355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Caridad Bravo Adams » Juan del Diablo » Текст книги (страница 6)
Juan del Diablo
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:40

Текст книги "Juan del Diablo"


Автор книги: Caridad Bravo Adams



сообщить о нарушении

Текущая страница: 6 (всего у книги 18 страниц)

–¡Renato, mira lo que dices! ¡Me empujas a perder la razón!

–No lo creo. Pero, en último caso, no hay cuidado; ninguna de tus locuras será contra ti misma... eres demasiado egoísta.

–¡Me insultas! ¡Eres el último de los miserables!

–¡Mejor entonces si te libras de mí! Buenas noches...

–¡No... no vas a irte así!

–Me iré, hagas lo que hagas y digas lo que digas. No me interesas ya, Aimée. ¿Entendiste? Siendo de ti, todo me da lo mismo. No te molestes más por mí. Y ahora, con tu permiso, voy a decirle adiós a mi madre. —Y alejándose, alza un poco la voz—: ¡Bautista! ¡Bautista...!

–¿Llamaba el señor? —pregunta el interpelado, acercándose a Renato.

–¡Que me esperen con el caballo al pie de la escalera de la galería!

Renato ha dado sus órdenes en tono imperioso, y acto seguido se aleja con pasos rápidos, dejando confuso a Bautista, que sale de su abstracción ante la llamada de Aimée:

–¡Bautista... Bautista...! ¡Hace dos horas que estoy llamando a gritos! ¡Mi caballo, en seguida!

–¿Su caballo... su caballo? —balbucea Bautista profundamente sorprendido—. ¿La señora quiere decir...?

–Quiero decir que hagas ensillar mi caballo en el acto; el mío, el que ayer te tomaste el atrevimiento de montar sin mi permiso. Que lo ensillen en el acto. Quiero que esté al pie de la escalinata antes de que Renato se haya ido.

–Dios mío... Dios mío... ¿Qué va a pasar aquí? —se lamenta Bautista, alejándose para cumplir las órdenes recibidas.

–¡Ana... Ana...! Corre al cuarto de doña Sofía y dile que voy a salir a caballo... que voy a salir acompañando a mi marido, porque tengo perfecto derecho a ir con él y a seguirle.

–¿Y si está dormida?

–La despiertas, gritas, armas el mayor escándalo que te sea posible. Pero no estará dormida, porque Renato está allí...

–¿El amo Renato? ¿Y delante del amo Renato voy yo a decir...? —se extraña, llena de confusiones, la mestiza.

–¡Que te oiga él es lo que quiero! Dile que dije que iría con él de todas maneras, que no me importa morirme... ni tampoco que se pierda mi hijo... Quiero que todos lo oigan, que todos lo comenten... Golpea fuerte la puerta, y díselo a gritos, ¿entendiste? ¡A gritos...! ¡Corre ya...!

De un empellón la ha obligado a salir. Con la rapidez que le presta la ira, Aimée se echa la falda de montar sobre el traje que lleva, se calza las pequeñas botas y, empuñando la fusta, corre a la galería, para volverse con gesto furioso. Y como si aún Renato estuviese allí, amenaza:

–¡Aún puedo hacer algo que te moleste, Renato D'Autremont, aun puedo tener el desquite de hacerte sufrir!

Renato no ha reprimido el gesto de disgusto que le produce la presencia de Yanina, al pisar las habitaciones de su madre. Casi sin mirarla cruza la galería, deja atrás el gabinete de muebles desvaídos, y se asoma impaciente a la lujosa y anticuada alcoba... Como una sombra le ha seguido la doncella nativa, que explica:

–La señora ha salido, a ido a oír la misa de alba que cada día cinco hace decir en la Ermita de allá arriba, por el alma del amo don Francisco. La señora es muy reservada y hace muchas cosas así...

–Efectivamente, mi madre es muy reservada pero ya veo que no tiene reservas para ti.

–¿Le molesta a usted, señor Renato? Ya sé que he tenido la desgracia de desagradarle y que le ha pedido a la señora que me despida, pero la señora no deseó hacerlo y no lo hizo. El señor es muy cruel conmigo... me odia como si yo fuera la culpable de lo que le pasa. Y yo podría jurarle, que daría la sangre de mis venas, que daría la vida por...

