Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
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Con los días, la recuperación de Eric es alucinante. Tiene una fortaleza de hierro y, tras las revisiones pertinentes, sus médicos le dan el alta. Ambos estamos felices y retomamos nuestras vidas.
Una mañana, cuando se va a trabajar, le pido a Eric que me lleve a la casa de su madre. Mi objetivo es ver el estado de la moto de Hannah. A él no le digo nada, o sé que me la va a montar. Cuando Eric se marcha, su madre y yo vamos al garaje. Y tras retirar varias cajas y ponernos de polvo hasta las cejas, aparece la moto. Es una Suzuki amarilla RMZ de 250.
Sonia se emociona, coge un casco amarillo y me dice:
–Tesoro, espero que te diviertas con ella tanto como mi Hannah se divirtió.
La abrazo y asiento. Calmo su angustia, y cuando se marcha y me deja sola en el garaje, sonrío. Como era de esperar, la moto no arranca. La batería, tras tanto tiempo sin ser utilizada, ha muerto. Dos días más tarde aparezco por la casa con una batería nueva. Se la pongo, y la moto arranca al instante. Encantada por estar sobre una moto, me despido de Sonia y me encamino hacia mi nueva casa. Disfruto del pilotaje y tengo ganas de gritar de felicidad. Cuando llego, Simona y Norbert me miran, y este último me avisa:
–Señorita, creo que al señor no le va a gustar.
Me bajo de la moto y, quitándome el casco amarillo, respondo:
–Lo sé. Con eso ya cuento.
Cuando Norbert se marcha refunfuñando, Simona se acerca a mí y cuchichea:
–Hoy, en «Locura esmeralda», Luis Alfredo Quiñones ha descubierto que el bebé de Esmeralda Mendoza es suyo y no de Carlos Alfonso. Ha visto en su nalguita izquierda la misma marca de nacimiento que tiene él.
–¡Oh, Dios, y me lo he perdido! —protesto, llevándome la mano al corazón.
Simona niega con la cabeza. Sonríe y me confiesa, haciéndome reír:
–Lo he grabado.
Aplaudo, le doy un beso, y corremos juntas al salón para verlo.
Tras ver la horterada de telenovela que me tiene enganchada, regreso al garaje. Quiero hacerle una puesta a punto a la moto antes de usarla con regularidad y acompañar a Jurgen y sus amigos por los caminos de tierra a los que ellos van. Lo primero que he de hacer es cambiarle el aceite. Norbert, a regañadientes, va a comprarme aceite para la moto. Una vez que lo trae me posiciono en un recoveco del garaje de difícil acceso y comienzo a hacerle una estupenda puesta a punto tal como me enseñó mi padre.
Tras la visita a Müller y la operación de Eric, decido que de momento no quiero trabajar. Ahora puedo elegir. Quiero disfrutar de esa sensación de plenitud sin prisas, problemas y cuchicheos empresariales. Demasiada gente desconocida dispuesta a machacarme por ser la extranjera novia del jefazo. No, ¡me niego! Prefiero pasear con Susto, ver «Locura esmeralda», bañarme en la maravillosa piscina cubierta o irme con Jurgen, el primo de Eric, a correr con la moto. Ésta es una maravilla y tira que da gusto. Eric no sabe nada. Se lo oculto, y Jurgen me guarda el secreto. De momento, mejor que no se entere.
Un miércoles por la mañana me voy con Marta y Sonia al campo, donde siguen el curso de paracaidismo. Entusiasmada veo cómo el instructor les indica lo que tienen que hacer cuando estén en el aire. Me animan a que participe, pero prefiero mirar. Aunque tirarse en paracaídas tiene que ser una chulada, cuando lo veo tan cercano me acojona. Van a hacer su primer salto libre, y están nerviosas. ¡Yo, histérica! Hasta el momento siempre lo han hecho enganchadas a un monitor, pero esta vez es diferente.
Pienso en Eric, en lo que diría si supiera esto. Me siento fatal. No quiero ni imaginar que pueda salir algo mal. Sonia parece leerme el pensamiento y se acerca a mí.
–Tranquila, tesoro. Todo va a salir bien. ¡Positividad!
Intento sonreír, pero tengo la cara congelada por el frío y los nervios.
Antes de subir a la avioneta, ambas me besan.
