
Текст книги "Juan del Diablo"
Автор книги: Caridad Bravo Adams
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–¿Qué deseas, mi ama? ¿Qué le mandas a hacer a tu sierva? Kuma va a complacerte. Te dará la forma de que tu rival se vuelva fea, el polvo que domina a los hombres más rebeldes, las gotas que harán tu esclavo de aquel a quien desees, sólo con hacérselas tomar en una taza de café... Kuma puede prepararte una bolsa de yerbas que, colgándolas a tu cintura, hará venir al hijo que acaso deseas y no tienes. ¿Es eso?
–¡Ojalá tuvieras poder para tanto, Kuma!
–¿Dudas de mi poder? —apostrofa la hechicera con cierta ira—. Entonces, ¿a qué vienes?
–A algo mucho más cómodo para ti. Si pensara que de veras puedes hacer todas esas cosas, no habría oro en el mundo con que pagar tu ciencia. No te voy a pedir nada de eso... Bastará con que te prestes a obedecerme. Yo sé que tú ayudas a las mujeres de aquí cuando van a venir los niños; pero sólo te quiero para que me sirvas de testigo, para que, con esas palabras que sabes usar para que te crean, digas a todos, a los amos también, que me atendiste después de un accidente...
«Antes de seguir, quiero decirte una sola cosa: Si todo sale bien, te daré diez monedas como ésas; si tratas de traicionarme, haré que te arrojen a palos de todas las tierras de D'Autremont, sin dejarte abrir siquiera la boca. Júrame que no dirás sino lo que yo te ordene, y mírame bien para que veas que no miento. Soy la esposa del amo, soy la dueña de Campo Real... ¡Mírame bien, y piensa lo que te conviene!
Con brusco movimiento, Aimée ha echado hacia atrás el velo que cubre su rostro, el chal que envuelve su cabeza, y a la luz rojiza de la antorcha de tea brilla deslumbrante la belleza de su rostro blanco, mientras Kuma retrocede moviendo la cabeza. Sus pupilas oscuras parecen agrandarse y es más rojo el fulgor de sus ojos inyectados de sangre. Durante un largo minuto parece vacilar; luego, aprieta las tres monedas de oro hundiéndolas en el bolsillo de su falda, y se yergue al responder:
–Haré lo que me ordenas... ¿Cómo? ¿Cuándo?.
–Tiene que ser pronto. He perdido ya bastante tiempo... Mañana si es posible... Debo preparar las cosas, hacerlo todo bien. Esta vez no podemos equivocarnos...
Aimée ha ido hacia la puerta. Kuma la sigue, bebiendo cada gesto, cada movimiento, como si la estudiase, como si se esforzase en adivinar su mente sagaz, ágil en la mentira y el engaño. Al fin, una expresión astuta humaniza su negro rostro:
–Tú eres la señora Aimée. Yo te vi de lejos el día de tu boda. No entré a la iglesia, pero te vi de lejos, y también sé de ti algunas cosas... Dicen que vas a darle al amo Renato un heredero.
–Es lo que dicen... Si tu sabiduría no llega más lejos... ¿No te dicen más que eso tus poderes secretos?
Otra vez ha callado Kuma durante largo rato. Otra vez ha observado de pies a cabeza a la hermosa mujer que alza la frente altanera, mientras una sonrisa burlona le juguetea en los labios.
–Kuma ve la verdad en el fuego, en el viento y en el humo de la olla que hierve —afirma ésta—. Kuma ve a tu hijo hermoso y fuerte... Kuma ve al heredero de la casa D'Autremont...
–No —niega Aimée con decisión—. Ni Kuma ni nadie va a verlo, ¿entiendes? El heredero de Renato D'Autremont no existe ni existió nunca, pero es preciso que todos crean que fue un accidente lo que le impidió nacer. Ocurrirá cerca de tu cabaña, y habrá que agradecer tus atenciones. ¿Comprendiste bien?
–La hoguera tiene las llamas muy altas. ¿Quieres que Kuma salte sobre una hoguera en la que seguramente se quemará los pies? Es mucho lo que arriesga Kuma. Si tú puedes hacerme arrojar a palos de Campo Real, el amo Renato puede mucho más. Tal vez tenga que irme muy lejos... y diez monedas de oro no son mucho dinero.
