho ha sido declararle la guerra. Desesperada por encontrarme en la encrucijada más loca de mi vida murmuro tras ver que Eric me observa:
–El fin de semana que viene tengo pensado ir a Múnich. Se lo he comentado y él ha creído que voy a ir contigo a no sé qué fiesta.
–¡Guaua!, preciosa. Eso le habrá enfurecido —se mofa.
Tras hablar sobre mi visita a Múnich con Björn me despido de él y cierro el móvil. Me bebo la coca-cola. La pago y salgo de la cafetería. Cuando regreso al despacho, a los dos minutos aparece Eric. Entra en su despacho y me mira, me mira y me mira.
Dios, cómo me excita cuando me mira así.
Soy una puñetera masoquista, pero esa frialdad en su mirada fue lo que me enamoró de él.
Como puedo, me concentro en mi trabajo. No doy pie con bola. Sé lo que necesito. Necesito besarlo para desbloquearme. Anhelo su boca, su contacto, y como sé cómo conseguirlo, me levanto, entro al despacho de Miguel, que no está, y de allí paso al archivo.
He imaginado bien. Eric no tarda en llegar, y antes de que me dé tiempo a respirar ya está detrás de mí. No me toca. Sólo está cerca de mí. Hago que no me he dado cuenta de su presencia y me doy la vuelta. Me choco contra él. ¡Oh, Dios!, su olor me encanta. Lo miro, me mira y pregunto:
–¿Quiere algo, señor Zimmerman?
Su boca va directa a la mía.
No se detiene en chuparme los labios.
Directamente mete su lengua en mi boca y me besa. Me devora con ansia. Su barba y su bigote me hacen cosquillas en la nariz y en la cara, pero cuando sus manos me cogen la cabeza para profundizar el beso, simplemente me dejo hacer. Lo necesito. Lo disfruto. Mientras me besa con ardor y exigencia, mi cuerpo se recarga de fuerza y, cuando finaliza, lo miro y, sin limpiarme los labios, murmuro:
–Recuerde, señor, mi boca ya no es sólo suya.
Una vez que digo eso, le empujo contra los archivos y salgo pletórica por haber conseguido mi beso. Pero después me arrepiento. ¿Qué estoy haciendo? Él necesita que yo dé el paso, pero mi orgullo no lo ha consentido. El resto del día no vuelve a acercarse a mí. Eso sí, no deja de mirarme. Me desea. Lo sé. Me desea tanto como yo lo deseo a él.
42
Al día siguiente, Eric no aparece por la oficina. Llamo a Björn y me indica que está en Múnich. Me tranquiliza saberlo. El viernes por la tarde, cuando salgo de la oficina, tomo un vuelo a Alemania. Marta me va a buscar, y aunque se enfada, insisto en que quiero ir a un hotel a dormir. Si Eric y yo nos arreglamos quiero tener dónde llevarlo. El sábado por la mañana quedo con Frida. Me cuenta que Björn prepara una fiesta en su casa esa noche, y Eric cree que yo voy a aparecer. Niego con la cabeza. No pienso ir. No quiero jugar sin él.
Por la tarde, voy a casa de Sonia. La mujer me abraza con cariño y se emociona al verme. Cuando menos me lo espero aparece Simona, que al saber que había viajado a Múnich decide ir a visitarme. Cuando me ve, me abraza con cariño y, entre risas, me cuenta cómo va el culebrón de «Locura esmeralda». Pero uno de los mejores momentos es cuando aparece Flyn. No sabe que yo estoy allí y, cuando me ve, corre a mis brazos. Me ha echado de menos. Tras varios achuchones y besos, me enseña su brazo. Está totalmente recuperado y me cuchichea que Laura y él ahora se hablan. Ambos nos reímos, y Sonia disfruta de las risas de su nieto.
