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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:08

Текст книги "Pídeme lo que quieras, ahora y siempre"


Автор книги: Megan Maxwell



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18

Es día 5 y hoy toca cena de Reyes en la casa de la madre de Eric. Durante estos días he visto que mi alemán trabaja desde casa, pero no habla de ir a la oficina. Quiero conocerla, pero prefiero que sea él quien me proponga ir.

Flyn sigue sin darme tregua. Todo lo que hago le molesta, y eso ocasiona que Eric y yo tengamos algún que otro roce. Eso sí, reconozco que es Eric quien da siempre su brazo a torcer para que la discusión no vaya a más. Sabe que el niño no lo está haciendo bien, e intenta entenderme.

Mi relación con Susto progresa muy adecuadamente. Ya no huye cuando me ve. Nos hemos hecho amigos. Se ha dado cuenta de que soy de fiar y deja que lo toque. Tiene una tos perruna que no me gusta y le he confeccionado una bufanda para el cuello. ¡Qué guapo está!

Susto es una maravilla. Tiene una cara de bueno que no puede con ella, y cada vez que salgo sin que Eric se dé cuenta a rehacerle la caseta y llevarle comida, el pobre me lo agradece como mejor sabe: con lametazos, movidas de rabito y piruetas.

Por la noche, cuando llegamos a la casa de Sonia, Marta, la hermana de Eric, nos recibe con una estupenda sonrisa.

–¡Qué bien!, ¡ya estáis aquí!

Eric tuerce el gesto. Este tipo de fiestecitas que organiza su madre no le van, pero sabe que no debe faltar. Lo hace por Flyn, no por él. Eric me presenta al resto de las personas que hay en el salón como su novia. Veo el orgullo en su mirada y en cómo me agarra con posesión.

Minutos después, comienza a hablar con varios hombres sobre negocios y decido buscar a Marta. Pero al separarme de él, un joven me saluda.

–¡Hola!, soy Jurgen. Eres Judith, ¿verdad? —Asiento, y él dice—: Soy el primo de Eric. —Y cuchicheando, añade—: El que hace motocross.

La cara se me ilumina y, encantada, comienzo a hablar con él. Menciona varios sitios donde la gente se reúne para practicar este deporte, y yo prometo ir. Me anima a utilizar la moto de Hannah. Sonia le ha comentado que yo practico motocross y está entusiasmado. Con el rabillo del ojo observo que Eric me mira y, por su cara, debe de imaginar sobre lo que hablamos. En dos segundos, ya está a mi lado.

–Jurgen, ¡cuánto tiempo sin verte! —saluda Eric mientras me vuelve a agarrar por la cintura.

El primo sonríe.

–¿Será porque tú no te dejas ver mucho?

Eric cabecea.

–He estado muy ocupado.

Jurgen no vuelve a mencionar el tema motocross y casi de inmediato ambos se sumergen en una aburrida conversación. De nuevo, decido buscar a Marta. La encuentro fumando en la cocina.

Cuando me acerco a ella, me ofrece un cigarrillo. No suelo fumar, pero con ella siempre me apetece, y cojo uno.

Así, vestidas con glamour, las dos fumamos mientras charlamos de nuestras cosas.

–¿Qué tal con Flyn?

–¡Uf!, me tiene declarada la guerra —me mofo, divertida.

Marta asiente y, acercando su cabeza a la mía, cuchichea:

–Si te sirve de consuelo, nos la tiene declarada a todas las mujeres.

–Pero ¿por qué?

La joven sonríe.

–Según el psicólogo, se debe a la pérdida de su madre. Flyn piensa que las mujeres somos personas circunstanciales que vamos y venimos en su vida. Por eso intenta no demostrar su afecto hacia nosotras. Con mamá y conmigo se comporta igual. Nunca nos demuestra su afecto y, si puede, nos rechaza. Pero bueno, nosotras ya nos hemos acostumbrado a ello. Al único que quiere por encima de todos es a Eric. Por él siente un amor especial; en ocasiones, para mi gusto, enfermizo.