–Gracias por guardarnos el secreto —dice Marta.
Cuando se montan en la avioneta les digo adiós con la mano. Nerviosa, observo cómo el avión coge altura y desaparece casi de mi vista. Un monitor se ha quedado conmigo y me explica cientos de cosas.
–Mira..., ya están en el aire.
Con el corazón en la boca, veo caer unos puntitos. Angustiada, compruebo cómo los puntitos se acercan..., se acercan..., y, cuando estoy a punto de gritar, los paracaídas se abren y aplaudo al punto del infarto. Minutos después, cuando toman tierra, Sonia y Marta están pletóricas. Gritan, saltan y se abrazan. ¡Lo han conseguido!
Yo aplaudo de nuevo, pero sinceramente no sé si lo hago porque lo han logrado o porque no les ha pasado nada. Sólo con pensar en lo que Eric diría, se me abren las carnes. Cuando me ven, corren hacia mí y me abrazan. Como tres niñas chicas, saltamos emocionadas.
Por la noche, cuando Eric me pregunta dónde he estado con su madre y su hermana, miento. Me invento que hemos estado en un spa dándonos unos masajes de chocolate y coco. Eric sonríe. Disfruta con lo que me invento, y yo me siento mal. Muy mal. No me gusta mentir, pero Sonia y Marta me lo han hecho prometer. No las puedo defraudar.
Una mañana, Frida me llama por teléfono y una hora después llega a casa acompañada por el pequeño Glen. ¡Qué rico está el mocosete! Charlamos durante horas, y me confiesa que es una acérrima seguidora de «Locura esmeralda». Eso me hace reír. ¡Qué fuerte! No soy la única joven de mi edad que la ve. Al final, Simona va a tener razón en cuanto a que esa telenovela mexicana está siendo un fenómeno de masas en Alemania. Tras varias confidencias, le enseño la moto y a Susto.
–Judith, ¿te gusta enfadar a Eric?
–No —respondo, divertida—. Pero tiene que aceptar las cosas que a mí me gustan igual que yo acepto las que le gustan a él, ¿no crees?
–Sí.
–Odio las pistolas, y yo acepto que él haga tiro olímpico —insisto para justificarme.
–Sí, pero lo de la moto no le va a hacer ninguna gracia. Además, era de Hannah y...
–Sea la moto de Hannah o de Pepito Grillo se va a enfadar igual. Lo sé y lo asumo. Ya encontraré el mejor momento para contárselo. Estoy segura de que, con tiento y delicadeza por mi parte, lo entenderá.
Frida sonríe y, mirando a Susto, que nos observa, comenta:
–Más feo el pobrecito no puede ser, pero tiene unos ojitos muy lindos.
Embobada, me río y le doy un beso en la cabeza al animal.
–Es precioso. Guapísimo —afirmo.
–Pero Judith, esta clase de perro no es muy bonita. Si quieres un perro, yo tengo un amigo que tiene un criadero de razas preciosas.
–Pero yo no quiero un perro para lucirlo, Frida. Yo quiero un perro para quererlo, y Susto es cariñoso y muy bueno.
–¿Susto? —repite, riendo—. ¿Lo has llamado Susto?
–La primera vez que lo vi me dio un susto tremendo —le aclaro animadamente.
Frida comprende. Repite el nombre, y el animal da un salto en el aire mientras el pequeño Glen sonríe. Tras pasar varias horas juntas, cuando se marcha promete llamarme para vernos otro día.
Por la tarde telefoneo a mi hermana. Llevo tiempo sin hablar con ella y necesito oír su voz.
–Cuchu, ¿qué te ocurre? —pregunta, alertada.
–Nada.
–¡Oh, sí!, algo te ocurre. Tú nunca me llamas —insiste.
Eso me hace reír. Tiene razón, pero, dispuesta a disfrutar del parloteo de mi loca Raquel, contesto:
–Lo sé. Pero ahora que estoy lejos te echo mucho de menos.
–¡Aisss, mi cuchufletaaaaaaaaaaaaaa...! —exclama, emocionada.
Hablamos durante un buen rato. Me pone al día en relación con su embarazo, sus vómitos y sus náuseas, y por extraño que parezca no me habla de sus problemas maritales. Eso me sorprende. Yo no saco el tema. Eso es buena señal.
