Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
сообщить о нарушении
Текущая страница: 12 (всего у книги 25 страниц)
22
Los fines de semana consigo despegar al pitufo gruñón y al enfadica del sofá. Ellos estarían todo el santo día pegados a la Wii y a la televisión. ¡Vaya dos! Vamos al cine, al teatro, a comer hamburguesas, y veo que se lo pasan bien. ¿Por qué siempre les cuesta tanto arrancar de casa? Alguna noche Eric me sorprende y me invita a cenar a un restaurante. Después me lleva a una impresionante sala de fiestas, y ahí tomamos algo mientras nos divertimos besándonos y hablando.
No ha vuelto a comentar nada sobre nuestro suplemento sexual. Cuando hacemos el amor en nuestra cama, nos susurramos fantasías calientes al oído que nos ponen como una moto, pero de momento no hemos compartido sexo con nadie. ¿Tanto me quiere para él?
Un domingo logro que salgan a pasear. Aparcamos el coche en un parking y caminamos hasta el Jardín Inglés, una maravilla de lugar en el centro de Múnich. Flyn no habla conmigo, pero yo intervengo continuamente en la conversación. Le joroba, pero al final no le queda más remedio que aceptarlo.
Por tarde los obligo a entrar en el campo de fútbol del Bayern de Múnich. Les horroriza la idea. Ellos son más de baloncesto. El sitio es enorme, grandioso, y, como si yo fuera alemana, les explico que ese equipo es el que más veces ha ganado la Bundesliga. Me escuchan, asienten, pero pasan de mí. Al final sonrío al ver sus caras de aburrimiento y, sobre las siete y media de la tarde, proponen ir a cenar. Me río. Yo a esta hora meriendo. Pero, consciente de que en especial Flyn lleva horario alemán, me amoldo.
Me llevan a un restaurante típico y aquí pruebo distintos tipos de cerveza. La Pilsen es rubia, la Weissbier es blanca y la Rauchbier, ahumada. Eric me mira, yo las paladeo y al final digo, haciéndole reír:
–Como la Mahou cinco estrellas, ¡ninguna!
La base en los platos alemanes es la harina. La emplean para hacer absolutamente de todo. Eso me explica Eric mientras devoro una weissburst o salchicha blanca. Está hecha de fino picado de ternera, especies y manteca. ¡Está de muerte! Flyn, divertido por la atención que le prestamos su tío y yo, mordisquea una rosquilla salada en forma de ocho llamada brenz. Su buen rollo y el mío es latente, y Eric simplemente lo disfruta. Durante un buen rato nos traen distintos platos. Aunque los alemanes cenan ligero, yo tengo hambre y pido rábano cortado en finas rodajas y espolvoreado con sal. Me dicen que eso se llama radi. Después nos sirven obatzda, que es un queso preparado a base de camembert, mantequilla, cebolla y pimentón dulce. Y en el postre, me vuelvo loca con el germknödel, un pastel relleno de mermelada de ciruela, elaborado con azúcar, levadura, harina y leche caliente, y servido con azúcar glas y semillas de amapolas. Vamos..., todo muy light.
Por la noche, cuando regresamos a casa, estamos molidos. Hemos andado una barbaridad, y Flyn cae en la cama como un ceporro. Tumbados en el sofá del comedor mientras vemos una película propongo bañarnos en la piscina. Eric tiene los ojos cerrados y se niega.
–¿Te pasa algo, cielo?
–No —responde rápidamente.
–¿Te duele la cabeza? —pregunto, preocupada.
Lo miro. Él me mira. De pronto, divertido, me coge como a un saco de patatas y me lleva hasta ella. Al llegar sólo encendemos la luz del interior de la piscina y, cuando no lo espera, lo empujo y cae vestido al agua. Cuando saca la cabeza, me mira, yo levanto las cejas y pregunto, risueña:
–¿No me digas que te vas a enfadar?
Mi risa lo hace reír a él, y más cuando vestida me tiro el agua a su lado. Eric me agarra y, mientras me hace cosquillas, murmura:
–Morenita, eres una chica muy traviesa.