–¡Te daré veinte! ¡Te daré cien!
–Té serviré. Te serviré a todo riesgo. Dime qué debo hacer.
–¡Espera! —señala Aimée. Y acercándose a la puerta, perdida toda prudencia, llama—: ¡Ana... Ana!
Por el estrecho sendero sube, trotando, una figura larga y flaca que, al llegar junto a Aimée, exclama alborozada:
–¡Ay, mi ama, qué bueno está el baile! Todo el mundo está allá abajo, menos el amo Renato, que ya se fue...
–¿Se fue Renato? ¿Volvió a la casa? Es preciso que vuelvas tú también. Yo tengo que hablar todavía con esta mujer. Si Renato fuese a la alcoba y no nos hallase a ninguna de las dos, saldría a buscarnos, y ¡quién sabe! Es preciso que te quedes allí, que estés atenta, que inventes cualquier cosa para disculpar mi ausencia. Si preguntan dónde estoy, puedes decir que salí al jardín a tomar el fresco... Y si te mandan a buscarme, tomas hacia el lado de la glorieta, y allí me esperas. ¡Anda... vuela... !
De mala gana marcha Ana por el sendero abajo, mientras Aimée regresa lentamente a la cabaña casi en ruinas... En su ágil mente diabólica, la confusa idea va tomando forma, se concreta en hechos... Uno a uno va preparando, in menti, cada detalle de la farsa, hasta que empuja al fin la desvencijada puerta, con mano impaciente, y explica:
–Kuma... ya sé lo que vamos a hacer. Punto por punto, ya sé lo que tenemos que hacer...
—Renato... hijo...
–¿Eh...? ¿Qué haces levantada a estas horas, madre? Es tarde, muy tarde. No creo que debas abusar así de tu salud y de tus fuerzas. Tienes que estar rendida y...
–Mi cansancio, hijo querido, no es del cuerpo.
Junto a la escalinata de piedra que da acceso al sombreado y confortable portal de la casa opulenta, ha tropezado Renato con aquélla a quien menos hubiese deseado encontrar en aquel momento. Los ojos de su madre, inquisitivos y angustiados, se fijan en él, y asoma a ellos una súplica tan doliente y tan tierna que, a pesar suyo, le estremece.
–No quiero parecer una entrometida preguntándote de dónde vienes. Supongo que no habrás ido a pedir un caballo, que no te irás esta misma noche como amenazaste...
–No, madre, claro que no me iré esta noche. Ya ordené antes a Yanina que te dijera, pero veo que olvidó mi encargo.
–Pues es bien raro... Te aseguro que es la primera vez que ocurre algo así.
–Sí, es bien raro... Todo es raro en ella... Preferiría no hablar de eso... No quiero disgustarte, madre...
–Con lo que has dicho, basta para preocuparme seriamente. ¿No crees que es preferible hablar claro de una vez?
–Pues sí. Yo sé que tienes un gran apego a esa muchacha... pero, como dijiste antes: he dicho demasiado para callarme ahora. Yanina es alguien de quien deberías desprenderte. En una forma suave y con pretexto cualquiera, pero...
–La has tomado con ella. Supongo que será una sugestión de tu mujer. Aimée odia a la pobre Yanina y...
–Es Yanina quien la odia a ella. Por la tranquilidad de esta casa, por esa paz que tú misma deseas, quiero pedirte que alejes a Yanina en cuanto se presente una ocasión, que ya la buscaré yo... Si hemos de vivir en Campo Real, tiene que ser así, madre.
–Está bien. Habrá que aceptar tu deseo... Bien sabes que es un gran sacrificio para mí, pero las madres nacimos para eso: para aceptar los sacrificios. Pero, al menos, ¿puedo saber qué ha pasado esta noche con Yanina?
–No es esta noche, es siempre. Dejemos el tema, madre, te lo ruego. Por mi parte, mi petición va unida a la súplica de que no me preguntes más.
–Si no quieres hablar tú, haré que me informe ella. Le dispensas gratuitamente tu antipatía... ¡Qué le vamos a hacer! Será una víctima más de todas estas cosas, pero al menos voy a demostrarte, quiero demostrarte, todo el cariño, toda la sumisión y todo el respeto que Yanina me tiene. —Y alzando la voz, llama—: ¡Yanina... Yanina!
–No la llames, madre, no te canses, porque no ha de acudir. No está en la casa, y es preciso que despiertes. Ha salido esta noche, como sin duda muchas otras, sin que tú lo sospecharas siquiera. Está allá arriba, en la plaza de las barracas... Siento desilusionarte con respecto a ella, pero no es lo que piensas. Has querido sacarla de su medio, de su ambiente, y no creas que le has hecho ningún bien. Menos mal que, en el fondo, es igual a los otros. Bastará que la dejes en libertad para que se manifieste tal como es, sin la máscara de hipocresía con que te fascina...
–Renato, acompáñame a mi alcoba. Llamare a Yanina. Tú verás como acude, tú verás como desmiente esta calumnia que se han encargado de decirte de ella. No es capaz de ir a esa fiesta. Está de este lado. Desde niña me ocupé de su educación. Ella...
–Ella está allá arriba, madre, la vi por mis ojos.
–¿Tú? ¿Quieres decir que tú fuiste también?
–Eso es lo de menos... pero no hablemos más esta noche... creo que estoy fuera de mí, y hay algo que tengo que decirte, algo que importa mas que todo: la verdad de mi corazón...
–No la digas en este momento. La verdad de tu corazón la sé, no me la repitas... Espera, espera unos meses... Ven, ven a mi alcoba. Te he vuelto a ver de pronto tan desorientado, tan alucinado como cuando eras niño. Quiero librarte de eso...
Le ha tomado del brazo llevándolo con ella blandamente, con la misma ansia dolorosa de protegerle con que cuando era niño le alejaba de todos los peligros imaginados o verdaderos... Le ha hecho entrar en la amplia alcoba, y sentarse de espaldas a los ventanales. Un momento vacila mirando a través de ellos la mancha roja de las hogueras que arden allá, en el claro de los cafetales...
Pero en el aire que sopla de aquel lado, parece llegar, con el ritmo sensual de la música, la vaharada cálida de aquellas llamas que en la montaña lengüetean. Y es como si el ambiente se cargase de oscuros presagios, como si los tétricos augurios que presidieron el nacimiento de Renato D'Autremont temblaran otra vez sobre su rubia cabeza...
–Tengo que defenderte de ti mismo, Renato. Tu peor enemigo lo llevas dentro... Es tu corazón, tu insensato corazón que se aficiona siempre a lo que más pueda dañarte. Primero a la amistad de ese canalla a quien odias... Hoy, al amor de una mujer prohibida para ti por todas las leyes humanas y divinas...
–No hay ninguna ley que le prohíba al corazón los sentimientos. Lo que la mente piensa, lo que el corazón siente...
–¿Acaso no existe el pecado mental? ¿Piensas que no se peca recreándose en el pensamiento de lo que está prohibido? No basta tener un nombre como el nuestro, no basta nacer llamándose Renato D'Autremont, sino que hay que saber serlo, hay que aceptar las obligaciones del rango, de la fortuna, del poder... Naciste poderoso, opulento, con todos los honores, con todas las ventajas. No tienes sino sostener lo que otros hicieron para ti...
–Creo que te excedes en tus reproches, madre. Aun no he hecho nada indigno.
–Confío en que Dios te libre siempre de hacerlo. Todavía estás a tiempo, pero tienes que tener voluntad. No vuelvas a Saint-Pierre... Quédate aquí, espera al menos a que nazca tu hijo... ¿No sientes que con esa criatura que va a venir, asoma la esperanza de una nueva vida?
Renato ha bajado la cabeza. Largo rato ha tardado en responder, como si rebuscara en su conciencia, como si bajara al fondo de sí mismo. Luego, sus claros ojos se alzan, clavándose en los de Sofía, al rebatir:
–Sólo se vive una vez, madre. Quiero vivir mi propia vida... Yo comprendo tu punto de vista, pero trata de comprender tú el mío. Quiero mi vida, la mía, la que bulle en mis venas, no esa que, como bien dijiste, hicieron los demás para mí... Debe bastarte con que en lo material no haga nunca nada indigno, o trate de no hacerlo... ¿Es que crees que no es ya bastante mi martirio? Tarde hallé la verdad de mi corazón. ¿Por qué estuve tan ciego?
