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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:08

Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"


Автор книги: Megan Maxwell



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–Ahora tú.

A horcajadas me siento sobre él y me introduzco el pene del arnés. Le doy al mando a distancia, y éste vibra. Sonrío. Dexter sonríe. Como una diosa del cine porno, me muevo una y otra vez en busca de mi propio disfrute, mientras me restriego contra él y mis pechos bambolean y le tientan cerca de su boca. Dexter, con sus manos, me sujeta la cintura y comienza a bailar al mismo son que yo. Con fuerza me empala una y otra vez en el arnés mientras yo chillo gustosa y enloquecida por la dureza de eso.

Eric, pendiente de nosotros, está a nuestro lado. No dice nada. Sólo nos observa mientras Dexter con fuerza me agarra y me clava una y otra vez en él. Deseosa y excitada, grito:

–Así... Cógeme así... ¡Oh, sí!

Mi vagina está totalmente abierta alrededor del arnés y jadeo, mirándole a los ojos.

–Vamos, Dexter, demuéstrame cuánto me deseas.

Mis palabras le avivan. Su deseo crece y siento que se le nubla la mente. Dexter, acalorado, me empala sobre el arnés. Lo disfruta. Lo veo en sus ojos. El aire escapa de su boca.

–No te detengas... ¡No pares! —grito.

Dexter no podría haberse detenido aunque lo hubiera querido, y cuando me aprieta una última vez contra el arnés y suelta un gruñido de satisfacción, sé que he conseguido mi objetivo. Dexter ha disfrutado tanto como Eric y como yo.




32

Una tarde en la que Flyn y yo patinamos en el garaje cogidos de la mano, de pronto, la puerta mecánica comienza a abrirse. Eric llega antes de su hora. Los dos nos quedamos paralizados.

¡Menuda pillada, y menuda bronca que nos va a caer!

Rápidamente, reacciono, tiro del muchacho y salimos del garaje. Pero Eric nos pisa los talones y no sé qué hacer. No nos da tiempo a quitarnos los patines ni a llegar a ningún sitio.

Como una loca, abro la puerta que lleva a la piscina cubierta. El niño me mira, y yo pregunto:

–¿Bronca, o piscina?

No hay nada que pensar. Vestidos y con patines nos tiramos a la piscina. Según sacamos nuestras cabezas del agua, la puerta se abre, y Eric nos mira. Con disimulo, los dos nos apoyamos en el borde de la piscina. Nuestros pies con los patines sumergidos no se ven.

Asombrado, Eric se acerca hasta nosotros y pregunta:

–¿Desde cuándo uno se mete en la piscina con ropa?

Flyn y yo nos miramos, reímos, y respondo:

–Ha sido una apuesta. Hemos jugado a la Play, y el perdedor lo tenía que hacer.

–¿Y por qué estáis los dos en el agua? —insiste, divertido, Eric.

–Porque Jud es una tramposa —se queja Flyn—. Y como yo la he ganado, cuando se ha tirado ella, me ha tirado a mí.

Eric ríe. Le encanta ver el buen rollo que hay últimamente entre su sobrino y yo. Con dulzura, dejo que me bese sin mostrar mis pies. Le doy un beso en los labios.

–¿Cómo está el agua? —pregunta.

–¡Estupenda! —decimos al unísono Flyn y yo.

Encantado, toca la cabeza mojada de su sobrino y, antes de salir por la puerta, indica:

–Poneos un bañador si queréis seguir en el agua.

–Vamos, cariño. ¡Anímate y ven!

Iceman me mira, y antes de desaparecer por la puerta, contesta con gesto cansado:

–Tengo cosas que hacer, Jud.

En cuanto Eric cierra la puerta, nos sentamos en el borde de la piscina. Rápidamente, nos quitamos los patines y los escondemos en un armario que hay al fondo.

–Ha faltado poco —murmuro, empapada.

El pequeño ríe, yo también, y sin más nos volvemos a tirar a la piscina. Cuando salimos una hora después de ella, Flyn se agarra a mi cintura.

–No quiero que te vayas nunca, ¿me lo prometes?

Emocionada por el cariño que el niño me demuestra, le beso en la cabeza.

–Prometido.

Esa tarde, Flyn se marcha a casa de Sonia. Según él, tiene cosas que hacer. Su secretismos me hacen gracia. Eric está serio. No está enfadado, pero su gesto me demuestra que le ocurre algo. Intento hablar con él y al final consigo saber que le duele la cabeza. Eso me alarma. ¡Sus ojos! Sin decir nada se va a descansar a nuestra habitación. No lo sigo. Quiere estar solo.