Después de comer, cuando estamos Flyn y yo jugando con la Wii, aparece Eric. Su gesto al verme es frío. Se ha afeitado y vuelve a estar tan guapo como siempre. Se acerca a mí, y cuando me da dos besos y su mejilla toca la mía, tiemblo. Cierro los ojos y disfruto de ese delicado roce entre los dos. Marta y Sonia, varios minutos después, se llevan a Flyn a la cocina. Desean dejarnos solos. En cuanto nadie está a nuestro alrededor, Eric pregunta:
–¿Has venido a la fiestecita de Björn?
No contesto. Simplemente lo miro y sonrío.
Eric maldice, y sin darme tiempo a nada más se marcha. No me da la oportunidad de hablar. Me enfado conmigo misma. ¿Por qué he sonreído? Con tristeza, a través de los cristales veo que ha venido en su BMW gris. Lo veo marcharse. Suspiro. Marta al verme me agarra de los hombros y murmura:
–Este hermano mío, como siga así, se va a volver loco.
Yo también me voy a volver loca..., pienso. Al final, vuelvo a jugar con Flyn ante el gesto triste de Sonia. A las siete, vamos al hotel. Me cambio de ropa y, a diferencia de lo que piensa Eric, me voy de fiesta con Marta. No quiero jugar con nadie que no sea él. No puedo. Nos vamos al Guantanamera. Aquí están esperándonos Arthur, Anita, Reinaldo y varios amigos.
Nada más entrar exijo ¡mojitos! para olvidarme de Eric y, tras varios, ya sonrío mientras bailo salsa con Reinaldo. Esas personas que han sido mis amigas todos esos meses en Alemania me reciben con cariño, abrazos y mucho amor.
A las once de la noche recibo un mensaje de Frida: «Eric está aquí».
Me inquieto. Se me corta el rollo.
Saber que Eric está en una fiestecita privada sin mí me altera. ¿Jugará con otras mujeres? A las once y media, me llama. Miro él móvil, pero no se lo cojo. No puedo. No sé qué decirle. Tras varias llamadas de él que no cojo, a las doce es Frida quien lo hace. Corro a los baños para escucharla.
–¿Qué ocurre?
–¡Aisss, Judith! Eric está muy cabreado.
–¿Por qué? ¿Por qué yo no esté en la fiestecita?
Frida ríe.
–Está cabreado porque no sabe dónde estás. ¡Madre mía!, la que se ha liado, Judith. Eso de saber que estás en Múnich y no tenerte controlada lo está matando. Pobrecito.
–Frida, ¿Eric ha participado en algún juego?
–Pues no, cariño. No tiene cuerpo para eso, aunque ha venido acompañado.
Eso me enerva. ¡¿Acompañado?! Saber eso me cabrea mucho. Entonces, Frida dice:
–¿Por qué no vienes? Seguro que si te ve...
–No..., no... voy a ir.
–Pero Judith, ¿no quedamos en que se lo ibas a poner fácil? Cariño, me confesaste que lo querías, y ambas sabemos que él te quiere y...
–Sé lo que dije —gruño, furiosa, por saber que ha ido acompañado—. Y por favor, no le digas dónde estoy.
–Judith, no seas así...
–Prométemelo, Frida. Prométeme que no le vas a decir nada.
Tras conseguir una promesa de la buena de Frida, cuelgo. El móvil me vuelve a sonar. ¡Eric! No lo cojo. Cuando regreso a la pista, Marta, ajena a todo eso, me entrega otro mojito, e intentando ser feliz, grito, dispuesta a pasarlo bien:
–¡Azúcar!
Llego al hotel sobre las siete de la mañana. Estoy destrozada y caigo muerta en la cama. Cuando me despierto son las dos de la tarde. La cabeza me da vueltas. La noche anterior bebí demasiado. Miro mi móvil. Está sin batería. Saco de mi maleta el cable y lo enchufo a la corriente. Cuando comienza a cargar, pita. Eric. Decido cogérselo.
–¿Dónde estás? —grita.
