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Juan del Diablo
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:40

Текст книги "Juan del Diablo"


Автор книги: Caridad Bravo Adams



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–No puedo reflexionar ni descansar... No puedo cruzarme de brazos...

–¿Y no se da cuenta que esa pública manifestación de interés por su cuñada...?

–¡Mónica es la mujer a quien amo! ¡No la dejaré, no la abandonaré en brazos de otro! ¡A sangre y fuego, si es preciso, he de arrancársela! Son inútiles sus consejos, señor gobernador...

–Ya lo veo. Bien comprendo la angustia de su madre... No desmiente usted la casta, Renato...

–¿Qué quiere decir?

–Un día vi a su padre tan exaltado casi, casi como está usted en este instante, por una mujer tan fascinadora como seguramente es esa Mónica de Molnar, a quien no tengo el gusto de conocer... Gina Bertolozi era una espléndida belleza italiana... Perdóneme si al nombrarla le recuerdo algo que parece haber olvidado. El hombre con el que quiere usted acabar a sangre y fuego...

–No he olvidado ese lamentable capítulo de la historia de mi padre —afirma Renato con ira y desdén—, pero nada me importa, como a él entonces no le importó nada...

–No es lo mismo, Renato —rebate el gobernador con gesto severo—. El hombre a quien su padre infamaba, no llevaba su sangre.

–No estoy infamando a nadie. Mónica no ha sido jamás la verdadera esposa de Juan. El pretendido matrimonio es sólo una farsa, y muy pronto tendré la anulación del mismo en mis manos. Es el único plazo que aguardo para hacerla mi esposa. Por eso pido, por eso reclamo de usted el apoyo... No el apoyo: la justicia... la justicia seca y llana... Que se domine a ese rebelde, que se le detenga, que se le obligue a dejar en libertad a la mujer a quien, sin verdaderos derechos, guarda poco menos que secuestrada.

–Tengo entendido que la señora Molnar se ha declarado varias veces, públicamente, en favor de Juan del Diablo...

–¿Se burla usted de mí?

–No, Renato, no soy capaz. Sólo trato de obligarle a volver a la razón...

–¡Mi única razón se llama Mónica de Molnar, y cuando lo proclamo de esta manera es porque tengo todos los derechos morales!

–Cuando tenga, además, los derechos legales; cuando cuente al menos con esa anulación de matrimonio que está aguardando, puede volver a pedirme autoridad y soldados.

–¡No esperaré tanto! ¡Procederé antes por mis propios medios!

De pronto, se oyen unas detonaciones lejanas, como de un cañón de grueso calibre, y ambos corren hacia el balcón, abriéndolo de par en par. Con impaciencia, miran a una y otra parte. Todo está en calma hacia la negra punta del Cabo del Diablo. Por el Noroeste, un vaho rojizo cubre el cielo, una bocanada de calor asfixiante les pasa por el rostro, abrasante, y el gobernador comenta:

–No es nada... No ha pasado nada... Simples desahogos del Mont Pelée, a los que ya me han dicho que no les dé la menor importancia... Puede que se estropeen los sembrados más próximos al volcán, y hasta que llueva ceniza, pero de ahí no pasará...

–Muy seguro está usted...

–Me atengo a la opinión del doctor Landes, hombre de ciencia de fama mundial, que me ha tranquilizado totalmente a ese respecto. Por lo demás, le confieso que durante un instante tuve miedo... Creí que esos bergantes le daban a usted la razón haciendo cualquier disparate con el barril de pólvora de que se apoderaron...

–¿Y aun así, pretende usted esperar?

–Naturalmente. Y le aconsejo que usted haga igual. Pienso irme a Fort-de-France por un par de semanas... Allá tengo una linda casa de recreo, desde donde todas estas cosas se ven pequeñas y distantes... ¿Le gustaría acompañarme?

–Muchas gracias, pero, con su ayuda o sin ella, haré lo que tengo que hacer...

–Hace usted muy mal. No hay en el mundo una mujer que valga...

–¡Excepto la que muy pronto será mi esposa! —corta Renato en tono seco y áspero– Y no le molesto a usted más... Le deseo unas felices semanas de descanso, aun cuando a su regreso haya ardido Saint-Pierre de punta a cabo... Con su permiso...

El gobernador ha vuelto a asomarse al balcón y ha mirado hacia la negra y lejana punta del Cabo del Diablo... Con gesto señoril enciende un cigarrillo, mirando hacia allá... De repente, se vuelve a oír una sorda, larga y lejana detonación... El ruido inquietante ha parecido ahora correr bajo la tierra, estremeciendo a la ciudad... Otra bocanada de hollín parece romperse en el aire. Como espantada, cruza, volando hacia el mar, una bandada de pájaros, y una lluvia finísima cae blanda, como copos de nieve, sobre los techos y las calles... El gobernador general de la Martinica extiende la mano recibiendo en ella aquella especie de lluvia extraña, seca y fina, que se deshace en sus dedos, y comenta despectivo:

–Ceniza... Estropeará los jardines... Es una verdadera lástima... En fin, ya vendrán las lluvias de mayo...

Y aún se queda un instante mirando a la ciudad, como él, dichosa y confiada...

—Juan, ¿te has levantado?

–Sólo un rato, y creo que ya era tiempo... Cuidé demasiado mi herida, Mónica...

Despacio, con un ritmo distinto al acostumbrado en él, ha llegado junto a Mónica, que sorprendida le sale al paso al verle aparecer en el cruce de caminos, y su mano se extiende un instante como si buscase el apoyo de las rocas... Su rostro menos tostado, blanqueado por la palidez, tiene ahora un sello de severa nobleza. Todavía el brazo izquierdo descansa en el chal de seda doblado que lleva a modo de cabestrillo, y abultan bajo la camisa blanca los vendajes...

–Pero, ¡qué locura! Pensé que estarías un rato al sol, luego...

–Hizo falta mi presencia allá abajo, Mónica. Esas pobres gentes sufren... Me hablaron de tu visita, de tus regalos de provisiones...

–No me pareció justo acaparar, yo sola las galletas y el pan, especialmente habiendo heridos...

–En un día devoraron lo que a ti te hubiera bastado para una semana...

–¿Qué más da? Puedo comer pescado, como lo comen los otros...

–Ya sé que no le faltan nunca razones a una generosidad como la tuya... También sé que curaste a los heridos... El hermano de Martín, casi moribundo, está ya sin fiebre...

–Sólo tenía la herida infectada... Le vendaron con trapos sucios... No pensé que les estaría de más, a las mujeres de la aldea, aprender la utilidad de agua hervida, de los vendajes relativamente esterilizados...

–Has hecho mucho por todos. Tu nombre está, entre bendiciones, en todos los labios...

–Les debía algo, Juan. ¿Crees que no sé que mi presencia ha empeorado la situación de ustedes? El desdichado incidente, cuando Renato vino a buscarme, provocó las heridas de esos hombres. Aunque en forma indirecta, me considero responsable...

–Ya... ¿Y responsable en forma directa...?

–Tú, Juan, tú... pero también por causa mía...

–¿Por qué no dices mejor que tu caballero Renato? —rebate Juan con ira.

–También él... aunque su intención no era mala. Si no hubiera sido por tu mal genio... ¿Qué razón podías tener para enfurecerte hasta perder la noción del sitio en que estabas? ¿Amor propio? No, mal genio...

–Ya sé que también has estado predicándole a los pescadores mansedumbre y amor a sus semejantes. Pero, ¿quienes son sus semejantes? ¿Esos miserables soldados que se convierten en verdugos para defender las bien repletas arcas de un usurero? ¡Bien merecido tenían que los hubieran hecho saltar en pedazos!

–¿Aprobabas tú ese plan? ¿Era cosa tuya?

–Demasiado sabes que no... Pero no por lo que piensas... Hubiera sido darle al gobernador pretexto para exterminarnos, para hacer volar a cañonazos el Peñón del Diablo, la aldea y la playa...

–¿Puede hacer una cosa así?

–Naturalmente que puede hacerlo. A veces me pregunto por qué no lo ha hecho ya... Acaso tu caballero D’Autremont interviene porque tú estás de este lado... ¿De veras no has vuelto a saber de él? ¿No has recibido ni un recado ni una carta?

–¿Por qué piensas que miento, Juan?

Juan se ha acercado a Mónica hasta tomar su brazo... Un instante, los fuertes dedos la oprimen en algo parecido a una ruda caricia. Luego, cae la mano desalentada, mientras él retrocede...

–Mónica, es preciso que tú salgas de esta trampa...

–¿Por qué yo? ¿Qué pasa?

–No es que pase nada, pero... —intenta tranquilizar Juan haciendo un esfuerzo. Y al oír murmullos lejanos que se van aproximando, ordena—: Vuelve a la cabaña...

–¿Por qué he de volver? ¿Qué es lo que está pasando? Parece que lloran, que lamentan algo... Voy a...

–¡No, Mónica, no vayas...!

Mónica le ha esquivado, corriendo hasta el reborde de rocas. La población entera de la aldea está allí congregada, abajo, donde descendiendo de la altísima montaña forman remanso los dos arroyos de agua dulce... Pero en este instante, no es agua lo que arrastra... Un fango espeso, de violento olor azufrado, que rueda lentamente dejando en la orilla cadáveres de peces y piedras volcánicas... Sin comprender, Mónica se vuelve a Juan, interrogante:

–¿Qué pasa?

–¿No comprendes? Esos arroyos son nuestro único abastecimiento de agua... Y mira el mar... mira la playa...

Han ido juntos unos pasos por el reborde casi impracticable. Temblando ya, Mónica se inclina, mientras la única mano de Juan la sujeta con angustia, al advertir.

–¡Ten cuidado! Puedes resbalar...

–Pero... la playa está llena de peces... Algunos saltan... Otros...

–Algunos agonizan; otros han muerto ya... ¿Te das cuenta? Están envenenados. Ese fango que arrastran los arroyos, y que seguramente otros ríos están arrastrando...

–¿Envenenados? ¿Han envenenado los arroyos? Pero, ¿quién? ¿Quiénes?

–Eso, Mónica... El volcán... ¡El viejo volcán que se despierta para escupir su maldición sobre el Cabo del Diablo!

Trémula de angustiada sorpresa, Mónica se ha vuelto para mirar el alto cono del volcán... Desde allí se ve aún más cerca que desde la ciudad de Saint-Pierre... Parece más siniestro el aspecto de sus laderas desnudas y escarpadas... Del extraño cráter escapan ahora pequeñas bocanadas de humo negrísimo y hay una fina línea candente que se desborda de uno de los costados hasta apagarse. Sus ojos se vuelven en interrogación asustada, hasta encontrar el rostro de Juan, sereno y grave...

–¿Qué pasa, Juan?

–Bueno... Pasar... pasar, sólo lo que estás mirando: el Mont Pelée se desborda en lava sobre los arroyos, sobre los ríos, y por el momento nos deja sin pescado y sin agua potable...

–Y puede venir un terremoto, ¿verdad?

–Puede venir, claro... No sería el primero ni el último...

–He oído historias terribles acerca de lo que puede hacer un volcán...

–Seguramente fue una erupción volcánica lo que sacó a la Martinica del fondo de los mares, y bien puede otra volver a sepultarla...

–¿Por qué hablas así, Juan? Se diría que te halaga esa idea horrible...

–No, Mónica, no me halaga... Aunque a veces, frente a la injusticia de los poderosos, frente al dolor y la miseria de los eternamente sacrificados, llegue a pensar que la naturaleza tiene razón en borrar al hombre de la superficie de la tierra... Míralos, Mónica...

Los dos han bajado juntos la cabeza para contemplar el doloroso espectáculo de aquel grupo desolado y miserable... Sombríos, los hombres aprietan los puños, y las mujeres, asustadas, lloran o abrazan a sus pequeñuelos... ingenuos y audaces, los muchachos mayores tocan con sus pequeñas manos negras los peces muertos inflados de fango...

–Estamos en el siglo veinte, en un mundo que se dice civilizado, y esos infelices puede que perezcan de sed y de hambre a las puertas mismas de una ciudad, porque la ambición de un usurero así lo ha decretado...

–¿Morir de sed y de hambre? —se asombra Mónica—. ¡Pero tú no puedes consentirlo!

–Di más bien que yo no puedo remediarlo...

–¡No, Juan, no! Estás ofuscado... Las autoridades no pueden ser tan inhumanas... Si nos diésemos por vencidos, si alzáramos bandera blanca...

–El gobernador no quiso oírme... Quiere decir que no admite una capitulación honrosa. Sólo rendirnos sin condiciones. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Te asomaste alguna vez a los calabozos subterráneos del Fuerte de San Pedro?

–Sí... Una vez me he asomado...

El recuerdo ha vuelto punzante... Un momento cree volver a ver aquella especie de cueva subterránea, y a través de los gruesos barrotes, que cerraban el único respiradero, otra mujer en los brazos de Juan: Aimée, su propia hermana. Mónica ha palidecido tan intensamente, que Juan sonríe haciendo un esfuerzo por bromear:

–No te preocupes tanto... A ti no van a encerrarte...

–¿Piensas que es por eso? ¡Qué lejos estás de mi corazón y de mi pensamiento, Juan!

–Efectivamente... Creo que muy lejos, aunque nos estrechemos las manos en este instante...

Juan ha oprimido en la suya la mano de Mónica, obligándola a acercarse más, comprendiendo que la ha herido con sus palabras, pero decidido a sostener el muro que entre ellos se alza, a apuntalarlo si es necesario, en aquella hora dura y amarga:

–Es mejor que estemos así, y que así nos mantengamos, Mónica.

–¿Puedo saber por qué, Juan?

–Porque comienzo a conocerte. Buscas los sacrificios, los echas sobre ti con el mismo empeño, con la misma ansia con que otros acaparan comodidades, honores o riquezas... No, Mónica... Tú debes salvarte... tienes que salvarte... Nada hay de común entre tú y...

–¿Qué vas a decir? ¡Acaba! Hiéreme de una vez con la ingratitud, con la crueldad de tus palabras... Recházame con la misma frialdad, con la misma dureza que me vienes rechazando...

–No, Mónica no hables de ese modo... ¡No me hagas flaquear! Esta no es tu batalla... Tú no tienes que sufrir con nosotros... Tu rango, tu nombre, tu casta te colocan al otro lado de la barricada. ¿Por qué loca casualidad estás aquí?

–¿Necesito decírtelo con palabras, Juan?

Juan ha creído adivinar, ha ido a estrecharla entre sus brazos, pero se contiene con violento esfuerzo, muerde furiosamente sus labios encendidos del ansia de aquel beso que no ha llegado a dar, mientras tensa de angustia aguarda Mónica la palabra que no llega... Como si rezara una letanía, responde Juan:

–No es este el momento en que podemos hablar de nuestras cosas, Mónica. No tengo el derecho de hacerlo, porque no me pertenezco... Me debo a estas gentes, a las que alcé en una rebeldía que por sí mismos jamás hubieran tenido... Si ese hombre que nos gobierna me hubiese escuchado, si entendiese que acepto entera la responsabilidad de todas las culpas, de todas las faltas, que me ofrezco yo solo como único y verdadero responsable...

–Juan... Juan... Dame un minuto de tu vida —ruega Mónica con angustia—. Hablemos de nuestras cosas un instante, sólo un instante...

–Pues bien... Yo...

Le ha interrumpido el horrísono estampido de tres o cuatro explosiones, seguidas del murmullo de voces y gritos de espanto. Corriendo a toda velocidad de sus piernas, sofocadísimo, llega hasta ellos Segundo, con la noticia:

–¡Lo hicieron, patrón, lo hicieron!

–¿El barril de pólvora? ¿Lo hicieron volar? —inquiere Mónica profundamente espantada.

–No... No... Ellos no... Fueron los otros, los canallas... —rectifica Segundo.

–¿Los otros? —duda Juan. Y violento, al oír otras dos o tres explosiones algo más lejos, apremia—: ¿Acabarás de hablar?

–Oiga... Mire... Están haciendo volar las rocas, abriendo esa zanja que nos deja totalmente aislados, cortándonos toda comunicación posible... ¡Es como si nos arrancaran de la isla, patrón!

Juan ha mirado con ojos que la cólera inflama... En un instante lo ve todo claro... Las explosiones, cada vez más lejanas, son como un cinturón de fuego que corre, cercenando el Cabo del Diablo, arrancándolo a la costa para convertirlo en una isla, ya que por la ancha brecha abierta se precipita rugiendo el mar. Espantados y enfurecidos, se acercan los hombres por todas partes, y es Segundo el que se queja:

–¿No se da cuenta, patrón? ¿No está mirando? ¡Lo hubiéramos evitado dando el golpe nosotros primero!

–No hubiéramos evitado nada... Nos habrían destrozado a cañonazos por tierra y por mar —responde Juan con una calma impregnada de amargura.

–Más hubiera valido morir peleando. Por lo menos, gastemos las balas que nos quedan en hacerles bajas... ¡Fuego! ¡Fuego!

Ciegos de rabia, los pocos hombres que empuñan armas de fuego han disparado contra los uniformes lejanos; pero Juan salta frente a todos, transfigurado.

A la voz de Juan han obedecido sus hombres... Bien a tiempo han buscado refugio tras las rocas, ya que, contra ellas se estrellan las descargas cerradas con que responden los soldados del otro lado de la zanja... Lentamente, Juan se ha alzado sobre el promontorio de rocas, y de una ojeada abarca el panorama... Por la ancha zanja abierta se precipita rugiendo un mar furioso, por todos lados hierven espumas alrededor del Peñón del Diablo... Es como si los hubiesen abandonado en un barco incapaz de navegar... Una mano suave se apoya en su brazo, y Juan se vuelve para clavar en el rostro de Mónica sus ojos que arden como ascuas...

–Tú tienes que salvarte, Mónica... Tú no puedes perecer aquí...

–No me salvaré sola, Juan. Correré la suerte de todos. Si hay algo que puedas hacer por todos, hazlo... Pero nada más, Juan, absolutamente nada más.

13

CONSTERNADA, INDIGNADA, TRÉMULA, incapaz de hablar, Sofía D’Autremont se aferra desesperada al brazo de Renato, tras oír de labios del Padre Vivier el relato de los horribles sucesos desencadenados en Campo Real. Apenas puede dar crédito a sus oídos, apenas puede su imaginación convertir en realidad lo que está escuchando, cuando una y otra vez se vuelve a su hijo, que escucha también, helado e inmóvil, como si fuese de mármol...

–Por desgracia, fui testigo de todo...

–Pero, ¿cómo? ¿Cuándo?

–Hace cinco días... Tres días y tres noches duró la locura colectiva que se apoderó de esos desdichados... Tres días destrozando, incendiando, destruyéndolo todo... asesinando a los pocos empleados fieles que trataron de impedir aquel horror... y en ese tiempo no nos fue posible abandonar el refugio de la iglesia. Estábamos extenuados cuando pudimos escapar y cruzar a pie los campos, sufriendo mil penalidades, hasta llegar a la finca más cercana...

–¿Y los soldados? ¿Y las autoridades municipales? —indaga Sofía escandalizada—, ¿Qué hicieron las autoridades de Anse, de Arlets, de Santa Ana, de Diamant?

–Por allí no llegó nadie. Campo Real es un reino aparte... Pero, ¿qué hubieran podido hacer? En cada una de esas poblaciones no hay más de una o dos docenas de soldados, y son varios miles de hombres y mujeres los que se alzaron en rebeldía en Campo Real...

–Entonces, ¿todo está aún en poder de esa chusma?

–Sólo la infeliz señora de Molnar, y tres de las sirvientas más antiguas, que escaparon conmigo, han traspasado, que yo sepa, los límites de Campo Real...

–¡Dios mío!.. Dios mío... ¡Es para perder la razón...!

–Calma, madre, calma. —aconseja Renato.

–¿Calma? ¿Calma? ¿Te atreves todavía decirme que tenga calma? ¡Hay que pedir policías, soldados, alguien que aplaste a esa canalla! ¡Hay que salir para allá inmediatamente!

–Sería muy peligroso... —señala el sacerdote.

–¡No importa! ¿Verdad que no importa, Renato?

–¡Irías a buscar la muerte, madre! —explica Renato.

–¿Iría? ¿Iría yo sola? ¿Quieres decir que tú no has pensado...?

–Sí, madre... Iré... Iré, pero no en este instante... He de esperar... No sé si horas o días, pero he de esperar... Hay algo que me importa más que Campo Real, más que nada... Alguien a quien, a cualquier precio, he de poner a salvo.

Sofía D’Autremont ha ido hacia su hijo, desesperada... Apenas ha dado crédito a sus oídos, escuchando el horrible relato del Padre Vivier... Apenas puede imaginarse lo que está pasando en su Campo Real... Es como si le hubieran anunciado que el mundo entero se hunde, acaba, estalla... ¿Cómo puede decir Renato que haya algo que importa más que Campo Real? A su consternación, a su espanto, sucede una ira violenta, una indignación sin limites, que repentinamente se vuelve contra el hijo de sus entrañas:

–¿Es que no comprendes? ¡La canalla está en nuestra casa, destrozan y arrebatan lo nuestro, destruyendo Campo Real, incendian, matan! ¿Entiendes lo que está pasando? ¿Concibe tu mente que esos perros, esa chusma inmunda...?

–Naturalmente que lo concibo... No es la primera vez que ocurren esas cosas en el mundo, mamá. En Haití, en Santo Domingo, en Jamaica...

–¡Lo único que tiene que importarte es que está ocurriendo en Campo Real! ¡A mí, a ti, a nosotros...! ¡Son nuestras tierras, es nuestra casa! ¿Qué tienes en las venas en lugar de sangre?

–Ya he dicho que iré en cuanto me sea posible...

–¡Pues yo voy a ir en este instante, aunque busque la muerte como tú pretendes! —Y alzando la voz, llama a gritos—: ¡Yanina... Cirilo... Esteban...! ¡Que enganchen al instante mi coche de viaje! ¡Que se dispongan a seguirme, en otro coche, cuantos criados leales haya en la casa! ¡Que carguen provisiones y las armas que encuentren!

–Sin embargo, Renato tiene razón, señora —interviene el bondadoso Padre Vivier—. Es una verdadera locura...

–¡Mamá... Mamá... Aguarda! —suplica Renato.

–¿A qué voy a aguardar? ¡Si esto hubiera ocurrido en tiempos de tu padre, si viviendo tu padre hubieran osado una cosa así, los habría sometido el solo a latigazos! ¡Pero tú... tú...!

–¿Yo qué, madre?

–¡No eres más que un cobarde! ¡Un monigote con quien las mujeres juegan a su antojo! ¡Indigno de tu nombre y de tu casta!

–¡Oh, basta! ¡Te juro que...! —salta Renato indignadísimo y fuera de sí.

–¡No jures nada! ¡Déjame salir! ¡Ábreme paso! ¡Seré yo... yo... tendré que ser yo la que...! —Sofía se ha detenido, como ahogándose, y de pronto cae al suelo.

–¡Madre... Madre...!

–¡No te acerques... no me toques...! —rechaza Sofía furiosa.

–¡Yanina! —llama Renato con ira contenida. Y al acercarse la interpelada, ordena autoritario—: Atiende a mi madre, llévala a su alcoba y que no se mueva de la cama. ¡Que no salga, aunque sea preciso encerrarla con llave!

–Renato... Renato...

–Le ruego que me deje en paz, Padre.

–No puedo hacerlo sin terminar de hablarle... Hay algo en que no le falta razón a doña Sofía... Hay que acudir a Campo Real, pidiendo antes auxilio a las autoridades... Hay que poner remedio... Aquello es el infierno, el caos... Claro que sólo por la fuerza será imposible, pero hay que buscar el medio... Acaso esas gentes, ya saciadas, escuchen a un intermediario. Le prometo quedarme junto a doña Sofía y tratar de calmarla; pero si usted fuera ahora mismo a casa del gobernador...

–Nuestro gobernador no está en Saint-Pierre —desprecia Renato con ira y sarcasmo—. Ha encontrado la fórmula de comodidad que aplicar a todos los problemas... Habría que ir a buscarlo a su casa de recreo de Fort-de-France...

–Es lamentable... Pero quedan otras autoridades: el jefe de policía, el comandante del Fuerte... Alguien habrá a quien pedir la ayuda necesaria...

–No haré nada, Padre Vivier, aunque piense usted, como mi madre, que soy un cobarde...

–¡Por Dios! ¿Va usted a tomar en cuenta ese arrebato de cólera momentáneo... de desesperación, mejor dicho? Porque ella...

La mirada fría y cortante de Renato ha detenido la palabra del sacerdote... Demasiado elocuente, más elocuente que todas las palabras, hace que el Padre Vivier permanezca inmóvil, mientras él se aleja cruzando el patio...

—¡Mónica... mira allá! Ven... dime que tú lo ves también, que no son mis ojos, que no estoy soñando...

Sorprendida, trémula, Mónica se deja llevar, casi arrastrada por la mano de Juan, al borde de los cortantes picos de piedra del acantilado... Con su agilidad de felino, baja él ayudándola, sosteniéndola, como si para sus pies firmísimos no existieran resbaladeros ni dificultades... Y al fin, la hace adelantarse por aquel trozo de roca que se adentra en el mar como una rústica terraza...

–¡Mira... mira, Mónica! ¿No ves? ¿No comprendes? El promontorio, la cadena de piedras que se alzaba formando un remolino...

–¿El promontorio? —repite Mónica toda confusa. Y comprendiendo de pronto, exclama—: ¡Oh, ya no está! ¡Ha desaparecido... ha volado!

–¡Eso... eso! Lo hicieron volar con las explosiones que abrieron la zanja. Nos separaron de la tierra, nos cortaron de un tajo, convirtiendo en una isla el Cabo del Diablo, pero con eso no contaban... ¡También se ha desmoronado el obstáculo! ¿No recuerdas lo que hablábamos? Era preciso salir muchas millas para poder cruzar esas corrientes. No era posible aventurarse en un bote sobre el hervidero que formaba allá el promontorio. Ahora no hay obstáculos, ¿no ves? No chocan las olas, esta tranquilo el mar...

–Juan, ¿qué estás pensando?

–Hay un camino para escapar. Tu primera idea es una realidad: nos queda la ruta del mar y por esa ruta voy a salvarte...

Mónica se ha vuelto para mirar a Juan cara a cara. Un momento, sus ojos se han iluminado. Es como una oleada de gratitud frente a aquella ansia por salvarla, expresada mejor que nunca en este instante... Luego, reacciona casi bruscamente:

–¿Por qué dices salvarme, y no salvarnos? ¿No te dije antes...?

–Harás lo que yo quiera, lo que yo disponga, lo que tienes que hacer... ¿Es que no comprendes? No disponemos sino de un solo bote lo bastante fuerte para hacer esa travesía con probabilidades de éxito... Aprovechando la hora de más calma, y en la oscuridad de la noche, creo que podremos cruzar, sin ser vistos, frente a la ciudad. Tomaremos tierra en la caleta del Sur, cerca de tu antigua casa. Con un poco de suerte podemos hacerlo. Además de nosotros dos, en el bote cabe un muchacho. Llevaré a Colibrí, lo dejaré contigo... Yo puedo regresar antes de que amanezca... Lo que ocurra después no tiene importancia, puesto que tú estarás a salvo...

–¿Que no tiene importancia?

–Me sentiré tranquilo, dispuesto a todo...

–¿Tanto he llegado a estorbarte, Juan?

–¿Estorbarme? ¿Acaso no te di las gracias cuando decidiste quedarte junto a mí? ¿Acaso...? ¡Oh, no, no!

–Sigue hablando, Juan. Te ruego que digas cuanto estás pensando en este instante. ¿Qué mujer crees que soy Juan?

–Soy torpe para los elogios...

–No los merecería si aceptara lo que pretendes. No, Juan, no he de aceptarlo. Saldremos todos, nos arriesgaremos todos. Si, como dices, está abierto el camino del mar, por él hemos de ir, corriendo la misma suerte. Esos hombres tienen maderas, herramientas, botes pequeños... Tú sabrás en qué forma tienen que arreglarlos, que repararlos, que unirlos todos si es preciso. Antes hablaron de construir una especie de balsa...

–Que se hubiera estrellado contra las rocas.

–Ahora ya no. Tú mismo acabas de decirlo.

–Un solo bote puede pasar inadvertido. Si son varios, ya no es igual. De cualquier modo, lo intentaremos, pero cuando tu ya hayas pasado.

–Entonces sí que será imposible. Tienes que unir todas las voluntades en un solo esfuerzo...

–Es que no puede ser. Los demás tendríamos que ir mucho más lejos. Tú puedes desembarcar en cualquier parte...

–¿No está el Luzbelcerca de la caleta Sur? Allí lo anclabas antes... ¿No puede servirnos de refugio?

–Sí, tal vez... Es demasiada carga para él... Aunque, en realidad, no somos tantos... Sólo un pobre puñado de dolor y miseria...

–El Luzbeles un barco marinero, fuerte... sus bodegas son amplias. Si como supongo, están vacías...

–Efectivamente. Pueden esconderse todos, sí... Claro está que ha sido confiscado, pero no creo que ejerzan sobre él ninguna vigilancia. Les ha bastado con dejarlo lo más lejos posible de los muelles, con anclarlo al otro extremo del Cabo del Diablo... No se les ocurrirá ir allá a buscarnos...

–¿Verdad que no?

–Tu idea es excelente, Mónica; pero es mucho más peligrosa que la mía...

–¿Qué importa un riesgo más? Antes, cuando me hablaste, me dijiste que estabas dispuesto a todo con tal de salvarlos... Querías pedirle al gobernador que echara sobre ti la responsabilidad de todo cuanto ha pasado... Mucho deben importarte, cuando estabas dispuesto a una cosa semejante.

–Sí, Mónica, mucho... Pero hay algo que me importa cien veces más.

Ha vuelto a mirarla extrañamente, y ella aguarda temblando; pero es una pregunta inesperada la que brota de labios de Juan:

–Mónica, ¿piensas que Renato te ha abandonado? ¿Piensas que cuanto nos han hecho es obra de su venganza, lanzada contra ti?

–Pudiera ser... Al irse, me habló en tono de amenaza —recuerda Mónica, vacilando—. Pero no lo creo, Juan. Al contrario... Tengo la convicción de que si él hubiera podido evitarlo, lo habría evitado...

–¿Por amor a ti? ¿Qué crees que puede más en su corazón: el amor que te tiene, o el odio que me guarda?

–En él, el amor es más fuerte que el odio, Juan. Creo que no nació para aborrecer... En su alma, el rencor y el odio son pasajeros... Un arrebato, una llamarada, y luego todo se deshace... Siempre fue así... No creo que de repente pueda cambiar... Fue educado para la cortesía, para la vida suave y fácil... Pero, ¿a qué vienen todas esas preguntas? ¿Qué esperas o qué temes de él?

Mónica le ha mirado con ansia, y a su mirada responde la de Juan, grave, profunda, cargada de tristeza...

–Creo que acepto tu plan, Mónica. No debería aceptarlo, porque significa más riesgo para ti; pero, al fin y al cabo, es casi igual, ya que del peligro mayor no puedo librarte... porque soy yo mismo, y no podría tampoco dejar en manos de nadie los remos del bote que ha de llevarte... Voy a hablarle a los demás, a llevarles ese último rayo de esperanza... Era para ti, como ese pan que repartiste a mis espaldas... Ven conmigo... Llévaselo tu misma, como un regalo...

—Yanina... ¿Qué pasa? ¿Mi madre...?

–La señora ya está un poco mejor. Tuvo un terrible ataque de nervios, y después, un colapso... Vino el doctor y casi a la fuerza hubo que hacerle tomar el calmante... Pero ya está dormida, y junto a ella quedan Josefa y Juana...

Renato ha apurado una copa más, apartando después la bandeja con gesto de disgusto y desagrado. Está en el fondo de aquella biblioteca, cueva que una vez más le sirve de refugio, mientras busca inútilmente en el alcohol la serenidad y la calma. Lleva allí varias horas consumiéndose en dura batalla contra sí mismo, esperando con ansia... Es el día en que, según sus cálculos, deben llegar los papeles que aguarda... Son las densas horas interminables en que cada minuto se alarga hasta fingir una eternidad...

–¿No habló más mi madre de ir a Campo Real?

–No, señor. La señora no ha hecho más que llorar... Ni siquiera quiso volver a escuchar al Padre Vivier... Yo sí... yo acabo de oírlo todo, además de lo que ya contaron en la cocina las muchachas. ¡Qué horrible, señor, qué horrible todo!


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