Dolorida, ofendida, herida en lo más íntimo, ha retrocedido Yanina, oprimiendo contra su pecho aquel frasco que oculta en sus vestidos: el brebaje diabólico que en vano busca ocasión para usar, el último recurso que Kuma pusiera en sus manos... Y en los ojos de Renato se enciende como una llamarada de cólera violenta:

–¡Basta... basta! Estoy harto de tus manejos. No se da un paso en esta casa sin tropezar contigo. No conozco nada más odioso que una sirvienta entrometida, y tú eres peor que eso. ¿Cuándo vas a dejarme en paz? ¿Cuándo vas a no ocuparte más de mí?

–¡Es usted el más ingrato de los hombres! —estalla Yanina, roto ya el freno de la compostura—. Todo lo que le pasa, todo, lo tiene perfectamente merecido.

–¿Qué...? ¿Qué quieres decir?

–¡Lo que he dicho! Peor para usted si no lo entiende. Todo el mundo lo sabe, menos usted mismo... ¡Suélteme... déjeme salir! ¿No quiere que me vaya? ¡Pues me iré ahora mismo... me iré a donde no vuelva a verme nunca!

–Ahora no te vas sin decirme lo que empezaste. Acaba, habla, dilo todo. Vomita de una vez el veneno que tienes dentro, escupe la hiel que destilas... ¡Dime qué es lo que me pasa, qué es lo que saben todos! ¡Habla de una vez o...! —En el forcejeo en que se hallan trabados, ha caído al suelo, estrellándose, el frasco que Yanina guardaba celosamente en su pecho, y Renato pretende saber—: ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que tenías escondido?

–¡Suélteme... déjeme! ¡No era nada...! ¡Una medicina...!

–¡Mentira! Un brebaje inmundo. Seguramente, un bebedizo de hechicería. ¡Era lo único que te faltaba para estar completa! Con razón le dije a mi madre lo que le dije. Eres lo que siempre pensé, lo que me pareciste desde el primer día... Y ahora sí vas a irte, ahora saldrás de esta casa para siempre, y sabe que si engañaste a mi pobre madre, nunca me engañaste a mí...

–¡No! ¡A usted sólo lo engañó ella! —escupe Yanina furiosamente fuera de sí—. Ella... ella, sí. Pero a ella se lo perdona usted todo porque ella...

–¡Dios mío... Dios mío...! —la interrumpe Ana, que llega gritando. Y al ver a Renato, exagerando la farsa, exclama—: ¡Ay, señor Renato! ¿Dónde está la señora Sofía? ¡La señora Aimée va a matarse...! ¡La señora Aimée va a matar al niño!

Renato ha soltado violentamente las muñecas de Yanina para volverse hacia la torpe doncella que gesticula y grita. Un instante la mira sin comprender, aun tenso de indignación y cólera, contenido con esfuerzo el impulso de apartarla de un manotazo, mientras, libre de las manos que la sujetaban, Yanina aprovecha el momento de huir.

–¡Ay, señor Renato, no la deje ir! —clama Ana fingiendo que llora a gritos—. Dice que se va con usted a caballo, que no le importa matarse ni que se pierda el niño.

–Pero, ¿qué idioteces dices?

–Está como loca, mi amo. Ella misma se vistió, se puso sus botas, sus espuelas y su falda de andar a caballo, y mandó a Bautista que ensillara el caballo que la señora Sofía no quiere que ella monte nunca, y ahora... Pero dice que no le importa morirse, que no le va a hacer caso a nadie, a nadie... ni a usted tampoco, señor. Porque dice que usted la ha ofendido... Y ya va usted a ver cómo se pone la señora Sofía si se pierde el niño... Porque la señora Sofía...

Renato no ha esperado a oír más las estudiadas lamentaciones de la nativa sirvienta, con pasos rápidos sale en busca de su esposa, gritando:

–¡Aimée... Aimée...!

Aimée le ha oído, lo ha visto, pero no responde. Todo lo tiene previsto y medido, y vuela, más que corre, hasta el patio posterior de la casa, frente a cuya escalera aguarda ya ensillado el alazán de Renato... Ha saltado sobre la silla, dominando su momentáneo espanto, agarrándose a las crines al mismo tiempo que arrebata las riendas de manos de Bautista, el cual grita apurado:

–¡Señora Aimée! ¡Este es el caballo del señor! Un momentito...

–¡Suelta! ¡Suelta, imbécil...!

–¡Sujeta ese caballo, Bautista! —ordena Renato acercándose presuroso—. ¡Aimée... Aimée...! ¿Estás loca? ¡Vas a matarte de veras! ¡Sujeta las riendas! ¡No lo hagas galopar así! ¡Aimée...! ¡Pronto, otro caballo! —grita Renato—, ¡Esa estúpida va a matarse!

–Será peor si la persigue —advierte Bautista—. ¡Déjela, señor! ¡Si corre en otro caballo, detrás del alazán, hará que se desboque!

Renato ha corrido al encuentro del otro alazán, que apenas puesto el freno ha escapado de manos de los que pretendían ensillarlo, y, agarrándose a las crines, salta ágilmente sobre el lomo desnudo... Golpeando con furia a su montura, sueltas las bridas, hace volar al noble bruto, tras aquel otro caballo del que ya sólo una nube de polvo se divisa por el camino de la montaña...

En la puerta misma de aquella Ermita, mandada construir catorce años atrás, allí donde los ásperos cerros se dividen para formar el desfiladero, doña Sofía se ha detenido, sobrecogida como por un presentimiento. Ha terminado aquella misa que hace decir para escucharla a solas, como un postrer tributo al que fuera en vida señor de Campo Real... Apenas una vieja vecina rezadora, el encargado de la limpieza y el muchacho que hace de monaguillo, han asistido junto con la pálida y severa señora... Ahora, todos se han ido. Ella está sola, temblando sin saber por qué, mirando sin acabar de comprender lo que sus ojos ven, mientras el sacerdote, llegando sólo para ese día, se acerca a ella e inquiere con gesto de extrañeza:

–Doña Sofía, ¿qué ocurre allí?

–Yo misma quisiera saberlo. Padre... Corre un caballo... Sube la cuesta a galope tendido... ¿Ve aquella nube de polvo en el camino de los cafetales? Es un caballo que parece correr desbocado...

–Y el jinete... el jinete juraría que... Sí, efectivamente... Es una dama... es una mujer la que va montada en ese caballo... ¿No ve usted la falda, doña Sofía?

–¿Una mujer? ¡Pero no es posible! A menos que Mónica...

–Mónica está en su convento, doña Sofía —advierte el Padre Vivier—. Pero esa falda... Acaso su nuera...

–Tendría que estar loca... Mi nuera aguarda un hijo...

–El caballo parece ser de mucho brío. Sea quien sea, es una verdadera locura... ¡Oh, mire, otro caballo! Otro jinete... ¡Allí...!

–Sí... Parece que la persigue... ¡Es Renato! ¡Es mi hijo! ¡Quiere cerrarle el paso! ¡Mírelo! ¡Se ha metido a campo traviesa por los sembrados!

–Pero ella lo esquiva... ¡Oh, qué locura! Ha tomado, la ladera de los riscos... Pero, ¿qué es esto? ¡Tiene que haber perdido la razón para...!

Han corrido hasta donde la roca cortada a pico es como una terraza sobre el abismo... Ya todo está lo bastante cerca para que puedan verlo los ojos desorbitados de Sofía...

–¡Aimée...! ¡Es Aimée, sí! ¡Ha soltado las riendas, Padre! ¡Mire... Mire... No puede dominar el caballo! ¡Se abraza al cuello, se agarra a las crines! —gritando desesperada, exclama—: ¡Alcánzala, Renato, sujeta ese caballo, detenlo...! ¡No lo dejes seguir, córtale el paso... córtale el paso...! —Un verdadero aullido de espanto es el que brota de su garganta, al advertir—: ¡Se va por el lado del precipicio...! ¡Oh...! ¡Renato... Renato...!

Al borde de los riscos, contenido milagrosamente por un brutal tirón de las riendas, que hacen doblar sus cuartos traseros, Renato ha detenido al alazán que monta, saltando a tierra con un impulso de horror, para asomarse tembloroso al fondo del abismo...

A lo lejos, el valle entero de Campo Real parece hervir. Por todas partes, de todos los caminos surgen rostros oscuros, se alzan cabezas estremecidas, se agitan cuerpos sudorosos, corren pies apresurados... Todos los ojos tratan de ver, todos los pasos van al mismo sitio: la desnuda montaña del desfiladero, la pared de riscos cortada casi a pico, el borde de aquellas rocas erizadas como puñales, frente a las que, como si también fuese de piedra, Renato D'Autremont quedara detenido...

–¡Renato... Renato...! —llama doña Sofía, acercándose alteradísima en compañía del sacerdote.

–¡No mires, madre, no mires!

Renato ha sujetado a doña Sofía, empujándola hasta las manos del sacerdote, que también la sostiene, y otra vez se inclina con el horror reflejado en su pálido rostro... Ramas rotas, arbustos semiarrancados, piedras arrastradas en la caída de los dos cuerpos que rodaron por allí, y en el fondo espantoso, contra el reborde inaccesible, una sangrienta masa inmóvil...

–¡Bautista... Bautista...! —llama Sofía, desesperada—. Busca cuerdas... escaleras. Llama gente. Hay que bajar ahí... puede que aún viva...

–No, madre, es imposible, no puede vivir... ¡Nadie puede estar vivo ahí...!

–De todas maneras, hay que bajar. Es una D'Autremont. Su cuerpo no puede quedar ahí... su cadáver no puede pudrirse como el de un animal, en el fondo de esos riscos. Iba a darte un hijo, Renato, iba a darte un hijo... ¡Tiene derecho a sepultura cristiana, cuando menos! ¡Hay que rescatar su cadáver!

–Tienes razón, madre. Bajaré yo mismo.

Largas horas ha durado el rescate... Desde lo alto de las montañas del desfiladero se ve al sol hundirse en el mar como un disco de cobre hecho ascua viva. En camilla de ramas van los despojos fríos de la que fuera belleza espléndida, y sobre el rostro desfigurado y rígido tiende su velo fúnebre la mantilla de blondas que en un último gesto de piedad extendieran las manos de Sofía... Ahora, las cumbres quedan silenciosas; aquel hervir de rostros oscuros y de cabezas estremecidas que trepó la montaña, marcha apretado y silencioso hasta la suntuosa morada de piedra y mármol, y la negra resaca va lentamente llenando los jardines, envolviendo las amplias galerías. Sólo una mujer no ha marchado detrás de todos, sólo una figura temblorosa se asoma una y otra vez al borde del abismo, sólo unos pies tuercen el rumbo para llegar hasta la puerta de la casucha medio en ruinas, donde otra mujer color de ébano aparece aguardarla, inmóvil y rígida tras la puerta desvencijada. Y frente a ella se doblan sus rodillas como si obedecieran a un rito, y se extienden sus manos en ademán de súplica infinita:

–Kuma... Kuma... Ella está muerta... Iba a morir y tú lo sabías. Tú viste sangre en el camino, sangre en la casa D'Autremont. Tú sabes, tú puedes, tú tienes poder, Kuma, ayúdame... ¡Sálvame a mí!

Yanina contempla el rostro de Kuma, negro como la sombra; sus pupilas, prendidas en un brillo de alucinación, acaso de locura; sus gruesos labios, que muestran al abrirse los dientes blanquísimos, única luz entre tanta penumbra, cuando susurra:

–Malos presagios para la casa D'Autremont...

–Malos presagios, sí —acata Yanina aterrada—. Ya los vaticinaste, ya se cumplieron... ¿Es que no sabes? ¿Es que no entiendes lo que te digo? ¡Ella está muerta! Dijiste que alguien moriría, que habría sangre...

–Sangre en las piedras del desfiladero, como cuando murió el amo don Francisco... Pero él no cayó allí; quedó al borde de los peñascos... Mis ojos lo vieron... mis ojos, que tantas cosas han visto... Y escuché al amo renegar, maldecir, y luego suplicar como un niño. Él murió lentamente; ella, de golpe, como el árbol que troncha el ciclón... Pero es lo mismo... Hay sangre en las piedras del desfiladero... Empieza a cumplirse lo que vi temblar en el humo... Pero todavía no es nada... Falta mucho más... Mucho más... Yo lo vi claro... Vi el Valle de Campo Real en ruinas, vi romperse la tierra, vi vomitar fuego las montañas, vi hervir el mar...

«Corría... corría... iba a hacer una burla, pero encontró la muerte... Estaba marcada por un sino, el sino negro de los D'Autremont. Por eso resbalaron las patas del caballo, por eso rodó al fondo del abismo, ese abismo que un día ha de abrirse para tragárselos a todos... Como partida por un rayo se abrirá la montaña, y saldrá del corazón de la tierra una nube negra, mortífera...

–¡Basta ya! Vuelve en ti; estás delirando. ¡Abre los ojos, Kuma, mira... mira! ¡Kuma... Kuma, estás loca...!

Desesperadamente ha ido Yanina hacia la oscura profetisa y con manos trémulas la sacude, la zarandea con el brutal impulso de su angustia, clavándole las uñas en la oscura piel, y al fin la extraña mujer se estremece como si despertara, y de sus ojos se desvanece la visión de horror. Ya es otra vez la vieja curandera, astuta conocedora de todas las yerbas del monte, la sierva de los D'Autremont a quien también llega la consternación de todos:

–Yanina, ¿qué quieres? Ahora ella está muerta... se apagó el sol que te oscurecía...

–¡Pero el amo Renato no querrá verme más! Me desprecia, me aborrece, y todo por ti, por ti... por el bebedizo que me diste, por el frasco que se rompió a sus pies... Pero tú tienes poder, Kuma, tú viste el porvenir... Por eso vine a buscarte, porque creo en ti... ¡Ayúdame, Kuma, dame un amuleto, haz una oración por mí! Tengo que volver...

–No vuelvas... Olvídalo... no te acerques a él, o compartirás su negro destino. Antes dijiste que eras mi amiga, que creías en mí. Si es cierto, sigue mi consejo: toma el primer camino que te aleje de Campo Real, y olvida a tu amo. ¡Olvídalo!

–¡Más fácil sería olvidarme de mí misma! Preferiría secar la sangre de mis venas, arrancarme la piel, que mis ojos no vieran más luz del día... Tú puedes hacer que me ame... Antes lo dijiste: se apagó el sol que me oscurecía. Ella encontró la muerte...

–Sí, encontró la muerte... por jugar, como tú, contra su destino... Encontró la muerte, porque alguien empujó su caballo... Por última vez te lo digo: apártate de Renato D'Autremont, su nombre está maldito...

Lentamente, Renato D'Autremont ha alzado la cabeza, mostrando la ancha frente largo rato abatida entre las manos... Desde que regresara tras el cuerpo muerto de Aimée, se ha refugiado allí, en el fondo de aquella biblioteca donde cuatro generaciones de D'Autremont amontonaron papeles y libros... Como un animalejo en una cueva, se ha hundido en la vieja butaca que fuera de su padre, y ha quedado inmóvil como si buscase, en el fondo de los horribles acontecimientos, una razón que ante sí mismo le justifique. Aun lleva las ropas sucias y desgarradas con que descendiera hasta el mismo fondo de la grieta, desgarrándose las manos por las paredes cortadas a pico, haciendo por la mujer muerta lo que no hubiese hecho por la mujer viva. Ahora, por primera vez, busca en los ojos del antiguo servidor apoyo y simpatía, aunque su largo silencio le impacienta...

–¿Qué quieres, Bautista? ¿Qué vienes a decirme? Si es un recado de mi madre, dile que no me hallaste.

–Venía sólo a saber si el señor quería bañarse y vestirse. Han empezado a llegar gentes. Un jubileo se volvería esta casa si la señora no hubiese dicho que ya no quería avisar a nadie. No quiere que venga gente de Saint-Pierre a opinar y a decir cómo fue y por qué fue el desgraciado accidente.

–Sí... Mi madre está en todo. Supongo que debo estarle enormemente agradecido, y que debo estimarle el favor de no haberme hecho hasta ahora ningún reproche.

–Las cosas son tal como se las pintan, y, por mi parte, puede el señor estar tranquilo. De mi boca no saldrá una palabra que no deba salir. Fiel como un perro... y llegó la hora de probarlo. Los D'Autremont pueden contar conmigo y con las gentes que yo he traído aquí... El momento es amargo para el señor, pero no quisiera dejarlo pasar sin decirle que también la pobre Yanina es fiel a esta casa, y lo será siempre... Ella me dijo que usted la había despedido definitivamente, que la había arrojado de aquí...