Durante un par de segundos ambas callamos, hasta que yo ya no puedo más.

–Marta, me gustaría decirte algo en referencia a lo que has dicho, pero quizá te pueda molestar. No soy nadie para dar mi opinión en un tema así, pero es que si no lo digo, ¡reviento!

–Adelante —responde, sonriente—. Prometo no enfadarme.

Primero doy una calada al cigarrillo y expulso el humo.

–Desde mi punto de vista, el niño se agarra a Eric porque es el único que nunca lo abandona. Y antes de que me digas nada más, ya sé que tú o tu madre no lo habéis abandonado, pero me refiero a que quizá Eric es el único que se enfada con él en ocasiones e intenta hacerlo razonar, y en fechas tan importantes, como por ejemplo la Nochevieja, no se aleja de él. Flyn es un niño, y los niños sólo buscan cariño. Y si él, por lo ocurrido con su madre, es reacio a querer a una mujer, sois vosotras las que tenéis que hacer todo lo posible para que él se dé cuenta de que su madre se ha marchado, pero que vosotras seguís aquí. Que nunca lo abandonaréis.

–Judith, te aseguro que mamá y yo hemos hecho de todo.

–No lo dudo, Marta. Pero quizá deberíais cambiar la táctica. No sé..., si una cosa no funciona, probad algo diferente.

El silencio que sobreviene me pone la carne de gallina.

–La muerte de Hannah nos rompió el corazón a todos —dice finalmente Marta.

–Lo imagino. Tuvo que ser terrible.

Sus ojos se llenan de lágrimas, y yo la tomo del brazo. Marta sonríe.

–Ella era el motor y el centro de la familia. Era vitalista, positiva y...

–Marta... —susurro al ver una lágrima rodar por su mejilla.

–Te hubiera encantado, Jud, y estoy convencida de que os habríais llevado muy bien las dos.

–Seguro que sí.

Ambas damos sendas caladas a nuestros cigarrillos.

–Nunca olvidaré la cara de Eric esa noche. Ese día no sólo vio morir a Hannah, también perdió a su padre y a la que era su novia en aquel momento.

–¿Todo en el mismo día? —pregunto, curiosa.

Nunca he hablado demasiado de este tema con Eric. No puedo. No quiero hacerle recordar.

–Sí. El pobre, al no poder contactar con su padre para contarle lo ocurrido, se presentó en su casa y lo encontró en la cama con esa imbécil. Fue terrible. Terrible.

Se me pone la carne de gallina.

–Te juro que pensé que Eric nunca se repondría —prosigue Marta—. Demasiadas cosas malas en tan pocas horas. Tras el entierro de Hannah, durante dos semanas no supimos de él. Desapareció. Nos preocupó muchísimo. Cuando regresó, su vida era un caos. Se tuvo que enfrentar a su padre y a Rebeca. Fue terrible. Y para colmo, Leo, el hombre que vivía con mi hermana Hannah y Flyn, por cierto ¡otro imbécil!, nos dijo que no quería hacerse cargo del pequeño. De pronto, no lo consideraba su hijo. El niño sufrió mucho al principio, y entonces Eric tomó las riendas de su vida. Dijo que él se ocuparía de Flyn y, como habrás visto, lo está haciendo. En cuanto al tema de Nochevieja, sé que tienes razón, pero quien rompió la tradición fue Eric, llevándose a Flyn el primer año al Caribe. Al año siguiente, nos dijo a mamá y a mí que prefería que esa noche pasara sin mucha celebración, y así han transcurrido los años. Por eso, ella y yo hacemos nuestros planes.

–¿En serio? —pregunto, sorprendida.

Justo en este momento se abre la puerta de la cocina, y el pequeño Flyn nos observa con su mirada acusadora. Instantes después se va.

