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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:08

Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"


Автор книги: Megan Maxwell



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–Deseaba hacerlo, Eric, y aún lo deseo.

Mi alemán sonríe y levanta una ceja.

–Me vuelves loco, pequeña.

Me agarro a su cuello y doy un salto para llegar a su boca. Él me coge en volandas, y mientras el agua corre por nuestros cuerpos, nos besamos. La joya presiona mi ano.

–Quiero más —le confieso—. Me gusta la sensación que me produce que me ofrezcas y juegues conmigo. Me excita que me hables y digas cosas calientes. Me vuelve loca ser compartida, y quiero que lo vuelvas a hacer una y mil veces.

Su sonrisa seductora me hace temblar. Su delicadeza mientras me abraza es extrema, y yo me siento pletórica de felicidad.

Una vez fuera de la ducha, Eric me envuelve en una esponjosa toalla, me coge en brazos de nuevo y, sin secarse y desnudo, me saca del baño. Me lleva hasta una habitación en color burdeos y me posa en la cama. Presupongo que es la habitación de Björn, que en este mismo momento sale de otro baño, desnudo y húmedo. Se ha duchado como nosotros.

Veo que ambos se miran y, sin hacer el más mínimo gesto, se han comunicado con la mirada. El juego continúa. Björn se dirige a un lateral de la habitación y la carne se me pone de gallina cuando escucho sonar la canción Cry me a river en la voz de Michael Bublé.

–Me comentó Eric que te gusta mucho este cantante, ¿es cierto? —pregunta Björn

–Sí, me encanta —le confirmo tras mirar a mi Iceman y sonreír.

Björn se acerca.

–He comprado este CD especialmente para ti.

Como una gata en celo y dispuesta a excitarlos de nuevo, me pongo de pie. Me quito la toalla, me toco los pechos y juego con ellos al compás de la música. Ellos me comen con la mirada. Tentadora, me revuelvo en la cama y me pongo a cuatro patas. Les enseño mi trasero, donde aún está la joya, y me contoneo al ritmo de la canción. Ambos me miran y veo sus erecciones duras y dispuestas para mí. Me bajo de la cama y, desnuda, los obligo a acercarse. Quiero bailar con los dos. Eric me mira mientras le agarro de la cintura y obligo a Björn a que me aferre por detrás. Durante unos minutos, los tres, desnudos, mojados y excitados, bailamos esa dulce y sensual melodía. En tanto Eric me devora la boca con pasión, Björn me besa el cuello y aprieta la joya en mi ano.

Morbo. Todo es morboso entre los tres en esta habitación. Ambos me sacan una cabeza y sentirme pequeña entre ellos me gusta. Sus erecciones latentes chocan contra mi cuerpo y las deseo. Se me seca la boca y sonrío a Eric. Mi alemán, tras besarme, me da la vuelta, y veo los ojos de Björn. Su boca desea besarme, ¡lo sé!, pero no lo hace. Se limita a besarme los ojos, la nariz, las mejillas, y cuando sus labios rozan la comisura de mis labios, me mira con deseo.

–Juega conmigo. Tócame —le susurro.

Björn asiente, y una de sus manos baja a mi vagina. La toca. La explora y mete uno de sus dedos en mí, haciéndome gemir. Eric me muerde el hombro mientras sus manos vuelan por mi cuerpo hasta terminar en la joya. Le da vueltas, y las piernas me flaquean. Me agarra por la cintura y me dejo hacer. Soy su juguete. Quiero que jueguen conmigo.

Bailamos..., nos devoramos..., nos tocamos..., nos excitamos.

Ser el centro de atención de estos dos titanes me gusta. Me encanta. Sentirme perversa mientras ellos me tocan y desean es lo máximo para mí en este momento. Cierro los ojos, me aprietan contra sus cuerpos y sus erecciones me indican que están preparados para mí. Me enloquece esa sensación. Adoro ser su objeto de deseo.

La canción acaba, y comienza Kissing a fool, y mi excitación está por las nubes. Eric y Björn están como yo. Al final, Eric exige con voz cargada de tensión:

–Björn, ofrécemela.