Un recuerdo, que es como un chispazo, se enciende en la atormentada mente de Renato. Ha recordado las últimas palabras de Yanina, la violenta escena en que la despidiera, aquella frase una vez más trunca: la posible revelación de aquel delito que todos, menos él, sabían. Y con repentina impaciencia, se alza, tomando el brazo de Bautista:

–Haz venir a Yanina. Búscala... llámala... Pronto, la necesito... ¡Tráemela, Bautista!

—¿El señor me ha mandado llamar? Yo ya me iba. El señor me echó antes y...

La mano de Renato, fina y firme, ha caído sujetando el delgado brazo... Sus labios se aprietan hasta ser sólo una línea roja sobre el rostro extraordinariamente pálido, en las pupilas verde-azules hay una chispa penetrante que al investigar parece que adivinan.

–Te he mandado llamar para que hables, Yanina. ¡Por la primera vez estoy dispuesto a escuchar lo que nunca te quise oír! Di cuanto sepas de ella... dilo, pero dilo sin ninguna vacilación, sin una sombra, sin una duda, sin una mentira. No calumnies a la que ya ha pagado con su vida sus posibles crímenes, porque es la tuya la que ahora está en juego. ¡Habla, Yanina, habla! ¡Dijiste que a ella se lo perdonaba todo... todo... todo...! ¿Qué es lo que tengo que perdonarle?

¿Por qué tiembla Yanina? ¿Por qué, bajo la presión de aquellos dedos duros y finos, se estremece su carne como bajo un tormento inefable? ¡Cuánto ha anhelado estar así, cerca de él, muy cerca, bajo el fuego de aquellas pupilas! ¡Cuántas veces se ha mordido los labios hasta hacerlos sangrar, para no gritarle a Renato D'Autremont cuanto sabe de Aimée, cuanto han visto sus ojos, cuanto han escuchado sus oídos! Pero ahora tiembla hasta doblársele las rodillas, y la voz, en su garganta, es un susurro al decir:

–Pero... ella está muerta, señor... Yo no debo decir...

–¡Te estoy ordenando que hables, Yanina! —se enfurece Renato.

–Ahora no puedo, señor —protesta Yanina con voz trémula—. Ahora, ella está ahí, sobre la colcha de raso de su cama de novia... Rígida, fría... Su cuerpo, al caer, fue desgarrándose en las rocas... Su hermoso cuerpo blanco...

–Sí... Sí... —se exaspera Renato—. Ya sé que está ahí... Ya sé que mirarla da horror... Pero, ¿no comprendes que, por lo mismo, necesito saber? ¿No comprendes que pienso que bien puedo ser yo quien la hice morir? ¿No lo has visto? ¿No lo has oído? Las medias palabras, las miradas recelosas... ¿No has visto que el padre Vivier me esquiva, que mi propia madre evita mirarme, que hasta mis criados se alejan de mí? ¡Fue por culpa mía...! Ahora todos lo dicen en voz baja; pronto, tal vez lo griten y tendré que oírlo. Pero quiero que, al menos en mi conciencia, no resuene ese grito... Quiero saber que fue mala, que fue traidora, que fue desleal...

–¡Lo fue, señor, lo fue!

–¿Estás segura? ¿Lo sabes bien? —persiste Renato, acorralando a la mestiza con sus preguntas—. ¿Por qué no me lo dices? ¿Qué es lo que, según tú, todos murmuran? ¿Qué es lo que saben todos, menos yo mismo?

–¡Renato... hijo...! —llama Sofía que, al buscarlo, se acerca, y sorprendida al principio y severa en seguida, exclama– ¡Oh! ¿Qué haces aquí, Yanina? ¿No hay nada que hacer en la casa? Te di una tarea para cumplir... Ve a lo que te he mandado. ¡Ve inmediatamente!

–Yo la mandé llamar, madre —intercede Renato—. Necesito hablar con ella... ¡Espera...!

–No esperes... ¡Ve! —ordena autoritaria Sofía. Y suavizándose al dirigirse a su hijo, explica—: Si tú necesitas hablar con alguien, hijo, que sea conmigo...

–¿No comprendes, madre? —se desespera Renato—. Necesito saber...

–Sabrás, pero no de labios de Yanina. No es digno de ti. Sabrás, para que no te falten las fuerzas; sabrás, para que tengas todo el valor y toda la serenidad que necesitas, para que puedas levantar la frente cuando la calumnia quiera herirte o cuando te echen en cara lo que hiciste...

–¿Qué? Yo no quise...

–Ya sé que no quisiste; ya sé que sólo tratabas de detenerla, de impedir el accidente que ella buscaba premeditadamente, que ella había preparado y urdido... Tú querías cerrarle el paso... A campo traviesa corriste atravesándote en el que ella había pensado seguir, y entonces aflojó las riendas, se agarró a las crines, perdió la cabeza, y la bestia, enloquecida, la llevó hasta el lugar más peligroso, donde halló la muerte...

–¡Madre, me estás acusando...!

–Te estoy diciendo lo que dirán los otros... lo que tu propia conciencia te dice ya... Y también te diré lo que quieres oír: No era digna de ti...

–¡Oh! Entonces, ¿tú sabes, tú sabías...?

–Sé que era interesada, ambiciosa, mezquina... Sé que se casó por cálculo, que nunca te quiso; que no se detuvo, para defenderse, ni ante la calumnia ni ante la intriga... Era dura, insolente, liviana...

–¿También liviana? —se revuelve Renato con ira—. ¿Por qué no lo dijiste cuando vivía? ¿Por qué?

–Porque creí que iba a darte un hijo, y sólo por eso podíamos perdonárselo todo.

–¿Creías? ¿Creíste? Eso quiere decir... ¡Acaba, madre! ¡Dilo todo de una vez! Ese hijo... ese hijo, ¿de quién era?

–De nadie, Renato... ese hijo no existía... Lo inventó para asegurar su posición en esta casa, para que yo la defendiera aun contra ti mismo. Seguramente confió en que su mentira se volvería realidad. Para lograrlo, te buscó inútilmente...

–Pero, ¿cómo supiste? ¿Quién te dijo...?

–El médico que vino para certificar su muerte... Lo obligué a comprobarlo... Se lo exigí. Quería saber la verdad, era preciso... No habría podido volver a mirarte, no hubiera podido acercarme a ti con la duda de que en el fondo de aquel abismo se extinguía también aquella vida latente que era mi última ilusión. Quería estar segura, y acaso hubiera llegado a maldecirte... Menos mal que Dios no lo quiso; que, al fin, tuvo piedad de mí...

Un instante ha vacilado Sofía, como si de repente le faltaran las fuerzas. Sus manos crispadas se aferran al borde de la mesa cargada de papeles y libros, y un sollozo escapa de su garganta, mientras Renato la contempla sereno y sombrío, al afirmar:

–Sólo quiero saber toda la verdad, madre... Hay algo más, estoy seguro. Antes dijiste que era liviana... ¿Por qué lo dijiste? No la maté queriendo; pero quiero, exijo saber si hubiera tenido el derecho de matarla. Si tú no lo sabes, preguntaré a los que lo sepan, obligaré a que hablen las que callan: Yanina, Ana...

–Basta, Renato. Ahora no puedes hacer nada de eso... Ahora nos quedan muchos deberes que cumplir, y vamos a cumplirlos. Ven conmigo...

7

SOBRE LA COLCHA de raso de su lecho de novia, vestida con aquel blanco traje de encaje chantilly que Sofía D'Autremont hiciera llegar para ella desde Francia, cruzadas las manos sobre el pecho en un último gesto de falsa devoción, Aimée de Molnar parece, más que muerta, dormida... Una extraña paz ha caído sobre su rostro helado. Las hábiles manos de Yanina han arreglado sus negrísimos cabellos, disimulando aquella horrible herida que va de la frente a la mejilla, y, poco a poco, de todos los rincones del valle van llegando para ella las flores más lindas. En el salón esperan los grandes candelabros de plata, el catafalco solemne, la caja forrada de brocado, los enormes cirios... Y toda la casa va llenándose de aquel olor a incienso, a cera y a espliego que mata el olor pagano de las rosas, y aquel perfume a nardos de que están impregnados sus vestidos...

Yanina parece estar sola en aquella estancia... Sola frente al cadáver de aquella mujer tan profundamente aborrecida... Pero otra sombra se mueve en un rincón, otra oscura cabeza se estremece como al impulso de sollozos ahogados, y a ella van, sagaces y crueles, los ojos de Bautista, al preguntar en voz baja y mal intencionada:

–Es Ana, ¿no? Ya puede llorar todas las lágrimas de su cuerpo... Mucho va a echar de menos a la señora que la protegía...

–Déjala en paz, tío —casi suplica Yanina—. ¿Qué va usted a hacer con ella?

–Yo no... el amo... Oí hablar al amo con la señora Sofía, y no le arriendo la ganancia a esa maldita. Ahora, ven conmigo... Te necesitan en el salón...

Ana ha alzado, temblando, la oscura cabeza... Desde el rincón en que se oculta, ha visto, ha oído... Sin levantarse, como un animalejo, se arrastra hasta la puerta; con ojos agrandados de espanto mira alejarse las sombras de Bautista y de Yanina, y con voz ahogada de terror murmura como para sí:

–¡Van a matarme... Van a matarme a mí también!

Sus rizados cabellos se erizan, sus mejillas tienen un gris color de ceniza... No hay nadie en el pasillo ni en la galería... Del salón llegan ruidos apagados, se escucha rosar de carruajes sobre las enarenadas veredas del jardín... Conteniendo el aliento, Ana gana la escalera más próxima; adherida al muro, ahogando con la mano el sollozo que pudiera escapársele, se aleja sin ser vista, llega al primer macizo de arbustos, aguarda unos instantes, mientras el corazón se desboca, y corre al fin, enloquecida, con toda la fuerza del instinto.

—La aguardaba, Sofía. La aguardo desde hace varias horas. Llegué a pensar que se había usted olvidado de mí...

La noble figura del sacerdote, que va a su encuentro, ha estremecido a Sofía D'Autremont con el escalofrío de una nueva angustia. Hace horas que le esquiva... Casi había llegado a olvidarle unos momentos antes, o al menos pensar que era más fácil evadirle... Pero le basta hallarse frente a aquella mirada penetrante, frente a aquel rostro enérgico, ahora contenido y sombrío, para medir la dura lucha que se avecina, e intenta disculparse:

–Dispénseme, Padre Vivier... He tenido que dar tantas órdenes, que resolver tantos pequeños problemas...

–Son los grandes problemas los que deberían ocupar en estos momentos toda su atención, Sofía, y yo habría podido ayudarle. ¿Por qué me ha retenido inútilmente entre estas cuatro paredes? Si me hubiera dejado partir a tiempo, las Molnar ya podrían haber venido... ¿Por qué se empeña en retrasar lo inevitable?

–Y usted, padre, ¿por qué quiere aumentar el tormento de mi hijo?

–Cuando las cosas son precisas, vale más afrontarlas cuanto antes, y el mayor tormento que en estos momentos puede tener Renato D'Autremont es su conciencia misma. Su imprudencia, si fue imprudencia realmente, tiene verdaderos ribetes de crimen... Y si fue algo más... Los celos, la soberbia, la ira, son pecados mortales, señora... Desdichada el alma que entre ellos se agita, infeliz el corazón que busca el orgullo como escudo...

–Le ruego me haga gracia de sus sermones en este momento, Padre. Estoy desesperada...

–Lo comprendo así... Sé lo que el corazón de una madre puede llegar a sufrir, pero también sé que el camino del deber, por estrecho que parezca, es el único que puede seguirse... ¿Dónde está Renato?

–No le hable ahora, se lo suplico. No puede más... Se siente como enloquecido. Tiene usted razón al decir que el mayor tormento que puede sufrir, ya lo está sufriendo en su conciencia. Hay que tener piedad de él, Padre, hay que ayudarle en estos momentos... ¿Cómo piensa usted que puede sentirse después de haber bajado al fondo de aquella grieta, de haber rescatado por sí mismo el cuerpo de su esposa? La presencia de las Molnar será terrible para él...

–Ya no pueden tardar, ¿verdad? ¿A qué hora envió el mensajero?

–Padre Vivier, creo haberle dicho ya que consideraba suficiente con que recibieran el aviso mañana —explica Sofía refrenando su impaciencia a duras penas—. La presencia de ellas aquí...


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю