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Juan del Diablo
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:40

Текст книги "Juan del Diablo"


Автор книги: Caridad Bravo Adams



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–¿Y si no naciera? —se revuelve Aimée hecha una furia.

–¿Qué dices, hija? —se alarma Catalina, francamente asustada—. No quiero pensar que has mentido, que has sido capaz... ¡Aimée, hija...! ¿Qué es lo que estás tratando de decirme?

–Nada, mamá, tranquilízate —ríe Aimée amargamente—. Te estaba gastando una broma para responder a tu monserga moralista que, a las cuatro de la mañana, no le sienta a nadie bien...

–Sé que no tienes corazón, pero no creo que llegues a eso. Sin embargo, tú lo has dicho por algo... Aimée... ¡Aimée, sé una vez sincera!

Aimée ha apretado los labios sensuales, ha entornado los párpados, ha quedado largo rato inmóvil, como si meditara profundamente, como si urdiera un nuevo plan en su mente diabólica... Luego, sonríe casi burlona:

–Lo que voy a hacer, por una vez, es complacerte...

–¿De veras? —se esperanza Catalina.

–Porque tú me lo pides, mamá. Ya veo que mi suegra me ha tomado miedo... Menos mal... Esperaba encontrarla aquí en lugar tuyo, aguardándome con la caja de los truenos en la mano, la voz solemne y el aspecto siniestro. Si hubiera venido de ese modo, la habría mandado a paseo. Pero te envía a ti como embajadora, tú llegas con lágrimas en los ojos, y aunque yo sea la hija malvada, la hija perversa, la hija sin corazón, te voy a complacer. No quiero ser menos que la hija sublime que, según tengo entendido, va a tomar los hábitos. ¿No?

–Sí, así es, en efecto. Mónica dijo que lo aceptaba todo y firmó la solicitud que le llevamos. Cuando su lazo matrimonial esté anulado, tomará los hábitos. Es triste, pero al menos quedará a salvo del escándalo, a salvo de la maldad del mundo y de ese hombre...

–¿Puedes garantizarme que nada de eso va a volverse atrás?

–Desde luego. Claro que puedo garantizarlo. Mónica no miente.

–Pues fiemos en la palabra de Santa Mónica... Juan y Renato han muerto para ella, ¿verdad?

–Puesto que no va a salir del convento, como si hubiera muerto.

–¿También puedes garantizarme que doña Sofía no va a meterse en cuanto yo haga allá, en Campo Real? ¿Que va a dejarme en paz, salir, entrar y hacer exactamente lo que yo quiera?

–Mientras no perjudiques tu salud...

–Sin restricciones. Ya sabré yo cómo me cuido. Si promete dejarme en paz, dile que esta misma tarde salgo para Campo Real con ella... Y ahora, déjame dormir mamá, tengo mucho sueño...

Le ha vuelto la espalda, ha entrado en la alcoba, hay una sonrisa de burla infinita en sus labios sensuales, y también un relámpago satánico en sus negros ojos...

2

–NO RETIRO LA apuesta... la dejo... ¡Treinta onzas a la reina de diamantes!

Sobre el verde tapete, las cartas están en cuatro mazos, y el montón de monedas, que Juan del Diablo acaba de ganar, vierte su brillante destello sobre la carta nueve veces triunfante... Poco a poco sus contrincantes se han ido retirando, y, ahora, los dos últimos se alejan en silencio. Casi nadie juega ya en el tugurio; los que no se han ido, se agrupan alrededor de aquella mesa mirando con ojos asombrados al hombretón que sonríe con gesto tan amargo a su buena suerte...

–Creo que has desbancado la mesa, Juan —observa Noel—. ¿Por qué no recoges tus onzas y nos vamos ya?

Un hombre se ha detenido en la puerta del tugurio y ha penetrado lentamente. Las cabezas se vuelven observando sus ropas de caballero, su perfil aquilino, la expresión tensa que endurece su rostro, el brillo metálico de sus ojos claros, fijos en el rostro de Juan. Poco a poco va acercándose a la mesa, y es Pedro Noel el primero en descubrirlo, poniéndose de pie, agarrándose alarmado del brazo del patrón del Luzbel, sin lograr moverle, mientras implora apremiante:

–Vámonos de aquí, Juan, vámonos inmediatamente. Ya es muy tarde, las cinco por lo menos... ¡Recoge tu dinero y vámonos! ¿No ves que se van todos?

–¿No hay quien haga juego? —inquiere Juan alzando la voz—. ¿No hay nadie que responda a la apuesta? ¿Nadie quiere medir su suerte con Juan del Diablo?

–¡Yo! —acepta Renato acercándose—, ¡Y doblo la apuesta!

–¿De veras?

–¿No estabas pidiendo un contrincante? ¡Aquí está! ¿Qué te pasa? ¿No tienes bastante dinero?

–¡Dije treinta onzas a la dama de diamantes!

–¡Sesenta al rey de espadas! ¡Echa cartas, croupier! ¿No oíste? ¡Echa cartas!

–A Bruno le sorprende la presencia de un caballero en su casa. Por eso te mira de esa manera —observa Juan, apagándose en sus pupilas la cólera que por un momento las encendiera—. Y no responde, sencillamente porque es mudo. Pero eso sí, oye muy bien. Echa las cartas, Bruno, no tengas miedo... acepto al contrincante. Tu nuevo cliente tiene mucho dinero, y no importa que no saque las onzas del bolsillo. Pagará, pagará hasta el último centavo de todo lo que pierda, que será mucho. Aunque nació para ganar, ahora le ha llegado el momento de perder...

–¡Por favor, basta de tonterías! —tercia Noel, asustadísimo y tartamudeando—. Juan y yo nos íbamos en este momento, Renato. El lugar se cierra precisamente al amanecer, y está ya amaneciendo. Yo creo que después de lo que ha pasado...

–Después de lo que ha pasado, no debería usted atreverse a dirigirme la palabra, Noel —reprueba Renato con altanería—. Hace un momento, este hombre desafió a todos los presentes a luchar contra su suerte. Nadie ha respondido más que yo. Dije sesenta onzas y aquí las tiene. ¿Qué esperabas para tallar, imbécil?

El llamado Bruno baraja rápidamente las cartas entre sus ágiles dedos. Los últimos jugadores de otras mesas desaparecen. Sólo dos o tres rezagados se mantienen alrededor de aquella mesa, espiando con curiosidad la extraña pugna. Juan parece sereno, mientras Renato tiembla de cólera, y Noel, resignado, baja la cabeza. Caen los naipes uno a uno en el silencio espeso de las respiraciones contenidas, hasta que...

–¡Rey de espadas! —proclama Renato. Y satisfecho, pero sin poder ocultar la amargura, observa—: ¡No es imposible torcer la suerte de Juan del Diablo! ¡Perdiste a un solo golpe!

–¡No! A un solo golpe va ahora todo lo que tengo. ¡Todo lo que tengo contra esas noventa onzas! —Rabiosamente, Juan ha hundido las manos en sus bolsillos, sacando puñados de monedas, arrugados billetes... Hay dinero de todos los países: las pequeñas y gruesas libras esterlinas y el pálido oro de Venezuela junto a arrugados billetes de cien francos y florines holandeses—. Aquí hay noventa onzas, poco más o menos. Va contra todo lo tuyo, ¡si es que no me niegas el desquite!

–No te lo niego. Y si quieres seguir jugando, te admito como bueno hasta la mugre de tu barco. ¡Cartas, croupier!

Una a una han vuelto a caer las cartas en silencio, crispando a los presentes, mientras con voz tensa de emoción Noel va enumerando:

–Dos de diamantes... tres de espadas... cinco de trébol... cuatro de corazón... ¡Dama de diamantes!

–¡Gané! —señala Juan con una mezcla de orgullo y de alegría.

–No lo toques. ¡Van doscientas onzas contra eso! —propone Renato. Y destilando ironía, observa—: A menos que me niegues el desquite...

–¡Nunca lo niego! —se encrespa Juan con altivez—, ¡Cartas, croupier!

—¡Ay, mi ama... mi ama! Pero, ¿de veras nos vamos para Campo Real?

Con los gruesos labios temblorosos y las mejillas del verde color ceniciento que presta el miedo a su morena piel, Ana parece incapaz de moverse. Está parada frente a Aimée, que, frunciendo el ceño, obliga a su cerebro a urdir rápidamente aquel plan cuya primera idea le dieran las palabras de su madre:

–Soy una malvada... vivo para el engaño, ¿no oíste? Mi propia madre lo piensa así... Sus dos hijas están muy lejos de su corazón, una por sublime... la sublime es Mónica... la malvada... la malvada soy yo, naturalmente. No hay infamia de la que no me considere capaz, porque no tengo corazón... Los D'Autremont me compraron... me compraron con su ilustre apellido. Soy propiedad de ellos, ¿no te das cuenta? ¿No entiendes?

–Yo no entiendo sino que nos vamos a donde no debemos ir. Usted no sabe cómo son las cosas por allá, cómo eran cuando el señor Renato estaba fuera. La señora dejaba que Bautista hiciera todo lo que le daba la gana... Cuando la señora Sofía era quien mandaba en Campo Real...

–Ya sé... pero muy pronto no mandará ella, sino yo, ¿entendiste? Es lo único que puedo salvar de todo esto, y voy a salvarlo.

–¡Pero a mí el Bautista me tiene apuntada en la lista negra! —se lamenta la asustada Ana.

–Estarás a mi lado. Mientras me sirvas bien, no tengas miedo... Oye, Ana, antes que la señora D'Autremont te tomara a su servicio, tú vivías en la parte alta de la hacienda, ¿verdad?

–Sí, mi ama, trabajaba en las plantaciones de café. ¡Qué malo es eso! Hay que cargar unas canastas de este tamaño, aquí en la cabeza, y arrancar los granitos uno por uno. Y cuando llega una deshecha, entonces ponerse a hacer la comida... Y en las barracas dormimos todos juntos, como perros.

–No todos viven así... Hay bailes, hay fiestas algunas veces... Y un poco más arriba de los cafetales, en lo alto del desfiladero, vive una mujer a quien todos respetan.

–¡Ah, sí! Vive Chola, la bruja. Unos le llaman Carabosse. La llaman siempre cuando alguno se muere, para que le haga la mortaja, y también cuando un niño va a nacer. Y vende ungüentos para los dolores, amuletos para los amores que no se dan, y muñecos de seda que, con otras cosas, sirven para vengarse de las gentes... porque lo que se le hace al muñeco le pasa a la gente que el muñeco representa...

–¿Dices que la llaman cuando un niño va a nacer?

–Sí, mi ama, casi todas las mujeres del cafetal la llaman para eso. Cuando quieren que un niño nazca, y también cuando no lo quieren. Ella ha curado a muchas gentes de cosas malas, pero a mí me da miedo...

–Iremos a verla. No tienes que decirlo a nadie. Lo haremos sin que nadie se entere, pero esa mujer va a ayudarme. Le daré más dinero del que ha visto junto jamás, y hará lo que yo le ordene...

—¡Renato, al fin llegas! ¡He estado muñéndome de angustia, hijo!

–No había por qué, madre.

La luz del sol baña con su lumbre cegante el patio central de la vieja morada de los D'Autremont cuando Renato, tratando de esquivar a su madre, ya a cruzado camino de la biblioteca. Pero la mano adelgazada y trémula de Sofía se apoya en su brazo, deteniéndolo con un velado reproche:

–No pasaste la noche en casa, Renato...

–Efectivamente —confirma Renato con cierto malhumor—. Estuve fuera, pero...

–¿No puedes concederme unos minutos, hijo? Regreso a Campo Real y me llevo a Aimée. ¿No era eso lo que deseabas? ¿No me pediste que lo hiciera?

–Te lo pedí hace días...

–¿Ahora no quieres ya que nos vayamos? ¿No te importa? ¿Te da igual? Estás muy disgustado, ya lo veo... Y yo me siento enferma... Si entraras a mi alcoba...

Renato se ha dejado llevar mansamente, y los ojos ansiosos de la madre leen en su rostro las huellas de aquella horrenda tormenta interior que devasta su alma. Le ha llevado hasta el fondo de la gran alcoba cuyos ventanales, velados por cortinas de seda, apenas dejan penetrar la luz del día, aquella luz que hiere las claras pupilas de Renato. Y en el aire fresco, perfumado con lavanda, en la grata penumbra de aquella habitación familiar, siente que se aflojan sus nervios tensos. Es como si otra vez volviese a ser niño y buscase en la ternura maternal el escudo contra todos los males...

–Siéntate, hijo, por Dios. Se ve que tú también estás enfermo. ¿Quieres que pida para ti una bebida refrescante, un poco de té?

–No, madre, no quiero nada... Oírte, ya que lo deseas, y después...

–Después, dejarte en paz, ya lo sé. Dejarte está en mi mano y voy a hacerlo. Si Dios quisiera que de verdad fuese en paz... Si la paz de tu alma pudiera conseguirse a cualquier precio... Si volviéramos a entendernos, hijo mío, a estar de acuerdo... si me permitieras velar un poco por tu dicha...

–¿Mi dicha? Nadie es dichoso, madre.

–Ya lo sé... Pero hay mil formas de vivir sin sentirse desdichado... Si hicieras un esfuerzo, si aceptaras los hechos, si volvieras a tomar el viejo camino olvidado y a rehacer tu vida...

–No puedo irme, abandonando a la mujer a quien amo... No puedo irme, mientras el rival que me desafía está de pie, insultante, insolente... Ahora, yo mismo le he dado un arma más: el dinero. He jugado y he perdido... Mucho... mucho dinero... Ya sé que no importa, ya sé que somos ricos... Podemos tirar el oro a manos llenas. Tiré un puñado, y lo recogió él... ¡Si vieras cómo se reía hundiendo las manos entre esas monedas!

–¿De quién hablas? ¡Estás trastornado, Renato!

–¡Juan del Diablo no es ya un pobretón! ¡Ha cobrado su herencia!

Sofía D'Autremont ha enrojecido como si fuese a estallar su cabeza. Luego, cae trastornada, anonadada por el golpe de lo que acaba de escuchar...

–¿Tú has hecho eso? ¿Tú has ido a buscar...?

–No fui a buscarlo. Salí como un loco... No quería chocar con Aimée, no quería hacer saltar en pedazos su puerta... La odiaba demasiado en aquel momento... Cuando vi aquellos papeles, cuando comprendí que era ella la de la idea, cuando uní todo aquello a unas palabras que me dijo al salir del tribunal, la odié furiosamente... Es ella la que tiene el empeño de ver profesar a Mónica... Está celosa de mi estimación, de mis sentimientos...

–Tendría toda la razón del mundo para estarlo —afirma Sofía con gesto lleno de severidad.

–No me importa que tenga o no razón... Por no dejarme llevar de esa locura, salí de esta casa, vagué por las calles hasta cerca del amanecer, escuché las campanas del convento y me acerqué a la iglesia... Quería ver a Mónica, aunque fuese de lejos... No la vi, no asomó... Yo seguí mi camino y, como sonámbulo, llegué hasta los muelles... El aire cargado de salitre me azotó el rostro como si me abofeteara... Y otra vez me cegaron el odio y los celos... Allí estaba el Luzbel, "única propiedad de Juan sin apellido"... Me pareció oír otra vez las palabras del juez, me pareció ver su maldito rostro insolente y la mirada de Mónica fija en él... ¿Acaso le ama? ¿Es a él a quien ama ahora?

–Hijo, por Dios... —clama Sofía con triste desolación.

–Tuve un ansia feroz de encontrarme con él a solas, frente a frente, y corrí hacia el barrio inmundo donde ya le había encontrado una vez... Atravesé la taberna, llegué hasta el último cubil, y allí estaba él, estúpidamente satisfecho... Jugaba y ganaba... Tenía la racha buena... Nueve veces se le dio la misma carta: la dama de diamantes... Y por una horrible asociación de ideas, cada vez que él gritaba: "La dama de diamantes"... era para mí como si escupiera el nombre de ella.

«Con jactancia estúpida, desafió a todo el mundo: "¿Quién quiere medir su suerte con Juan del Diablo?" Era para mí su reto... Fingió no haberme visto, pero estoy bien seguro que me llevaba a pelear allí, a su mundo abyecto... Me había vencido en el mío, el tribunal le había declarado absuelto, y yo quise vencerle a él en el suyo... Entonces, tiré una bolsa de dinero sobre la mesa...

«La primera mano fue mía, pero él me pidió la revancha, arrojando sobre la mesa cuanto llevaba en sus bolsillos. Enloqueció de cólera al perder, y yo quería ganárselo todo... todo... hasta ese barquichuelo inmundo en el que un día se atrevió a llevarla a ella, con todos los derechos que le dio mi locura. Quería jugarlo todo... hasta la vida... a una última carta... y jugué como un loco, perdiendo... perdiendo... Perdí cuanto llevaba encima. Después, firmé papeles... Luego, quise arrojarme sobre él, pero me detuvieron, me sujetaron, me sacaron de allí... ¡Perros inmundos se atrevieron a hacerlo, mientras él se reía hundiendo las manos en aquel dinero! ¡Si vieras qué horriblemente parecido a mi padre estaba en ese momento!

–¡Hijo! ¿Qué dices? —exclama Sofía, con el espanto reflejado en su pálido rostro.

–Por eso me dejé arrastrar... No hubiera podido alzar mi mano contra él... Y ya en la puerta, me gritó como un loco: "Gracias, Renato. Es parte de mi herencia".

–¡Oh! ¡Oh...! —barbotea Sofía ahogándose, al tiempo que se desploma inconsciente sobre el suelo.

–¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué te pasa? —se alarma Renato.

–¡Señor Renato...! —exclama Yanina llegando presurosa, como brotada por encanto de la tierra—. Es el accidente... Hay que llevarla a la cama...

–Yo la llevo... Prepara pronto el cordial... el éter... ¡Mamá! ¡Mamá!

Renato ha llevado el frágil cuerpo de su madre hasta el ancho lecho antiguo, de labrada caoba, depositándolo blandamente en él, mientras Yanina, diligente, pone a su alcance el frasco de sales, el éter, y corre a preparar el cordial...

–¡Mamá, mamá de mi alma...! Soy un estúpido... No debí hablarte de eso... Hice mal, muy mal...

–Renato, hijo... —murmura Sofía con esfuerzo, abriendo apenas los ojos.

–Aquí está el cordial —ofrece Yanina, acercándose obsequiosa—. Hágaselo beber...

–Sí... sí... Toma esto, mamá, te sentirás mejor inmediatamente... Por favor, bébelo todo... Cierra los ojos y quédate un momento... Quieta, lo más quieta que puedas... Yo estaré cerca...

Sofía cierra los ojos y queda inmóvil. Renato se aleja unos pasos, tambaleándose como ebrio, mientras la ardiente mirada de Yanina le sigue por la alcoba, y, cuando traspone la puerta, va tras él...

–Señor Renato... Voy a mandar por el médico... El doctor dijo que la señora podía quedarse en uno de estos accidentes, que darle un disgusto era lo mismo que clavarle un puñal, y acaso sería conveniente que usted supiera que últimamente tiene disgustos a todas horas...

–Lamento en el alma haberme dejado llevar...

–Perdón, señor, no lo decía por usted. Hay alguien que parece preparar disgustos para la señora, dárselos deliberadamente... No quisiera que el señor me obligara a nombrar a nadie, ni creo que sea necesario. A poco que lo piense, sabrá dónde está la fuente del veneno en esta casa... Con su permiso, señor...

Se ha ido como si se desvaneciera. Profundamente preocupado, Renato da unos pasos como sin rumbo. Ha llegado hasta aquella habitación abrumada por los grandes estantes, repleta de libros polvorientos, y se deja caer en una butaca, hundiendo entre las manos la frente, mientras murmura:

–Tu herencia, Juan... Sí... ¡Tendrás toda tu herencia!

—¿No es una cantidad fantástica de dinero Noel?,

–Si, hijo, es como un sueño. ¡Qué racha de suerte, qué locura de suerte! Nunca pensé que pudieran hacerse así las cosas. Aquí hay, por lo menos, cien mil francos, una pequeña fortuna, ¿te das cuenta? Con esto puedes emprender cualquier negocio, lo que se te antoje... hacer aquella casa de que me hablaste, en el Cabo del Diablo... Si yo estuviera en tu pellejo, me daba un baño inmediatamente, me afeitaba esas barbas de filibustero, me vestía como las personas decentes y tomaba el camino del Convento de las Siervas del Verbo Encarnado...

–¿Por qué? ¿Para qué?

–No me lo preguntes en ese tono. ¿Para qué va a ser? Para decirle a esa a la que no quisiste invitar a seguirte a un hospedaje de taberna, que puedes ofrecerle ya un hogar decente y digno, que la vida comienza, o puede comenzar, en cualquier momento, y que vas a empezarla de nuevo a los veintiséis años, por ella, para ella... porque es tu esposa y porque la quieres...

Juan del Diablo se ha puesto de pie, apartando la pequeña mesa de aquel cuarto destartalado, en la que se amontonan billetes y monedas. Es un tugurio más entre tantos de los que abundan en las callejuelas de aquel barrio, un cuartucho con honores de habitación de fonda...

–¿Por qué pretende usted convertirme en lo que no soy ni jamás seré? Si yo pensara que este inmundo puñado de billetes, ganados por un golpe de azar, era capaz de cambiar los sentimientos de Mónica, pensaría, al mismo tiempo, que no vale la pena...

–Hijo, no es por el dinero. Compréndelo... Es que con esto puedes cambiar totalmente de actitud y de vida... ¿Quién te asegura que Mónica no te quiere?

–Noel, mi buen Noel, no se esfuerce —aconseja Juan con amargura—. Sé perfectamente a qué atenerme con respecto a ese punto... Pase lo que pase, lo quiere a él... Estoy bien seguro...

–Pues si estás tan seguro —rebate Noel con cierta ira—, ¿por qué no la dejas en libertad y te vas bien lejos?

–No soy yo quien la ata ni quien la esclaviza. Sin una palabra la dejé en el convento, y ella, desde allí, solicita la anulación de nuestro matrimonio...

–¡No lo creo!

–¿Por qué no lo cree? Quien me lo dijo está segura...

–Segura... Luego, fue una mujer... Fue la otra, ¿verdad? —Y sin poderse contener, el viejo Noel estalla—: ¡El diablo cargue con ella! ¿Y luego no quieres que te diga que algunas veces eres un niño, o que te comportas como tal? ¿Cómo es posible que creas nada que salga de esa boca?

–No me crea tan niño, Noel. Esa boca engaña, intriga, miente, fabrica mundos diabólicos para su capricho, pero en eso no mintió. Sé muy bien cómo siente Mónica... Un momento pude engañarme, pero nada más que un momento. Mientras sea mi esposa, su deber la ata a mí, y será leal, aun contra todos sus sentimientos. Su escrupulosa conciencia de novicia la estremece, la hace pensar que peca hasta con acariciar un sueño... No siendo mi esposa, podrá soñar sin que se lo reproche su conciencia, sin que la atormenten sus escrúpulos...

–Para el caso sería igual, tratándose de quien tú crees que se trata. Casada o no, es un imposible para ella.

–¿Y qué? Puede soñar a sus anchas... Soñando con él pasó su vida entera... ¡Soñando con él querrá esperar la muerte! Y él... —Se ha interrumpido un instante, y en seguida rechaza con rencor—: No... En él son más que sueños... Él está ya en el despeñadero de todas las pasiones y no se detendrá ante nada. Él es un D'Autremont de pies a cabeza...

–¿Y acaso no lo eres tú también?

–¿Yo...? Tal vez... Pero no quisiera serlo... Quisiera ser, de verdad, un hijo de nadie, ignorar qué sangre corre por mis venas. Le juro que podría respirar más a mis anchas si lo ignorase todo... Pero junto con ese nombre, vuelve a mí todo el horror de mi infancia: la cabaña de Bertolozi, la crueldad de aquel hombre que vengaba en mi carne inocente todo el dolor de sus ofensas... Y ni siquiera puedo traer a mi memoria lo único que podría dulcificarlo todo: la imagen de mi madre, la conciencia de haberla visto alguna vez. ¿La vio usted, Noel? ¿Puede decirme cómo era?

–La vi, sí... Pero, ¿para qué vamos a hablar de eso? —murmura el viejo, conmovido, luchando por serenarse—. Es inútil hacer horrible el presente a fuerza de verter el pasado sobre él. Tu madre era desdichada y hermosa. También puedo decirte otra cosa: no hubo interés ni codicia en ella... Pecó por amor, y pagó su pecado con lágrimas y sangre... Yo la vi algunas veces, y no podría decirte cómo era su sonrisa, pero sí que sus lágrimas corrieron a raudales...

–¡Entonces he de odiarlo aún más a él... a ese Francisco D'Autremont que me dio el ser de esa manera!

–Él la quiso también, hijo. La quiso honda y sinceramente. Aunque tú no lo creas, latía un corazón debajo de su orgullo, de su orgullo enorme, inmenso... Por eso quiero refrenar el tuyo. El primer pecado del mundo fue la soberbia. No caigas tú en él...

–Mi pobre Noel, no diga tonterías. Si un hombre como yo no tuviese orgullo, sería un gusano, y yo prefiero ser una sierpe llena de veneno para que no sigan pisoteándome...

–Gusano naciste, pero ya no lo eres. Porque sé que puedes volar, te muestro el camino del cielo. ¿Por que no levantarte, haciendo dignidad fecunda de lo que sólo es orgullo estéril? ¿Quieres que sea yo quien vaya al convento, quien le diga a tu esposa...?

–No, Noel... ¡Mi esposa! A sarcasmo me suena esa palabra. No le diga nada. Yo seré quien vaya a verla, quien le hable, aunque creo que nada va a cambiar con eso... Hablaré yo, pero no le diré lo que usted pretende... Aun tengo algo que preguntarle a Mónica de Molnar, y mi vida será lo que resulte de esa respuesta...

Muy despacio, con un paso tan leve que apenas rozan sus pies los gastados escalones de piedra, baja Mónica de su celda rumbo a aquel gran patio interior que es jardín y huerta en el Convento de las Siervas del Verbo Encarnado... Otra vez las campanas llaman a los fieles, ahora con el blando tañido soñoliento que invita a la oración de la tarde... Otra vez, religiosas y novicias van a la iglesia en apretadas filas, mas Mónica marcha en dirección contraria. Ha salido de su celda, sintiendo que se ahoga entre aquellas paredes, pero, como por instinto, huye de todas las presencias... Lo único que su alma anhela es silencio, soledad... Aun en el claustro le parece estar demasiado cerca del mundo. Ha dejado los arcos que limitan el claustro, queriendo llegar hasta un rincón donde sólo pueda ver los árboles y el cielo, pero algo se agita entre las ramas de los arbustos al verla aparecer... Una redonda cabeza oscura asoma, dos grandes ojos negros brillan sobre la piel color de ébano, un cuerpecillo menudo y ágil salta acercándose a ella...

–¡Ay, mi ama! Menos mal que se asomó usted. Yo no sé ni el tiempo que llevo agachado esperándola, y me iba a trepar otra vez por la tapia para irme, pero la verdad es que no quería marcharme sin verla...

–Te dije que no volvieras, Colibrí. Es una verdadera imprudencia. Está prohibido. ¿No entiendes?

–Yo no vengo para nada malo, mi ama. Usted sabe que yo no vengo más que a verla... ¿No quiere ya nada conmigo, mi ama? ¿Ya no me quiere?

–Sí te quiero. Pero cuando se traspasan estas rejas, hay que renunciar a cuanto se amaba en el mundo... Tú no puedes entenderme, pobrecito, pero no sufras por eso, no te pongas triste. ¿Acaso no eras feliz antes de conocerme?

–¿Feliz? ¿Qué cosa es ser feliz, mi ama? ¿Estar contento?

–Bueno... en cierta forma... ¿No estabas tú contento? ¿No estaba también contento tu patrón?

–Él, no sé... Él se reía, y cuando llegábamos al puerto... se iba de fiesta. Cuando él no bajaba, las mujeres iban a buscarlo al muelle. El patrón siempre les traía regalos, y ellas lo besaban y decían que era más rumboso que un rey, y más guapo que nadie... Porque el patrón...

–¡Calla! —le ataja Mónica, apretando los labios.

–¿Se enojó, mi ama? —se extraña ingenuamente el pequeño Colibrí.

–No. ¿Qué puede importarme lo que has dicho? ¡Vuelve con tu amo! ¡Vuelve al barco de Juan, a participar de sus fiestas! Seguramente, ahora estará allí, divirtiéndose...

–No, mi ama, él no ha vuelto al barco. Anda con el señor Noel... Pero dice Segundo que anoche ganó mucho dinero, y que ahora todas las cosas van a ser diferentes. Que el amo va a volverse un caballero, todo un caballero, con casa propia y barcos que vayan a pescar... Y también me dijo otra cosa: que el amo iba a venir a buscarla, y que usted vendría otra vez con nosotros; no al barco, sino a la casa que va a hacer el amo. ¿Es verdad eso?

–No, no es verdad. No saldré jamás del convento, ni tampoco él desea que salga. Estoy segura de ello. Le basta con esas mujeres que iban a esperarlo a los muelles. Ahora le querrán más, porque podrá hacerles mejores regalos...

–¡Chist! Viene una monja —advierte Colibrí en voz baja y asustada—. Yo me escondo...

–Mónica... Mónica, hija mía... —llama la madre abadesa, llegando juntó a la novicia, y le explica—: Vengo de tu celda. Te han buscado inútilmente por todo el convento. Hay un visitante que te espera en el locutorio...

–¡Juan! —se alboroza Mónica sin poder ocultar su turbación.

–No. Es el señor Renato D'Autremont, hija mía, que te ruega, que te suplica no te niegues a hablar con él...

Mónica ha sentido como si algo se helara en sus venas. Renato D'Autremont... Cada una de sus letras la ha traspasado como una fina flecha de angustia, mientras una amarga desilusión la va invadiendo, porque es él y no el otro. Las palabras de Colibrí hicieron aletear en su alma una esperanza que, a pesar suyo, la encendió de locas ilusiones. Ahora, es como si se cerrara de repente la puerta que viera entreabierta, como si de un golpe se apagara la última estrella de su oscuro cielo...

–Yo también me atrevo a rogarte que no le rechaces —prosigue la abadesa—. Hace mucho rato que te espera. Parece tan angustiado, tan inquieto, que su empeño me hace pensar que tiene algo importante que decirte, acaso algo relacionado con la solicitud de esa anulación de matrimonio que firmaste para enviar al Santo Padre. Al fin y al cabo, creo que con oírlo nada pierdes...

Mónica ha mirado a todas partes... A la aparición de la abadesa, ha desaparecido Colibrí. Sin duda, está escondido muy cerca, o acaso ha aprovechado el momento para huir, llevándose con él aquella bocanada de aire salobre, aquel desesperado anhelo que el solo nombre de Juan enciende en ella. La voz de la abadesa le llega como desde muy lejos, obligándola a volver a la realidad:

–Los D'Autremont son tus iguales, tus parientes... No pueden desearte ningún mal. Vamos, hija... Ven...

3

–ENTRE USTED CONMIGO, Noel. Quiero decir, si lo desea...

–Naturalmente que lo deseo, y que entro contigo. Pero no tengas cuidado, porque sé ser discreto. Cuando los matrimonios mal habidos se encuentran delante de un tercero, se vuelven demasiado quisquillosos, y dignos. La mujer gusta del apoyo y del dominio del hombre...

–No las mujeres como ella, que es dura como el diamante. Puede parecer frágil como el cristal, pero no lo es. Frente a ella, no soy yo el más fuerte... ¡Pero no me quiere, Noel, no me quiere!

–Tal vez no te quiere, pero puede quererte. Te considero hombre capaz de robarle el corazón si no lo has hecho ya. ¿No te llaman pirata? ¿No tienes fama de domar las olas y los vientos? ¿Acaso te das por vencido antes de comenzar la batalla?

–Por mi desgracia, sí. Pero no importa... Entremos... Si se negara a recibirme...

–Cálmate... Déjame a mi hablar con la hermana tornera...

—Mónica... Al fin apareces... Por fin accediste...

–No me lo agradezcas, Renato. Mi intención, mi deseo, era no ver a nadie en mucho tiempo. Vine aquí para buscar la paz...

–Bueno, ustedes necesitan hablar, ponerse de acuerdo, limar todas esas pequeñas asperezas que surgen de las circunstancias, pero que no deben existir entre parientes —aconseja la abadesa interviniendo en forma conciliadora—. Como es su deseo, señor D'Autremont, voy a dejarles a solas. Y como le rogué a ella que accediera a esta entrevista, le ruego a usted que perturbe lo menos posible su alma con los cuidados de fuera del convento. Estos claustros deben ser un dique contra el mundo, y el remanso de paz que necesitan las almas atormentadas como la de Mónica en estos momentos. Y ahora, con permiso de ustedes...


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