Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"
Автор книги: Megan Maxwell
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Índice
Portada
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Epílogo
Sobre la autora
Créditos
Para LAS GUERRERAS MAXWELL,
por ser mi mayor apoyo, y para Jud y Eric,
por ser unos magníficos personajes.
Mil besotes.
Megan
1
Tras salir de la oficina llego a casa como si me hubieran metido un petardo en el culo. Miro las cajas embaladas y se me parte el corazón. Todo se ha ido a la mierda. Mi viaje a Alemania está anulado y mi vida, de momento, también. Meto cuatro cosas en una mochila y desaparezco antes de que Eric me encuentre. Mi teléfono suena, y suena, y suena. Es él, pero me niego a cogerlo. No quiero hablar con Eric.
Dispuesta a desaparecer de mi casa, me voy a una cafetería y llamo a mi hermana. Necesito hablar con ella. Le hago prometer que no le dirá a nadie dónde estoy y quedo con ella.
Mi hermana acude a mi llamada y, tras abrazarme como sabe que necesito, me escucha. Le cuento parte de la historia, sólo parte o sé que la dejaría sin palabras. Omito el tema del sexo y tal, pero Raquel es ¡Raquel!, y cuando las cosas no le cuadran comienza con eso de «¡Estás loca!», «¡Te falta un tornillo!», «¡Eric es un buen partido!» o «¿Cómo has podido hacer eso?». Al final me despido de ella y a pesar de su insistencia no le revelo adónde voy. La conozco y se lo dirá a Eric en cuanto la llame.
Cuando consigo despegarme de mi hermana, llamo a mi padre. Después de tener una breve conversación con él y hacerle entender que en unos días iré a Jerez y le explicaré todo lo que me pasa, me monto en el coche y me voy a Valencia. Allí me alojo en un hostal y durante tres días paseo por la playa, duermo y lloro. No tengo nada mejor que hacer. No le cojo el teléfono a Eric. No..., no quiero.
Al cuarto día me subo al coche y algo más relajada me voy a Jerez, donde papá me recibe con los brazos abiertos y me da todo su cariño y amor. Le cuento que mi relación con Eric se ha acabado para siempre, y él no me quiere creer. Eric le ha llamado varias veces preocupado y, según mi padre, ese hombre me ama demasiado como para dejarme escapar. Pobrecillo. Mi padre es un romántico empedernido.
Al día siguiente, cuando me levanto, Eric ya está en casa de mi padre.
Papá lo ha llamado.
Cuando me ve, intenta hablar conmigo, pero me niego. Me pongo hecha una furia; grito, grito y grito, y le reprocho todo lo que tengo en mi interior antes de darle con la puerta en las narices y encerrarme en mi habitación. Al final, oigo que mi padre le pide que se marche, y de momento me deja respirar. Sabe que ahora soy incapaz de razonar y que en lugar de solucionar las cosas lo que voy es a liarlas más.
Eric se acerca a la puerta de la habitación donde me he encerrado y con voz cargada de tensión e ira me indica que se va. Pero que se va a Alemania. Tiene que resolver ciertos asuntos allí. Insiste una vez más en que salga, pero al ver mi negativa finalmente se marcha.
Pasan dos días y mi angustia es persistente.
Olvidar a Eric me es imposible, y más cuando él me llama continuamente. No le contesto. Pero, como soy una masoquista pura y dura, escucho nuestras canciones una y otra vez para martirizarme y regodearme en mi pena, penita..., pena. Lo positivo de todo este asunto es que sé que está muy lejos y, además, que tengo mi moto para desfogarme, embarrándome y saltando por los campos de Jerez.
Transcurridos unos días me llama Miguel, mi ex compañero en Müller, y me deja a cuadros. Eric ha despedido a mi ex jefa. Incrédula, escucho cómo Miguel me cuenta que Eric tuvo una tremenda discusión con ella cuando la pilló en la cafetería mofándose de mí. Resultado: al paro. ¡Toma ya! Por perra.
Lo siento, no debería alegrarme de ello, pero la malvada que existe en mi interior se regodea con que esa mala víbora por fin haya recibido su merecido. Como dice muy sabiamente mi padre, «el tiempo pone a cada uno en su lugar», y a ésa el tiempo la ha puesto donde se merece, en la puñetera calle.