–¿Y por qué no aceptas las consecuencias de tu error, ya que lo cometiste?
–¡Porque no puedo, madre! No puedo conformarme a esa vida pueril y mediocre que me brindas. No puedo ser esclavo de un pedazo de tierra, de las letras de un apellido... Lucharía aunque yo mismo no quisiera... Faltaría a mi palabra si me la pudieras arrancar, y a mis juramentos, si jurara lo que sé que no puedo cumplir. No me atormentes más, madre... Es inútil... deja que se cumpla mi destino...
–¿Y por qué ha de ser tu destino correr al abismo?
–Porque es el de todos los D'Autremont, madre: vivir para nuestras pasiones, y por nuestras pasiones, morir...
Sofía ha hecho un gesto para detenerle cuando se aleja bruscamente, pero no le sigue. Le mira cruzar, con una desolación infinita en las pupilas, y luego busca una butaca donde dejarse caer rendida, sollozando. La puerta de la alcoba se ha abierto y Bautista se disculpa:
–Perdóneme que entre así...
–¿Dónde está Yanina?
–No encuentro ni siquiera con quién enviar a buscarla, ni tampoco una doncella con quien pedirle permiso para entrar. Por eso llegué así... Todos se han ido; pero, con el permiso de la señora, mañana haré el escarmiento que se necesita. Parece como si un demonio les hubiera soplado a todos. Nunca ha ocurrido en Campo Real una cosa así... Pero Yanina no tardará en volver, señora. Seguramente habrá tenido que ir a hacer por sí misma cualquier cosa necesaria...
–Yanina también está allá arriba... La ha visto mi hijo, y encuentra la falta lo bastante grave como para despedirla...
–Si el señor Renato opina así, tendría que despedirlos a todos, y a la señora Aimée la primera.
–¿Qué dices?
–No hay luz por aquel lado de la casa...
–Puede estar acostada y dormida. No eres tú quién para juzgarla... ¿Entendiste? Exijo la mayor consideración y el mayor respeto de todos para la esposa de mi hijo. Al menos, por ahora...
–Ahora y siempre se hará en esta casa lo que usted diga, doña Sofía. Usted es la única dueña que reconocemos los leales, los antiguos... Por usted nos dejamos matar... Es lo que yo siento, y es lo que siente mi sobrina. Claro que si, con todo eso, el señor se empeña en que la eche usted de aquí...
–Búscala tú mismo, Bautista, ve a buscarla... Yo nada necesito...
–Ni el señor tampoco... Está en el comedor, y él mismo se sirve... Está bebiendo como en los peores días: él solo y una copa tras otra... En eso es distinto del amo don Francisco... Ese bebía siempre en buena compañía... En fiestas, con amigos, como todo un gran señor que era, mi señora. Que hasta sus pecados eran de eso, de gran señor...
–Calla, Bautista, y ve a lo que te he dicho. Trae a Yanina...
–Yo estoy seguro que la señora está equivocada con Yanina. Si el señor la vio allá arriba, sería un momentito. A cualquiera le pica la curiosidad. Ahora, apostaría la mano derecha a que no está allí, y la señora va a verlo por sí misma... Con permiso...
No... No está Yanina en la ancha plaza de las barracas, donde la fiesta negra sigue, donde los cuerpos bañados de sudor se retuercen en danzas lascivas, donde, como las llamas de las hogueras, los deseos palpitan, y se ligan, en un solo nudo el amor y la muerte... Tras largo rato de estupor doloroso, ha echado a andar, primero como sin rumbo fijo, luego como arrastrada por una idea...
Marcha, primero, muy despacio; después, más de prisa... Se aleja hasta encontrar un sendero escondido, un áspero sendero que trepa la montaña a través de los riscos, hasta el punto más alto del valle, junto al arco del desfiladero, allí donde, oculta y disimulada entre peñascos, hay una choza semidestruida: la guarida de Kuma...
Se ha apartado del sendero, ocultándose entre las malezas, hasta que la sombra que pasa cerca de ella desaparece... Largo rato la sigue con la vista, tratando de localizarla en las tinieblas... Una sospecha le hace sentir el anhelo de ir tras ella, pero no lo realiza, y cuando todo vuelve a ser silencio, sigue, hasta llegar junto a la curandera...
–¡Kuma! ¿Quién salió de aquí? La he visto, me he tropezado con ella en el camino... Casi podría jurar... ¡Kuma, dime...!
–¡Déjame en paz! No tengo nada que decirte... Bruscamente, la hechicera se ha soltado de aquella mano, que apretando su muñeca la oprime, y mira hosca el rostro desencajado de Yanina... Luego, con aquella solemne calma que da a todos sus movimientos, destapa la marmita que hierve y hunde un puñado de hierbas secas en su oscuro y maloliente contenido.
–Kuma, responde a lo que te pregunto... Te juro que no va a pesarte... Soy tu amiga, tú sabes que soy tu amiga...
–Kuma no es amiga ni enemiga de nadie. Sirvo a los que llegan aquí, y callar su nombre es mi primer servicio... Dime a qué has venido. ¿Siguen tus penas? Si vienes a hablarme de ellas, te escucharé... Si quieres un remedio, Kuma sabrá encontrarlo, aunque sea muy difícil. Si no es para eso, puedes irte...
Ha cruzado los brazos, frente a Yanina, que otra vez parece serena, contenida, y largo rato permanecen ambas inmóviles, hasta que, lentamente, Yanina saca una moneda de plata de sus bolsillos, poniéndola sobre la mugrienta tabla de la mesa:
–Vengo a pagarte mi última visita, aunque no debería, porque de nada me ha servido. Tu consejo fue malo; tu amuleto, inútil; sin valor las oraciones que me diste...
–¿Pusiste en el café de tu amo la medicina?
–No... Me dio miedo... Puede enfermarse, puede morir...
–Tal vez se enferme, pero esa enfermedad ablandará su fuerza, se sentirá desdichado, y ése será el momento en que vuelva sus ojos a ti. ¿No es eso lo que pediste a Kuma?
–Pedí que me amara, que sus ojos se fijaran de otro modo en mí... Pedí una sonrisa, una sola sonrisa... Después, no me importa morirme...
–¡Pobre necia! ¿Por qué tenías que mirar tan arriba?
–Si mi madre logró el amor de su amo, una hora, un día... ¿por qué no puedo yo lograrlo?
–Los tiempos cambian, las cosas son distintas... Cuando el valle era maraña de selva y los amos vivían en cabañas, cuando bebían ron y tendían su hamaca bajo las palmas, todo era distinto... Las mujeres blancas estaban muy lejos, ninguna llegaba hasta aquí...
–Lo que fue una vez, puede volver a ser —se obstina Yanina con terca pasión—. No hay sino una cosa que me importe en la vida... Tu lo sabes... Tú dices que tienes poder para lograrlo todo...
–Ya te di la medicina. No la eches toda de una vez si no tienes valor suficiente. Hazle tomar unas gotas cada día. Poco a poco, todas las cosas van a parecerle distintas... Puede que llegue a verte hermosa, blanca, como...
–¡Como quién! ¡No te rías, Kuma!
–Tengo que reírme. ¿Viste a un escarabajo frente al sol? Así eres tú frente a la que pretendes que él olvide por ti. ¡Pobre Yanina!
–¡No tienes por qué compadecerme! —se revuelve Yanina furiosa—. Aun cuando ella fuera el sol, como tú dices, y yo un escarabajo, ella es mala, es dañina... Le envenena... le odia... pero cuando tú dices eso, es que la viste...
–Sí —acepta la hechicera con falsa indiferencia—. Todos la vieron de lejos, un día: el día de su boda. Hasta Kuma, la maldita, estuvo en el cortejo nupcial del amo Renato...
–¡Mientes! La has visto después y de mucho más cerca. Acabas de verla, porque fue ella la que estuvo aquí... Es inútil mentir... Aunque lo niegues, estoy bien segura. Ella vino a buscarte... ¿Por qué? ¿Qué quería? ¡Contéstame! ¡Te he pagado en plata cuando otros te dan cobre!
–Y otros me dan oro...
Kuma ha abierto la mano mostrando las tres monedas de oro, que brillan a la luz del hachón, ya casi extinguido, y Yanina se revuelve furiosa, totalmente segura ya:
–¡Ella... Ella...! ¡Lo sabía... Lo sabía...! Vino hasta aquí, y te pagó con sus monedas de oro. ¿Qué vino a comprarte? ¡Dímelo! ¡Dímelo! ¡No pretendas burlarte de mí, porque soy mala enemiga!
–Kuma no teme al alacrán, ni a la araña, ni a la hormiga... Tú eres como una viborilla que se arrastra... Quieres llegar hasta la rama más alta del pimentero, pero no podrás subir. Tendrás que esperar a que el rayo que baja de las nubes parta la rama, y la rama baje hasta ti... Aunque no lo mereces, voy a darte un consejo de amiga: No quieras llegar hasta el amo, aguarda a que el amo baje hasta ti. Te di el remedio... úsalo poco a poco... Y ahora, vete...
Yanina ha dejado caer las manos con gesto de vencida, como transida de un dolor sin nombre, mientras la hechicera vuelve lentamente al horno de barro sobre el que hierve la marmita, donde queda largo rato inmóvil. Luego, tiembla como si la sacudiera el escalofrío de una fiebre, y alza la tapa de la olla hirviente. Con las grandes y negras manos extendidas, traza extraños signos, queda como absorta contemplando las espirales de vapor, y después la tapa, volviéndose con brusco movimiento, para indagar:
–¿Todavía estas aquí? ¡Vete!
–¡No puedo irme así! ¡Dime lo que viste en el humo! ¡Dímelo!
–Sangre... Fuego... Ruina... Lágrimas en la casa D'Autremont, sangre en las piedras del desfiladero... tanta sangre como cuando se mató el amo don Francisco. Y después, ruina... y después, fuego... Vi hundirse la casa D'Autremont, y hervir el mar...
–¡Kuma... Kuma! ¡Eso no es posible! ¡Lo dices para asustarme, para burlarte de mí! ¡Tú no has visto eso! ¡No lo has visto! ¡Kuma! ¡Kuma!
Inmóvil, helada, con la vista fija, la hechicera color de ébano parece hundida en los horribles presentimientos que han fluido de sus labios... Las manos de Yanina la tocan fría y rígida, la sacuden en vano, desesperadamente tratan de hacerla despertar, y al fin, vencidas, se separan de la hechicera con gesto de temor supersticioso... Sin dejar de mirar a Kuma, Yanina ha llegado a la puerta de la cabaña, ha cruzado su umbral de espaldas al camino... El aire fresco de la noche parece despertarla azotando su rostro... Entonces, poseída de un terror repentino, echa a correr hacia las lejanas luces de la casa...
Ahogada por el golpe del corazón que late demasiado de prisa, todavía pálida y temblorosa del espanto que le produjeran las palabras de Kuma, busca Yanina el apoyo de la pared, mientras Bautista se acerca a ella con gesto de violenta ira:
–¿Dónde estabas? ¿De dónde vienes?
–Yo... yo... —balbucea Yanina—. No vengo de... de ninguna parte. Salí... salí...
–¡Sin inventar, sin mentir! Te vieron allá arriba. Te vio el propio amo Renato. Vino con el cuento a doña Sofía. ¿Sabes cómo está ella contra ti? ¡El amo está furioso, le ha pedido que te despida! ¿Qué le has hecho al amo? ¿Qué le has dicho?
–Yo... yo... ¡Oh, tío Bautista! —gimotea la mestiza en tono suplicante.
–¡No permitiré que vuelvas a llamarme así! Demasiado sabes que te amparé cuando mi hermana me lo pidió al morir, y que ella, por lástima, te tenía recogida. Pero no me dejes mal aquí... Como por tu culpa se disguste el ama conmigo, le diré la verdad a todo el mundo: no eres más que una basura del arroyo, y allí volverás si el ama te despide. Mañana haré un escarmiento en todos esos bandidos que se escaparon a la fiesta, y no te irá mejor a ti si no te haces perdonar por doña Sofía...
–¡Hágame lo que quiera! ¡No me importa! —desprecia la mestiza llorando profusamente.
–¿Que no te importa? Eso ya lo veremos. La culpa es mía por haberte tratado demasiado bien, por decir que eras mi sobrina. Sécate esos ojos, ve donde está el ama y pídele perdón de rodillas...
–¿Al ama Sofía...?
–Y también a la otra, al ama Aimée... Seguramente, ella es quien puso a su marido contra ti. Hazte perdonar de todos antes que sea de día, o tendrás que entendértelas conmigo.
Bautista se ha alejado con firme paso. Unos instantes permanece Yanina inmóvil, el rostro entre las manos, ahogando los sollozos que la sacuden, hasta que sus lágrimas se secan al ardor de las mejillas. Entonces se levanta despacio, entra como sonámbula en la estrecha alcoba, y con mano temblorosa abre el mueble incrustado en la gruesa pared, que hace las veces de cómoda y botiquín. Del fondo del mismo ha extraído un tosco frasco de barro. Es el repugnante bebedizo que Kuma le diera como medicina para destruir la voluntad rebelde de Renato. Temblando, lo oprime en sus dedos, mientras su alma se debate en una lucha horrible...
–Me odia... Renato me odia, y me odia por ella... La maldita...
Un relámpago rojo cruza por sus pupilas, acabando de secar sus lágrimas, devolviéndole en un instante las fuerzas perdidas. Otra vez vuelve a endurecerse su rostro desfigurado de angustia, otra vez acompasa el inquieto corazón sus latidos, cuando en tono ominoso se decide:
–¡Sí... sí, haré lo que Kuma me dijo!
6
–¡AY, SEÑORA, POR fin!
–¿Ha pasado algo? ¿Ha preguntado alguien por mí, Ana?
–Preguntar, no ha preguntado nadie, pero el Bautista ha llegado cuarenta veces hasta aquí mismo, se ha acercado a la puerta, ha pegado el oído, y se ha vuelto a ir...
–Bueno, cállate... Tengo que pensar, que discurrir. Son muchas cosas las que tengo entre manos. No puedo equivocarme, no puedo cometer una torpeza, no puedo dar un paso en falso, porque entonces sí que estoy perdida. Sal con cuidado. Da la vuelta por todos los pasillos y vuelve a decirme dónde está Renato y qué hace.
–¿El amo Renato?
–Sí. Voy a tener con él una última entrevista. Quiero quemar el último cartucho, quiero hacer un último esfuerzo para que todos seamos felices... Si no, haré lo que tengo dispuesto, ¡y que el diablo me ayude, o cargue de una vez conmigo!
Obediente al mandato de Aimée, Ana ha llegado silenciosa, en su misión de espionaje, a aquella galería, amplio portal sobre arcos coloniales que da vuelta a la enorme mansión y parece prolongar cada estancia en un anexo más aireado, más campestre y sencillo, donde se encuentra Renato con un vaso de coñac en la mano, dando órdenes terminantes al humilde y servicial Bautista... Tras observar atentamente la situación, la siempre asustada Ana regresa a la alcoba de su ama para rendir el informe de sus observaciones:
–El señor Renato está solo. Ya se bebió hasta el último poquitito que le quedaba en la botella, y yo oí cuando le mandaba al Bautista prepararle el baño, la ropa, y un caballo para irse en seguida...
–Tengo que detenerlo... He de hacer las cosas estando él aquí... Ayúdame a arreglarme... Tráeme aquel perfume francés que compré en Saint-Pierre el otro día, un chal de encaje y un poco de carmín... Cuando acabes, vete a la cocina y llévanos champaña y jugo de pina... Le invitaré a tomar conmigo la copa del estribo y peor para él si me obliga a llegar hasta el fin...
Con pasos felinos, sabedora del poder sensual que exhala de su persona, Aimée se acerca decidida a la amplia galería donde se halla Renato, y saluda jovial:
–Buenas noches, Renato, o buenos días... En realidad, no sé cómo decir; a estas horas, es difícil... Todavía no amanece, pero ya falta poco...
–A estas horas, deberías estar durmiendo.
–Hasta ahora dormí, pero me sentí tan sola en esa habitación tan bien preparada para dos... Es crispante sentirse abandonada en una alcoba así... Todo allí huele todavía a luna de miel: una luna de miel que, por desgracia, no hemos vivido. A veces me pregunto si no fue un sueño mi matrimonio contigo, y si estas horas o estos días son una pesadilla de la que al fin habré de despertar...
Renato se ha erguido, mirando a Aimée frente a frente. A pesar de cuanto lleva bebido, no ha logrado que el alcohol embote su inteligencia ni sus sentidos. Por el contrario, tiene una vibración dolorosa y fina, una especie de penetración sutil, que le hace contemplarla tratando de hallar el verdadero sentido a aquella actitud inesperada. No se le escapa que cuidadosamente acaba de arreglarse, de vestirse, de perfumarse con el más sensual de los perfumes, y así, pálidas las mejillas, ahondadas las ojeras de por sí profundas, le parece repentinamente más hermosa, con su desconcertante parecido a Mónica, que le hace estremecerse, maldecir alma adentro de sí mismo...
–Mi querido Renato, ¿te has detenido un momento a pensar qué cosa tan absurda ha venido a ser nuestra vida? Oí decir que no te quedabas en Campo Real...
–No. Vuelvo a Saint-Pierre. Supongo que para ti es lo mismo, que no me criticarás.
–No... no te critico. Te envidio... ¡Qué felicidad, nacer hombre! Ustedes tienen todas las ventajas del mundo: cortejan a las mujeres, las eligen, las piden en matrimonio o se hacen los tontos, como mejor les convenga...
–No hay nada más frágil que la ilusión, Aimée. Si la nuestra se hizo trizas, no ha sido sólo culpa mía.
–Menos mal que reconoces tu parte de culpa.
–La reconozco entera si quieres, pero no voy a discutir.
–Naturalmente... Te basta con hacer lo que te dé la gana. ¡Qué actitud más cómoda la tuya!
–Está bien, Aimée. Ya veo que quieres oírme. No es culpa mía si digo cosas que te hieran y te lastimen. Me has buscado en una hora en la que no soy capaz de mentir...
–Pues me alegro muchísimo... También yo sé decir verdades amargas, Renato D'Autremont, y la primera es que no estoy dispuesta a sufrir tu público desprecio, tu abandono a los ojos del mundo, tu cortejo descarado a otra mujer, para mayor vergüenza y mortificación para mí, lleva mi misma sangre...
–Para mayor desgracia de todos, Aimée. Y es justamente lo que fuiste capaz de hacer contra ella, siendo tu sangre, lo que me separa de ti. ¿Por qué fingías conmigo antes de casarnos? ¿Por qué te presentabas a mí como una niña enamorada, cándida y tímida? ¿Por qué enmascarabas, bajo sonrisas angelicales, tus violencias, tus ambiciones, tus apetitos? No se engaña a quien se ama... ¡Tú nunca me has querido!
–¿De dónde sacas eso? ¿Cómo te atreves a decirlo?
–Cayó la venda de mis ojos... Ella me quería... Tú pusiste en juego tus artes para desviarme, y ella fue demasiado noble para combatir con tus propias armas... Por eso la venciste. La vi fría, serena, alejada de mí, pensando primero en sus estudios, luego, en la religión; y a ti, en cambio, dulce y tierna como una niña. Me ofusqué, perdí el tino, fui torpe y ciego, pero no por mi cuenta... Me pusiste una trampa, y caí en ella... Entre las dos jugaron conmigo... O mejor dicho, jugaste tú con los dos... A ella, por su generosidad y nobleza; a mí, por mi inexperiencia de la vida, nos manejaste como quisiste... Y ahora, yo te digo: ¿Por qué? ¿Para que?
–Tus palabras son crueles, Renato. Yo no sé...
–¡Yo sí sé! Ya esa pregunta la respondí yo mismo. Querías la posición, el nombre y la fortuna. El amor, no, puesto que no me querías. Pues bien, tuyas son mi posición, mi fortuna y mi nombre. Eres la dueña de Campo Real, serás la madre de mi hijo, pero mi corazón y mi pensamiento no pueden pertenecerte. ¡Son de ella, con un amor tardío, con un amor que es como una planta venenosa, pero al que le he dado toda mi vida!
–¿Quieres decir que me arrojas de tu vida?
–Quiero decir que vamos ya por distintos caminos. Yo no quiero más que la libertad de ser todo lo desdichado que me siento, el derecho a no tener que fingir. No quiero ni palabras falsas, ni sonrisas forzadas, ni cortesías inútiles...