–¡Joder! —protesta Marta—. Prepárate.

–¿Que me prepare?

Apoyada en el quicio de la puerta de cristal, sonríe.

–Va a chivarse a Eric de que estamos fumando.

Yo me río. ¿Chivarse? Por favor, que somos adultas.

Pero antes de que pueda contar hasta diez, la puerta de la cocina se abre de nuevo, y mi alemán, seguido por su sobrino, pregunta mientras camina hacia nosotras con actitud intimidatoria:

–¿Estáis fumando?

Marta no contesta, pero yo asiento con la cabeza. ¿Por qué he de mentir? Eric mira mi mano. Pone mala cara y me quita el cigarrillo. Eso me enoja y, con un tono de voz nada tranquilo, siseo:

–Que sea la última vez que haces lo que acabas de hacer.

La frialdad de los ojos de Eric me traspasa.

–Que sea la última vez que tú haces lo que acabas de hacer.

El aire puede cortarse con un cuchillo.

España contra Alemania. ¡Esto pinta mal!

No comprendo su enfado, pero sí entiendo mi indignación. Nadie me trata así. Y, sin pensarlo dos veces, cojo la cajetilla de tabaco que está sobre la mesita, saco un pitillo y me lo enciendo. Para chula, ¡yo!

Boquiabierto, Eric me mira mientras Marta y Flyn nos observan. Instantes después, Eric me quita de nuevo el cigarrillo de las manos y lo tira al fregadero. Pero no. Eso no va a quedar así. Cojo otro cigarrillo y lo vuelvo a encender. Él repite la misma acción.

–Pero bueno, ¿queréis acabar con todo mi suministro de tabaco? —protesta Marta mientras recoge el paquete.

–Tío, Jud ha hecho algo malo —insiste el pequeño.

Su voz de niño de las tinieblas me encoge el corazón, y al ver que ni Marta ni Eric le dicen nada, lo miro, enfadada.

–Y tú, ¿cómo eres tan chivato?

–Fumar es malo —dice.

–Mira, Flyn. Eres un niño y deberías cerrar esa boquita, y...

Eric me corta.

–No la tomes con el niño, Jud. Él sólo ha hecho lo que tenía que hacer.

–¿Chivarse es lo que tenía que hacer?

–Sí —responde con seguridad. Y luego, mirando a su hermana, añade—: Me parece fatal que fumes e incites a Jud a fumar. Ella no fuma.

¡Ah, no!, eso sí que no. Yo fumo cuando me sale del bolo, e incapaz de no decir nada, atraigo su mirada y farfullo muy molesta:

–Estás muy equivocado, Eric. Tú no sabes si fumo o no.

–Pues nunca te he visto fumar en todo este tiempo —asegura, malhumorado.

–Si no me has visto fumar es porque no soy una fumadora empedernida —lo recrimino—. Pero te aseguro que en ciertos momentos me gusta fumarme algún que otro cigarrito. Ni éste es el primero de mi vida ni por supuesto será el último, te pongas como te pongas.

Me mira. Lo miro. Me reta. Lo reto.

–Tío, tú dijiste que no se puede fumar, y ella y Marta lo estaban haciendo —insiste el pequeño monstruito.

–¡Que te calles, Flyn! —protesto ante la pasividad de Marta.

Con la mirada muy seria, mi chico, no latino, indica:

–Jud, no fumarás. No te lo voy a permitir.

¡Buenooooo, lo que acaba de decir!

El corazón me bombea la sangre a un ritmo que me hace presuponer que esto no va a terminar bien.

–Venga ya, hombre, no me jorobes. Ni que fueras mi padre y yo tuviera diez años.

–Jud..., ¡no me enfades!

Ese «¡no me enfades!» me hace sonreír.

En este instante mi sonrisa advierte como un gran cartel luminoso la palabra ¡CUIDADO!, y en tono de mofa, la miro y respondo ante la cara de incredulidad de Marta:

–Eric..., tú ya me has enfadado.

En este instante, aparece la madre de Eric y, al vernos a los tres ahí, pregunta:

–¿Qué ocurre? —De pronto, ve el paquete de cigarrillos en las manos de su hija y exclama—: ¡Oh, qué bien! Dame un cigarrito, cariño. Me muero por fumarme uno.

–¡Mamá! —protesta Eric.

Pero Sonia arruga el entrecejo y, mirando a su hijo, suelta:

–¡Ay, hijo!, un poquito de nicotina me relajará.

–¡Mamá! —protesta de nuevo Eric.

Una sonrisa escapa de mi boca cuando Sonia explica:

–La insoportable mujer de Vichenzo, hijo mío, me está sacando de mis casillas.

–Sonia, ¡no se fuma! —recrimina Flyn.

Marta y su madre se comunican con los ojos y, al final, la primera, no dispuesta a seguir en la cocina, agarra del brazo a su madre y dice, mientras tira de Flyn, que se resiste a marcharse con ellas:

–Vamos a por algo de beber... Lo necesitamos.

Una vez que nos quedamos Eric y yo solos en la cocina, dispuesta a presentar batalla, aclaro:

–No vuelvas a hablarme así delante de la gente.

–Jud...

–No vuelvas a prohibirme nada.

–Jud...

–¡Ni Jud ni leches! —exploto, furiosa—. Me has hecho sentir como una niñata ante tu hermana y el pequeño chivato. Pero ¿quién te crees que eres para hablarme así? ¿No te das cuenta de que entras en el juego de Flyn para que tú y yo nos enfademos? ¡Por el amor de Dios, Eric!, tu sobrino es un pequeño demonio y, como no lo pares, el día de mañana será un ser horripilante.

–No te pases, Jud.

–No me paso, Eric. Ese niño es un viejo prematuro para sólo tener nueve años. Yo..., yo es que al final le...

Acercándose a mí, coge con sus manos el óvalo de mi cara y me dice:

–Escucha, cariño, yo no quiero que fumes. Es sólo eso.

–Vale, Eric, eso lo puedo entender. Pero ¿qué tal si me lo dices cuando estemos tú y yo a solas en nuestra habitación? O es que es necesario dejar ver a Flyn que me regañas porque él así lo ha decidido. ¡Joder, Eric!, con lo listo que resultas a veces, parece mentira que luego puedas ser tan tonto.

Me doy la vuelta y miro por la cristalera. Estoy enfadada. Muy enfadada. Durante unos segundos maldigo a todo bicho viviente, hasta que siento que Eric se pone detrás de mí. Pasa sus brazos por mi cintura, me abraza y posa su barbilla en mi hombro.

–Lo siento.

–Siéntelo porque te has comportado como un ¡gilipollas!

Esa palabra hace reír a Eric.

–Me encanta ser tu gilipollas.

Me asaltan ganas de reír, pero me contengo.

–Siento ser tan tonto y no haberme dado cuenta de lo que has dicho. Tienes razón, he actuado mal y me he dejado llevar por lo que Flyn buscaba. ¿Me perdonas?

Lo que dice y en especial cómo me abraza me relajan. Me pueden. Vale..., soy una blanda, pero es que lo quiero tanto que sentir que necesita que lo perdone puede con mi enfado y con todo lo demás.

–Claro que te perdono. Pero repito: no vuelvas a prohibirme nada, y menos delante de nadie, ¿entendido?

Noto cómo mueve su cara en mi cuello, y entonces soy yo la que se da la vuelta y lo besa. Lo beso con ardor, pasión y morbo. Me levanta entre sus brazos y me aprisiona contra la cristalera, mientras sus manos buscan el final de mi vestido para investigar. Quiero que siga. Quiero que continúe, pero cuando voy a desintegrarme de placer me separo de él unos milímetros y murmuro cerca de su boca:

–Cariño, estamos en la cocina de tu madre y tras la puerta hay invitados. Creo que no es sitio ni lugar para continuar con lo que estamos pensando.

Eric sonríe. Me deja en el suelo. Yo me recoloco la falda de mi bonito vestido de noche y, mientras nos dirigimos hacia el salón cogidos de la mano, cuchichea, haciéndome sonreír:

–Para mí cualquier lugar es bueno si estoy contigo.

Regresamos de madrugada a casa. Truena y diluvia, y a pesar de las incesantes ganas que tengo de hacer el amor con Eric, me retengo. Sé que el niño, el viejo prematuro, dormirá con nosotros, y ante eso, nada puedo hacer.




19

A las nueve, me despierto. Bueno, me despierta el despertador. Lo pongo porque yo soy de dormir hasta las doce si nadie me avisa. Como siempre, estoy sola en la cama, pero sonrío al saber que es la mañana de Reyes.

¡Qué bonita mañana!

Ataviada con el pijama y la bata, saco mis regalos, que están guardados en el armario, y bajo la escalera dispuesta a repartirlos.

¡Vivan los Reyes Magos!

Paso por la cocina e invito a Simona y Norbert a unirse a nosotros. Tengo regalos para ellos también. Cuando entro en el comedor, Eric y Flyn juegan con la Wii. El crío, en cuanto me ve, tuerce el gesto, y yo, dichosa como una niña, paro la música desde el mando de Eric, los miro y anuncio feliz:

–Los Reyes Magos me han dejado regalos para vosotros.

Eric sonríe y Flyn dice:

–Espera a que terminemos la partida.

¡La madre que parió al niño!

Su falta de ilusión me deja K. O. Vamos ¡igualito que mi sobrina Luz, que con seguridad estará gritando y saltando de felicidad al ver los regalos bajo el árbol! Pero dispuesta a no hacerle ni puñetero caso, levanto a Eric del sillón cuando Norbert y Simona entran.

–Venga, vamos a sentarnos junto al árbol. Tengo que daros vuestros regalos.

Flyn vuelve a protestar, pero esta vez Eric lo regaña. El crío se calla, se levanta y se sienta con nosotros junto al árbol. Entonces, Eric se saca cuatro sobres del bolsillo de su pantalón y nos da uno a cada uno.

–¡Feliz Navidad!

Simona y Norbert se lo agradecen y, sin abrirlos, los guardan en sus bolsillos. Yo no sé qué hacer con el sobre mientras observo que Flyn lo abre.

–¡Dos mil euros! ¡Gracias, tío!

Incrédula, alucinada, patitiesa y boquiabierta, miro a Eric y le pregunto:

–¿Le estás dando un cheque de dos mil euros a un niño el día de Reyes?

Eric asiente.

–No hace falta que haga la tontería de los regalos —opina el niño—. Ya sé quiénes son los Reyes Magos.

Esa explicación no me convence y, mirando a mi Iceman, protesto.

–¡Por el amor de Dios, Eric! ¿Cómo puedes hacer eso?

–Soy práctico, cielo.

En este instante, Simona le entrega a Flyn una pequeña caja. El niño la abre y grita con entusiasmo al encontrarse un nuevo juego de la Wii. Encantada con su felicidad, aunque sea por otro jueguecito que lo mantendrá enganchado a la televisión, le doy a Simona y Norbert mis regalos. Son una chaqueta de lana para ella y un juego de guantes y bufanda para él. Ambos los miran con gozo y no paran de agradecérmelo mientras se disculpan por no tener ningún regalo para mí. ¡Pobres, qué mal rato están pasando!

Continúo sacando paquetes de mi enorme bolsa. Le entrego a Eric uno, y varios a Flyn. Eric rápidamente abre el suyo y sonríe al ver la bufanda azulona que le he comprado y la camisa de Armani. ¡Le encanta! Flyn nos observa con sus paquetes en la mano. Dispuesta a firmar la pipa de la paz con el niño, lo miro con cariño.

–Vamos, cielo —lo animo—. Ábrelos. ¡Espero que te gusten!

Durante unos instantes, el niño contempla los paquetes y la caja que he dejado ante él. Se centra en la enorme caja envuelta en papel rojo. Me mira a mí y a la caja alternativamente, pero no la toca.

–Te prometo que no muerde —suelto al final en tono cómico.

Receloso como siempre, Flyn coge la caja. Simona y Norbert lo alientan a que la abra. Durante unos segundos la requetemira como si no supiera qué hacer con ella.

–Rompe el papel. Vamos, tira de él —le digo.

Inmediatamente hace lo que le pido y comienza a desenvolver el regalo ante la sonrisa de Eric y la mía. Una vez que le quita el bonito papel, la caja está cerrada.

–Vamos, ¡ábrela!

Cuando el crío abre la caja y ve lo que hay en ella, de su boca sale un «¡Oh!».

Sí, sí, sí... ¡Le ha gustado!

Lo sé. Se le nota.

Yo sonrío triunfal y miro a Eric. Pero su gesto ha cambiado. Ya no sonríe. Simona y Norbert tampoco. Todos miran el skateboard verde con gesto serio.

–¿Qué ocurre? —pregunto.

Eric le quita al niño el skate de las manos y lo mete en la caja.

–Jud, devuelve esto.

Al momento recuerdo lo que Marta me dijo. ¡Problemas! Pero me niego a querer entender nada y replico:

–¿Que lo devuelva? ¿Por qué?

Ninguno contesta. Saco de nuevo el skate verde de la caja y se lo enseño a Flyn.

–¿No te gusta?

El crío, por primera vez desde que lo conozco, me mira expectante. Ese regalo lo ha impresionado. Sé que el skate le ha gustado. Me lo dicen sus ojos, pero soy consciente de que no quiere decir nada ante el gesto duro de Eric. Dispuesta a batallar, dejo el skate a un lado e insto a que el niño abra los otros regalos. Tras abrirlos, tiene ante él un casco, unas rodilleras y las coderas. Después, cojo de nuevo el skate y me dirijo a mi Iceman:

–¿Qué le ocurre al skate?

Eric, sin mirar lo que tengo en las manos, dice:

–Es peligroso. Flyn no sabe utilizarlo y, más que pasarlo bien con él, lo que se hará será daño.

Norbert y Simona asienten con la cabeza, pero yo, incapaz de dar mi brazo a torcer, insisto:

–He comprado todos los accesorios para que el daño sea mínimo mientras aprende. No te agobies, Eric. Ya verás cómo en cuatro días lo domina.

–Jud —dice con voz muy tensa—, Flyn no montará en ese juguete.

Incrédula, respondo:

–Venga ya, pero si es un juguete para pasarlo bien. Yo le puedo enseñar.

–No.

–Enseñé a Luz a utilizarlo y tendrías que ver cómo lo monta.

–He dicho que no.

–Escucha, cielo —sigo a pesar de sus negativas—, no es difícil aprender. Es sólo cogerle el truco y mantener el equilibrio. Flyn es un niño listo, y estoy segura de que aprenderá rápidamente.

Eric se levanta, me quita el skateboard de las manos y puntualiza alto y claro:

–Quiero esto lejos de Flyn, ¿entendido?

¡Dios, cuando se pone así, lo mataría! Me levanto, le quito el skate de las manos y gruño:

–Es mi regalo para Flyn. ¿No crees que debería ser él quien dijera si lo quiere o no?

El niño no habla. Sólo nos observa. Pero finalmente dice:

–No lo quiero. Es peligroso.

Simona, con la mirada, me pide que me calle. Que lo deje estar. Pero no, ¡me niego!

–Escucha, Flyn...

–Jud —interviene Eric, quitándome de nuevo el skate—, te acaba de decir que no lo quiere. ¿Qué más necesitas escuchar?

Malhumorada, le vuelvo a arrancar el puñetero skateboard de las manos.

–Lo que he oído es lo que ¡tú! querías que dijera. Déjale a él que responda.

–No lo quiero —insiste el crío.

Con el skate en las manos me acerco a él y me agacho.

–Flyn, si tu quieres, yo te puedo enseñar. Te prometo que no te vas a hacer daño, porque yo no lo voy a permitir y...

–¡Se acabó! ¡He dicho que no y es que no! —grita Eric—. Simona, Norbert, llévense a Flyn del salón; tengo que hablar con Judith.

Cuando los otros salen del salón y nos quedamos solos, Eric sisea:

–Escucha, Jud, si no quieres que discutamos delante del niño o del servicio, ¡cállate! He dicho que no al skate. ¿Por qué insistes?

–Porque es un niño, ¡joder! ¿No has visto sus ojos cuando lo ha sacado de la caja? Le ha gustado. Pero ¿no te has dado cuenta?

–No.

Deseosa de llamarle de todo menos bonito, protesto.

–No puede estar todo el día enganchado a la Wii, a la Play o a la... Pero ¿qué clase de niño estás criando? No te das cuenta de que el día de mañana va a ser un niño retraído y miedoso.

–Prefiero que sea así a que le pueda pasar algo.

–Desde luego, algo le pasará con la educación que le estás dando. ¿No has pensado que llegará un momento en el que él quiera salir con los amigos o con una chica, y no sabrá hacer nada, a excepción de jugar con la Wii y obedecer a su tío? ¡Vaya dos!, desde luego sois tal para cual.

Eric me mira, me mira y me mira, y al final responde:

–Que vivas conmigo y el niño en esta casa es lo más bonito que me ha ocurrido en muchos años, pero no voy a poner en peligro a Flyn porque tú creas que él deba ser diferente. He aceptado que metieras en casa este horrible árbol rojo, he obligado al niño a que escriba tus absurdos deseos para decorarlo, pero no voy a claudicar en cuanto a lo que a la educación de Flyn concierne. Tú eres mi novia, me has propuesto acompañar a mi sobrino cuando yo no esté, pero Flyn es mi responsabilidad, no la tuya; no lo olvides.

Sus duras palabras en una mañana tan bonita como es la de Reyes me retuercen el corazón. ¡Será capullo! Su casa. Su sobrino. Pero no dispuesta a llorar como una imbécil, saco mi mal genio y siseo mientras recojo con premura todos los regalos del niño y los meto en la bolsa original:

–Muy bien. Le haré un cheque a tu sobrino. Seguro que eso le gusta más.

Sé que mis palabras y en especial mi tono de voz molestan a Eric, pero estoy dispuesta a molestarle mucho, mucho y mucho.

–Dijiste que la habitación vacía de esta planta era para mí, ¿verdad?

Eric asiente, y yo me encamino hacia ella. Abro la puerta del salón y me encuentro con Simona, Norbert y Flyn. Miro al pequeño y digo con sus regalos en la mano:

–Ya puedes entrar. Lo que tu tío y yo teníamos que hablar ya está hablado.

Con premura me encamino hacia esa habitación, abro la puerta y dejo caer en el suelo el skate y todos sus accesorios. Con el mismo brío, regreso al salón. Simona y Norbert han desaparecido y sólo están Eric y Flyn, que me miran al entrar. Con el gesto desencajado le digo al pequeño, que me observa:

–Luego, te doy un cheque. Eso sí, no esperes que sea tan abultado como el de tu tío, pues punto uno: no estoy de acuerdo con darte tanto dinero y punto dos: ¡yo no soy rica!

El crío no responde. El mal rollo está instalado en el comedor y no estoy dispuesta a ser yo quien lo cambie. Por ello, saco el sobre que Eric me ha entregado, lo abro y, al ver un cheque en blanco, se lo devuelvo.

–Gracias, pero no. No necesito tu dinero. Es más, ya me di por regalada con todas las cosas que me compraste el otro día.

No responde. Me mira. Ambos me miran, y como un huracán asolador, señalo el árbol, dispuesta a rematar el momentito «Navidad».

–Vamos, chicos, continuemos con esta bonita mañana. ¿Qué tal si leemos los deseos de nuestro árbol? Quizá alguno se ha cumplido.

Sé que los estoy llevando al límite. Sé que lo estoy haciendo mal, pero no me importa. Ellos, en pocos días, me han sacado de mis casillas. De pronto, el niño grita:

–¡No quiero leer los tontos deseos!

–¿Y por qué?

–Porque no —insiste.

Eric me mira. Comprende que estoy muy cabreada y le desconcierta no saber cómo pararme. Pero yo estoy embravecida, enloquecida de rabia por estar aquí con estos dos obtusos y tan lejos de mi familia.

–Venga, ¿quién es el primero en leer un deseo del árbol?

Ninguno habla, y al final, cómicamente cojo yo un deseo.

–Muy bien..., ¡yo seré la primera y leeré uno de Flyn!

Le quito la cinta verde y, cuando lo estoy desenrollando, el pequeño se lanza contra mí y me lo quita de las manos. Le miro sorprendida.

–¡Odio esta Navidad, odio este árbol y odio tus deseos!—exclama—. Has enfadado a mi tío y por tu culpa el día de hoy está siendo horrible.

Miro a Eric en busca de ayuda, pero nada, no se mueve.

Deseo gritar, montar la tercera guerra mundial en el salón, pero al final hago lo único que puedo hacer. Agarro el puñetero árbol de Navidad rojo y a rastras lo saco del salón para meterlo en la habitación donde he dejado anteriormente el skateboard.

–Señorita Judith, ¿está usted bien? —pregunta Simona, descolocada.

¡Pobre mujer! ¡Vaya mal rato que está pasando!

–Relájese —añade antes de que yo le pueda responder, y me coge de las manos—. El señor, en ocasiones, es algo recto con las cosas del niño, pero lo hace por su bien. No se enfade usted, señorita.

Le doy un beso en la mejilla. ¡Pobre!, y mientras camino escaleras arriba murmuro:

–Tranquila, Simona. No pasa nada. Pero voy a refrescarme, o esto va a terminar peor que «Locura esmeralda».

Ambas sonreímos. Cuando llego a la habitación y cierro la puerta, me pica el cuello. ¡Dios, los ronchones! Me miro en el espejo y tengo el cuello plagado de ellos. ¡Malditos!

Dispuesta a salir de esta casa como sea, me quito el pijama. Me visto y, abrigada, regreso al salón, donde esos dos ya están jugando con la Wii ¡Qué majos! A grandes zancadas me acerco hasta ellos. Tiro del cable de la Wii y la desconecto. La música se para; ambos me miran.

–Me voy a dar una vuelta. ¡La necesito! —Y cuando Eric va a decir algo, lo señalo y siseo—: Ni se te ocurra prohibírmelo. Por tu bien, ¡ni se te ocurra!

Salgo de la casa. Nadie me sigue.

La pobre Simona intenta convencerme de que me quede, pero sonriéndole le indico que estoy bien, que no se preocupe. Cuando llego a la verja y salgo por la pequeña puerta lateral, Susto viene a saludarme. Durante un rato camino por la urbanización con el perro a mi lado. Le cuento mis problemas, mis frustraciones, y el pobre animal me mira con sus ojos saltones como si entendiera algo.

Tras un largo paseo, cuando vuelvo a estar de nuevo frente a la verja de la casa, no quiero entrar y llamo a Marta. Veinte minutos después, cuando casi no siento los pies, Marta me recoge con su coche y nos marchamos. Me despido de Susto. Necesito hablar con alguien que me conteste, o me volveré loca.


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