Esa tarde aparece mi hermana con Jesús y Luz, y nos sorprenden con la noticia de que van a ser padres de nuevo. ¡Embarazo a la vista! Mi padre y yo nos miramos con complicidad y sonreímos. Mi hermana está feliz, mi cuñado también y a mi sobrina Luz se la ve ilusionada. ¡Va a tener un hermanito!
Al día siguiente, se presenta en casa Fernando. Al vernos nos damos un largo y significativo abrazo. Por primera vez desde que nos conocemos no nos hemos comunicado en meses, y eso nos da a entender a los dos que lo nuestro, aquello que nunca existió, por fin se ha acabado.
No me pregunta por Eric.
No hace la más mínima mención de él, pero intuyo que imagina que lo nuestro o se ha terminado, o pasa algo. Por la tarde, mientras mi hermana, Fernando y yo tomamos un tentempié en el bar de la Pachuca, le pregunto:
–Fernando, si yo te pidiera un favor, ¿me lo harías?
–Depende del favor.
Ambos sonreímos, y le aclaro, dispuesta a conseguir mi propósito:
–Necesito la dirección de dos mujeres.
–¿Qué mujeres?
Doy un trago a mi coca-cola y respondo:
–Una se llama Marisa de la Rosa y vive en Huelva. Está casada con un tipo llamado Mario Rodríguez, que es cirujano plástico; sé poco más. Y la otra se llama Rebeca y fue novia durante un par de años de Eric Zimmerman.
–Judith —protesta mi hermana—, ¡ni hablar!
–Cállate, Raquel.
Pero mi hermana comienza su perorata y ya no hay quien la calle. Tras discutir con ella, vuelvo a mirar a Fernando, que no ha abierto la boca.
–¿Puedes conseguirme lo que te he pedido, o no?
–¿Para qué lo quieres? —me contesta.
No estoy dispuesta a contarle lo que ha ocurrido.
–Fernando, no es para nada malo —puntualizo—, pero si pudieras ayudarme, te lo agradecería.
Durante unos segundos me mira con solemnidad mientras Raquel, a mi lado, sigue despotricando. Al final asiente, se levanta, se aleja y veo que habla por el móvil. Esto me inquieta. Diez minutos después, se acerca a mí con un papel y dice:
–Sobre Rebeca sólo te puedo decir que está en Alemania pero no cuenta con una residencia fija, y la dirección de la otra aquí la tienes. Por cierto, tus amigas se mueven en un ambiente de altos vuelos y comparten los mismos juegos que Eric Zimmerman.
–¿De qué juegos habláis? —pregunta Raquel.
Fernando y yo nos miramos. ¡Se traga los dientes como diga algo más!
Nos entendemos bien y le indico que no se le ocurra contestar a mi hermana, o se las verá conmigo, y él me hace caso. Es un excelente amigo. Finalmente, Fernando se resigna y señala:
–Ni una tontería con ellas, ¿de acuerdo, Judith?
Mi hermana niega con la cabeza mientras resopla. Yo, emocionada, cojo el papel y le doy un beso en la mejilla.
–Gracias. Muchas..., muchas gracias.
Esa noche, cuando estoy a solas en mi habitación, me siento furiosa. Saber que al día siguiente, con un poco de suerte, me voy a echar a la cara a Marisa me pone cardíaca. Esa mala bruja se va a enterar de quién soy yo.
Por la mañana me despierto a las siete. Llueve.
Mi hermana ya está levantada y, en cuanto ve que me preparo para ir de viaje, se pega a mí como una lapa y comienza su incesante chorreo de preguntas.
Intento esquivarla.
Voy a Huelva a hacerle una visitilla a Marisa de la Rosa. Pero Raquel ¡es mucha Raquel! Y al final, al ver que no me la puedo quitar de encima, accedo a que me acompañe. Aunque durante el trayecto me arrepiento y siento unos deseos asesinos de tirarla a la cuneta. Es tan cansina y repetitiva que saca de sus casillas a cualquiera.
Ella no sabe lo que nos ha ocurrido realmente a Eric y a mí, y no para de desvariar con sus suposiciones. Si supiera la verdad se quedaría de pasta de boniato. Una mentalidad como la de mi hermana no entendería mis juegos con Eric. Pensaría que somos unos depravados, entre otras muchas cosas aún peores.
El día en que pasó todo, cuando quedé con ella, le deformé la realidad. Le conté que esas mujeres habían metido cizaña en nuestra relación y que por eso habíamos discutido y habíamos roto Eric y yo. No pude decirle otra cosa.
Cuando entro en Huelva, extrañamente no estoy nerviosa.
Para nervios los de mi hermanísima.
Al llegar a la calle que pone en el papel aparco mi coche. Observo la urbanización y veo que Marisa vive muy..., muy bien. La urbanización es de lujo.
–Todavía no sé qué hacemos en este lugar, cuchu —protesta mi hermana, bajándose del coche.
–Quédate aquí, Raquel.
Pero, omitiendo mi exigencia, cierra la puerta con decisión y contesta:
–Ni lo pienses, mona. Donde vayas tú, allí que voy yo.
Resoplo y gruño.
–Pero vamos a ver, ¿es que acaso necesito un guardaespaldas?
Se pone a mi lado.
–Sí. No me fío de ti. Eres muy mal hablada y a veces te pones muy bruta.
–¡Joder!
–¿Lo ves? Ya has dicho «¡joder!» —repite ella.
Sin responder comienzo a andar hacia el bonito portal que indica el papel. Llamo al portero automático, y cuando una voz de mujer contesta, digo sin dilación:
–Cartero.
La puerta se abre, y mi hermana, ojiplática, me mira.
–¡Aisss, Judith!, creo que vas a hacer una tontería. Tranquila, por favor, cariño; tranquila, que te conozco, ¿entendido?
Me río. La miro y murmuro mientras esperamos el ascensor:
–La tontería la hizo ella cuando me subestimó.
–¡Aisss, cuchuuuu...!
–Vamos a ver —siseo, malhumorada—, a partir de este momento, te quiero calladita. Éste es un asunto entre esa mujer y yo, ¿vale?
El ascensor llega. Nos montamos y oprimo el botón de la quinta planta. Cuando el ascensor para, busco la puerta D y llamo. Instantes después, la puerta la abre una desconocida vestida con uniforme de servicio.
–¿Qué desea? —pregunta la joven.
–¡Hola, buenos días! —respondo con la mejor de mis sonrisas—. Quisiera ver a la señora Marisa de la Rosa. ¿Está en casa?
–¿De parte?
–Dígale que soy Vanesa Arjona, de Cádiz.
La joven desaparece.
–¿Vanesa Arjona? —cuchichea mi hermana—. ¿Qué es eso de Vanesa?
Rápidamente, con un gesto seco, le ordeno callar.
Dos segundos más tarde aparece ante nosotras Marisa, monísima con un conjunto en color blanco roto. Al verme, su cara lo dice todo. ¡Se asusta! Y antes de que ella pueda hacer o decir nada, sujeto con fuerza la puerta para que no la cierre mientras suelto:
–¡Hola, pedazo de zorra!
–¡Cuchuuuuuuuuuuu! —protesta mi hermana.
A Marisa le tiembla todo. Miro a mi hermana para que guarde silencio.
–Sólo quiero que sepas que sé dónde vives —siseo—. ¿Qué te parece? —Marisa está blanca, pero continúo—: Tu juego sucio me ha hecho enfadar y, créeme, si me lo propongo, puedo ser más mala y dañina que tú o tus amigas.
–Yo..., yo no sabía que...
–¡Cierra el pico, Marisa! —gruño entre dientes. Ella calla, y yo prosigo—: Me da igual lo que me digas. Eres una mala bruja porque me utilizaste con un fin nada bueno. Y en cuanto a tu amiguita Betta, como estoy segura de que seguís en contacto, dile que el día en que me la cruce se va a enterar de quién soy yo.
Marisa tiembla. Mira hacia el interior de la casa y sé que teme lo que pueda decir.
–Por favor —suplica—, están mis suegros y...
–¿Tus suegros? —la interrumpo, y aplaudo—. ¡Genial! Preséntamelos. Estaré encantada de conocerlos y contarles cuatro cositas de su angelical nuera.
Descontrolada, Marisa niega con la cabeza. Tiene miedo. Siento pena por ella. Aunque es una mala bruja, yo no lo soy. Al final decido dar por terminada mi visita.
–Si me vuelves a subestimar, tu bonita y relajada vida con tus suegros y tu famoso maridito se va a acabar —concluyo—, porque yo misma me voy a encargar de que así sea, ¿entendido?
Pálida como la cera, asiente. No me esperaba aquí y menos con ese talante. Cuando ya he dicho todo lo que tenía que decir y me voy a dar la vuelta para marcharme, escucho que mi hermana pregunta:
–¿Ésta es la guarrilla que venías buscando?
Hago un gesto afirmativo, y sorprendiéndome como siempre hace Raquel, la oigo decir:
–Si te vuelves a acercar a mi hermana o a su novio, te juro por la gloria bendita de mi madre que está mirándonos desde el cielo que la que regresa aquí soy yo con el cuchillo jamonero de mi padre y te saco los ojos, ¡pedazo de zorra!
Marisa, tras el chorreo de palabras de mi querida Raquel, cierra la puerta en nuestras narices. Aún boquiabierta, miro a mi hermana y murmuro en tono alegre mientras caminamos hacia el ascensor:
–Menos mal que la bruta y mal hablada de la familia soy yo. —Y al verla reír, añado—: ¿No te había dicho que te quería calladita?
–Mira, cuchufleta, cuando se meten con mi familia o le hacen daño, saco la choni poligonera que hay en mí y, como dice la Esteban, MA-TO.
Entre risas, volvemos al coche y regresamos a Jerez.
Cuando llegamos, mi padre y mi cuñado nos preguntan por nuestro viaje. Las dos nos miramos y reímos. No decimos nada. Este viaje ha sido algo entre Raquel y yo.
2
Estamos a 17 de diciembre. Se acercan las Navidades y los amigos de toda la vida que viven fuera de Jerez van llegando. Si se acaba el mundo el día 21 como dicen los mayas, por lo menos nos habremos visto por última vez.
Como todos los años, nos reunimos en la gran fiesta que organiza Fernando en la casa de campo de su padre y lo pasamos de lujo. Risas, bailes, chistes y, sobre todo, buen rollo. Durante la fiesta, Fernando no me hace la menor insinuación. Se lo agradezco. No estoy yo para insinuaciones.
En un momento de la juerga, Fernando se sienta junto a mí y hablamos. Nos sinceramos. Por sus palabras infiero que sabe mucho sobre mi relación con Eric.
–Fernando, yo...
No me deja hablar. Pone un dedo en mi boca para acallarme.
–Hoy me vas a escuchar a mí. Te dije que ese tipo no me gustaba.
–Lo sé...
–Que no era recomendable para ti por lo que tú y yo sabemos.
–Lo sé...
–Pero, me guste o no, soy consciente de la realidad. Y esa realidad es que estás colada por él, y él por ti. —Lo miro, asombrada, y prosigue—: Eric es un hombre poderoso que puede tener la mujer que quiera, pero me ha demostrado que siente algo muy fuerte por ti, y lo sé por su insistencia.
–¿Insistencia?
–Me llamó mil veces desesperado el día en que desapareciste de su oficina. Y cuando digo «desesperado», es desesperado.
–¿Te llamó?
–Sí, todos los días varias veces. Y a pesar de que sabe que no es santo de mi devoción, el tío se arriesgó, se tragó su orgullo, y lo hizo para pedirme ayuda. No sé cómo consiguió mi móvil, pero lo cierto es que me llamó para suplicarme que te encontrara. Estaba preocupado por ti.
Mi corazoncito se descontrola. Pensar en mi Iceman enloquecido por mi ausencia me pone tonta. Demasiado tonta.
–Me dijo que se había comportado como un idiota —continúa Fernando– y que tú te habías marchado. Te localicé en Valencia, pero no le conté nada a él ni intenté ponerme en contacto contigo porque imaginé que necesitabas pensar, ¿verdad?
–Sí.
Bloqueada por lo que me está diciendo, lo miro.
–¿Has tomado una decisión? —me pregunta.
–Sí.
–¿Se puede saber cuál es?
Doy un trago a mi bebida, me retiro el pelo de la cara y, con todo el dolor de mi corazón, con un hilo de voz susurro:
–Lo que había entre Eric y yo se acabó.
Fernando asiente, mira hacia unos amigos y, tras resoplar, murmura:
–Creo que te equivocas, jerezana.
–¿¡Cómo!?
–Lo que oyes.
–¡Cómo que lo que oigo! ¿Estás tonto?
Mi amigo el tonto sonríe y da un trago a su bebida.
–¡Ojalá te brillaran los ojos por mí como te brillan por él! —exclama finalmente—. ¡Ojalá te hubieras vuelto tan loca por mí como sé que lo estás por él! ¡Y ojalá no fuera consciente de que ese ricachón está tan loco por ti que es capaz de llamarme a mí para que te busque y te encuentre a pesar de que en un momento así yo te puedo poner en su contra!