Cuando cuelgo tras una hora de conversación, sonrío. Me pongo el abrigo y voy al garaje. Susto, a mi silbido, sale de su escondrijo y, encantada, me voy a dar un paseo con él.
Dos días después, una mañana, cuando Flyn y Eric se van al colegio y al trabajo respectivamente, comienzo la remodelación del salón. Pasamos mucho tiempo en él y necesito darle otro aire. Yo misma me encargo de hacer los cambios. Norbert se horroriza por verme encima de la escalera. Dice que si el señor me viera me regañaría. Pero yo estoy acostumbrada a esas cosas, y descuelgo y cuelgo cortinas encantada de la vida. Sustituyo los cojines de cuero oscuro por los míos color pistacho, y el sillón ahora parece moderno y actual, y no soso y aburrido.
Sobre la bonita mesa redonda coloco un jarrón de cristal verde y con unas maravillosas calas rojas. Quito las figuras oscuras que Eric tiene sobre la chimenea y coloco varios marcos con fotografías. Son tanto de mi familia como de la de Eric, y me enternezco al ver a mi sobrina Luz sonreír.
¡Qué linda es! Y cuánto la echo en falta.
Sustituyo varios cuadros, a cuál más feo, y pongo los que yo he comprado. En un lateral del salón, cuelgo un trío de cuadros de unos tulipanes verdes. ¡Queda monísimo!
Por la tarde, cuando Flyn regresa del colegio y entra en el salón, su gesto se contrae. La estancia ha cambiado mucho. Ha pasado de ser un lugar sobrio a uno colorido y lleno de vida. Le horroriza, pero me da igual. Sé que cualquier cosa que haga no le gustará.
Cuando Eric llega por la tarde la impresión de lo que ve le deja mudo. Su sobrio y oscuro salón ha desaparecido para dejar paso a una estancia llena de alegría y luz. Le gusta. Su cara y su gesto me lo dicen y, cuando me besa, yo sonrío ante la cara de disgusto del pequeño.
Al día siguiente Eric decide llevar a Flyn al colegio. Por norma, siempre lo hace Norbert y el niño acepta contento. Los acompaño en el coche. No sé dónde está pero estoy deseosa de dar un paseo por mi cuenta por la ciudad.
A Eric no le hace gracia que yo ande por Múnich sola, pero mi cabezonería puede con la suya y al final accede. En el camino recogemos a dos niños, Robert y Timothy. Son charlatanes y me miran con curiosidad. Yo me percato de que ambos llevan un skate de colores en las manos, justo el juguete que Eric prohíbe a Flyn. Cuando llegamos al colegio, para el coche, los críos abren la puerta y se bajan. Flyn lo hace el último. Después, cierra la puerta.
–¡Vaya!, no me ha dado un besito —me mofo.
Eric sonríe.
–Dale más tiempo.
Suspiro, volteo los ojos y me río.
–¿Tú me das un besito? —pregunto cuando voy a bajarme del coche.
Sonriendo, Eric me atrae hacia él.
–Todos los que tú quieras, pequeña.
Me besa y yo disfruto de su posesivo beso mientras dura.
–¿Estás segura de que sabes regresar tú sola hasta la casa?
Divertida, asiento. No tengo ni idea, pero sé la dirección y estoy segura de que no me perderé. Le guiño un ojo.
–Por supuesto. No te preocupes.
No está muy convencido de dejarme aquí.
–Llevas el móvil, ¿verdad?
Lo saco de mi bolsillo.
–A tope de carga, por si tengo que pedir ¡auxilio! —respondo con guasa.
Al final, mi loco amor sonríe, le doy un beso y me bajo del vehículo. Cierro la puerta, arranca y se va. Sé que me mira por el espejo retrovisor y con la mano digo adiós como una tonta. ¡Madre mía, qué enamoradita estoy!
Cuando el coche tuerce hacia la izquierda y lo pierdo de vista miro hacia el colegio. Hay varios grupos de niños en la entrada y, desde mi posición, observo que Flyn se queda parado en un lateral. Está solo. ¿Dónde están Robert y Timothy? Me quedo parada tras un árbol y observo que con disimulo mira hacia una guapa niña rubia, y me emociono.
¡Aisss, mi pitufo enfadica tiene corazoncito!