Éste se sienta en la cama, me hace sentar delante de él, pasa sus brazos por debajo de mis piernas y me las abre. ¡Oh, Dios, qué morbo! Mi vagina queda abierta totalmente para mi amor. Eric se agacha entre mis piernas, muerde mi monte de Venus y después mis labios vaginales. Tiemblo. Su ávida lengua me saborea y pronto encuentra mi clítoris. Juega. Lo tortura. Me enloquece, y el remate es cuando sus dedos da vueltas a la joya de mi ano. Grito.

–Me gusta oírte gritar de placer —cuchichea Björn en mi oído.

Eric se levanta. Está enloquecido. Pone su duro pene en mi vagina y me penetra. ¡Oh, sí!... Sus penetraciones son duras y asoladoras mientras Björn continúa diciendo:

–Te voy a follar, preciosa. No veo el momento de volver a hundirme en ti.

Las maravillosas penetraciones de Eric me hacen gritar de placer, mientras se hunde una y otra vez en mí consiguiendo arrancarme cientos de jadeos gustosos. Calientes. Perversos. De pronto, se para y, sin salir de mi interior, me agarra por la cintura y me alza. Me hunde más en él. Björn se levanta de la cama, y en volandas, como si en una silla invisible estuviera sentada, Eric continúa sus penetraciones mientras los fuertes brazos de Björn me sujetan y me lanzan una y otra vez contra mi Iceman.

Soy su muñeca. Me desmadejo entre sus brazos cuando mi chillido placentero le hace saber a Eric que he llegado al orgasmo y sale de mí. Björn me tumba en la cama, y Eric, con su falo erecto, se acerca, me agarra por la cabeza y con rudeza lo introduce en mi boca. Lo chupo. Lo degusto, enloquecida. Oigo rasgar un preservativo e imagino que Björn se lo está poniendo. Segundos después, abre mis piernas sin contemplaciones y me penetra. ¡Sí! Extasiada por el momento que estos dos me están proporcionando, disfruto de la erección de Eric. ¡Dios, me encanta!, hasta que segundos después se retira de mi boca y se corre sobre mi pecho.

Björn está muy excitado por lo que ve, así que me agarra por las caderas y comienza a bombear dentro de mí con fuerza. ¡Oh, sí!

Una..., dos..., tres..., cuatro..., cinco..., seis...

Mis gemidos de placer salen descontrolados de mi boca mientras los dos hombres se hacen con mi cuerpo. Me poseen a su antojo, y yo accedo. Yo quiero. Yo me abro a ellos, hasta que Björn se corre y yo con él. Eric, tan enloquecido como nosotros, extiende por mis pechos el jugo de su excitación y veo en sus vidriosos ojos que disfruta del momento. Todos disfrutamos.

La música va in crescendo, y nuestros cuerpos se acompasan. Eric me besa y yo gozo. Tras salir de mí, Björn mete su cabeza entre mis piernas y busca mi clítoris. Desea más. Lo aprieta entre sus labios y tira de él. Me retuerzo. Mueve la joya en mi ano. Grito. Su boca muerde la cara interna de mis muslos mientras Eric me masajea la cabeza y me mira. Calor..., tengo calor y creo que me voy a correr otra vez. Pero cuando estoy a punto de hacerlo, oigo decir a Eric:

–Todavía no, pequeña...Ven aquí.

Se sienta en la cama, me coge de la mano y tira de mí. Me hace sentar a horcajadas sobre él y me penetra de nuevo. Quiero correrme. Necesito correrme. Como loca me muevo en busca de mi placer y, enloquecida, grito:

–No pares, Eric. Quiero más. Os quiero a los dos dentro.

A través de las pestañas, veo que Eric asiente. Björn abre un cajón y saca lubricante. Eric, al verme tan enloquecida, detiene sus penetraciones.