Sé que mis carcajadas por las cosquillas le llenan el alma y lo hacen feliz. Durante un rato, jugamos a hacernos ahogadillas mientras nos vamos quitando la ropa hasta quedar desnudos. Nos besamos. Nos tentamos y, finalmente, nos hacemos el amor.
Nunca lo he hecho hasta ahora en una piscina, pero es excitante, morboso. Y con Eric cuchicheándome al oído cosas que sabe que me ponen cardíaca todavía más.
Tras reponernos le propongo echar carreras en la piscina, pero es imposible. Eric sólo quiere besarme y disfrutar de mí. Veinte minutos después, salimos del agua. Me dirijo hacia donde sé que hay toallas, cojo dos y vuelvo a su lado. Arropados no sentamos en una bonita hamaca color café. La cómoda hamaca es como las que suelen estar sujetas a dos árboles, pero, en su defecto, aquí está enganchada a dos columnas.
Eric se deja caer a mi lado, y abrazada a él, nos movemos y parece que estamos flotando. Besos, caricias, y cuando me quiero dar cuenta, estoy sobre él devorándole el pene. Tumbado boca arriba disfruta de mis atenciones, mientras jugueteo con él y le doy besos pícaros y ardientes. Adoro su pene. Adoro la sensación de tenerlo en mi boca. Adoro su suavidad y adoro cómo Eric me toca el pelo y me anima a chupárselo. Pero la impaciencia le puede. No se sacia nunca. Se levanta, planta los pies en el suelo a ambos lados de la hamaca y, dándome la vuelta, murmura en mi oreja mientras me penetra:
–Esto por tirarme a la piscina.
–Te voy a volver a tirar —susurro mientras lo recibo.
–Pues te volveré a follar una y otra vez por ser una chica tan mala.
Sonrío. Me muerde el costado mientras con pasión sus manos aprietan mi cintura y me hace suya una y otra vez.
–Arquea las caderas para mí... Más..., más... —exige, agarrándome del pelo.
Me da un azote que resuena en toda la piscina. Yo jadeo. Hago lo que me pide. Me arqueo y profundiza más en mí. Gustosa de lo que me hace, mis jadeos retumban en la sala mientras, suspendida en la hamaca, voy y vengo ante las fuertes y maravillosas acometidas de mi amor. Una hora después, saciados de sexo, nos vamos a nuestra habitación. Tenemos que descansar.
Por la mañana, cuando me levanto y bajo a la cocina, Simona me informa de que Eric no ha ido a trabajar y que está en su despacho. Sorprendida, voy hasta donde está él y nada más abrir la puerta y ver su rostro sé que está mal. Me asusto, pero, cuando me acerco a él, dice:
–Jud, no me agobies, por favor.
Nerviosa, no sé qué hacer. Lo miro, me siento frente a él y me retuerzo las manos.
–Llama a Marta —me pide finalmente.
Con rapidez, hago lo que ha dicho.
Tiemblo.
Estoy asustada.
Eric, mi fuerte y duro Iceman, sufre. Lo veo en su rostro. En la crispación de su gesto. En sus ojos enrojecidos. Quiero acercarme a él. Quiero besarlo. Mimarlo. Quiero decirle que no se preocupe. Pero Eric no desea nada de eso. Eric sólo desea que lo deje en paz. Respeto lo que necesita y me mantengo en un segundo plano.
Media hora después, llega Marta. Trae su maletín. Al ver mi estado, con la mirada me pide que me tranquilice. Intento hacerlo mientras examina a su hermano con cuidado ante mi atenta mirada. Eric no es un buen paciente y protesta todo el rato. Está insoportable.
Marta, sin inmutarse por sus gruñidos, se sienta frente él.
–El nervio óptico está peor. Hay que meterte de nuevo en quirófano.
Eric maldice. Protesta. No me mira. Sólo blasfema.
–Te dije que esto podía pasar —indica Marta con calma—. Lo sabes. Necesitas comenzar el tratamiento para poder hacerte el microbypass trabecular.
Oír tal cosa me enfada. No me ha comentado en todo este tiempo absolutamente nada de nada. Pero no quiero discutir. No es momento. Bastante tiene él ya con esto. Pero, dispuesta a sumarme a lo que hablan, pregunto:
–¿Cuál es el tratamiento?
Marta lo explica. Eric no me mira, y cuando finaliza, afirmo con seguridad:
–Muy bien, Eric. Tú dirás cuándo lo comenzamos.
23
Como ya imaginaba, durante el tratamiento Eric se ha vuelto todavía más insoportable. Un auténtico tirano con todos. No le hace gracia nada de lo que tiene que hacer y protesta día sí, día también. Como lo conozco, no le hago ni caso, aunque a veces sienta unas irrefrenables ganas de meter su cabeza en la piscina y no sacarla.
Marta ha hablado con varios especialistas durante estos días. Como es lógico, quiere lo mejor para su hermano y me mantiene informada de todo. Las gotas que Eric se tiene que echar en los ojos lo destrozan. Le duele la cabeza, le revuelven el estómago y no le dejan ver bien. Se agobia.
–¿Otra vez? —protesta Eric.
–Sí, cariño. Toca echarlas de nuevo —insisto.
Maldice, blasfema, pero, cuando ve que no me muevo, se sienta y, tras resoplar, me permite hacerlo.
Sus ojos están enrojecidos. Demasiado. Su color azul está apagado. Me asusto. Pero no dejo que vea el miedo que tengo. No quiero que se agobie más. Él también está asustado. Lo sé. No dice nada, pero su furia me hace ver el temor que tiene a su enfermedad.
Es de noche y estamos envueltos por la oscuridad de nuestra habitación. No puedo dormir. Él, tampoco. Sorprendiéndome, pregunta:
–Jud, mi enfermedad avanza. ¿Qué vas a hacer?
Sé a lo que se refiere. Me acaloro. Deseo machacarle por permitirse pensar tonterías. Pero, volviéndome hacia él en la oscuridad, respondo:
–De momento, besarte.
Lo beso, y cuando mi cabeza vuelve a estar sobre la almohada, añado:
–Y, por supuesto, seguir queriéndote como te quiero ahora mismo, cariño.
Permanecemos callados durante un rato, hasta que insiste:
–Si me quedo ciego, no voy a ser un buen compañero.
La carne se me pone de gallina. No quiero pensar en ello. No, por favor. Pero él vuelve al ataque.
–Seré un estorbo para ti, alguien que limitará tu vida y...
–¡Basta! —exijo.
–Tenemos que hablarlo, Jud. Por mucho que nos duela, tenemos que hablarlo.
Me desespero. No tengo nada de que hablar con él. Da igual lo que le pase. Yo le quiero y le voy a seguir queriendo. ¿Acaso no se da cuenta de ello? Pero, al final, sentándome en la cama, siseo:
–Me duele oírte decir eso. ¿Y sabes por qué? Porque me haces sentir que si alguna vez a mí me pasa algo debo dejarte.
–No, cariño —murmura, atrayéndome hacia él.
–Sí..., sí, cariño —insisto—. ¿Acaso yo soy diferente a ti? No. Si yo tengo que plantearme tener que dejarte, tú deberás plantearte tener que dejarme a mí ante una enfermedad. —Con cierta sensación de agitación, continúo hablando—: ¡Oh, Dios!, espero que nunca me pase nada, porque, si encima de que me pasa algo, tengo que vivir sin ti, sinceramente, no sabría qué hacer.
Tras un silencio que me da a entender que Eric ha comprendido lo que he dicho, me acerca a él y besa mi frente.
–Eso nunca ocurrirá porque...
No le dejo continuar. Me levanto de la cama. Abro mi cajón. Saco varias cosas, entre ellas una media negra, y sentándome a horcajadas sobre él, digo:
–¿Me dejas hacer algo?
–¿El qué? —pregunta, sorprendido por el giro de la conversación.
–¿Confías en mí?
Pese a la oscuridad de nuestra habitación, veo que asiente.
–Levanta la cabeza.
Me hace caso. Con delicadeza, paso la media negra alrededor de su cabeza, sobre sus ojos, y hago un nudo atrás.
–Ahora no ves absolutamente nada, ¿verdad?
No habla; sólo niega con la cabeza. Me tumbo sobre él.
–Aunque algún día no me veas, adoro tu boca —la beso—, adoro tu nariz —la beso—, adoro tus ojos —los beso por encima de la media– y adoro tu bonito pelo y, sobre todo, tu manera de gruñir y enfadarte conmigo.
Me siento sobre él, y cogiéndole las manos, las pongo sobre mi cuerpo.
–Aunque algún día no me veas —prosigo—, tus fuertes manos me podrán seguir tocando. Mis pechos se seguirán excitando ante tu roce y tu pene. ¡Oh, Dios, tu duro, alucinante, morboso y enloquecedor pene! —musito, excitada, mientras me aprieto contra él—. Será el que me haga jadear, enloquecer y decirte eso de «Pídeme lo que quieras».
Las comisuras de sus labios se curvan. ¡Bien! Estoy consiguiendo que sonría. Con ganas de seguir, pongo en sus manos la joya anal y murmuro, llevándola a su boca.
–Chúpala.
Hace lo que le pido y después guío su mano hasta mi trasero y susurro cerca de su cara:
–Aunque algún día no me veas, seguirás introduciendo la joya en, como dices tú, «mi bonito culito». Y lo harás porque te gusta, porque me gusta y porque es nuestro juego, cariño. Vamos, hazlo.
Eric, a tientas, toca mi trasero, y cuando localiza el agujero de mi ano, hace lo que le pido. Mete la joya anal, mi cuerpo la recibe, y ambos jadeamos.
Excitada por lo que estoy haciendo, paseo mi boca por su oreja.
–¿Te gusta lo que has hecho, cariño?
–Sí..., mucho —ronronea mientras me aprieta con sus manos las nalgas.
Su deseo sexual crece por segundos. Esto lo excita mucho, y mientras mueve la joya en mí, digo, deseosa de volverlo loco:
–Aunque algún día no me veas, podrás seguir devorándome a tu antojo. Abriré mis piernas para ti y para quien tú me digas, y te juro que disfrutaré y te haré disfrutar de ello como lo haces siempre. Y lo harás porque tú guiarás. Tú tocarás. Tú ordenarás. Soy tuya, cariño, y sin ti, nada de nuestro juego es válido porque a mí no me vale. —Eric gime, y yo añado—: Vamos, hazlo. Juega conmigo.
Me bajo de su cuerpo y me tumbo a su lado. Tiro de su mano y la coloco sobre mí. A tientas, me toca; su boca, desesperada, pasea por mi cuerpo, por mi cuello, mis pezones, mi ombligo, mi monte de Venus, y le guío hasta dejarlo justo entre mis piernas. Sin necesidad de que me lo pida, las abro para él.
–¿Más abiertas? —pregunto.
Eric me toca.
–Sí.
Sonrío, y me abro más.
En décimas de segundo me devora. Su lengua entra y busca mi clítoris. Juega con él. Tira de él con los labios, y cuando lo tiene hinchado, da toquecitos que me hacen gritar y arquearme, enloquecida. Me muevo. Jadeo. Él mueve mi joya anal al mismo tiempo que tira de mi clítoris, y yo me vuelvo loca. Con fogosidad me agarra con sus manos los muslos y me menea a su antojo sobre su boca mientras yo, con mi mano, le toco el pelo y murmuro, gustosa:
–No necesitas ver para darme placer. Para hacerme feliz. Para volverme loca. Así..., cariño..., así.
Durante unos minutos, mi loco amor prosigue con su asolador ataque.
Calor..., calor..., tengo mucho calor, y él me lo provoca.
En la oscuridad de la habitación, yo lo observo. Con movimientos elegantes y felinos se mueve como un tigre sobre mí, devorando a su presa. Él a mí no me puede ver. La oscuridad y la media que le he puesto alrededor de los ojos se lo impiden. Su respiración se acelera. Su boca busca la mía y me besa. Instantes después, y sin hablar, con una de sus manos, coge su erección mientras con la otra toca la humedad de mi vagina.
–Estoy empapada por ti, cariño —le susurro al oído—. Sólo por ti.
Con desespero, guía su dura erección por mi hendidura, hasta que con un certero movimiento se introduce en mí. Los dos jadeamos. Eric me agarra, se aprieta contra mí mientras menea sus caderas y yo apenas me puedo mover. Su peso me inmoviliza. Me chupa el cuello. Yo a él le muerdo el hombro.
–Aunque algún día no me veas, seguirás poseyéndome con pasión, con fuerza y con vitalidad, y yo te recibiré siempre, porque soy tuya. Tú eres mi fantasía. Yo soy la tuya. Y juntos, disfrutaremos ahora y siempre, cariño.
Eric no habla. Sólo se deja llevar por el momento. Y, cuando los dos llegamos al clímax, me abraza y afirma:
–Sí, cariño. Ahora y siempre.
24
Durante los días del tratamiento no va a trabajar. No puede. Desde casa yo le ayudo con los e-mails y respondo como una buena secretaria a todo lo que él me pide. Cuando recibe algún correo de Amanda, siento ganas de degollarla. ¡Bruja! Con curiosidad cotilleo los mensajes entre ellos dos y me parto de risa al leer uno de meses atrás en el que Eric le exige que cambie su actitud en cuanto a él. Le explica que es un hombre con pareja y que su pareja para él es lo primero. ¡Olé y olé mi Iceman! Me gusta ver que le ha dejado las cosas claras a esa lagarta.
En varias ocasiones, deseo meterle la cabeza en la papelera o graparle las orejas a la mesa cuando se pone tonto y gruñón. ¡Es insoportable! Pero, cuando se le pasa, ¡lo adoro y me lo como a besos!
Sonia, su madre, viene a visitarlo y, cuando Eric no está pendiente de nosotros, me anima para que vaya a por la moto de Hannah. Decididamente, voy a ir a por ella. Tras los días de tensión que estoy pasando con Eric, necesito desfogarme. Y saltar con una moto de motocross, para mí, es la mejor opción.
El día de la operación se acerca. A Eric le sube la tensión y yo intento relajarlo de la mejor manera que sé. ¡Con sexo! Una de las noches en las que mi Iceman está tumbado en la cama con un antifaz de gel frío sobre los ojos para que le descanse la vista, decido sorprenderle para que no piense en la operación. Cariñosa, me tumbo sobre él y susurro sobre su boca:
–¡Hola, señor Zimmerman!
Eric se va a quitar el antifaz y yo le sujeto las manos.
–No..., no te lo quites.
–No te veo, cariño.
Acercando mi boca a su oído, musito para ponerle la carne de gallina:
–Para lo que voy a hacer, no me tienes que ver.
Sonríe, y yo también.
–Vamos a jugar a varios juegos quieras o no quieras.
–Vale..., pues quiero —dice con humor.
Lo beso. Me besa, y paladeo su pasión.
–Te explico cómo se juega, ¿te parece? —Eric asiente—. El primer juego se llama «La pluma». Yo la paso por tu cuerpo, y si estás más de dos minutos sin reírte, sin hablar y sin quejarte, haré lo que me pidas, ¿de acuerdo?
–De acuerdo, pequeña.
–El segundo juego se llama «La caja de los deseos y los castigos».
–Sugerente nombre. Éste creo que me va a gustar —asevera, riendo mientras me agarra por la cintura posesivamente.
Divertida, le quito las manos de mi cintura.
–Céntrate, cariño. En una cajita he metido cinco deseos y cinco castigos. Tú eliges uno, lo leo, y si no me concedes ese deseo, te impongo un castigo. —Eric ríe, y prosigo—: Y el tercer juego trata de que tú te dejes hacer. Por lo tanto, quietecito que yo te hago. ¿Qué te parece?
–Perfecto —dice, alegre.
–Genial. Si veo que no te estás quietecito, te ataré, ¿entendido?
Eric suelta una carcajada y asiente.
–Muy bien, señor Zimmerman, lo primero que voy a hacer es desnudarlo.
Con mimo, le quito la camiseta blanca y el pantalón de algodón negro que lleva. Cuando le voy a quitar los calzoncillos, ¡guau!, ya está empalmado, y la boca se me reseca inmediatamente. Eric es tentador; muy, muy tentador. Sin decirle nada, enciendo la cámara de vídeo; quiero que luego se vea en los juegos. Estoy segura de que le gustará y le hará reír.
Una vez que lo tengo desnudo, cojo una pluma que he encontrado en la cocina. Comienzo a pasársela por el cuerpo. Delicadamente le rozo el cuello, y luego bajo la pluma hasta los pezones, y éstos se ponen duros ante el contacto. Sonrío. La pluma continúa por sus abdominales, rodeo su ombligo, y cuando llego a su pene, un jadeo hueco sale de su boca. Continúo divirtiéndome y los minutos pasan mientras sigo moviendo la pluma por su maravilloso cuerpo. Finalmente, coge mi mano.
–Señorita Flores, creo que he ganado. Ya han pasado más de dos minutos. No sea tramposa.
Miro el reloj y, sorprendida, me doy cuenta de que han pasado siete. ¡Cómo se me pasa el tiempo mientras disfruto de mi adicción! Sonrío y suelto la pluma.
–Tiene razón, señor. ¿Qué desea que haga por usted?
Con un dedo dice que me acerque a él. Sonrío y me agacho.
–Quiero que te desnudes, del todo.
Lo hago. Me quito el pijama y las bragas y, cuando estoy totalmente desnuda, le informo:
–Deseo cumplido, señor.
Sin que pueda verme a causa del antifaz, me busca con las manos, hasta que me encuentra. Su mano toca mi estómago y después sube lentamente hasta mi pecho. Lo rodea y aprieta un pezón con sus dedos.
–Muy bien. Ya he cumplido su deseo. Pasemos al juego siguiente.
–¿El de deseo o castigo? —pregunta.
–¡Ajá!
Cojo la cajita donde he metido varios papelitos y la pongo ante él. Tomo su mano y la introduzco en la caja.
–Coge un deseo, y yo lo leeré.
Eric hace lo que le pido. Suelto la caja e, inventándome lo que pone, digo:
–Deseo una moto. ¿Le importa señor que me traiga la mía de España?
Su gesto cambia.
–Sí, me importa. No quiero que te mates.
Eso me hace soltar una carcajada. Y como no quiero discutir con él, digo rápidamente:
–Muy bien, señor Zimmerman. Como no va a satisfacer mi deseo, le toca coger un papelito de castigo.
Sonríe. Vuelve a hacer lo que le pido y leo:
–Su castigo por no querer cumplir mi deseo es estarse quieto y no tocarme mientras yo hago lo que quiero con su cuerpo.
Asiente. Sé que lo de la moto le ha cortado un poco el rollo, pero así sé yo por dónde cogerlo para cuando me traiga la moto de su hermana.
Con un pincel y chocolate líquido, comienzo a pintarle el cuerpo. La cámara graba, y Eric sonríe mientras yo rodeo sus pezones con chocolate. Luego, hago un camino que rodea sus abdominales, pasa por su ombligo y acaba en sus oblicuos. Mojo el pincel en más chocolate y ahora llego hasta su duro pene. Sonríe y se mueve. Lo pinto con delicadeza y noto su inquietud. Su impaciencia. Una vez que dejo el pincel llevo mi boca hasta sus pezones y los chupo. Paladeo el gusto a chocolate junto a su delicioso sabor. Me deleito. Sigo el sendero que he marcado. Bajo mi lengua por sus abdominales, y Eric hace ademán de tocarme. Cojo sus manos y las retiro de mí mientras me quejo:
–No..., no..., no..., no puede usted tocarme. ¡Recuérdelo!
Eric se mueve nervioso. Le estoy provocando. Rodeo con mi lengua su ombligo, y después, ansiosa, chupo sus oblicuos. Y cuando mi lengua llega a su pene y lo chupo, finalmente jadea. Paso mi lengua con deleite por donde sé que le vuelve loco una y otra vez. Se contrae. Rodeo con mimo su pene y muerdo con delicadeza el aparatito que me hace locamente feliz. Así estoy durante un buen rato, hasta que no puede más y, aún con el antifaz puesto, me exige:
–Fin del juego, pequeña. Ahora fóllame.
Encantada de la vida, hago lo que me pide. Me siento a horcajadas sobre él y, mientras me empalo en su duro, ardiente y maravilloso pene, suspiro; el olor a chocolate y sexo nos rodea. Subo y bajo en busca de nuestro placer con mimo en tanto me abro poco a poco para recibirlo. Pero la impaciencia de mi Iceman puede con él. Se quita el antifaz, lo tira al suelo y, antes de que me dé cuenta, me ha tumbado sobre la cama y, mirándome a los ojos, murmura:
–Ahora el mando lo tomo yo. Pasamos al tercer juego. Ya sabes, amor: estate quietecita o te tendré que atar.
Sonrío. Me besa. Me abre las piernas con sus piernas y sin piedad me vuelve a penetrar, y yo jadeo. Intento moverme, pero su peso me tiene inmovilizada mientras se aprieta con fuerza dentro de mí.
–Una grabación muy excitante —susurra al ver la cámara frente a nosotros.
No puedo hablar. No me deja. Vuelve a meter su lengua en mi boca y me hace suya mientras mueve sus caderas una y otra vez, y yo jadeo enloquecida. El juego le ha sobreexcitado, le ha hecho olvidar la operación y, subiendo mis piernas a sus hombros, comienza a bombear dentro de mí con pasión. Con deleite.
Esa noche Eric duerme abrazado a mí. Hemos visto la grabación y nos hemos reído. Lo he sorprendido con mis juegos y, antes de dormirme, me dice al oído:
–Me debes la revancha.
Dos días después, lo operan.
Marta y su equipo le hacen en los ojos el microbypass trabecular. Sólo decir el nombre me da miedo. Junto a su madre, aguardo en la sala de espera del hospital. Estoy nerviosa. Mi corazón late acelerado. Mi amor, mi chico, mi novio, mi alemán, está sobre la mesa de un quirófano y sé que no lo está pasando bien. No lo dice, pero sé que está asustado.
Sonia me toma las manos, me da fuerzas y yo se las doy a ella. Ambas sonreímos.
Espero..., espero..., espero... El tiempo pasa lentamente, y yo espero.
Cuando para mí ha transcurrido una eternidad, Marta sale del quirófano y nos mira con una amplia sonrisa. Todo ha ido estupendamente bien, y aunque el alta es inmediata, ella ha mentido a Eric y le ha dicho que tiene que pasar la noche allí. Yo asiento. Sonia se relaja, y las tres nos abrazamos.
Insisto en quedarme esta noche con él en el hospital. En la oscuridad de la habitación lo miro. Lo observo. Eric está dormido, y yo no puedo dormir. No me imagino una vida sin él. Estoy tan enganchada a mi amor que pensar en que algún día lo nuestro pueda terminar me rompe el corazón. Cierro los ojos, y finalmente, agotada, me duermo.
Cuando despierto, me encuentro directamente con la mirada de mi chico. Postrado en la cama me observa y, al ver que abro los ojos, sonríe. Yo lo imito.
Esa mañana le dan el alta y regresamos a nuestra casa. A nuestro hogar.