Se apoya en la verja del colegio y no le quita la mirada de encima mientras ella juega y habla con otros niños. Sonrío.
Suena un timbre y los críos comienzan a entrar. Flyn no se mueve. Espera a que la niña y sus amigas entren en el colegio, y luego lo hace él. Con curiosidad lo sigo con la mirada y de pronto veo que Robert, Timothy y otros dos chicos con sus skates en las manos se acercan a él y Flyn se para. Hablan. Uno de ellos le quita la gorra y se la tira al suelo. Cuando él se agacha a cogerla, Robert le da una patada en el trasero y Flyn cae de bruces contra el suelo. La sangre se me enciende. ¡Estoy indignada! ¿Qué hacen?
¡Malditos niños!
Los chavales, muertos de risa, se alejan y observo cómo Flyn se levanta y se mira la mano. Veo que tiene sangre. Se la limpia con un kleneex que saca de su abrigo, coge la gorra y, sin levantar la mirada del suelo, entra en el colegio.
Boquiabierta, pienso en lo que ha pasado mientras me pregunto cómo puedo hablar de eso con Flyn.
Una vez que el niño desaparece comienzo a andar, y pronto estoy en la vorágine de las calles de Múnich. Eric me llama. Le indico que estoy bien y cuelgo. Tiendas..., muchas tiendas, y yo, disfrutando, me paro en todos los escaparates. Entro en una tienda de motocross y compro todo lo que necesito. Estoy emocionada. Cuando salgo más feliz que una perdiz, observo a los viandantes. Todos llevan un gesto serio. Parecen enfadados. Pocos sonríen. Qué poquito se parecen a los españoles en eso.
Paso caminando por un puente, el Kabelsteg. Me sorprendo al ver la cantidad de candados de colores que hay en él. Con cariño toco esas pequeñas muestras de amor y leo nombres al azar: Iona y Peter, Benni y Marie. Incluso hay candados a los que se le han sumado pequeños candaditos con otros nombres que imagino que son los hijos. Sonrío. Me parece superromántico, y me encantaría hacerlo con Eric. Se lo tengo que proponer. Pero suelto una carcajada. Con seguridad pensará que me he vuelto loca a la par que ñoña.
Tras visitar una parte bonita de la ciudad, me paro ante una tienda erótica. Suena mi móvil. Eric. Mi loco amor está preocupado por mí. Le aseguro que ninguna banda de albanokosovares me ha raptado, y tras hacerle reír me despido de él. Divertida, entro en la tienda erótica.
Curiosa miro a mi alrededor. Es un local donde venden todo tipo de juguetes eróticos y lencería sexy, y está decorado con gusto y refinamiento. Las paredes son rojas, y todo lo que hay allí llama mi atención. Cientos de vibradores de colores y juguetes de formas increíbles están ante mí y curioseo. Veo unas plumas negras y las cojo. Me servirán para jugar otro día con Eric. También elijo unos cubrepezones de lentejuelas negros de los que cuelgan unas borlas. La dependienta me indica que son reutilizables y que se pegan con unas almohadillas adhesivas al pezón. Me río. Imaginarme con esto puesto ante Eric me da risa. Pero conociéndolo, ¡le gustará! Cuando voy a pagar, me fijo en un lateral de la tienda y suelto una carcajada al ver unos disfraces. Sonrío y cojo uno de policía malota. Lo compro. Esta noche sorprenderé a mi Iceman. Cuando salgo de la tienda con mi bolsa en la mano y una sonrisa de oreja a oreja, paso ante una ferretería. Recuerdo algo. Entro y compro un pestillo para la puerta. Quiero sexo en casa sin invitados imprevistos de ojos rasgados.
Tres horas después, tras patearme las calles de Múnich, cojo un taxi y llego hasta casa. Simona y Norbert me saludan y, mirando al hombre, le pido herramientas. Sorprendido, asiente, pero no pregunta. Me las proporciona.
Encantada de la vida con lo que Norbert me ha traído, subo a la habitación que comparto con Eric y, en la puerta, pongo el pestillo. Espero que no le moleste, pero no quiero que Flyn nos pille mientras estoy vestida de policía malota o hacemos salvajemente el amor. ¿Qué pensaría el crío de nosotros?
Por la tarde, cuando Flyn regresa del colegio, como siempre está taciturno. Se encierra en su cuarto a hacer deberes. Simona le va a llevar la merienda y le pido que me deje hacerlo a mí. Cuando entro en la habitación, el niño está sentado la mesita enfrascado en sus deberes. Le dejo el plato con el sándwich y me fijo en su mano. La herida se ve.
–¿Qué te ha pasado en la mano? —pregunto.
–Nada —responde sin mirarme.
–Para no haberte pasado nada, tienes un buen rasponazo —insisto.
El crío levanta la vista y me escruta.
–Sal de mi cuarto. Estoy haciendo los deberes.
–Flyn..., ¿por qué estás siempre enfadado?
–No estoy enfadado, pero me vas a enfadar.
Su contestación me hace sonreír. Ese pequeño enano es como su tío, ¡hasta responde igual! Al final, desisto y salgo de la habitación. Voy a la cocina y cojo una coca-cola; la abro y doy un trago de la lata. Cuando la estoy tomando, aparece el niño y me mira.
–¿Quieres? —le ofrezco
Niega con la cabeza y se va. Cinco minutos después me siento en el salón y pongo la televisión. Miro la hora. Las cinco. Queda poco para que regrese Eric. Decido ver una película y busco algo que me pueda interesar. No hay nada, pero al final en un canal pasan un episodio de «Los Simpson» y me quedo mirándolo.
Durante un rato, río por las ocurrencias de Bart y, cuando menos me lo espero, aparece Flyn a mi lado. Me mira y se sienta. Doy un trago a mi lata de coca-cola. El pequeño coge el mando con la intención decambiar de canal.
–Flyn, si no te importa, estoy viendo la televisión.
Lo piensa. Deja el mando sobre la mesa, se acomoda en el sillón y, de pronto, dice:
–Ahora sí quiero una coca-cola.
Mi primer instinto es contestarle: «Pues ánimo, chato, tienes dos piernas muy hermosas para ir a por ella». Pero como quiero ser amable con él, me levanto y me ofrezco a traérsela.
–En un vaso y con hielo, por favor.
–Por supuesto —asiento, encantada por aquel tono tan apaciguado.
Más contenta que unas pascuas llego a la cocina. Simona no está. Cojo un vaso, le pongo hielo, saco la coca-cola del frigorífico y, cuando la abro, ¡zas!, la coca-cola explota. El gas y el líquido me entran en los ojos y nos empapamos la cocina y yo.
Como puedo, suelto la bebida en la encimera y, a tientas, busco el papel de cocina para secarme la cara. ¡Diosssssss, estoy empapada! Pero entonces me percato a través del espejo del microondas de que Flyn me observa con una cruel sonrisa por el hueco de la puerta.
¡La madre que lo parió!
Seguro que ha sido él quien ha movido la coca-cola para que explotara y por eso me la ha pedido con tanta amabilidad.
Respiro..., respiro y respiro mientras me seco, y limpio el suelo de la cocina. ¡Maldito niño! Una vez que termino, salgo como un toro de Osborne, y cuando voy a decirle algo al enano, convencida de que es el culpable de todo, me encuentro en el salón a Eric con él en brazos.
–¡Hola, cariño! —me saluda con una amplia sonrisa.
Tengo dos opciones: borrarle la sonrisa de un plumazo y contarle lo que su riquísimo sobrino acaba de hacer, o disimular y no decir nada del minidelincuente que está en sus brazos. Opto por lo segundo, y entonces mi Iceman deja al crío en el suelo, se acerca a mí y me da un dulce y sabroso beso en los labios.
–¿Estás mojada? ¿Qué te ha pasado?
Flyn me mira, y yo le miro, pero respondo:
–Al abrir una coca-cola me ha explotado y me he puesto perdida.
Eric sonríe y, aflojándose la corbata, señala:
–Lo que no te pase a ti no le pasa a nadie.
Sonrío. No puedo evitarlo. En este momento entra Simona.
–La cena está preparada. Cuando quieran pueden pasar.
Eric mira a su sobrino.
–Vamos, Flyn. Ve con Simona.
El pequeño corre hacia la cocina, y Simona va tras él. Entonces, Eric se acerca a mí y me da un caliente y morboso beso en los labios que me deja ¡atontá!
–¿Qué tal tu día por Múnich?
–Genial. Aunque ya lo sabes. Me has llamado mil veces, ¡pesadito!
Eric se muestra sonriente.
–Pesadito, no. Preocupado. No conoces la ciudad y me inquieta que andes sola.
Suspiro, pero no me da tiempo a responder.
–Pero cuéntame, ¿por dónde has estado?
Le explico a mi manera los lugares que he visitado, todos grandiosos y alucinantes y, cuando le comento lo del puente de los candados, me sorprende.
–Me parece una excelente idea. Cuando quieras, vamos al Kabelsteg a ponerlo. Por cierto, en Múnich hay más puentes de los enamorados. Está el Thalkirchner y el Großhesseloher.
–¿Alguna vez has puesto un candado tú ahí? —pregunto, sorprendida.
Eric me mira..., me mira y, con media sonrisa, cuchichea:
–No, cuchufleta. Tú serás la primera que lo consiga.
Alucinadita me ha dejado. Mi Iceman es más romántico de lo que yo imaginaba. Encantada por su respuesta y su buen humor, pienso en mi disfraz de policía malota. ¡Le va a encantar!
–¿Qué te parece si tú y yo vamos a cenar esta noche a casa de Björn?
¡Glups y reglups!
Desecho rápidamente mi disfraz de poli malota. Mi cuerpo se calienta en cero coma un segundo y me quedo sin aliento. Sé lo que significa esa proposición. Sexo, sexo y sexo. Sin quitarle los ojos de encima, asiento.
–Me parece una fantástica idea.
Eric sonríe, me suelta, entra en la cocina y le oigo hablar con Simona. También escucho las protestas de Flyn. Se enfada porque su tío se marche. Una vez que mi loco amor regresa, me coge de la mano y dice:
–Vamos a vestirnos.
Eric se asombra por el cerrojo que le enseño que he puesto en la habitación. Le prometo que sólo lo utilizaremos en momentos puntuales. Asiente. Lo entiende.
–He comprado algo que te quiero enseñar. Siéntate y espera —le comunico, ansiosa.
Entro presurosa al baño. No le digo lo del disfraz de poli malota. Esa sorpresa la guardo para otro día. Me quito la ropa y me coloco los cubrepezones. ¡Qué graciosos! Divertida, abro la puerta del baño y, en plan Mata Hari, me planto ante él.
–¡Guau, nena! —exclama Eric al verme—. ¿Qué te has comprado?
–Son para ti.
Divertida, muevo mis hombros y las borlas que cuelgan de los pezones se menean. Eric ríe. Se levanta y echa el cerrojo. Yo sonrío. Cuando me acerco hasta él y antes de tumbarme en la cama, mi lobo hambriento murmura:
–Me encantan, morenita. Ahora los disfrutaré yo, pero no te los quites. Quiero que Björn los vea también.
Con una sonrisa acepto su beso voraz.
–De acuerdo, mi amor.
Una hora después, Eric y yo vamos en su coche. Estoy nerviosa, pero esos nervios me excitan a cada segundo más. Mi estómago está contraído. No voy a poder cenar y, cuando llegamos a casa de Björn, mi corazón late como un caballo desbocado.
Como era de esperar, el guapísimo Björn nos recibe con la mejor de sus sonrisas. Es un tío muy sexy. Su mirada ya no resulta tan inocente como cuando estamos con más gente. Ahora es morbosa.
Me enseña su espectacular casa y me sorprendo cuando al abrir una puerta me indica que ésas son las oficinas de su despacho particular. Me explica que allí trabajan cinco abogados, tres hombres y dos mujeres. Cuando pasamos junto a una de las mesas, Eric dice:
–Aquí trabaja Helga. ¿Te acuerdas de ella?
Asiento. Eric y Björn se miran y, dispuesta a ser tan sincera como ellos, explico:
–Por supuesto. Helga es la mujer con la que hicimos un trío aquella noche en el hotel, ¿verdad?
Mi alemán se muestra asombrado por mi sinceridad.
–Por cierto, Eric —dice Björn—, pasemos un momento a mi despacho. Ya que estás aquí, fírmame los documentos de los que hablamos el otro día.