–Escucha, amor, Björn va a poner lubricante para facilitar su entrada. —Asiento, y prosigue al ver mi mirada—: Tranquila..., nunca permitiría que nada te doliera. Si te duele, me avisas y paramos, ¿de acuerdo?

Le digo que sí y me besa; me aprieto contra él y suspiro.

Eric me acerca más a su cuerpo mientras su erección continúa proporcionándome placer. Björn, desde atrás, me da uno de sus azotes en el culo. Sonrío. Saca la joya de mi ano y siento que unta algo frío y húmedo mientras me susurra en el oído:

–No sabes cuánto te deseo, Judith. No veía el momento de penetrar este bonito culo tuyo. Voy a jugar contigo. Te voy a follar, y tú me vas a recibir.

Accedo. Quiero que lo haga, y Eric añade:

–Eres mía, pequeña, y yo te ofrezco. Hazme disfrutar con tu orgasmo.

Con el dedo, Björn juguetea en mi interior, mientras Eric me penetra y me dice cosas calientes. Muy calientes. Ardorosas. Ambos me conocen y saben que eso me excita. Segundos después, Björn le pide a Eric que me abra para él. Mi Iceman, sin retirar sus preciosos ojos de mí, me agarra de las cachas del culo y me muerde el labio inferior. Sin soltarme noto la punta de la erección de Björn sobre mi ano y cómo centímetro a centímetro, apretándome, se introduce en mí.

–Así, cariño..., poco a poco... —murmura Eric tras soltarme el labio—. No tengas miedo. ¿Duele? —Niego con la cabeza, y él sigue—: Disfruta, mi amor..., disfruta de la posesión.

–Sí..., preciosa..., sí... tienes un culito fantástico... —masculla Björn, penetrándome—. ¡Oh, Dios!, me encanta. Sí, nena..., sí...

Abro la boca y gimo. La sensación de esa doble penetración es indescriptible y escuchar lo que cada uno dice me calienta a cada segundo más. Eric me mira con los ojos brillantes por la expectación y, ante mis jadeos, me pide:

–No dejes de mirarme, cariño.

Lo hago.

–Así..., así..., acóplate a nosotros... Despacio..., disfruta...

Estoy entre dos hombres que me poseen.

Dos hombres que me desean.

Dos hombres que deseo.

Cuatro manos me sujetan desde diferentes sitios, y ambos me llenan con delicadeza y pasión. Siento sus penes casi rozarse en mi interior, y me gusta verme sometida por y para ellos. Eric me mira, toca mi boca con la suya, y cada uno de mis jadeos los toma para él mientras me dice dulces y calientes palabras de amor. Björn me pellizca los pezones, me posee desde atrás y cuchichea en mi oído:

–Te estamos follando... Siente nuestras pollas dentro de ti...

Calor..., tengo un calor horroroso y, de pronto, noto como si toda la sangre de mi cuerpo subiera a la cabeza y grito, extasiada. Estoy siendo doblemente penetrada y enloquezco de placer. Me estrujan contra ellos exigiéndome más, y vuelvo a gritar hasta que me arqueo y me dejo ir. Ellos no paran; continúan con sus penetraciones. Eric...Björn... Eric... Björn... Sus respiraciones enloquecidas y sus movimientos me hacen saltar en medio de los dos, hasta que sueltan unos gruñidos varoniles, y sé que el juego, de momento, ha finalizado.

Con cuidado, Björn sale de mí y se tumba en la cama. Eric no lo hace y quedo tendida sobre él mientras me abraza. Durante unos minutos, los tres respiramos con dificultad mientras la voz de Michael Bublé resuena en la habitación, y nosotros recuperamos el control de nuestros cuerpos.

Pasados cinco minutos, Björn toma mi mano, la besa y susurra con una media sonrisa:

–Con vuestro permiso, me voy a la ducha.

Eric sigue abrazándome, y yo lo abrazo a él. Cuando quedamos solos en la cama, lo miro. Tiene los ojos cerrados. Le muerdo el mentón.

–Gracias, amor.

Sorprendido, abre los ojos.

–¿Por qué?

