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Juan del Diablo
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:40

Текст книги "Juan del Diablo"


Автор книги: Caridad Bravo Adams



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–¿Y usted, patrón?.

–Yo no, Colibrí. Todavía tengo que hacer aquí... Me han informado que algunas religiosas del Convento del Verbo Encarnado se hallan refugiadas en Rivière Salée, y que otras van llegando de distintos lugares. Al amanecer saldré para allí...

–¡Ay, patrón, usted se va a matar de tanto andar de un lado a otro! Donde quiera que le dicen que hay una monja, allá va... Y todas le dicen lo mismo: que la pobre señora Mónica...

–¡Calla! ¿Qué sabes tú? ¿Qué sabe nadie?

–Si el señor Renato fuera bueno y buscara sitio en un barco para usted también, patrón...

–Para mi no va a buscarlo, ni tampoco lo aceptaría, Colibrí. No saldré de la Martinica, no renunciaré a mi última esperanza... ¡Yo seré el último que salga!

Bruscamente se ha puesto de pie, subrayando con el gesto las últimas palabras, y da unos pasos hasta llegar a aquel hueco extraño que les sirve de habitación... Paredes de estera y techo de palmas y cañas, adosadas a la entrada de una gruta de piedra volcánica... Lava resecada muchos siglos atrás, enfriada al sol quién sabe de qué días lejanos, que forma una especie de muro natural alrededor del Fuerte de San Luis, en la propia bahía de Fort-de-France. ¡Qué cerca está de aquélla a quien ansiosamente busca! ¡Qué jugarreta inexplicable, qué burla inconcebible de la suerte, le hace correr hacia los más lejanos lugares de la isla, cuando le bastaría salvar poco más de un kilómetro para encontrarla!

–Patrón, en la casa no hay nada...

–Bueno... atiende al herido sí necesita algo. Voy a ver si consigo algunas cosas... de ésas que no hay en la casa...

Su gallarda figura se aleja, perdiéndose sobre la cenicienta playa hasta cruzar junto a los muros del Fuerte centenario. Sólo su mole de piedra ha resistido sin agrietarse, sólo él parece eterno e inmutable en el paisaje desolado... Tímidamente, con un sentido indefinible en el que se mezclan el respeto inevitable y el supersticioso temor, Colibrí se acerca muy despacio al tosco lecho, donde Renato se agita y murmura:

–¡Agua...!

–Ya no hay agua, señor. Usted mismo se bebió lo último que quedaba. No hay agua ni de dónde agarrarla. La del río es puritito azufre, y la del mar es salada... Como no traiga el patrón de la que reparten en Fort-de-France por cuartillo, como si fuera leche, vamos a rabiar de sed como los perros satos..

Por primera vez en muchos días se han abierto los ojos de Renato D’Autremont, fijos, inteligentes, claros... Ya no arde en ellos, como una llamarada de locura, el delirio de la fiebre... Es como si comenzara a comprender y a tratar de recordar... Ante un débil gemido del herido, Colibrí se interesa:

–¿Le duele? El patrón me dijo que lo cuidara. Me llamo Colibrí, y mi patrón es don Juan del Diablo...

Lentamente, Renato se ha incorporado, ha mirado la pared de rocas desnudas, el techo de sueltas hojas de palma, las esteras que cuelgan movidas por el viento, y al muchacho negro vestido de andrajos, que parece ser su enfermero. En sus finos labios de aristócrata se cuaja una sonrisa breve y amarga, al comentar:

–Tú eres Colibrí... Sí... Creo recordarte... ¿Y en qué país estamos para que Juan del Diablo tenga "don"? ¿A qué isla nos llevaron las olas? ¿A qué costa salvaje fuimos a dar en aquella barca? ¿Dónde estamos?

–¿Dónde vamos a estar, más que en la Martinica? Al ladito de Fort-de-France... ¿No se acuerda de lo que pasó? Usted andaba detrás del Luzbeltirando cañonazos...

–Si... voy recordando... El guardacostas... la goleta huyendo, mis gentes listas para el abordaje... y de pronto...

–Estalló el volcán... nos caímos al agua y el amo nos salvó. Nos sacó a flote, nos echó juntos en el bote a usted y a mí... A mí, que soy como su perro; y a usted... a usted, que andaba detrás de él para matarlo... ¿Se acuerda ahora?

–Sí... Me acuerdo del bote, del horrible dolor de esta herida, y después... después...