Sobre las seis de la tarde, Susto, aburrido porque Flyn se ha llevado a Calamar, me pide a su manera que vayamos a dar su paseo. Eric ya ha salido de nuestra habitación y está en su despacho. Tiene mejor aspecto. Sonríe. Eso me tranquiliza. Intento que me acompañe, que le dé el aire. Pero se niega. Al final, desisto.

Abrigada con mi plumón rojo, gorro, guantes y bufanda, salgo al exterior de la casa. No hace frío. Susto corre, y yo corro tras él. Cuando traspasamos la verja negra, comienzo a tirarle bolas de nieve. El perro, divertido, corre y corre mientras da vueltas a mi alrededor.

Durante un buen rato, paseamos por la carretera. La urbanización donde vivimos es enorme y decido disfrutar de la tarde y caminar aunque ya ha anochecido. De pronto, veo un coche parado en la cuneta. Con curiosidad me acerco. Un hombre trajeado de unos cuarenta años habla por teléfono con el cejo fruncido.

–Llevo esperando la jodida grúa más de una hora. Mándela ¡ya!

Dicho esto cuelga y me mira. Yo sonrío y pregunto:

–¿Problemas?

El trajeado asiente y, sin muchas ganas de hablar, contesta:

–Las luces del coche.

Curiosa, miro el coche. Un Mercedes.

–¿Puedo echarle un ojo a su automóvil?

–¿Usted?

Ese «¿usted?» con sonrisita de superioridad no me gusta, pero suspiro, lo miro y respondo:

–Sí, yo. —Y al ver que no se mueve, insisto—. No tiene nada que perder, ¿no cree?

Boquiabierto, asiente. Susto está a mi lado. Le pido que abra el capó, y lo hace desde el interior del coche. Una vez abierto, cojo la varilla y lo aseguro para que no se cierre. Mi padre siempre me ha dicho que lo primero que tengo que mirar cuando me fallan las luces del coche son los fusibles. Con la mirada, busco dónde está la caja de fusibles en ese modelo de coche, y cuando la localizo, la abro. Miro un par de ellos y encuentro lo que pasa.

–Tiene un fusible fundido.

El hombre me mira como si le estuviera explicando la teoría del calamar adobado.

–¿Ve esto? —digo, enseñándole el fusible de color azul. El hombre asiente—. Si se fija, verá que está fundido. No se preocupe, la luz de su coche está bien. Sólo hay que cambiar el fusible para que la bombilla del coche vuelva a funcionar.

–Increíble —asiente el hombre, mirándome.

¡Oh, Dios!, cómo me gusta dejar a los hombres boquiabiertos por estas cosas. ¡Gracias, papá! Cuánto agradezco que mi padre me enseñara a ser algo más que una princesa.

Separándome de él, que se ha acercado más de la cuenta, pregunto:

–¿Tiene fusibles?

Vuelvo a darme cuenta de que no tiene ni idea de lo que le pregunto y, divertida, insisto:

–¿Sabe dónde tiene la caja de herramientas del coche?

El guapo trajeado abre el portón trasero del vehículo y me entrega lo que le pido. Bajo su atenta mirada, busco el fusible del amperaje que necesito y, tras encontrarlo, lo introduzco donde corresponde, y dos segundos después la luz delantera del coche vuelve a funcionar.

La cara del tipo es increíble. Le acabo de dejar alucinado. Que una desconocida, una mujer, se le acerque y le arregle el coche en un pispás le ha dejado totalmente descolocado. Y acercándose a mí, dice:

–Muchas gracias, señorita.

–De nada —sonrío.

Me mira con sus ojos claros y, tendiéndome la mano, dice:

–Mi nombre es Leonard Guztle, ¿y usted es?

Le doy la mano, y respondo:

–Judith. Judith Flores.

–¿Española?

–Sí —sonrío, encantada.

–Me encantan los españoles, sus vinos y la tortilla de patatas.

Asiento y suspiro. Éste, al menos, no ha dicho «¡olé!».

–¿Puedo tutearla?

–Por supuesto, Leonard.

Durante unos segundos, siento que recorre con sus claros ojos mi cara, hasta que pregunta:

–Me gustaría invitarte a una copa. Después de lo que has hecho por mí, es lo mínimo que puedo hacer para agradecértelo.

¡Vaya!, ¿está ligando conmigo?