Estoy por mandarlo paseo, pero respondo:
–En este momento, en la cama. ¿Qué quieres?
Silencio. Silencio. Silencio. Hasta que finalmente pregunta:
–¿Sola?
Miro a mi alrededor y, revolcándome en la enorme cama, murmuro:
–Y a ti ¿qué te importa, Eric?
Resopla. Maldice. Y gruñe.
–Jud, ¿con quién estás?
Me siento en la cama y, retirándome el pelo de la cara, respondo:
–Vamos a ver, Eric, ¿qué quieres?
–Dijiste que ibas a ir a la fiesta de Björn y no fuiste.
–Yo no dije eso —siseo—. Te equivocas. Yo dije que iba a ir a una fiesta, pero no precisamente a la de Björn. Te dejé claro que él para mí es sólo un buen amigo.
Silencio. Ninguno habla, y Eric murmura:
–Quiero verte, por favor.
Eso me gusta. El que me pida algo así puede conmigo, y claudico.
–A las cuatro en el Jardín Inglés, al lado del puesto donde compramos los bocatas el día en que fuimos con Flyn, ¿vale?
–De acuerdo.
Cuando cuelgo, sonrío. Tengo una cita con él. Me ducho. Me pongo una falda larga, una camiseta y el abrigo de cuero. Cojo un taxi, y cuando llego, lo veo esperándome. El corazón me palpita con fuerza. Si me abraza y me pide que vuelva con él, no voy a poder decirle que no. Lo quiero demasiado a pesar de lo enfadada que estoy con él por no haberme contado lo de mi hermana y saber que acudió acompañado a la fiesta. Cuando llego a su altura, lo miro y, dispuesta a ponérselo fácil, digo:
–Aquí me tienes. ¿Qué quieres?
–Tienes cara de haber descansado poco.
Divertida por aquella observación, lo miro y respondo:
–Tú tampoco tienes muy buen aspecto.
–¿Dónde estuviste anoche, y con quién?
–Pero ¿otra vez estamos con eso?
–Jud...
¡Dios!, ¡Dios!, me ha llamado Jud...
–Vale..., contestaré a tu pregunta cuando tú me digas quién era la mujer que anoche te acompañó a la fiestecita de Björn.
Mi pregunta le sorprende y no contesta. Mi enfado sube de tono, e, intentando manejar la misma frialdad en la mirada que él, aclaro:
–Mi avión sale a las siete y media. Por lo tanto, date prisita en lo que quieras hablar conmigo, que tengo que pasar por el hotel, pillar la maleta y coger mi vuelo.
Maldice. Me mira, ofuscado.
–¿No me vas a contar con quién estuviste anoche?
–¿Has respondido tú a mi pregunta? —No responde; sólo me mira y siseo—: Quiero que sepas que sé que me mentiste.
–¿Cómo? —pregunta, descolocado.
–Me ocultaste la separación de mi hermana y luego tuviste la poca vergüenza de enfadarte conmigo porque yo te escondía cosas de tu familia.
–No es lo mismo —se defiende.
Con frialdad, esa frialdad que él me ha enseñado, lo miro y siseo:
–Eres un embustero, un ser frío y deplorable que no ve la viga en su ojo. Sólo ve la paja en el ojo ajeno. Y en respuesta a con quién he pasado la noche, sólo te diré que soy libre para pasar la noche con quien quiera, como lo eres tú. ¿Te vale mi contestación?
Me mira, me mira, me mira, y finalmente, se levanta y dice:
–Adiós, Judith.
Se va. ¡Se marcha!
Mi cara de estupefacción es tremenda. Se marcha dejándome sola en medio del Jardín Inglés.
Con la adrenalina por los aires, observo cómo se aleja. Él nunca dará su brazo a torcer. Es demasiado orgulloso, y yo también. Al final me levanto, cojo un taxi, voy al hotel, recojo mi maleta y me voy al aeropuerto. Cuando el avión despega, cierro los ojos y murmuro:
–¡Maldito cabezón!
43
Diez días después hay una convención de Müller en Múnich a la que tengo que asistir. Intento escaquearme, pero Gerardo y Miguel no me lo permiten, e intuyo que el señor Zimmerman tiene algo que ver en ello. Cuando mi avión llega aquí los recuerdos me avasallan. De nuevo estoy en esta majestuosa ciudad. Acompañada por Miguel y varios jefazos más de todas las delegaciones de España llegamos hasta el lugar donde se organiza la convención a las once de la mañana. Una vez allí me siento junto a Miguel y la convención empieza. Busco a Eric entre la multitud de asistentes y lo localizo. Está en la primera fila, y el corazón se me encoge cuando lo veo junto a Amanda. ¡Bruja!
Como siempre parecen muy compenetrados y, cuando Eric sube al estrado para hablar delante de más de tres mil personas llegadas de todas las delegaciones, lo miro con orgullo. Escucho todo lo que dice y soy consciente de lo guapo, guapísimo que está con aquel traje gris oscuro. Cuando su discurso acaba y Amanda sube al estrado junto a él, me tenso. Eric la ha cogido por la cintura, y ella, encantada, saluda con gesto de triunfo.
Miguel me mira. Yo trago con dificultad, pero intento sonreír. Tras el acto, unos camareros comienzan a pasar copas de champán y canapés. Parapetada entre mis compañeros españoles, estoy al tanto de todo. Eric se acerca, junto Amanda. Ambos saludan a todos los asistentes y deseo salir corriendo cuando lo veo llegar hasta mi grupo. Con una encantadora, pero fría, sonrisa, nos mira a todos. No me presta ninguna atención especial, y cuando me saluda ni siquiera posa sus ojos en los míos. Me da la mano como a uno más y después se marcha para seguir saludando al resto de los comensales. Amanda cruza una mirada conmigo y veo la guasa en sus ojos. ¡Será perra!
Mientras saludan a otros, observo cómo Eric vuelve a coger a Amanda por la cintura y se hace fotos. En ningún momento hace ademán de mirarme. Nada, absolutamente nada. Es como si nunca nos hubiéramos conocido. Sin pestañear observo cómo se hace fotos con otras mujeres, y la carne se me pone de gallina cuando veo que Eric dice algo a una mirándole los labios. Lo conozco. Sé lo que significa esa mirada y a lo que conllevará. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! ¡Oh, no! Los celos pueden conmigo, ¡no puedo soportarlo!
Cuando ya no aguanto más, busco una salida. Tengo que salir de allí como sea. Cuando llego hasta una de las puertas, alguien me toma la mano. Me doy la vuelta con el corazón acelerado y veo que es Miguel. Por un instante, he pensado que sería Eric.
–¿Dónde vas?
–Necesito un poco de aire. Hace mucho calor ahí dentro.
–Te acompaño —dice Miguel.
Cuando encontramos por fin una salida, Miguel saca una cajetilla de tabaco y le pido uno. Necesito fumar. Tras las primeras caladas mi cuerpo se comienza a tranquilizar. La frialdad de Eric, unida a Amanda y a cómo ha mirado a otras mujeres, ha sido demasiado para mí.
–¿Estás bien, Judith? —pregunta Miguel.
Asiento. Sonrío. Intento ser la chispeante chica de siempre.
–Sí, es sólo que hacía mucho calor.
Miguel asiente. Sé que imaginará cosas, pero no quiero hablarlo con él. Tras el cigarrillo, soy yo la que propongo entrar de nuevo. Debo ser fuerte y se lo tengo que demostrar a él, a Amanda, a Miguel y a todo el mundo.
Con paso seguro, regreso hasta el grupo de España e intento integrarme en las conversaciones, pero no puedo. Cada vez que me doy la vuelta, Eric está cerca, halagando a alguna mujer. Todas quieren fotos con él; todas, menos yo.