Cierro los ojos. Los aprieto cuando Fernando empieza a hablar de nuevo.
–Para él, tu seguridad, encontrarte y saber que estabas bien, ha sido lo primordial, lo más importante, y eso me hace ver la clase de hombre que es Eric y lo enamorado que está de ti. —Abro los ojos y escucho con atención—. Sé que me estoy echando piedras en mi propio tejado al confesarte esto, pero si lo que hay entre tú y ese guaperas es tan auténtico como ambos me dais a entender, ¿por qué acabarlo?
–¿Me estás diciendo que vuelva con él?
Fernando sonríe, retira un mechón de pelo de mi cara y musita:
–Eres buena, generosa, una excelente mujer y siempre te he considerado lo bastante lista como para no dejarte engañar por cualquiera o hacer algo que no sea de tu agrado. Además, te quiero como amiga, y si tú te has enamorado de ese tipo, por algo será, ¿no? Escucha, jerezana, si eres feliz con Eric, piensa en lo que quieres, en lo que deseas, y si tu corazón te pide estar con él, no te lo niegues o te arrepentirás, ¿de acuerdo?
Sus palabras tocan mi corazón, pero antes de que me ponga a llorar como una imbécil y las cataratas del Niágara broten de mis ojos, sonrío. Está sonando el Waka waka de Shakira.
–No quiero pensar. Ven, vamos a bailar —le propongo.
Fernando sonríe a su vez, me coge de la mano, me lleva al centro de la pista y juntos bailamos mientras, a voz en grito, cantamos con nuestros amigos:
Tsamina mina, eh eh, waka waka, eh eh
Tsamina mina, zangaléwa, anawa ah ah
Tsamina mina, eh eh, waka waka, eh eh
Tsamina mina, zangaléwa, porque esto es África.
Horas después, la fiesta continúa, y hablo con Sergio y Elena, los dueños del pub más concurrido de Jerez. Otros años, en Navidades, he trabajado de camarera en su local y me lo vuelven a ofrecer. Accedo, complacida. Ahora que estoy en el paro, cualquier ingreso extra me viene de perlas.
De madrugada, cuando llego a casa, estoy cansada, algo borracha y satisfecha.
Como cada año me inscribo para participar en la carrera solidaria de motocross que recauda fondos para comprar juguetes a los niños menos favorecidos de Cádiz. La carrera será el día 22 de diciembre en El Puerto de Santa María. Mi padre, el Bicharrón y el Lucena están encantados. Ellos siempre disfrutan tanto o más que yo con estos eventos.
El 20 de diciembre por la mañana mi teléfono suena por decimoctava vez. Estoy muerta. Trabajar en el pub es divertido pero agotador. Al coger el móvil y ver que se trata de Frida, me reactivo y respondo rápidamente.
–¡Hola, Jud! Feliz Navidad. ¿Cómo estás?
–Feliz Navidad. Estoy bien, ¿y tú?
–Bien, bonita, bien.
Su voz es tensa y me asusto.
–¿Qué pasa? —pregunto—. ¿Ocurre algo? ¿Eric está bien?
Tras un incómodo silencio, Frida se decide.
–¿Es cierto lo que he escuchado sobre Betta?
–No —respondo, y resoplo al recordarla—. Todo ha sido un montaje de ella.
–Lo sabía —murmura.
–Pero da igual, Frida —añado—, ya no importa.
–¡Cómo que ya no importa! A mí no me da igual. Cuéntame ahora mismo tu versión.
Sin demora, le cuento lo ocurrido con todos sus pelos y señales, y cuando acabo, comenta:
–Esa Marisa nunca me gustó. Es una bruja, y Eric parece nuevo. ¡Hombres! Sabe que Marisa es amiga de Betta; ella les presentó.
–¿Ella les presentó?
–Sí. Betta es de Huelva como Marisa. Cuando comenzó su relación con Eric, se fue a Alemania a vivir con él, hasta que pasó lo que pasó y le perdí la pista. Pero esa Marisa se merece un escarmiento por mala.
–Tranquila. A esa bruja le hice una visita y le dejé muy claro que conmigo no se juega.
–¡No me digas!
–Lo que oyes. Le advertí que yo también sé jugar sucio.
Frida suelta una carcajada, y yo hago lo mismo.
–¿Cómo está Eric? —pregunto sin que pueda evitarlo.