Le doy un beso en la punta de la nariz que le hace sonreír.

–Por enseñarme a jugar y a disfrutar del sexo.

Su carcajada me hace reír a mí, y más cuando afirma:

–Estás comenzando a ser peligrosa. Muy peligrosa.

Media hora más tarde, duchados, los tres vamos a la cocina de Björn. Allí, sentados sobre unos taburetes, comemos y nos divertimos mientras charlamos. Les confieso que sus exigencias y su rudeza en ciertos momentos me excitan, y los tres reímos. Dos horas después, vuelvo a estar desnuda sobre la encimera de la cocina, mientras ellos me vuelven a poseer, y yo, gustosa, me ofrezco.




26

La vida con Iceman va viento en poca a pesar de nuestras discusiones. Nuestros encuentros a solas son locos, dulces y apasionados, y cuando visitamos a Björn, calientes y morbosos. Eric me entrega a su amigo, y yo acepto, gustosa. No hay celos. No hay reproches. Sólo hay sexo, juego y morbo. Los tres hacemos un excepcional trío, y lo sabemos; disfrutamos de nuestra sexualidad plenamente en cada encuentro. Nada es sucio. Nada es oscuro. Todo es locamente sensual.

Flyn es otro cantar. El pequeño no me lo pone fácil. Cada día que pasa lo noto más reticente a ser amable conmigo y a nuestra felicidad. Eric y yo sólo discutimos por él. Él es la fuente de nuestras peleas, y el niño parece disfrutar.

Ahora acompaño a Norbert alguna mañana al colegio. Lo que Flyn no sabe es que cuando Norbert arranca el coche y se va, yo observo sin ser vista. No entiendo qué ocurre. No soy capaz de comprender por qué Flyn es el centro de las burlas de sus supuestos amigos. Lo vapulean, le empujan, y él no reacciona. Siempre acaba en el suelo. He de poner remedio. Necesito que sonría, que tenga confianza en sí mismo, pero no sé cómo lo voy a hacer.

Una tarde, mientras estoy en mi habitación tarareando la canción Tanto de Pablo Alborán, observo a través de los cristales que vuelve a nevar. Nieva sobre lo nevado, y eso me alegra. ¡Qué bonita que es la nieve! Encantada con ello, voy a la habitación de juegos donde Flyn hace deberes y abro la puerta.

–¿Te apetece jugar en la nieve?

El niño me mira y, con su habitual gesto serio, responde:

–No.

Tiene el labio partido. Eso me enfurece. Le cojo la barbilla y le pregunto:

–¿Quién te ha hecho esto?

El crío me mira y con mal genio responde:

–A ti no te importa.

Antes de contestar, decido callar. Cierro la puerta y voy en busca de Simona, que está en la cocina preparando un caldo. Me acerco a ella.

–Simona.

La mujer, secándose las manos en el delantal, me mira.

–Dígame, señorita.

–¡Aisss, Simona, por Dios, que me llames por mi nombre, Judith!

Simona sonríe.

–Lo intento, señorita, pero es difícil acostumbrarme a ello.

Comprendo que, efectivamente, debe de ser muy difícil para ella.

–¿Hay algún trineo en la casa? —pregunto.

La mujer lo piensa un momento.

–Sí. Recuerdo que hay uno guardado en el garaje.

–¡Genial! —aplaudo. Y mirándola, digo—: Necesito pedirte un favor.

–Usted dirá.

–Necesito que salgas al exterior de la casa conmigo y juegues a tirarnos bolas.

Incrédula, parpadea, y no entiende nada. Yo, divirtiéndome, le agarro las manos y cuchicheo:

–Quiero que Flyn vea lo que se pierde. Es un niño, y debería querer jugar con la nieve y tirarse en trineo. Vamos, demostrémosle lo divertido que puede ser jugar con algo que no sean las maquinitas.

En un principio, la mujer se muestra reticente. No sabe qué hacer, pero al ver que la espero, se quita el mandil.

–Deme dos segundos que me pongo unas botas. Con el calzado que llevo, no se puede salir al exterior.