–A hombro lo subió el amo hasta Morne Rouge. Allí lo vio a usted el médico y lo curaron, y nos curaron también a nosotros... Yo estaba todo quemado... El amo largaba la piel a pedazos y echaba sangre por la herida de la bala... Pero no se dobló ni se quejó de nada... El patrón sí que es macho, señor Renato...

Renato ha entornado los párpados, se ha sentido hundir de nuevo en la niebla rojiza de los días pasados... Casi anhela aquella inconsciencia bienhechora; pero algo lo despierta, sacudiéndolo...

–¿Qué es eso?

–El volcán... el terremoto —balbucea Colibrí conteniendo a duras penas el miedo que le embarga—. Viene a cada rato... Pero el patrón dice que no le gustan los cobardes, que, aunque me esté muriendo, tengo que aguantarme y no correr, porque en cualquier parte lo mata a uno el terremoto, y en cualquier parte se lo traga la tierra...

Renato ha logrado sentarse con enorme esfuerzo y trata de ponerse en pie, pero se lo impiden su dolor y su debilidad. La cabeza le da vueltas, el aire le falta, pero un relámpago de orgullo se enciende en sus claras pupilas:

–No entiendo nada, mas necesito entenderlo todo en seguida. ¿Por qué estoy aquí contigo en esta forma? ¿Qué significan esta cueva y estos harapos? ¿Soy acaso prisionero de la gente de Juan? ¿Y mi ropa? ¿Y mis papeles? ¿Qué se ha hecho todo? ¿Dónde está?

–¿El qué? —se extraña el negro muchachuelo.

–¿No entiendes? —se enfurece Renato.

–No, Renato. Hay cosas que Colibrí no entiende —explica Juan con serenidad, irrumpiendo en la estancia—. Ten un poco de calma... Ya te irás dando cuenta de todo... No creo que debas abusar de tus fuerzas el primer día que se te despeja la razón... Además, te esperan noticias altamente desagradables... Bebe un poco de agua...

Un instante, Renato se detiene antes de tomar el cántaro de arcilla que le ha ofrecido Juan, envolviéndole en una mirada de asombro. También él ha cambiado... ha cambiado casi tanto como el panorama que le rodea... Mucho más delgado, parece más alto; la barba crecida, los largos cabellos revueltos y ensortijados, y bajo la vieja camiseta de marinero, que ha vuelto a vestir, luce más recio y ancho su torso de atleta... Tendría la traza desdichada de un náufrago, sin su gesto altanero de jefe de piratas, pero la máscara de color de su rostro moreno se enciende por la fuerza de su altiva mirada, que es toda voluntad...

–¡Se bebió toda el agua! —exclama Colibrí consternado al ver que Renato consume ávidamente el contenido del cántaro.

–No... Queda un poco... Tómala y déjanos... Cuando Renato haya descansado, hemos de hablar...

Más de dos horas han pasado antes de que vuelvan a abrirse los ojos de Renato, para clavarse ansiosos en Juan: ojos interrogadores y desconcertados, en los que arden juntos el deseo de saber y el miedo de las terribles verdades que presiente y aguarda. Otra vez, como antes, parece Renato medir y valorar la miserable estancia, otra vez tiemblan en sus labios las palabras, para brotar al fin como torrente que rompe el dique:

–No necesitas decirme que estoy en tu poder. Lo veo, lo palpo. Herido e indefenso, a tu albedrío, y, si he de creer a ese muchacho, debiéndote además la vida.

–La vida se la estamos debiendo todos a un milagro que acaso no se prolongue demasiado —explica Juan con pasmosa serenidad.

–¿Qué quieres decir? Creo recordar algunas cosas... Pero no, no es posible, son pesadillas de la fiebre, estampas del infierno, cuadros de dantesco horror...

–Recuerdas la realidad, Renato... Muy poco queda de la tierra que nos vio nacer. Hace tres meses que, día y noche, ruge ese volcán arrojando sobre ella cenizas candentes y ríos de lava. Sus ciudades son ruinas; sus ríos, lodazales infectos; sus campos, páramos calcinados... Por sus caminos corre una muchedumbre de desesperados que en vano buscan un techo o un abrigo seguro. Cada día, de nuestro único puerto aún navegable, salen barcos repletos de gentes que huyen...

–¿Nuestro único puerto navegable? —se sorprende Renato, sin comprender.

–Sí, Fort-de-France. Junto a él estamos, en la ensenada del Fuerte de San Luis...

–... ¿Saint-Pierre...? ¿La capital...?

–Ya no existe.