Pero dispuesta a cortar eso de raíz, sonrío y respondo:

–Gracias, pero no. Llevo algo de prisa.

–¿Puedo llevarte donde me digas? —insiste.

En ese momento, Susto da un ladrido y corre hacia un coche que se acerca a nosotros. Es Eric. Su mirada y la mía se cruzan, y ¡guau!, está serio. Para el coche, se baja y, acercándose a mí, murmura tras besarme y agarrarme por la cintura.

–Estaba preocupado. Tardabas demasiado. —Después, mira al hombre, que nos observa, y dice, tendiéndole la mano—. ¡Hola, Leo!, ¿qué tal?

¡Vaya, se conocen!

Sorprendido por la presencia de Eric, el hombre nos mira y mi chico aclara:

–Veo que has conocido a mi novia.

Un silencio tenso toma el lugar, y yo no entiendo nada, hasta que Leonard, repuesto por encontrarse con Eric, asiente y da un paso atrás.

–No sabía que Judith fuera tu novia. —Ambos cabecean, y Leonard prosigue—: Pero quiero que sepas que ella solita me acaba de arreglar el coche.

–Venga, ya..., si sólo te he cambiado un fusible.

Leonard sonríe, y murmura mientras toca con su dedo la congelada punta de mi nariz:

–Has sabido hacer algo que yo no sabía, y eso, jovencita, me ha sorprendido.

Tensión. Eric no sonríe.

–¿Cómo está tu madre? —pregunta el hombre.

–Bien.

–¿Y el pequeño Flyn?

–Perfecto —responde Eric con sequedad.

¿Qué ocurre? ¿Qué les pasa? No entiendo nada. Al final nos despedimos. Leornard arranca su Mercedes, encience las luces y se va. Eric, Susto y yo nos montamos en el coche. Arranca, pero sin moverse de su sitio, pregunta:

–¿Qué hacías con Leo a solas?

–Nada.

–¿Cómo que nada?

–Venga, va..., estaba sin luces en el coche y le he cambiado un fusible. Sólo he hecho eso, no te enfades.

–¿Y por qué has tenido que hacerlo?

Atónita por esa absurda pregunta, murmuro:

–Pues, Eric..., porque me ha salido así. Mi padre me ha educado de esta manera. Por cierto, ¿de qué lo conoces?

Eric me mira.

–Ese imbécil al que le has arreglado el coche es Leo, el que era el novio de Hannah cuando ocurrió todo y el que se desprendió de Flyn sin pensar en él.

¡Las carnes se me abren!

¿Ese idiota es quien no quiso saber de Flyn cuando Hannah murió? Si lo sé, le arregla el fusible a ese estúpido su tía la del pueblo.

Los ojos de Eric escupen fuego. Está muy enfadado. Con frustración por los recuerdos que esto le trae, da un golpe al volante con las manos.

–Parecías muy a gusto con él.

No quiero discutir e, intentando mantener el control, murmuro:

–Oye, cariño, yo no sabía quién era ese hombre. Solamente he sido simpática y...

–Pues no lo seas —me corta—. A ver cuándo te das cuenta de que aquí, si eres tan simpática con un hombre, se creen que estás ligando.

Eso me hace sonreír. Los alemanes son algo particulares en muchas cosas, y ésa es una de ellas.

–¿Estás celoso?

Eric no responde. Me mira con esos ojazos que me tienen loca. Al final, sisea:

–¿He de estarlo?

Niego con la cabeza mientras le doy al botón de los CD del coche y me sorprendo al ver que Eric escucha mi música. Mientras Eric protesta y yo sonrío, Luis Miguel canta:

Tanto tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas se acercaron tanto así,

que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también, sabor a mí.

¡Oh, Dios, qué bolero más romántico!

Miro a Eric. Su ceño fruncido me hace suspirar, y sin dejarle continuar con sus quejas, pregunto:

–¿Estás mejor de tu dolor de cabeza?

–Sí.

Tengo que hacer algo. Tengo que relajarlo y hacerlo sonreír. Por ello, digo:

–Sal del coche.

Sorprendido, me mira y pregunta:

–¿Cómo?

Abro la puerta del coche y repito:

–Sal del coche.

–¿Para qué?

–Sal del coche, y lo sabrás —insisto.

Cuando lo hace, da un portazo. En su línea. Antes de salir yo subo la música a tope y dejo mi puerta abierta. Susto sale también. Después, camino hacia donde está mi gruñón preferido y, abrazándolo, digo ante su cara de mosqueo:

–Baila conmigo.

–¡¿Qué?!

–Baila conmigo —insisto.

–¿Aquí?

–Sí.

–¿En medio de la calle?

–Sí... Y bajo la nieve. ¿No te parece romántico e ideal?

Eric maldice. Yo sonrío. Va a darse la vuelta, pero dándole un tirón del brazo, le exijo tras propinarle un fuerte azote:

–¡Baila conmigo!

Duelo de titanes. Alemania contra España. Al final, cuando arrugo la nariz y sonrío, claudica.

¡Olé la fuerza española!

Me abraza. Es un momento mágico. Un instante irrepetible. Baila conmigo. Se relaja. Cierro los ojos en los brazos de mi amor mientras la voz de Luis Miguel dice:

Pasarán más de mil años, muchos más.

Yo no sé si tendrá amor la eternidad.

Pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás

sabor a mí.

–Tiene su puntillo verte celoso, cariño, pero no has de estarlo. Tú para mí eres único e irrepetible —murmuro sin mirarlo, abrazada a él.

Noto que sonríe. Yo lo hago también. Bailamos en silencio, y cuando la canción termina, lo miro y pregunto:

–¿Más tranquilo? —No responde. Sólo me observa, y añado mientras le pongo caritas—: Te quiero, Iceman.

Eric me besa. Devora mis labios y murmura sobre mi boca:

–Yo sí que te quiero, cuchufleta.




33

Llega mi cumpleaños, el 4 de marzo. Veintiséis añazos. Hablo con mi familia, y todos me felicitan con alegría. Los añoro. Tengo ganas de verlos y achucharlos, y prometo ir pronto a visitarlos. Sonia, la madre de Eric, da una cena en su casa por mi cumpleaños. Ha invitado a Frida, Andrés y a los amigos que conoce. Estoy feliz.

Flyn me ha regalado un colgante muy bonito de cristal que luzco con orgullo. Que el pequeño me haya buscado y me haya dado ese regalo ha sido especial. Muy especial. Eric me regala una preciosa pulsera de oro blanco. En ella está grabado su nombre y el mío, y me emociona. Es maravillosa. Pero el regalo que me pone la carne de gallina es cuando mi amor me dice que me quite el anillo que me regaló y me obliga a leer lo que hay en su interior: «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre».

–Pero ¿cuándo has puesto esto? —pregunto boquiabierta.

Eric ríe. Está feliz.

–Una noche mientras dormías. Te lo quité. Norbert lo llevó a un joyero amigo y cuando lo trajo en un par de horas te lo puse. Sabía que no te lo quitarías y que no lo verías.

Lo abrazo. Ese tipo de sorpresas son las que me gustan, las que no me espero, y más cuando con voz ronca me besa y murmura sobre mi boca:

–No lo olvides, pequeña, ahora y siempre.

Una hora después, tras arreglarme, me miro en el espejo. Me gusta mi imagen. El vestido de gasa negro que Eric me compró me encanta. Observo mi pelo. Decido dejármelo suelto. A Eric le gusta mi pelo. Le gusta tocarlo, olerlo, y eso me excita.

La puerta de la habitación se abre y el dueño de mis deseos aparece. Está guapísimo con su esmoquin oscuro y su pajarita.

«¡Mmm!, ¡¿pajarita?! Qué sexy. Cuando regresemos le quiero desnudo con la pajarita», pienso, pero mirándole pregunto:

–¿Qué te parezco?

Eric recorre mi cuerpo con su mirada y en su escaneo siento el ardor de lo que le parezco. Finalmente, ladea la boca y, con una peligrosa sonrisa, murmura:

–Sexy. Excitante. Maravillosa.

Por favor..., ¡¡¡que me lo como!!!

Acalorada, dejo que me abrace. Sus manos tocan mi desnuda espalda y yo sonrío cuando su boca encuentra la mía. Ardor. Durante unos segundos, nos besamos, nos disfrutamos, nos excitamos, y cuando estoy a punto de arrancarle el esmoquin, se separa de mí.

–Vamos, morenita. Mi madre nos espera.

Miro el reloj. Las cinco.

–¿Tan pronto vamos a ir a la casa de tu madre?

–Mejor pronto que tarde, ¿no crees?

Cuando me suelta, sonrío. ¡Malditas prisas alemanas!

–Dame cinco minutos y bajo.

Eric asiente. Vuelve a darme otro beso en los labios y desaparece de la habitación dejándome sola. Sin tiempo que perder, me pongo los zapatos de tacón, me vuelvo a mirar en el espejo y me retoco los labios. Una vez que termino, sonrío, cojo el bolsito que hace juego con el vestido y, encantada y dispuesta a pasarlo bien, salgo de la habitación.

Cuando bajo la bonita escalera, Simona acude a mi encuentro.

–Está usted bellísima, señorita Judith.

Contenta, sonrío y le doy un achuchón. Necesito achucharla. Susto y Calamar vienen a saludarme. Una vez que suelto a Simona, con una candorosa sonrisa, me mira y dice mientras se lleva a los perros:

–El señor y el pequeño Flyn la esperan en el salón.

Encantada de la vida y con una gran sonrisa en los labios, me dirijo hacia allí. Cuando abro la puerta, una corriente eléctrica recorre todo mi cuerpo y, contrayéndoseme la cara, me llevo la mano a la boca y, emocionada como pocas veces en mi vida, me pongo a llorar.

–¡Cuchufletaaaaaaaaaaa! —grita mi hermana.

Ante mí están mi padre, mi hermana y mi sobrina.

No puedo hablar. No puedo andar. Sólo puedo llorar mientras mi padre corre hacia mí y me abraza. Calidez. Eso siento al tenerlo cerca. Finalmente, sólo puedo decir:

–¡Papá! ¡Papá, qué bien que estés aquí!

–¡Titaaaaaaaaaaaa!

Mi sobrina corre a besuquearme junto a mi hermana. Todos me abrazan y durante unos minutos un caos de risas, lloros y gritos impera en el salón, en tanto observo el gesto serio de Flyn y la emoción de Eric.

Cuando me repongo de esa estupenda sorpresa, me retiro los lagrimones de las mejillas y pregunto:

–Pero..., pero ¿cuándo habéis llegado?

Mi padre, más emocionado que yo, responde:

–Hace una hora. Menudo frío hace en Alemania.

–¡Aisss, cuchu, estás preciosa con ese vestido!

Me doy una vueltecita ante mi hermana y, divertida, respondo:

–Es un regalo de Eric. ¿A que es precioso?

–Alucinante.

Al no ver a mi cuñado en el salón, pregunto:

–¿Jesús no ha venido?

–No, cuchu...Ya sabes, el trabajo.

Asiento y mi hermana sonríe. La beso. La quiero. Mi sobrina, que está como loca agarrada a mi cintura, grita:

–¡No veas cómo mola el avión del tito Eric! La azafata me ha dado chocolatinas y batidos de vainilla.

Eric se acerca a nosotros y, tomándome de la mano, dice tras besármela:

–Hablé con tu padre y tu hermana hace un par de días y les pareció estupendo venir a pasar el cumpleaños contigo. ¿Estás contenta?

Me lo como.

¡Yo me lo como a besos!

Y como una niña chica, sonrío y respondo:

–Mucho. Es el mejor regalo.

Durante unos instantes, nos miramos a los ojos. Amor. Eso es lo que Eric me da. Pero el momento se rompe cuando Flyn exige:

–¡Quiero ir ya a casa de Sonia!

Sorprendida, lo miro. ¿Qué le pasa? Pero al ver su ceño fruncido lo entiendo. Está celoso. Tanta gente desconocida para él de golpe no es bueno. Eric, conocedor del estado de su sobrino, se aleja de mí, le toca la cabeza y murmura:

–En seguida iremos. Tranquilo.

El crío se da la vuelta y se sienta en el sofá, dándonos a todos la espalda. Eric resopla, y mi hermana, para desviar la atención, interviene:

–Esta casa es una preciosidad.

Eric sonríe.

–Gracias, Raquel. —Y mirándome, dice—: Enséñales la casa e indícales cuáles son sus habitaciones. En dos horas tenemos que salir todos para la casa de mi madre.

Sonrío, encantada de la vida, y junto a mi familia, salgo del salón. En grupo vamos a la cocina, les presento a Simona, Norbert y a Susto y Calamar. Después vamos al garaje, donde silban al ver los cochazos que tenemos allí aparcados.

Cuando salimos del garaje les enseño los baños, los despachos, y mi hermana, como es de esperar, no para de soltar grititos de satisfacción mientras lo observa todo. Y ya cuando abro una puerta y aparece la enorme piscina cubierta, se vuelve loca.

–¡Aisss, cuchuuuuuuuuuuuuu, esto es una pasada!

–¡Cómo molaaaaaaaaaaaaa! —grita Luz—. Ostras, tita, ¡tienes piscina y todo!

La pequeña va hasta el borde y toca el agua. Su abuelo, divertido, la avisa:

–Luz de mi vida..., aléjate del borde que te vas a caer.

Con rapidez mi padre la agarra de la mano, pero la pequeña se suelta y, poniéndose junto a mi hermana y a mí, cuchichea con cara de pilla:

–¿A que os tiro a la pisci?

–¡Luz! —grita mi hermana, mirando mi vestido.

–Esta niña es ver un charco con agua y volverse loca —se mofa mi padre.

De todos es bien conocido que estar con la pequeña cerca del agua es acabar empapado. Me entra la risa. Si me moja el precioso vestido será un drama, por ello miro a mi sobrina con complicidad y murmuro:

–Si me tiras con el vestido que Eric me regaló, me enfadaré. Y si no me tiras, prometo que mañana estaremos mucho tiempo en la piscina. ¿Qué prefieres?

Rápidamente mi sobrina pone su dedo frente al mío. Es nuestra manera de estar de acuerdo. Pongo mi dedo junto al de ella, y ambas guiñamos un ojo y nos sonreímos.

–Vale, tita, pero mañana nos bañaremos, ¿vale?

–Prometido, cariño —sonrío, encantada.

Levantamos nuestros pulgares, los unimos, y después nos damos una palmada. Ambas sonreímos.

–Recuerda, Luz, que mañana por la tarde regresamos a casa —insiste mi hermana.

Una vez que salimos de la zona de la piscina, subo con mi familia a la primera planta de la casa. Tengo que reprimir mis ganas de reír a carcajadas ante los gestos de admiración de mi hermana por todo lo que ve. Flipa hasta con el papel de las paredes, ¡increíble!

Tras acomodarlos en las habitaciones, les apremio para que se vistan. En una hora tenemos que salir hacia la cena en casa de la madre de Eric. Cuando regreso sola al salón, Eric y Flyn juegan con la PlayStation, como siempre a todo volumen. Al entrar ninguno de los dos me oye, y acercándome a ellos, escucho al niño decir:

–No me gusta esa niña parlanchina.

–Flyn..., basta.

Sin hacer ruido me paro para escucharlos mientras ellos siguen:

–Pero yo no quiero que ella...

–Flyn...

El pequeño resopla mientras maneja el mando de la Play e insiste:

–Las chicas son un rollo, tío.

–No lo son —responde mi Iceman.

–Son torpes y lloronas. Sólo quieren que les digas cosas bonitas y que las besuquees, ¿no lo ves?

Incapaz de contener la risa, me acerco con precaución hasta la oreja de Flyn y murmuro:

–Algún día te encantará besuquear a una chica y decirle cosas bonitas, ¡ya lo verás!

Eric suelta una carcajada, mientras Flyn deja ir el mando de la Play enfadado y se va del salón. Pero ¿qué le pasa? ¿Dónde está todo nuestro buen rollo? Una vez que nos quedamos solos, apago la música del juego, me acerco a mi chico y, sentándome en sus piernas con cuidado de no arrugar mi bonito vestido, murmuro feliz:

–Te voy a besar.

–Perfecto —asiente mi Iceman.

Enredo mis dedos entre su pelo y susurro con pasión:

–Te voy a dar un beso ¡explosivo!

–¡Mmm!, me gusta la idea —sonríe.

Arrimo mis labios a su boca, lo tiento y murmuro:

–Hoy me has hecho muy feliz trayendo a mi familia a tu casa.

–Nuestra casa, pequeña —corrige.

No digo más. Con mis manos, agarro su nuca y lo beso. Introduzco mi lengua en su boca con posesión. Él responde. Y tras un increíble, maravilloso, sabroso y excitante beso, lo suelto. Me mira.

–¡Guau!, me encantan tus besos explosivos.

Ambos reímos y, llena de sensualidad, digo:

–Tú nunca has oído eso de que cuando la española besa es que besa de verdad.

Eric vuelve a reír.

Me encanta verlo tan feliz y, cuando vamos a besarnos de nuevo, aparece Flyn ante nosotros con los brazos cruzados. Parece enfadado. Tras él asoma mi sobrina con un vestido de terciopelo azul y, mirándome, pregunta:

–¿Por qué el chino no me habla?

¡Uisss, lo que acaba de decir! ¡Le ha llamado chino!

Flyn frunce más el ceño y resopla. ¡Aisss, pobre! Con rapidez me levanto de las piernas de Eric y regaño a mi sobrina.

–Luz, se llama Flyn. Y no es chino, es alemán.

La cría lo mira. Después mira a Eric, que se ha levantado y está junto a su sobrino, luego me mira a mí y, finalmente, con su característico pico de oro insiste:

–Pero si tiene los ojos como los chinos. ¿Tú lo has visto, tita?

¡Oh, Dios!, me quiero morir.

Qué situación más embarazosa. Al final, Eric se agacha, mira a mi sobrina a los ojos y le dice:

–Cielo, Flyn nació en Alemania y es alemán. Su papá era coreano y su mamá alemana como yo, y...

–Y si es alemán, ¿por qué no es rubio como tú? —insiste la jodía.

–Te lo acaba de explicar, Luz —intercedo yo—. Su papá era coreano.

–¿Y los coreanos son chinos?

–No, Luz —respondo mientras la miro para que se calle.

Pero no. Ella es preguntona.

–¿Y por qué tiene los ojos así?

Estoy a punto de matarla. ¡La mato! Entonces, entran en el salón mi padre y mi hermana con sus mejores galas. ¡Qué guapos están!

Mi padre, al ver mi mirada de ¡socorro!, rápidamente intuye que pasa algo con la niña. La coge entre sus brazos y la incita a mirar por la ventana. Yo respiro, aliviada. Miro a Flyn, y éste sisea en alemán:

–Esa niña no me gusta.

Eric y yo nos miramos. Pongo cara de horror, y él me guiña un ojo con complicidad. Diez minutos después, todos en el Mitsubishi de Eric, nos dirigimos a la casa de Sonia.

Cuando llegamos, la casa está iluminada y hay varios coches aparcados en un lateral. Mi padre, sorprendido por la grandiosidad de la vivienda, me mira y susurra:

–Estos alemanes, ¡qué bien se lo montan!

Eso me hace sonreír, pero la sonrisa se me corta cuando veo el gesto de Flyn. Está muy incómodo.

Una vez que entramos en la casa, Sonia y Marta saludan a mi familia con cariño, y ambas me dicen lo guapa que estoy con ese vestido. Flyn se aleja y veo que mi sobrina va tras él. No es nadie la canija. Diez minutos después, encantada, sonrío mientras me siento la mujer más dichosa del planeta rodeada por las personas que más me quieren y me importan en el mundo. Soy feliz.

Conozco al hombre con el que Sonia sale. ¡Vaya con Trevor! No es guapo. Ni siquiera atractivo. Pero cinco minutos con él me hacen ver el magnetismo que tiene. Hasta mi hermana, que no sabe alemán, le sonríe como tonta. Eric, por el contrario, lo observa. Lo mira y saca sus conclusiones. Que su madre tenga un nuevo novio no le hace mucha gracia, pero lo respeta.

Frida y mi hermana hablan. Se recuerdan de cuando se vieron en la carrera de motocross. Ambas son madres y hablan de niños. Yo las escucho durante un rato, y cuando mi hermana se aleja, Frida me dice al oído:

–Pronto habrá una fiestecita privada en el Natch.

–¡Guau, qué interesante!

–Muy..., muy interesante —se mofa Frida, divertida.

Sonrío mientras la sangre se me sube a la cabeza. ¡Sexo!

Diez minutos después, me estoy partiendo de risa con mi hermana. Es una criticona incansable y las valoraciones que me hace en referencia a algunas cosas son dignas de escuchar. Sonia, encantada de organizar esa fiesta para mí, en un momento dado me lleva a un lateral del salón.

–Hija, qué alegría poder celebrar la fiesta de cumpleaños en mi casa con tu familia.

–Gracias, Sonia. Has sido muy amable por recibirnos a todos.

La mujer sonríe y, señalando al pequeño Flyn, murmura:

–¿Te ha gustado su regalo?

Me toco el cuello y se lo enseño.

–Es precioso.

Sonia sonríe y cuchichea:

–Quiero que sepas que el otro día, cuando mi nieto me llamó por teléfono para pedirme que lo llevara a un centro comercial y le ayudara a comprarte un regalo de cumpleaños, no me lo podía creer. ¡Salté de alegría! Me emocionó que me llamara y me pidiera ayuda. Es la primera vez que lo hace. Y en el camino, conversó conmigo como no lo había hecho nunca. Incluso me preguntó por su madre y si quería que me llamara «abuela».

La mujer se emociona, y tras mover la cabeza en señal de «¡no quiero llorar!», prosigue:

–También me dijo lo feliz que está porque tú estás viviendo con él.

–¿En serio?

–Sí, cielo. No me caí de culo porque estaba sentada.

Ambas nos reímos, y Sonia, emocionada, indica:

–Te lo dije una vez cuando te conocí: eres lo mejor que le ha podido ocurrir a Eric.

–Y tu hijo es lo mejor que me ha podido ocurrir a mí —insisto.

Sonia cabecea. Asiente y cuchichea.

–Este hijo mío, con lo cabezota y mandón que es, ha tenido mucha suerte por encontrarte. Y Flyn, ya ni te cuento. Eres perfecta para ellos. —Sonrío, y dice—: Por cierto, Jurgen me ha dicho que eres una maravillosa corredora de motocross. Estoy deseando ir un día a verte. ¿Cuándo te apuntarás a una carrera?

Me encojo de hombros. De momento, no me he apuntado a nada. No quiero que Eric se entere.

–Cuando lo haga, te avisaré. Y gracias por la moto. ¡Es estupenda!

Ambas nos reímos.

–A riesgo de la bronca que me caerá cuando Eric se entere y del enfado que se cogerá conmigo, me alegra saber que te lo pasas genial. Estoy segura de que Hannah estará sonriendo al ver que su querida moto vuelve a tener vida y que está bien cuidada en tu casa.

«Mi casa». Qué bien suenan esas palabras. No he discutido de nuevo con Eric por aquello. Tras la última discusión nunca más ha vuelto a referirse a su casa como tal, y ahora Sonia hace lo mismo. Emocionada, le doy un beso.

–Ya sabes, si tu hijo me echa cuando se entere, necesitaré una habitación.

–Tienes la casa entera, cariño. Mi casa es tu casa.

–Gracias. Es bueno saberlo.

Las dos nos reímos, y Eric se acerca a nosotras.

–¿Qué planean las dos mujeres más importantes de mi vida?

Sonia le da un beso en la mejilla y, divertida, se mofa mientras se aleja:

–Conociéndote, cariño, un disgusto para ti.

Eric la mira descolocado; después clava sus impactantes ojos en mí y, encogiéndome de hombros, respondo con voz angelical:

–No entiendo por qué ha dicho eso. —Y para cambiar de tema, susurro—: Frida me ha comentado que se está organizando otra fiestecita privada en el Natch.

Mi amor sonríe, acerca su boca a la mía y murmura:

–Sí, pequeña.

Nos dirigimos a la mesa y Eric, con galantería, retira la silla para que me siente, y cuando lo hago, me besa el hombro desnudo. Ambos sonreímos, y toma asiento frente a mí, justo al lado de mi padre y Flyn.

De pronto, mi hermana, que está sentada a mi lado, cuchichea:

–Cuchufleta, ¿te puedo hacer una pregunta?

–Y cincuenta —contesto.

Raquel mira con disimulo a su izquierda y, aproximándose de nuevo a mí, murmura:

–Estoy perdida con tanto tenedor, tanto cuchillo y tanta gaita. Lo de los cubiertos, ¿cómo se usaba?, ¿de fuera adentro o de dentro afuera?

La entiendo perfectamente. Yo aprendí el protocolo en las comidas de empresa. En nuestra casa, como en la gran mayoría de las casas del mundo, sólo utilizamos un cuchillo y un tenedor para toda la comida. Sonrío y respondo:

–De fuera adentro.

Con rapidez observo que se lo indica a mi padre, y éste, aliviado, asiente. ¡Qué mono es! Yo sonrío cuando mi hermana vuelve al ataque:

–¿Y cuál es mi pan?

Miro los cacitos que hay frente a nosotras y respondo:

–El de la izquierda.

Raquel sonríe de nuevo. Eric se da cuenta de todo, me mira con complicidad, y yo me pongo bizca. Su carcajada me toca el alma tanto como sé que mi gesto a él el corazón.

Por la noche, tras una velada estupenda, en la que me cantan el cumpleaños feliz y me hacen preciosos regalos, cuando regresamos a casa, todos estamos encantados y agotados. Sonia es una estupenda organizadora de fiestas y lo ha dejado patente.

Todos se acuestan, y Eric y yo entramos en nuestra habitación y cerramos la puerta. Sin encender las luces, nos miramos. La luz de la farola que entra por la ventana es lo único que nos deja ver nuestros rostros. Incapaz de permanecer más tiempo sin tocarlo, me acerco a él y, mimosa, le paso mis brazos por el cuello mientras le susurro:


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