Sin hablar entramos en un bonito despacho. Es clásico, tan clásico como el que tiene Eric en su casa. Durante unos segundos, ambos ojean unos papeles, mientras yo me dedico a fisgar a su alrededor. Ellos están tranquilos. Yo no. Yo no puedo dejar de pensar en lo que deseo. Los observo, y me caliento. Los cubrepezones me endurecen el pecho mientras los oigo hablar, y me excito. Deseo que me posean. Quiero sexo. Ellos provocan en mí un morbo que puede con mi sentido, y cuando no puedo más, me acerco, le quito los papeles a Eric de la mano y, con un descaro del que nunca me creí capaz, lo beso.
¡Oh, sí! Soy una ¡loba!
Muerdo su boca con anhelo, y Eric responde al segundo. Con el rabillo del ojo veo que Björn nos mira. No me toca. No se acerca. Sólo nos mira mientras Eric, que ya ha tomado las riendas del momento, pasea sus manos por mi trasero, arrastrando mi vestido hacia arriba.
Cuando separa sus labios de los míos, soy consciente de lo que he despertado en él y le susurro, extasiada, dispuesta a todo:
–Desnúdame. Juega conmigo. —Eric me mira, y deseosa de sexo, musito sobre su boca—: Entrégame.
Su boca vuelve a tomar la mía y siento sus manos en la cremallera de mi vestido. ¡Oh, sí! La baja, y cuando ya ha llegado a su tope, me aprieta las nalgas. Calor.
Sin hablar, me quita el vestido, que cae a mis pies. No llevo sujetador y mis cubrepezones quedan expuestos para él y su amigo. Excitación
Björn no habla. No se mueve. Sólo nos observa mientras Eric me sienta sobre la mesa del despacho vestida solo con un tanga negro y los cubrepezones. Locura.
Me abre las piernas y me besa. Acerca su erección a mi sexo y lo aprieta. Deseo.
Me tumba sobre la mesa, se agacha y me chupa alrededor de los cubrepezones. Luego su boca baja hasta mi monte de Venus y, tras besarlo, enloquecido, agarra el tanga y lo rompe. Exaltación.
Sin más, veo que mira a su amigo y le hace una señal. Ofrecimiento.
Björn se acerca a él, y los dos me observan. Me devoran con la mirada. Estoy tumbada en la mesa, desnuda, y con los cubrepezones y el tanga roto aún puesto. Björn sonríe, y tras pasear su caliente mirada por mi cuerpo, murmura mientras uno de sus dedos tira del tanga roto:
–Excitante.
Expuesta ante ellos y deseosa de ser su objeto de locura, subo mis pies a la mesa, me impulso y me coloco mejor. Llevo uno de mis dedos a mi boca, lo chupo y, ante la atenta mirada de los hombres a los que me estoy ofreciendo sin ningún decoro, lo introduzco en mi húmeda vagina. Sus respiraciones se aceleran, y yo meto y saco el dedo de mi interior una y otra vez. Me masturbo para ellos. ¡Oh, sí!
Sus ojos me devoran. Sus cuerpos están deseosos de poseerme, y yo de que lo hagan. Los tiento. Los reto con mis movimientos. Eric pregunta:
–Jud, ¿llevas en el bolso lo...?
–Sí —le corto antes de que termine la frase.
Eric coge mi bolso. Lo abre y saca el vibrador en forma de pintalabios, y se sorprende al ver también la joya anal. Sonríe y se acerca a mí.
–Date la vuelta y ponte a cuatro patas sobre la mesa.
Hago caso. Mi dueño me ha pedido eso, y yo, gustosa, lo obedezco. Björn me da un azotito en el trasero, y luego me lo estruja con sus manos mientras Eric mete la joya en mi boca para que la lubrique con mi saliva. Los vuelvo locos, lo sé. Una vez que Eric saca la joya de mi boca, me abre bien las piernas e introduce la joya en mi ano. Entra de tirón. Jadeo, y más cuando noto que la gira produciéndome un placer maravilloso mientras me tocan.
Con curiosidad miro hacia atrás y observo que los dos miran mi culo, mientras sus alocadas manos se pasean por mis muslos y mi vagina.
–Jud —dice Eric—, ponte como estabas antes.
Me vuelvo a tumbar sobre la mesa mientras noto la joya en mi interior. Cuando mi espalda descansa de nuevo en el escritorio, Eric me abre las piernas, me expone a los dos, y después se mete entre ellas y besa el centro de mi deseo. Me quemo.
Su lengua, exigente y dura, toca mi clítoris, y yo salto.
–No cierres las piernas —pide Björn.
Me agarro con fuerza a la mesa y hago lo que me pide, mientras Eric me coge por las caderas y me encaja en su boca. Gemidos de placer salen de mí, y mientras disfruto con ello, observo que Björn se quita los pantalones y se pone un preservativo.
De pronto, Eric se para, le entrega a Björn el pequeño vibrador en forma de pintalabios, sale de entre mis piernas, y su amigo toma su lugar. Eric se pone a mi lado, me echa el pelo hacia atrás y sonríe. Me mima y me besa. Björn, que ha entendido el mensaje, enciende el vibrador. Eric, cargado de erotismo, murmura:
–Vamos a jugar contigo y después te vamos a follar como anhelas.
Las manos de Björn recorren mis piernas. Las toca. Se acomoda entre ellas y pasa uno de sus dedos por mis húmedos labios vaginales. Después, dos, y cuando los ha abierto para dejar al descubierto mi ya hinchado clítoris, pone el vibrador sobre él, y yo grito. Me muevo. Aquel contacto tan directo me vuelve loca.
–No cierres las piernas, preciosa —insiste Björn, y me lo impide.
Eric me besa. Pone una de sus manos sobre mi abdomen para que no me mueva, mientras Björn aprieta el vibrador en mi clítoris, y yo grito cada vez más. Esto es asolador. Tremendo. Voy a explotar. Mi ano está lleno. Mi clítoris, enloquecido. Mis pezones, duros. Dos hombres juegan conmigo y no me dejan moverme, y creo que no lo voy a poder aguantar. Pero sí..., mi cuerpo acepta las sacudidas de placer que todo esto me provoca y, cuando me he corrido, Björn me penetra, y Eric mete su lengua en mi boca.
–Así..., pequeña..., así.
Ardo. Me quemo. Abraso.
Entregada a ellos, a lo que me piden, disfruto mientras mi Iceman me hace el amor con su boca, y Björn se mete en mí una y otra vez.
Nunca había imaginado que algo así pudiera gustarme tanto.
Nunca había imaginado que yo pudiera prestarme a algo así.
Nunca había imaginado que yo iniciaría un juego tan carnal, pero sí, yo lo he comenzado. Me he ofrecido a ellos y ansío que jueguen, me devoren y hagan conmigo lo que quieran. Soy suya. De ellos. Me gusta esa sensación y deseo continuar. Anhelo más.
El calor es abrasador. Eric, entre beso y beso, dice cosas calientes y morbosas en mi boca, y yo enloquezco de excitación. Mientras, Björn sigue penetrándome sobre la mesa de su despacho una y otra vez, a la par que me da azotitos en el trasero.
Me llega el clímax y grito mientras me abro para que Björn tenga más accesibilidad a mi interior. Eric me muerde la barbilla y, segundos después, es Björn quien se deja ir.
Acalorada, excitada, enardecida y con ganas de más juegos respiro con dificultad sobre la mesa. Eric me coge entre sus brazos, y aún con el tanga roto colgando de mi cuerpo, y la joya anal, me saca del despacho. Traspasamos la vacía oficina y entramos en la casa de Björn. Allí vamos hasta un baño. Éste, que nos sigue, no entra. Sabe cuándo y dónde debe estar, y sabe que ese momento es íntimo entre Eric y yo.
Cuando entramos en el baño, Eric me deja en el suelo. Me quita los cubrepezones, se agacha y, con delicadeza, retira los restos del tanga. Yo sonrío, y cuando se levanta con él en la mano, suelto:
–Está claro que te gusta romperme la ropa interior.
Eric sonríe. Lo tira en una papelera y, mientras se quita la camisa, asegura:
–Desnuda me gustas más.
Con la mirada risueña, pregunto:
–¿La joya?
Eric sonríe y me da un cachete en el culo.
–La joya se queda donde está. Cuando la saque lo haré para meter otra cosa, si tú quieres.
Acto seguido, abre el grifo de la ducha, y ambos nos metemos. El pelo se me empapa y me abraza. No me enjabona.
–¿Estás bien, cariño?
Hago un gesto de asentimiento, pero él, deseoso de oír mi voz, se separa de mí unos centímetros. Yo lo miro y murmuro: