Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
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37
Cuando me despierto al día siguiente estoy sola en la cama. Eso no me extraña, pero cuando bajo a la cocina y Simona me indica que el señor se ha ido a trabajar, resoplo de indignación. ¿Por qué me he dormido justo hoy?
Como puedo paso el día junto a Flyn. El pequeño está irascible. Le duele el brazo y su buen rollo conmigo es nulo.
Desesperada me siento con Simona a ver «Locura esmeralda». Ese día Luis Alfredo Quiñones, el amor de Esmeralda Mendoza, cree que ella lo engaña con Rigoberto, el mozo de cuadras de los Halcones de San Juan, y cuando el capítulo acaba Simona y yo nos miramos desesperadas. ¿Cómo nos pueden dejar así?
Eric no viene a comer, y al regresar bien entrada la tarde de la oficina, cuando me ve, no me besa. Me saluda con un seco movimiento de cabeza y se va a ver a su sobrino. Cena con él, y cuando llega la hora de dormir, hace lo mismo de la noche anterior. Se da la vuelta y no me habla. No me abraza.
Durante cuatro días soporto ese trato. No me habla. No me mira. Y el jueves me sorprende cuando me busca en mi cuartito y me espeta:
–Tenemos que hablar.
¡Uf!, qué mal suena esa frase. Es asoladora, pero asiento.
Me indica que pase a su despacho. Va a ver a su sobrino. Hago lo que me pide. Lo espero. Espero durante más de dos horas. Me está provocando. Cuando entra en el despacho mis nervios están por todo lo alto. Él se sienta a su mesa. Me mira como llevaba días sin mirarme y se repanchinga en su sillón.
–Tú dirás.
Boquiabierta, le miro y siseo:
–¡¿Yo diré?!
–Sí, tú dirás. Te conozco, y sé que tendrás mucho que decir.
Como un huracán me cambia el gesto. Su chulería en ocasiones me puede y, sin más, me explayo:
–¿Cómo puedes ser tan frío? ¡Por favor! Estamos a jueves y llevas desde el sábado sin hablarme. ¡Oh, Dios!, me estaba volviendo loca. ¿Acaso pretendes no hablarme nunca más? ¿Martirizarme? ¿Clavarme en una cruz y ver cómo me desangro delante de ti? Frío..., frío..., eso es lo que eres: un alemán frío. Todos sois iguales. No tenéis sentido del humor. Pero si cuando os cuento un chiste ni os reís, y si soy simpática os creéis que estoy flirteando. Por favor, ¿en qué mundo vivimos? Me tienes aburrida, ¡aburrida! ¿Cómo puedes ser tan..., tan... gilipollas? —grito—. ¡Harta! ¡Estoy harta! En momentos así no sé qué hacemos tú y yo juntos. Somos fuego contra hielo, y me estoy cansando de intentar que no me consumas con tu puñetera frialdad.
No responde. Sólo me mira y prosigo:
–Tu hermana Hannah murió, y tú te ocupas de su hijo. ¿Crees que ella aprobaría lo que estás haciendo con él? —Eric resopla—. Yo no la conocí, pero por lo que sé de ella, estoy segura de que hubiera enseñado a hacer a Flyn todo lo que tú le niegas. Como dijo tu hermana la otra noche, los niños aprenden. Se caen, pero se levantan. ¿Cuándo te vas a levantar tú?
–¿A qué te refieres? —murmura con furia.
–Me refiero a que dejes de preocuparte por las cosas cuando aún no han pasado. Me refiero a que dejes vivir a los demás y entiendas que no a todos nos gusta lo mismo. Me refiero a que aceptes que Flyn es un niño y que debe aprender cientos de cosas que...
–¡Basta!
Me retuerzo las manos. Estoy muy nerviosa, y al ver su gesto contrariado, pregunto:
–Eric, ¿no me extrañas? ¿No me echas de menos?
–Sí.
–¿Y por qué? Estoy aquí. Tócame. Abrázame. Bésame. ¿A qué esperas para hablar conmigo e intentar perdonarme de corazón? ¡Joder!, que no he matado a nadie. Que soy humana y cometo errores. Vale, acepto lo de la moto. Te lo tenía que haber dicho. Pero vamos a ver, ¿te he prohibido yo a ti que vayas al tiro olímpico? No, ¿verdad? ¿Y por qué no te lo he prohibido a pesar de que odio las armas? Pues muy fácil, Eric, porque te quiero y respeto que te guste algo que a mí no me gusta. En cuanto a Flyn, efectivamente, tú me dijiste que no al skateboard, pero el niño quería. El niño necesitaba hacer lo que hacen sus compañeros para demostrar a esos que lo llaman «chino, miedica y gallina» que puede ser uno de ellos y tener un puñetero skateboard. ¡Ah!, y eso por no hablar de que al niño le gusta una chica de su clase y la quiere impresionar. ¿A que no lo sabías? —Niega con la cabeza, y continúo—: En cuanto a lo de tu madre y tu hermana, ellas me pidieron que no dijera nada, que les guardara el secreto. Y la pregunta es: cuando mi padre te guardó el secreto de que habías comprado la casa de Jerez, ¿me tenía que haber enfadado con él?, ¿le tenía que haber lapidado por ello? Venga ya, por favor... Yo sólo he hecho lo que las familias hacen: guardarse pequeños secretos e intentar ayudarse. Y en cuanto a Betta, ¡oh, Dios!, cada vez que pienso que te tocó delante de mí, se me llevan los demonios. Si lo llego a saber, le corto las zarpas porque....
–¡Cállate! —grita Eric, acalorado—. Ya he escuchado bastante.
Eso me subleva, y soy incapaz de hacerlo.
–Estás esperando a que me vaya, ¿verdad?
Mi pregunta lo sorprende. Lo conozco y sus ojos me lo dicen. Y sin darle tregua porque estoy histérica, pregunto:
–¿Por qué le has dicho a Flyn que a lo mejor me voy de aquí? ¿Acaso es lo que me vas a pedir que haga y ya estás preparando al niño?
Se queda sorprendido.
–Yo no le he dicho eso a Flyn. ¿De qué hablas?
–No te creo.
No responde. Me mira, me mira y me mira, pero al final dice:
–No sé qué hacer contigo, Jud. Te quiero, pero me vuelves loco. Te necesito, pero me desesperas. Te adoro, pero...
–¡Serás gilipollas...!
Se levanta de la mesa y exclama con el gesto contraído:
–¡Basta! No me vuelvas a insultar.
–Gilipollas, gilipollas y gilipollas.
¡Madre mía, cómo me estoy pasando! Pero tras tantos días sin hablarme, soy un tsunami.
Me mira, furioso. Yo me envalentono y, con chulería, le recrimino:
–Te deberían cambiar el nombre y llamarte don Perfecto. ¿Qué pasa? ¿Tú no cometes errores? ¡Oh, no!, el señor Zimmerman es ¡Dios!
–¿Quieres callarte y escucharme? Necesito decirte algo y quiero pedirte que...
–Quieres pedirme que me vaya, ¿verdad? Sólo te falta que incumpla alguna norma más para echarme de nuevo de tu vida.
No responde. Nos miramos como rivales.
Le quiero besar. Lo deseo. Pero no es momento para ello. Entonces se abre la puerta del despacho y aparece Björn con una botella de champán en las manos. Nos mira, y antes de que diga nada, me acerco a él. Le agarro del cuello y le beso en los labios. Meto mi lengua en su boca, y sus ojos me miran extrañados. No entiende qué estoy haciendo. Cuando me separo de él, con furia, miro a Eric y digo ante el gesto de incredulidad de Björn:
–Acabo de incumplir tu gran norma: desde este instante mi boca ya no es tuya.
El gesto de Eric es indescriptible. Sé que no esperaba eso de mí. Y ante la expresión alucinada de Björn, explico:
–Te lo voy a facilitar. No hace falta que me eches, porque ahora la que se va soy yo. Recogeré todas mis cosas y desapareceré de tu casa y de tu vida para siempre. Me tienes aburrida. Aburrida de tener que ocultarte las cosas. Aburrida por tus normas. ¡Aburrida! —grito. Pero antes de salir y con la respiración entrecortada siseo—: Sólo te voy a pedir un último favor: necesito que tu avión me lleve a mí, a Susto y a mis cosas hasta Madrid. No quiero meter a Susto en una jaula en la bodega de un avión y...
–¿Por qué no te callas? —maldice, furioso, Eric.
–Porque no me da la real gana.
–Chicos, por favor, serenaos —pide Björn—. Creo que estáis exagerando las cosas y...
–He estado callada —prosigo, obviando a Björn y mirando a Eric– cuatro días y a ti no te ha importado lo que yo pudiera pensar o sentir. No te ha importado mi dolor, mi furia o mi frustración. Por lo tanto, no me pidas ahora que me calle porque no lo voy a hacer.
Björn, alucinado, nos observa, y Eric murmura:
–¿Por qué estás diciendo tantas tonterías?
–Para mí no lo son.
Tensión. Nos miramos airados, y mi alemán pregunta:
–¿Por qué te vas a llevar a Susto?
Enardecida, me acerco a él.
–¿Qué pasa, vas a luchar por su custodia?
–Ni él ni tú os vais a ir. ¡Olvídate de ello!
Tras su grito, levanto el mentón, me retiro el pelo de la cara y musito:
–De acuerdo. Ya veo que no me vas a ayudar en lo referente a tu puñetero jet privado. ¡Perfecto! Susto se queda contigo. Ya encontraré la manera de llevármelo porque me niego a meterlo en la bodega de un avión. Pero que sepas que yo el domingo ¡me voy!
–Pues vete, ¡maldita sea! ¡Márchate! —grita, descontrolado.
Sin más, salgo del despacho mientras siento que de nuevo tengo el corazón partido.
Por la noche duermo en mi cuartito. Eric no me busca. No se preocupa por mí, y eso me desmotiva total y completamente. He cumplido su objetivo. Le he facilitado que no fuera él quien me echara de su casa y de su vida. Tumbada en la mullida alfombra junto a Susto, miro por la cristalera mientras soy consciente de que mi bonita historia de amor con este alemán se ha acabado.
Al día siguiente, cuando Eric se marcha a trabajar, estoy molida. La alfombra es la bomba, pero tengo la espalda destrozada. Cuando entro en la cocina, Simona, ajena a mi pena, me saluda. Tomo el café en silencio, hasta que le pido que se siente a mi lado. Cuando le cuento que me marcho, su rostro se contrae y, por primera vez en todo el tiempo que llevo aquí, veo a la mujer llorar con desconsuelo. Me abraza, y yo la abrazo.
Durante horas recojo todas las cosas que hay mías por la casa. Guardo fotos, libros, CD en cajas, y cada vez que cierro una con cinta, el corazón se me encoge. Por la tarde, quedo con Marta en el bar de Arthur, y cuando le digo que me marcho, sorprendida, dice:
–Pero ¿mi hermano es imbécil?
Su expresividad me hace sonreír y, tras tranquilizarla, murmuro:
–Es lo mejor, Marta. Está visto que tu hermano y yo nos queremos mucho, pero somos totalmente incapaces de arreglar nuestros problemas.
–Mi hermano y tú, no. ¡Mi hermano! —insiste ella—. Conozco a ese cabezón, y si tú te vas es, seguro, porque él no te lo ha puesto fácil. Pero te juro por mi madre que me va a oír. Le voy a poner verde por ser como es. ¿Cómo puede dejarte ir? ¿¡Cómo!?
Frida se suma a nuestro duelo y, durante horas, charlamos. Nos consolamos mutuamente, mientras Arthur se acerca a nosotras para traernos bebidas frescas. No sabe qué nos pasa. Lo único que sabe es que tan pronto lloramos como reímos.
De pronto, recuerdo algo. Miro el reloj. Es viernes, y son las siete y veinte.
–¿Sabéis dónde está la Trattoria de Vicenzo?
–¿Tienes hambre? —pregunta Marta.
Niego con la cabeza y les comento que a esa hora sé que Betta estará en ese lugar.
–¡Ah, no! —dice Frida al ver mi mirada—. ¡Ni se te ocurra! Si Eric se entera se enfadará más y...
–¿Y qué? —pregunto—. ¿Qué importa ya?
Las tres nos miramos y, como brujas, nos partimos de risa. Nos montamos en el coche de Marta y veinte minutos después estamos frente a ese lugar. Entre risas, urdimos un plan. Esa Betta se va a enterar de quién es Judith Flores.
Cuando entramos en el bonito restaurante, escaneo el local en busca de ella. Como imaginaba, está sentada a una mesa con varias personas. Durante un rato la observo. Parece encantada y feliz.
–Judith, si quieres, lo dejamos —susurra Marta.
Yo niego con la cabeza. Mi venganza se va a completar. Camino con decisión hasta la mesa, y Betta, cuando nos ve a las tres, se queda blanca. Yo sonrío, y le guiño un ojo. Para mala, ¡yo! Cuando estamos a su lado, Frida dice:
–Hombre, Betta. ¿Tú aquí?
–¡Vaya, vaya, qué casualidad! —digo, riendo, y Betta se descompone.
Todos los comensales que hay a la mesa nos miran, y yo me presento.
–Soy Judith Flores, española como Betta. —Todos asienten, y murmuro con una sonrisa encantadora y angelical—: Encantada de conocerlos.
Los comensales sonríen, y sin perder tiempo, pregunto:
–Un pajarito me ha dicho que hoy alguien te iba a preguntar algo importante. ¿Es cierto que te han pedido matrimonio?
Con una descolocada sonrisa, asiente, y su prometido, un hombre entradito en años, afirma, feliz:
–Sí, señorita. Y esta preciosidad ha dicho que sí. —Y cogiéndole la mano, añade—: De hecho, mi madre le acaba de dar el anillo de pedida de la familia, una verdadera joya.
Los invitados aplauden, y Marta, Frida y yo también. Todos sonríen mientras nos ofrecen unas copas de champán y, encantadas de la vida, las aceptamos y bebemos. Nos hacen hueco. Nos sentamos con ellos a la mesa, y Betta me observa. Yo sonrío y, mirando al futuro marido de ella, digo:
–Raimon, ella sí que es una joya..., una auténtica joyita.
El hombre asiente, orgulloso, y, divertida, junto a mis dos compinches, los animamos a que todos griten: «¡Que se besen!»
Betta me mira furiosa y, yo, encantada, aplaudo hasta que por fin se besan. Cuando lo hacen, cabeceo, y con una angelical voz, vuelvo a preguntar:
–¿Y quién es el primo Alfred?
Un joven de mi edad levanta la mano, y mirándolo, pregunto:
–¿Le has dicho a Raimon que tú te acuestas con Betta también? Creo que merece saberlo, aunque todo quede en familia.
Las caras de todos cambian. Raimon, el novio, se levanta y pregunta:
–¿Cómo dice, joven?
Con pesar, asiento. Toco en el hombro al pobre Raimon, me levanto y cuchicheo:
–Vamos, Alfred, ¡cuéntaselo!
Todos miran al abochornado joven, y Frida insiste:
–Venga, Alfred..., es tu primo. Es lo mínimo que puedes hacer.
Betta está roja. No sabe dónde meterse mientras los que iban a convertirse en sus suegros le exigen que les devuelva el anillo de la familia. Encantada por ver aquello, miro al descolorido Raimon y murmuro:
–Sé que es una putada lo que te estoy contando, pero a la larga me lo vas a agradecer, Raimon. Esta joyita sólo se casa contigo por tu dinero. En la cama, no le pones nada y se acuesta con media Alemania. Y antes de que lo preguntes, sí, lo puedo demostrar.
Fuera de sí, Betta se levanta y grita mientras la madre de Raimon le estira del dedo para recuperar su anillo:
–¡Mentira, eso es mentira! ¡Raimon, no la escuches!
Marta, que ha estado callada hasta este instante, sonríe con malicia y apunta:
–Betta..., Betta..., que te conocemos. —Y mirando a los comensales, añade—: Mi hermano se llama Eric Zimmerman, salió con ella un tiempo, pero la dejó cuando la encontró con su propio padre retozando en la cama. ¿Qué les parece? Feo, ¿verdad?
Alucinados, todos se levantan para pedir explicaciones, y Frida murmura:
–¡Aisss, Betta, cuándo aprenderás!
Raimon está furioso y sus padres, junto a otras personas, no dan crédito a lo que escuchan. Alfred no sabe dónde meterse. Todos gritan. Todos opinan. Betta no sabe qué decir y, entonces, sin tocarla, me acerco a ella y murmuro en español:
–Te lo dije. Te dije que conmigo no se jugaba, ¡zorra! Vuelve a acercarte a Eric, a su familia, a sus amigos o a mí, y te juro que te echan de Alemania.
Dicho esto, Frida, Marta y yo salimos del restaurante. Mi venganza con esa idiota ha finalizado. Con la adrenalina por los aires, decidimos ir a bailar al Guantanamera. No quiero regresar a casa. No quiero ver a Eric, y un poquito de salsa cubana y ¡azúcar! me vendrá bien.
38
Al día siguiente, con una resaca monumental, pues la noche ha sido de órdago y sólo he dormido unas horas en la casa de Marta, cuando llego a casa de Eric, él está allí. Cuando me ve entrar con las gafas de sol puestas, camina hacia mí y sisea furioso:
–¿Se puede saber dónde has dormido?
Sorprendida, levanto la mano y murmuro:
–En medio de la calle te puedo asegurar que no.
Gruñe. Blasfema. Me hace saber lo preocupado que ha estado. No le hago caso. Camino decidida mientras siento sus pasos detrás de mí. Está furioso, y cuando entro en mi cuartito, le doy con la puerta en las narices. Eso le ha debido de cabrear una barbaridad. Espero a que entre y me grite, pero no lo hace. ¡Bien! No me apetece oírle gruñir. Hoy no.
Mientras termino de meter mis cosas en las cajas de cartón intento ser fuerte. No voy a llorar. Se acabó llorar por Iceman. Si no le importo, no tengo por qué quererlo yo a él. Tengo que terminar con esto cuanto antes. Cuando acabo de cerrar una caja de libros, decido subir a mi habitación. Aquí tengo muchas cosas. Por suerte, no me cruzo con Eric, y cuando entro en el dormitorio, suspiro al ver que tampoco está. Dejo un par de cajas y entro a ver a Flyn.
El pequeño, al verme, se alegra, pero cuando se da cuenta de que me estoy despidiendo de él, su gesto cambia. Su dura mirada vuelve y susurra:
–Prometiste que no te irías.
–Lo sé, cielo. Sé que te lo prometí, pero en ocasiones las cosas entre los adultos no salen como uno prevé, y al final, se complican más de lo que imaginabas.
–Todo es culpa mía —dice, y se le contrae la cara—. Si yo no hubiera cogido el skate, no me habría caído, y el tío y tú no habríais discutido.
Lo abrazo. Lo acuno. Nunca me habría imaginado que lloraría por mí, e intentando que las lágrimas no desborden mis ojos, murmuro:
–Escucha, Flyn. Tú no tienes la culpa de nada, cariño. Tu tío y yo...
–No quiero que te vayas. Contigo me lo paso bien, y eres..., eres buena conmigo.
–Escucha, cielo.
–¿Por qué te tienes que ir?
Sonrío con tristeza. Es incapaz de escucharme y yo de explicarle una vez más el absurdo cuento de por qué me voy. Al final, le quito las lágrimas de los ojos y le digo:
–Flyn, siempre me has demostrado que eres un hombrecito tan duro como tu tío. Ahora lo tienes que volver a ser, ¿vale? —El crío asiente, y prosigo—: Cuida bien a Calamar. Recuerda que él es tu superamigo y tu supermascota, y quiere mucho a Susto, ¿de acuerdo?
–Te lo prometo.
Sus ojos vidriosos me encogen el corazón y, tras darle un beso en la mejilla, murmuro:
–Escucha, cariño. Te prometo que vendré a verte dentro de un tiempo, ¿vale? Llamaré a Sonia y ella nos ayudará a que nos veamos, ¿quieres?
El niño asiente, levanta el pulgar, yo levanto el mío, los unimos y nos damos una palmada. Eso nos hace sonreír. Lo abrazo, lo beso y con todo el dolor de mi corazón salgo de la habitación.
Una vez fuera, no puedo respirar. Me llevo la mano al pecho y al final logro tomar aire. ¿Por qué todo tiene que ser tan triste? Cuando entro en mi habitación, abro el armario. Miro todas aquellas preciosas cosas que Eric me compró y, tras pensarlo, decido llevarme sólo lo que vino de Madrid. Al coger mis botas negras, veo una bolsa, la abro y sonrío con tristeza al ver mi disfraz de poli malota. No lo he estrenado. Por unas cosas u otras al final no me lo he puesto para Eric. Lo meto en una de las cajas, junto a mis vaqueros y mis camisetas. Después, entro en el baño y cojo mis pinturas y mis cremas. Nada de lo que hay allí es mío.
Cuando regreso a la habitación me acerco a mi mesilla. Vacío un cajón y miro los juguetes sexuales. Toco la joya anal con la piedra verde. Los vibradores. Los cubrepezones. Todo aquel arsenal no lo quiero, puesto que me recordará a él. Cierro el cajón. Allí se queda. Los ojos se me están cargando de lágrimas. Momento tonto. La culpable es la lamparita que meses atrás Eric compró en el rastro de Madrid y no sé qué hacer. La miro, la miro y la miro. Él compró las dos. Al final, decido llevármela. Es mía.
Me doy la vuelta, y Eric me está observando desde la puerta. Está impresionante con su vaquero de cintura baja y la camiseta negra. Se le ve algo demacrado. Preocupado. Pero imagino que yo estoy igual. No sé cuánto tiempo lleva ahí, pero lo que sí sé es que su mirada es fría e impersonal. Esa que pone cuando no quiere demostrar lo que siente. No quiero discutir. No me apetece y, mirándole, murmuro:
–La verdad es que estas lamparitas nunca han pegado con la decoración de tu habitación. Si no te importa, me llevo la mía.
Asiente. Entra en la habitación y, acercándose a la suya, murmura mientras la toca:
–Llévatela. Es tuya.
Me muerdo el labio. Guardo la lamparita en la caja y le escucho decir:
–Esto ha sido lo que siempre me ha llamado la atención de ti, que seas totalmente diferente de todo lo que me rodea.
No respondo. No puedo. Entonces, en un tono más calmado, Eric afirma:
–Judith, siento que todo acabe así.
–Más lo siento yo, te lo puedo asegurar —le recrimino.
Noto que se mueve por la habitación. Está nervioso y, finalmente, pregunta:
–¿Podemos hablar un momento como adultos?
Trago el nudo de emociones que tengo en mi garganta y asiento. Ya no me llama «pequeña», ni «morenita», ni «cariño». Ahora me llama «Judith» con todas sus letras. Me doy la vuelta y lo miro. Cada uno estamos a un lado de la cama. Nuestra cama. Ese lugar donde nos hemos amado, querido, besado, y Eric empieza:
–Escucha, Judith. No quiero que por mi culpa te veas privada de un trabajo. He hablado con Gerardo, el jefe de personal de la delegación de Müller de Madrid, y vuelves a tener el puesto que tenías cuando nos conocimos. Como no sé cuándo te querrás reincorporar, le he dicho que en el plazo de un mes te pondrás en contacto con él para retomar tu trabajo.
Niego con la cabeza. No quiero volver a trabajar en su empresa. Eric continúa:
–Judith, sé adulta. Una vez me dijiste que tu amigo Miguel necesitaba un trabajo para pagar su casa, su comida y poder vivir. Tú has de hacer lo mismo, y con el paro y la crisis que hay en España te resultará muy difícil conseguir un trabajo decente. Hay un nuevo jefe en ese departamento y sé que no tendrás ningún problema con él. En cuanto a mí, no te preocupes. No tienes por qué verme. Ya te he aburrido bastante.
Esta última frase me duele. Sé que la dice por lo que le grité la otra noche, pero no digo nada. Lo escucho. La cabeza me da vueltas, pero sé que tiene razón. Vuelve a tener razón. Contar con un trabajo hoy en día es algo que no está al alcance de todo el mundo y no puedo rechazar la oferta. Al final, accedo:
–De acuerdo. Hablaré con Gerardo.
Eric asiente.
–Espero que retomes tu vida, Judith, porque yo voy a retomar la mía. Como dijiste cuando besaste a Björn, ya no soy el dueño de tu boca ni tú de la mía.
–Y eso ¿a qué viene ahora?
Con la mirada clavada en mí, dice cambiando el tono de su voz:
–A que ahora podrás besar a quien te venga en gana.
–Tú también lo podrás hacer. Espero que juegues mucho.
–No dudes que lo haré —puntualiza con una fría sonrisa.
Nos miramos, y cuando no puedo más, salgo de la habitación sin despedirme de él. No puedo. No salen las palabras de mi boca. Bajo la escalera a todo gas, y llego a mi cuartito. Cierro la puerta, y entonces, sólo entonces, me permito maldecir.
Esa noche, cuando todo está empaquetado, le indico a Simona que un camión irá a las seis de la mañana para llevarlo todo al aeropuerto. Veinte cajas llegaron de Madrid. Veinte regresan. Con tristeza cojo un sobre para hacer lo último que tengo que hacer en esa casa. Con un bolígrafo, en la mitad del sobre escribo «Eric». Después, cojo un trozo de papel y tras pensar qué poner, simplemente anoto: «Adiós y cuídate». Mejor algo impersonal.
Cuando suelto el bolígrafo, me miro la mano. Me tiembla. Me quito el precioso anillo que ya le devolví otra vez y, temblorosa, leo lo que pone en su interior: «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre».
Cierro los ojos.
El ahora y siempre no ha podido ser posible.
Aprieto el anillo en la mano y finalmente, con el corazón partido, lo meto en el sobre. Suena mi móvil. Es Sonia. Está preocupada esperándome en su casa. Dormiré allí mi última noche en Múnich. No puedo ni quiero dormir bajo el mismo techo que Eric. Cuando llego al garaje y saco la moto, Norbert y Simona se acercan a mí. Con una prefabricada sonrisa, los abrazo a los dos y le doy a Simona el sobre con el anillo para que se lo entregue a Eric. La mujer solloza y Norbert intenta consolarla. Mi marcha los entristece. Me han cogido tanto cariño como yo a ellos.
–Simona —intento bromear—, en unos días te llamo y me dices cómo sigue «Locura esmeralda», ¿de acuerdo?
La mujer cabecea, intenta sonreír, pero lloriquea más. Le doy un último beso y me dispongo a marchar cuando al levantar la vista veo que Eric nos observa desde la ventana de nuestra habitación. Lo miro. Me mira. Dios..., cómo le quiero. Levanto la mano y digo adiós. Él hace lo mismo. Instantes después, con la frialdad que él me ha enseñado, me doy la vuelta, me monto en la moto y, tras arrancarla, me marcho sin mirar atrás.
Esa noche no duermo. Sólo miro al vacío y espero que el despertador suene.