–¡Perfecto!

Mientras me pongo mi plumón rojo y los guantes en la puerta de la casa, aparece Simona, que coge su plumón azul y un gorro.

–¡Vamos a jugar! —digo, agarrándola del brazo.

Salimos de la casa. Caminamos por la nieve hasta llegar frente al cuarto de juegos de Flyn, y allí comenzamos nuestra particular guerra de bolas. Al principio, Simona se muestra tímida, pero tras cuatro aciertos míos, ella se anima. Cogemos nieve y, entre risas, las dos nos la tiramos.

Norbert, sorprendido por lo que hacemos, sale a nuestro encuentro. Primero, es reticente a participar, pero dos minutos después, lo he conseguido, y se une a nuestro juego. Flyn nos observa. Veo a través de los cristales que nos está mirando y grito:

–Vamos, Flyn... ¡Ven con nosotros!

El niño niega con la cabeza, y los tres continuamos. Le pido a Norbert que traiga del garaje el trineo. Cuando lo saca, veo que es rojo. Encantada, me subo en él y me tiro por una pendiente llena de nieve. El guarrazo que me meto es considerable, pero la mullida nieve me para y me río a carcajadas. La siguiente en tirarse en Simona, y después lo hacemos las dos juntas. Terminamos rebozadas de nieve, pero felices, pese al gesto incómodo de Norbert. No se fía de nosotras. De pronto, y contra todo pronóstico, veo que Flyn sale al exterior y nos mira.

–¡Vamos, Flyn, ven!

El pequeño se acerca y le invito a sentarse en el trineo. Me mira con recelo, así que le digo:

–Ven, yo me sentaré delante y tú detrás, ¿te parece?

Animado por Simona y Norbert, el niño lo hace y con sumo cuidado me tiro por la pendiente. A mis gritos de diversión se unen los de él, y cuando el trineo se para, me pregunta, extasiado:

–¿Lo podemos repetir?

Encantada de ver un gesto en él que nunca había visto, asiento. Ambos corremos hasta donde está Simona y repetimos la bajada.

A partir de este momento, todo son risas. Flyn, por primera vez desde que estoy en Alemania, se está comportando como un niño, y cuando consigo convencerlo para que baje él solo en el trineo y lo hace, su cara de satisfacción me llena el alma.

¡Sonríe!

Su sonrisa es adictiva, preciosa y maravillosa, hasta que de pronto veo que la cambia, y al mirar en la dirección que él mira, observo que Susto corre hacia nosotros. Norbert se ha dejado el garaje abierto, y, al oír nuestros gritos, el animal no lo ha podido remediar y viene a jugar. Asustado, el niño se paraliza y yo doy un silbido. Susto viene a mí, y cuando le agarro de la cabeza, murmuro:

–No te asustes, Flyn.

–Los perros muerden —susurra, paralizado.

Recuerdo lo que el niño contó aquel día en la cama, y acariciando a Susto, intento tranquilizarlo:

–No, cielo, no todos los perros muerden. Y Susto te aseguro que no lo va a hacer. —Pero el niño no se convence, e insisto mientras alargo la mano—: Ven. Confía en mí. Susto no te morderá.

No se acerca. Sólo me mira. Simona lo anima, y Norbert también, y el niño da un paso adelante pero se para. Tiene miedo. Yo sonrío y vuelvo a decir:

–Te prometo, cariño, que no te va a hacer nada malo.

Flyn me mira receloso, hasta que de pronto Susto se tira en la nieve y se pone patas arriba. Simona, divertida, le toca la barriga.

–Ves, Flyn. Susto sólo quiere que le hagamos cosquillas. Ven...

Yo hago lo que hace Simona, y el animal saca la lengua por un lateral de su boca en señal de felicidad.

De pronto, el niño se acerca, se agacha y, con más miedo que otra cosa, le toca con un dedo. Estoy segura de que es la primera vez que toca a un animal en muchos años. Al ver que Susto sigue sin moverse, Flyn se anima y le vuelve a tocar.

–¿Qué te parece?

–Suave y mojado —murmura el crío, que ya le toca con la palma de la mano.

Media hora después, Susto y Flyn ya son amigos, y cuando nos tiramos en el trineo, Susto corre a nuestro lado mientras nosotros gritamos y reímos.

Todos estamos empapados y rebozados de nieve. Es divertido. Lo estamos pasando bien, hasta que oímos que un coche se acerca. Eric. Simona y yo nos miramos. Flyn, al ver que es su tío, se queda paralizado. Eso me extraña. No corre en su busca. Cuando el vehículo se acerca, compruebo que Eric nos observa y, por su cara, parece estar de mala leche. Vamos, lo normal. Sin que pueda evitarlo murmuro cerca de Simona:

–¡Oh, oh!, nos ha pillado.

La mujer asiente. Eric para el coche. Se baja y da un portazo que me hace estimar el calibre de su enfado mientras camina hacia nosotros intimidatoriamente.

¡Madre mía! ¡Qué rebote tiene mi Iceman!

Cuando quiere ser malote, es el peor. Nadie respira. Yo le miro. Él me mira. Y cuando está cerca de nosotros, grita con gesto reprobador:

–¿Qué hace este perro aquí?

Flyn no dice nada. Norbert y Simona están paralizados. Todos me miran a mí, y yo respondo:

–Estábamos jugando con la nieve, y él está jugando con nosotros.

Eric coge de la mano a Flyn y gruñe:

–Tú y yo tenemos que hablar. ¿Qué has hecho en el colegio?

El tono de voz que emplea con el crío me subleva. ¿Por qué tiene que hablarle así? Pero, cuando voy a decir algo, le escucho decir:

–Me han llamado del colegio otra vez. Por lo visto, has vuelto a meterte en otro lío y esta vez ¡muy gordo!

–Tío, yo...

–¡Cállate! —grita—. Vas a ir derechito al internado. Al final, lo vas a conseguir. Ve a mi despacho y espérame allí.

Simona, Norbert y el pequeño, tras la dura mirada de Eric, se van.

Con gesto de tristeza, la mujer me mira. Yo le guiño un ojo, a pesar de que sé que me va a caer una buena. Telita el mosqueo que tiene el pollo alemán. Una vez solos, Eric ve el trineo y las huellas que hay en la pendiente, y sisea:

–Quiero a ese perro fuera de mi casa, ¿me has oído?

–Pero Eric..., escucha...

–No, no voy a escuchar, Jud.

–Pues deberías —insisto.

Tras un duelo de miradas tremendo, finalmente grita:

–¡He dicho fuera!

–Oye, si vienes enfadado de la oficina, no lo pagues conmigo. ¡Serás borde...!

Resopla, se toca el pelo y farfulla:

–Te dije que no quería ver a ese chucho aquí y que yo sepa no te he dado permiso para que mi sobrino se monte en un trineo, y menos al lado de ese animal.

Sorprendida por el arranque de mal humor y dispuesta a presentar batalla, protesto.

–No creo que tenga que pedirte permiso para jugar en la nieve, ¿o sí? Si me dices que así es, a partir de hoy te pediré permiso por respirar. ¡Joder, sólo me faltaba oír esto!

Eric no responde, y añado malhumorada:

–En cuanto a Susto, quiero que se quede aquí. Esta casa es lo bastante grande como para que no tengas que verlo si no quieres. Tienes un jardín que es como un parque de grande. Le puedo construir una caseta para que viva en ella y nos guardará la casa. No sé por qué te empeñas en echarlo con el frío que hace. Pero ¿no lo ves? ¿No te da pena? Pobrecito, hace frío. Nieva, y pretendes que lo deje en la calle. Venga, Eric, por favor.

Mi Iceman, que está impresionante con su traje y su abrigo azulón, mira a Susto. El perro le mueve el rabo, ¡animalillo!

–Pero, Jud, ¿tú te crees que yo soy tonto? —dice, sorprendiéndome. Y como no respondo, afirma—: Este animal lleva ya tiempo en el garaje.

Mi corazón se paraliza. ¿Habrá visto también la moto?

–¿Lo sabías?

–Pero ¿me crees tan tonto como para no haberme dado cuenta? Pues claro que lo sabía.

Primero me quedo boquiabierta, y antes de que pueda responder, él insiste:

–Te dije que no lo quería dentro de mi casa, pero, aun así, tú lo metiste y...

–Como vuelvas a decir eso de tu casa..., me voy a enfadar —siseo, sin mencionar la moto. Si él no dice nada, mejor no sacar el tema en este momento—. Llevas tiempo diciéndome que considere esta casa como mía, y ahora, porque he dado cobijo a un pobre animal en tu puñetero garaje para que no se muera de frío y hambre en la calle, te estás comportando como un..., un...

–Gilipollas —acaba él.

–Exacto —asiento—. Tú lo has dicho: ¡un gilipollas!

–Entre mi sobrino y tú vais a...

–¿Qué ha hecho Flyn en el colegio? —le corto.

–Se ha metido en una pelea, y al otro chico le han tenido que dar puntos en la cabeza.

Eso me sorprende. No veo yo a Flyn de ese calibre, aunque tenga el labio roto. Eric se pasa la mano por la cabeza furioso, mira a Susto y grita:

–¡Lo quiero fuera de aquí ya!

Tensión. El frío que hace no es comparable con el frío que siento en mi corazón, y antes de que él vuelva a decir algo, lo amenazo:

–Si Susto se va, yo me voy con él.

Eric levanta las cejas con frialdad, y dejándome con la boca abierta, dice antes de darse la vuelta:

–Haz lo que quieras. Al fin y al cabo, siempre lo haces.

Y sin más, se marcha. Me deja allí plantada, con cara de idiota y con ganas de discutir más. Pasan diez minutos y continúo en el exterior de la casa junto al animal. Eric no sale. No sé qué hacer. Por un lado, entiendo que hice mal al meter a Susto en el garaje, pero por otro no puedo dejar a este pobre animal en la calle.

Veo que Flyn se asoma por la cristalera de su cuarto de juegos y le saludo con la mano. Él hace lo mismo y me salta el corazón. Jugar, el trineo y Susto le han ido bien, pero no puedo dejar al perro en esa casa. Sé que sería otra fuente de problemas. Simona sale y se acerca a mí.

–Señorita, se va a resfriar. Está empapada y...

–Simona, tengo que encontrarle un hogar a Susto. Eric no quiere que esté aquí.

La mujer cierra los ojos y asiente, pesarosa.

–Sabe que me lo quedaría en mi casa, pero el señor se molestaría. Lo sabe, ¿verdad? —Asiento, e indica—: Si quiere, podemos llamar a los de la protectora de animales. Ellos seguro que se lo encuentran.

Le pido que me localice el teléfono. No queda otro remedio. No entro en la casa. Me niego. Si veo a Eric me lo como en el mal sentido de la palabra. Camino con Susto por el sendero hasta llegar a la enorme verja. Salgo al exterior y juego con el animal, que está feliz por estar conmigo. Las lágrimas asoman a mis ojos y dejo que salgan. Contenerlas es peor. Lloro. Lloro desconsoladamente mientras le lanzo piedras al animal para que corra en su busca. ¡Pobrecillo!

Veinte minutos después, aparece Simona y me entrega un papel con un teléfono.

–Norbert dice que llamemos aquí. Que preguntemos por Henry y le digamos que llamamos de su parte.

Le doy las gracias y saco mi móvil del bolsillo y, con el corazón destrozado, hago lo que Simona me dice. Hablo con el tal Henry y me dice que en una hora pasarán a recoger al animal.

Ya es de noche. Obligo a Simona a entrar en la casa para que puedan cenar Eric y Flyn, y yo me quedo en el exterior con Susto. Estoy congelada. Pero eso no es nada para el frío que ha debido de pasar el pobre animal todo este tiempo. Eric me llama al móvil, pero lo corto. No quiero hablar con él. ¡Que le den!