–¡No puede ser! —rechaza Renato en un grito de rebelde espanto—. Mi madre... ¿Ha muerto? ¡Mi madre ha muerto! ¡Oh...!

–Cálmate... cálmate, Renato. No eres tú solo el que tienes que llorar un dolor tan grande. Cuarenta mil cadáveres quedaron bajo las cenizas del que fue Saint-Pierre. Luego, se han ido sumando cientos, miles de víctimas más...

–¡Cuanto vi era verdad... cuanto recuerdo fue verdad! ¡Oh...!

–Tal vez la isla sea pronto totalmente evacuada... Aunque casi no quedan ya autoridades, quizás el nombre D’Autremont pueda conseguirte lugar en uno de los barcos que salen...

–¿Qué estás diciendo? —se rebela Renato casi con ira.

–Todos opinan que la huida es la única esperanza de salvación... y para ti no habrá dificultades. Además, no tienes ya a nadie por quien mirar, más que por ti mismo...

–¡No tengo a nadie... no tengo nada! Mi casa, mis tierras, mi fortuna en los bancos de esa ciudad que... ¡Y mi madre, Juan, mi madre!

Desesperadamente, se han aferrado a las anchas manos de Juan, que estrechan las suyas, acaso por primera vez, con gesto fraterno... Largo rato corren en silencio sus lágrimas. Luego, se secan de repente como si una saeta de fuego le traspasara el alma despertándole, sacudiéndole, enloqueciéndole de nuevo:

–¿Y Mónica? ¿Qué has hecho de ella? ¿Dónde está? Tú la tenías en el Luzbel... Pero no, no... dijiste que la habías puesto a salvo. ¿Adonde la llevaste? ¿Adonde la enviaste? ¿Rumbo a Dominica? ¿Rumbo a Guadalupe?

–¡Rumbo a Saint-Pierre! —confiesa Juan con infinita desesperación—, Yo mismo la dejé en la playa, frente al Monte Parnaso... No sé nada más... ¡No sé absolutamente nada más!

–¿Ha muerto también? ¿Quieres decir que ha muerto?

–¡Es lógico pensarlo así! —augura Juan con gesto sombrío—. La he buscado como un loco, como un desesperado. La he buscado mientras tú agonizabas, mientras tú delirabas ardido por la fiebre, semanas enteras... mientras como un cadáver te arrastraba de aldea en aldea, de ruina en ruina, dándote cien veces por muerto y otras cien por resucitado...

–¡Tres meses... tres meses! ¿Dijiste tres meses? —pregunta Renato con desesperación.

–La he buscado en todo rincón donde hay religiosas refugiadas, en las interminables listas de desaparecidos, en las relaciones de los que cada día escapan llenando esos barcos... He buscado su cadáver entre todas las ruinas de los conventos, y he buscado su nombre en las cruces de madera de los cementerios improvisados... ¡Pero he buscado en vano!

–¡Mónica ha muerto! ¡Mónica ha muerto! —repite Renato como obsesionado.

–¡Pero no me resigno a aceptarlo! No sé si es una inspiración del cielo, no sé si es un loco rayo de esperanza, no sé si mi voluntad enferma se aferra a una mentira, si una intuición clarividente me sostiene sin desmayar en una verdad increíble... ¡Pero mientras me quede un soplo de vida, seguiré buscándola!

Juan ha dado un paso hacia la puerta, pero las manos de Renato se extienden, deteniéndolo con el ademán, y los claros ojos, que minutos antes lloraran por Sofía D’Autremont, se encienden ahora con la luz diabólica de los celos, del despecho, del ansia desesperada que el solo nombre de Mónica enciende en su alma y en su carne...

–¿Por qué esa búsqueda? ¿La amas? ¿La amas?

–¡Naturalmente que la amo! ¿Pues qué pensaste?

–Yo... yo... no sé... ¿Amarla? ¿Dijiste amarla...?

–¡Mil veces más que a mi propia vida! ¿No te das cuenta? ¿Qué me importa la vida si no he de volver a encontrarla? Mi vida entera es ella, era ella, aun cuando creyera que no me amaba, aun cuando la mirase tan lejana como a las estrellas, por las que guiaba mi rumbo, la mirada en los cielos, aferradas las manos al timón de mi nave... Loca, desesperadamente la he amado desde que algo más fuerte que mi orgullo me obligó a respetarla; desde que viéndola indefensa en mis brazos, desvalida y enferma, sentí que los deseos se apagaban, que la soberbia arriaba su estandarte, porque la fuerza de su pureza me transformaba en un hombre distinto, porque su vida y su felicidad comenzaban a ser, para mí, más importantes que nada, que nadie... ¿Que si la he amado? ¿Que si la amo? ¡Cien veces más, mil veces más de cuanto tú hayas podido amarla!