–Mal —contesta, y suspiro. Ella sigue—: Anoche cené con él en Alemania y, al no verte, pregunté y fue cuando me enteré de lo ocurrido entre vosotros. Me enfadé y le dije cuatro cositas bien dichas.
Escucharla hablar así me hace gracia, e insisto mientras me desperezo:
–Pero ¿él está bien?
–No, no está bien, Judith, y no me refiero a su enfermedad, sino a él como persona. Por eso te he llamado nada más llegar a España. Debéis arreglarlo. Debes cogerle el teléfono. Eric te echa mucho de menos.
–Él me apartó de su lado; que ahora asuma las consecuencias.
–Lo sé. También me lo ha dicho. Es un cabezón, pero un cabezón que te quiere; eso no lo dudes.
Inconscientemente, oír tal cosa hace que revoloteen ya no mariposas, sino avestruces en mi estómago. Soy la reina de las masoquistas. Me gusta saber que Eric aún me quiere y me echa de menos, a pesar de que yo misma me empeñe en no creerlo.
–Te llamo porque este fin de semana cenaremos en Nochebuena con mis suegros en Conil, y luego estaremos en nuestra casa de Zahara tranquilitos. El Fin de Año lo pasaremos en Alemania con mi familia. Por cierto, Eric se reunirá con nosotros en Zahara. ¿Te apetece venir?
Ése es un plan encantador. En otro momento me hubiera parecido perfecto. Pero respondo:
–No, gracias. No puedo. Estoy liada con mi familia y además trabajo estos días por la noche, y...
–¿Que trabajas por la noche?
–Sí.
–Pero ¿en qué trabajas?
–Soy camarera en un pub y...
–¡Uf, Judith! ¡Camarera! Eso a Eric no le va a hacer gracia. Le conozco y no le va a gustar nada de nada.
–Lo que le guste o no a Eric ya no es mi problema —le aclaro sin querer entrar en más detalles—. Además, el sábado tengo una carrera en Cádiz y...
–¿Tienes una carrera?
–Sí.
–¿De qué?
–De motocross.
–¿Corres motocross?
–Sí.
–¡Motocross! —grita, sorprendida—. Jud, eso no me lo pierdo yo. Eres mi heroína. ¡Qué cosas más chulas que sabes hacer! Si alguna vez tengo una hija, quiero que de mayor sea como tú.
Al ver su sorpresa, me río y digo:
–Es una carrera solidaria que busca recaudar fondos para comprar juguetes y repartirlos entre niños de familias que no pueden permitírselo.
–¡Ah!, pues allí estaremos ¿Y dónde dices que es?
–En El Puerto de Santa María.
–¿A qué hora?
–Comienza a las once de la mañana. Pero oye, Frida..., no se lo digas a Eric. No le gustan nada esas carreras. Lo pasa fatal porque recuerda lo que le ocurrió a su hermana.
–¿Que no se lo diga a Eric? —se mofa sin querer escucharme—. Es lo primero que voy a hacer en cuanto lo vea... Si él no quiere venir, que no venga, pero yo desde luego voy a verte sí o sí.
–Yo no lo quiero ver, Frida. Estoy muy enfadada con él.
–¡Venga ya, por Dios! ¡A ver si ahora vas a ser tú peor que él! Mira que si mañana se acaba el mundo como dicen los mayas y no lo vuelves a ver más... ¿Lo has pensado?
El comentario me hace reír, aunque reconozco que he pensado en esa posibilidad.
–Frida, el mundo no se va a acabar. Y en cuanto a Eric, una persona que desconfía de mí y que se enfada conmigo sin dejar que me explique no es lo que quiero en mi vida. Además, ya estoy harta de él. Es un gilipollas.
–¡Oh, Dios! Efectivamente eres peor que él. Pero vamos a ver, ¿tan tontos sois los dos que no veis que estáis hechos el uno para el otro? Pero bueno..., queréis dejar a un lado vuestro maldito orgullo y daros la oportunidad que os merecéis. Que él es cabezón, ¡sí! Que tú eres cabezona, ¡sí! Pero ¡por el amor de Dios, Judith, tenéis que hablar! Te recuerdo que pensabais mudaros en breve a vivir a Alemania. ¿Lo has olvidado ya? —Y sin darme tiempo a decir nada más, afirma—: Bueno, tú déjame a mí. Hasta el sábado, Jud.
Y con un extraño dolor en el estómago por lo que he ido escuchando, me despido.