Dos horas después, cuando estoy en uno de los baños, oigo cómo una de esas mujeres dice que el jefazo Eric Zimmerman le ha dicho que es muy mona. ¡Será boba la tía! Sin poder evitarlo, la miro. Es un pibón tremendo. Una italiana de enormes pechos, curvas sinuosas y pelo cobrizo. Se muestra nerviosa y lo entiendo. Que Eric te diga algo así mirándote es para ponerte nerviosa.
Cuando salgo del baño me cruzo con Amanda. Me mira. La muy arpía me mira y me guiña un ojo con diversión. Siento unas irrefrenables ganas de agarrarla de su rubio pelo y arrastrarla por el suelo, pero no. No debo. Estoy en una convención; tengo que ser profesional y, sobre todo, le prometí a mi padre que no me volvería a comportar como una camorrista.
Al llegar a mi grupo me sorprendo cuando veo que Eric habla con ellos. Junto a él hay una monada morena de la delegación de Sevilla que babea mientras habla. Eric, consciente del magnetismo que provoca entre las mujeres, bromea con ella, y ésta, como una tonta, se toca el pelo y se mueve nerviosa. Cierro los ojos. No quiero verlos. Pero al abrirlos me encuentro con la mirada de Eric, que dice:
–La señorita Flores los llevará hasta donde he organizado la fiesta. Ella conoce Múnich. —Yo levanto el mentón, y Eric añade, entregándome una tarjeta—. Los espero a todos allí.
Dicho esto, se marcha. Yo pestañeo.
Todos me miran y comienzan a preguntarme cómo llegar hasta el sitio que el jefazo ha dicho. Miro la tarjeta, y tras recordar dónde está esa sala de fiestas, nos dirigimos hacia el autobús que nos llevará al hotel, hasta que llegue la noche y sea el evento.
Cuando el autobús nos deja en el hotel, aprovecho para darme una ducha. Estoy muy tensa. No quiero ir a esa fiesta, pero he de hacerlo. No me puedo escaquear. Eric ya se ha encargado de que no me escaquee. Tras secarme el pelo, oigo unos golpes y unos jadeos. Escucho con atención y al final sonrío. La habitación de al lado es la de Miguel, y por lo que oigo, lo está pasando muy bien.
Doy unos golpes en la pared y los jadeos paran. ¡No quiero escucharlos!
Me cambio el traje gris claro y me pongo un vestido negro con strass en la cintura. Me calzo unos tacones que sé que me sientan muy bien, y el pelo me lo recojo en un moño alto. Cuando me miro al espejo, sonrío. Sé que estoy sexy. Con seguridad, Eric no me mirará, pero mi apariencia hará que otros hombres me observen.
Al menos que me suban la moral, ¿no?
A las nueve, tras cenar en el hotel, nos reunimos todos en el hall. Como es de esperar todos buscan en mí a la persona que les llevará hasta donde el jefazo ha dicho. Tras hablar con el conductor del autobús, nos sumergimos en el tráfico de Múnich, y sonrío al pasar junto al Jardín Inglés. Con cariño miro los lugares por donde paseé con Eric y fui feliz durante una bonita época de mi vida, pero el buen rollo se me acaba cuando el autobús llega a destino y nos tenemos que bajar.
Entramos en el local. Es enorme, y como era de esperar, el señor Zimmerman ha preparado una colosal fiesta. Todos aplauden. Miguel me mira y, divertida, murmuro:
–Oye, he estado a punto de sacar un pañuelito blanco y gritarte «torero».
Él se ríe y señala a una joven.
–¡Dios, nena!, ni te cuento cómo es el huracán Patricia.
Ambos nos reímos y, en ese momento, escucho a mi lado:
–Buenas noches.
Al levantar la mirada me encuentro con Eric. Está guapísimo con su esmoquin negro y su pajarita. ¡Oh, Dios!, siempre he querido hacerle el amor sólo vestido con la pajarita. ¡Qué morbo! Rápidamente me quito esa idea de la cabeza. ¿Qué hago pensando en eso? Nuestros ojos se encuentran, y su frialdad es extrema. El corazón me aletea. El estómago se me contrae hasta que veo que quien va a su lado es la pelirroja italiana del baño. ¡Vaya por Dios!
Sin cambiar el gesto, saludo, y él prosigue su camino con ella. No quiero que vea que su presencia me perjudica, pero la verdad es que me deja totalmente noqueada. Está claro que Eric ya ha retomado su vida y lo tengo que aceptar.
Del brazo de Miguel, me dirijo a la barra y pedimos algo de beber. Estoy sedienta. Durante una hora, Miguel está a mi lado. Reímos y comentamos cosas, hasta que la música comienza. Han contratado a una banda de música swing. ¡Me encanta! La gente comienza a bailar, y Miguel decide sacar al huracán Patricia.
Me quedo sola, y mientras bebo de mi copa, escaneo el local. No he vuelto a ver a Eric, pero pronto lo encuentro bailando con la italiana. Eso me inquieta. Canción tras canción, soy testigo de cómo todas las mujeres quieren bailar con él, y él, encantado, acepta.
¿Desde cuándo es tan bailón?
Se supone que la loca bailona soy yo y, aquí estoy, sujetando la barra. ¡Mierda! Pero cuando lo veo bailar con Amanda me altero. Soy así de imbécil. No puedo soportar la mirada de ella y cómo lo agarra con posesión por el cuello mientras mueve un dedo y le acaricia el pelo.
Me doy la vuelta. No puedo seguir mirando. Voy al baño, me refresco y regreso a la fiesta.
Al salir, me encuentro con Xavi Dumas, el de la delegación de Barcelona, y me invita a bailar. Accedo. Después, me invitan varios hombres más, y mi autoestima vuelve a estar donde yo necesitaba. De pronto, Eric está a mi lado y le pide a mi acompañante permiso para bailar conmigo. Mi acompañante accede, encantado. Yo, no tanto. Cuando él pone su mano en mi cintura y yo pongo mis brazos en su cuello, la orquesta toca Blue moon. Trago saliva y bailo. Desde su altura, me mira y, finalmente, dice:
–¿Lo está pasando bien, señorita Flores?
–Sí, señor —asiento escuetamente.
Sus manos en mi espalda me queman. Mi cuerpo reacciona ante su contacto, su cercanía y su olor.
–¿Qué tal le va la vida? —vuelve a preguntar en tono impersonal.
–Bien —consigo decir—, con mucho trabajo. ¿Y a usted?
Eric sonríe, pero su sonrisa me asusta cuando acerca su boca a mi oído y murmura:
–Muy bien. He retomado mis juegos y debo reconocer que son mucho mejores de lo que los recordaba. Por cierto, Dexter me dio recuerdos el otro día para usted, para su diosa caliente.
¡Será capullo!
Intento desasirme de su abrazo, pero no me deja. Me aprieta contra él.
–Termine de bailar conmigo esta pieza, señorita Flores. Después, puede usted hacer lo que le dé la gana. Sea profesional.
Me pica todo, pero no me rasco.
Aguanto el tirón ante su adusta mirada, y cuando la canción acaba, me da un frío y galante beso en la mano. Y antes de marcharse, murmura.
–Como siempre, ha sido un placer volver a verla. Espero que le vaya bien.
Su cercanía, sus palabras y su frialdad me han llegado al alma.
Voy a la barra y pido un cubata. Lo necesito. Tras ése me bebo otro e intento ser profesional y fría como él. He tenido el mejor maestro. Ningún Eric Zimmerman va a poder conmigo.
Lo observo, furiosa, mientras él lo pasa bien con las mujeres. Todas caen rendidas a sus pies y soy consciente de con quién se va a ir esa noche. No es con la italiana. Es con Amanda. Sus miradas me lo dicen.
¡Los odio!
A la una de la madrugada decido dar por terminada la fiesta. ¡No puedo más! Miguel se ha ido con su propio huracán sexual y algún que otro tío ya se está poniendo pesadito conmigo.
Cuando salgo a la calle, respiro. Me siento libre. Veo aparecer un taxi y lo paro. Le doy la dirección y, en silencio, regreso a mi hotel. Subo a mi habitación y me quito los zapatos. Estoy rabiosa. Eric me ha sacado de mis casillas. ¿Qué raro? Escucho jadeos en la habitación de al lado. Miguel y su huracán.
Resoplo. Menuda nochecita que me van a dar.
Me siento en la cama, me tapo los ojos y me pueden las ganas de llorar. ¿Qué narices hago yo aquí? Los jadeos en la habitación de al lado suben de tono. ¡Menudo escándalo! Al final, mosqueada, doy dos golpes en la pared. Los jadeos paran, y yo cabeceo.
Instantes después llaman a mi puerta y me tapo los ojos. ¡Qué cortarrollos soy!
Será Miguel para pedirme perdón. Sonrío y, cuando abro, me encuentro con el gesto ceñudo de Eric. Mi expresión cambia.
–Vaya..., veo que no soy quien esperaba, señorita Flores.
Sin pedir permiso entra en la habitación y yo cierro la puerta. No me muevo. No sé qué hace aquí. Eric se da una vuelta por la estancia y, tras comprobar que estoy sola, me mira y yo pregunto:
–¿Qué quiere, señor?
Iceman me mira, me mira, me mira, y responde con indiferencia:
–No la vi marcharse de la fiesta y quería saber que estaba bien.
Sin acercarme a él, muevo la cabeza; sigo enfadada por lo que me ha dicho en la fiesta.
–Si ha venido usted para ver con quién voy a jugar en el hotel, siento decepcionarlo, pero yo no juego con gente de la empresa ni cuando la gente de la empresa está cerca. Soy discreta. Y en cuanto a estar o no estar bien, no se preocupe, señor, me sé cuidar muy bien yo solita. Por lo tanto, ya se puede marchar.
El que yo haya afirmado que juego en otros momentos lo atiza. Lo veo en su rostro y, antes de que diga nada que me pueda enfadar aún más, siseo:
–Salga de mi habitación ahora mismo, señor Zimmerman.
No se mueve.
–Usted no es nadie para entrar aquí sin ser invitado. Con seguridad lo esperarán en otras habitaciones. Corra, no pierda el tiempo; seguro que Amanda o cualquier otra de sus mujeres desea ser su centro de atención. No pierda el tiempo aquí conmigo y márchese a jugar.
Tensión. Mucha tensión.
Nos miramos como auténticos rivales, y cuando él se acerca a mí, yo me muevo con rapidez. No estoy dispuesta a caer en su juego por mucho que mi cuerpo lo necesite, lo grite.
Le oigo maldecir y luego, sin mirarme, se dirige hacia la puerta, la abre y se va. Se marcha furioso.
Me quedo sola en la habitación. Mis pulsaciones están a mil. No sé qué quiere Eric. Lo que yo sí sé es que cuando estoy a solas con él no soy la dueña de mi cuerpo.
La noche que regreso de la convención en Múnich decido que debo retomar mi vida. Debo olvidarme de Eric y buscarme otro trabajo. Necesito volver a ser yo o, como siga así, no sé qué va a ser de mí.
Al día siguiente, cuando llego a la oficina, hablo con Miguel. Éste no entiende que me quiera marchar. Intenta convencerme, pero intuye que lo que había entre el jefazo y yo no está zanjado. Me acompaña hasta el despacho de Gerardo y, una vez allí, gestiono mi despido.
Tras una mañana de locos en la que Gerardo no sabe qué hacer conmigo, al final lo consigo. Causo baja definitivamente en Müller.
Por la tarde, cuando salgo de la oficina, sonrío. Ése es el primer día de mi vida.