Diez minutos después, unas luces aparecen en el fondo de la calle y sé que es el coche que viene a llevarse al animal. Lloro. Susto me mira. Una furgoneta de recogida de animales llega hasta donde estoy y se para. Me acuerdo de Curro. Él se fue y ahora también se va Susto. ¿Por qué la vida es tan injusta?

Se baja un hombre que se identifica como Henry, mira al animal y le toca la cabeza. Firmo unos papeles que me entrega y, mientras abre las puertas traseras de la furgoneta, me dice:

–Despídase de él, señorita. Me voy ya. Y, por favor, quítele lo que lleva al cuello.

–Es una bufanda que hice para él. Está resfriado.

El hombre me mira e insiste:

–Por favor, quíteselo. Es lo mejor.

Maldigo. Cierro los ojos y hago lo que me pide. Cuando tengo la bufanda en mis manos resoplo. ¡Uf!, qué momento más triste. Contemplo a Susto, que me mira con sus ojazos saltones y, agachándome, murmuro mientras le toco su huesuda cabeza:

–Lo siento, cariño, pero ésta no es mi casa. Si lo fuera, te aseguro que nadie te sacaría de aquí. —El animal acerca su húmedo hocico a mi cara, me da un lametazo, y yo añado—: Te van a encontrar un bonito hogar, un sitio calentito donde te van a tratar muy bien.

No puedo decir más. El llanto me desencaja el rostro. Esto es como volver a despedirme de Curro. Le doy un beso en la cabeza, y Henry coge a Susto y lo mete en la furgoneta. El animal se resiste, pero Henry está acostumbrado y puede con él. Y cuando cierra las puertas, se despide de mí y se va.

Sin moverme de donde estoy, veo cómo la furgoneta se aleja, y en ella va Susto. Me tapo la cara con la bufanda y lloro. Tengo ganas de llorar. Durante un rato, sola en esa oscura y fría calle, lloro como llevaba tiempo sin hacerlo. Todo es difícil en Múnich. Flyn no me lo pone fácil, y Eric, en ocasiones, es frío como el hielo.

Cuando me doy la vuelta para regresar al interior de la casa, me sorprendo al ver a Eric parado tras la verja. La oscuridad no me deja ver su mirada, pero sé que está clavada en mí. Tengo frío. Camino, y él me abre la puerta. Paso por su lado y no digo nada.

–Jud...

Con rabia me vuelvo hacia él.

–Ya está. No te preocupes. Susto ya no está en tu maldita casa.

–Escucha, Jud...

–No, no te quiero escuchar. Déjame en paz.

Sin más, comienzo a caminar. Él me sigue, pero andamos en silencio. Cuando llegamos a la casa entramos, nos quitamos los abrigos y me coge de la mano. Rápidamente, me suelto y corro escaleras arriba. No quiero hablar con él. Al subir la escalera, me encuentro de frente con Flyn. El niño me mira, pero yo paso por su lado y me meto en mi habitación, dando un portazo. Me quito las botas y los húmedos vaqueros, y me encamino hacia la ducha. Estoy congelada y necesito entrar en calor.

El agua caliente me hace volver a ser persona, pero irremediablemente vuelvo a llorar.

–¡Mierda de vida! —grito.

Un gemido sale de mi interior y lloro. Tengo el día llorón. Oigo que la puerta del baño se abre y, a través de la mampara, veo que es Eric. Durante unos minutos, nos volvemos a mirar, hasta que sale del baño y me deja sola. Se lo agradezco.

Tras salir de la ducha, me envuelvo en una toalla y me seco el pelo. Después, me pongo el pijama y me meto en la cama. No tengo hambre. Rápidamente, el sueño me vence y me despierto sobresaltada cuando noto que alguien me toca. Es Eric. Pero enfadada, simplemente murmuro:

–Déjame. No me toques. Quiero dormir.

Sus manos se alejan de mi cintura, y yo me doy la vuelta. No quiero su contacto.


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