–¡Mentira! —estalla violento Renato—. ¡Más que yo, nadie! ¡Nadie! Y ella...

–¡Ella también me amaba! —corta con energía Juan—. Contra todo lo que supones, contra todo lo que piensas, contra todo lo que tenías derecho a esperar, Mónica me amaba, quería morir conmigo. A la fuerza tuve que arrancarla de estos brazos, para no arrastrarla a mi triste suerte...

–¡Eso no es verdad! ¡No es verdad!

–¡Es, Renato! Todavía me parece verla en aquella playa; todavía tengo en los oídos su último grito llamándome...

–¡No puede ser! Una mujer como ella...

–No podía amarme a mí, ¿verdad? —rebate Juan en tono colérico—, ¡Pues te equivocas! ¡Me amaba! ¡Me amaba! ¿Qué importan su nombre ni su casta? ¡Me amaba a mí, al marinero, al pirata, al bastardo! ¡Y prefirió los peligros, y aun la muerte a mi lado, antes que la comodidad de tu palacio! Esa es la única verdad... ¡Era mía, es mía, y la buscaré hasta encontrarla!

–¡No, no es tuya ya!

Renato ha vacilado, ha temblado, y vuelve a caer en el camastro. Desde allí, sus ojos miran con ansia... Recuerda su cartera, los papeles guardados en ella... Ahora está semidesnudo, bajo un techo de palmas, al total arbitrio de aquel hombre que es para él, a la vez, salvador y rival, enemigo y hermano... Repentinamente, su voluntad se agota, su valor se apaga, pero los fieros ojos de Juan parecen penetrarle, adivinarle, al señalar:

–Tus papeles están en esa caja... Ya veo que no me equivoqué al pensar que acaso eran para ti más preciosos que la propia vida. Puedes tomarlos, aunque creo que no te servirán de nada. Un poder más fuerte que toda la vanidad humana nos rige ahora... y es ése... el volcán... Escúchalo... Esa es la única voz que dispone y ordena sobre la tierra de la Martinica... Son sus golpes ciegos los que decretan la vida o la muerte, el dolor o el hambre... Es el nuevo poder que nos rige... ¡Ve a ver si, con él, tus papeles te sirven de algo!

Renato ha vuelto a incorporarse, quiere ir tras Juan, que se aleja con pasos presurosos, pero se desploma de nuevo... Cien recuerdos amargos le taladran como puñales. Piensa en su madre muerta; en Mónica, que acaso yace bajo el sudario trágico que envuelve lo qué fuera Saint-Pierre, y siente un dolor nuevo, un dolor extraño, que le enciende de vergüenza infinita... Que es desconcierto, remordimiento y gratitud amarga...

–Y le debo la vida a Juan del Diablo...

Durante más de una semana rugió aún el terrible Mont Pelée. Al fin, el veintiséis de agosto de mil novecientos dos, tras un último y terrible terremoto que sacudió a la isla entera, todo quedó en calma. Se borraron las nubes negras del cono del volcán, se acallaron los ruidos subterráneos, volvió a ser azul el cielo, y las aguas del mar se aquietaron... Lluvias benéficas cayeron a torrentes arrastrando las capas de ceniza que desgajaban los árboles y abrumaban los campos... De nuevo corrieron limpios los ríos y los arroyos, y volvieron en enormes bandadas los fugitivos pájaros... Una alegría febril, espuma de la desesperación y el dolor pasados, sacude ahora las destartaladas calles de Fort-de-France. Se han puesto en movimiento los pocos caballos y los escasos coches que quedan disponibles. Brigadas de voluntarios apartan los escombros y acondicionan lo mejor posible muelles y embarcaderos, en la entrada de la hermosísima bahía, frente a la que se alza la pequeña ciudad. Y cuando los barcos tanto tiempo esperados se distinguen en la línea imprecisa del horizonte, les saludan los viejos cañones del Fuerte de San Luis y las campanas, montadas en travesaños sobre los escombros, para que puedan lanzar al aire la voz de sus repiques... Mientras, en la quinta casi en ruinas, que fuera refugio de las Molnar, las campanas y el cañoneo se oyen como algo lejanos...

–¡Aquí está el señor don Noel, mi ama! —avisa Ana gritando a voz en cuello.

–Albricias, mi apreciada Catalina... Pero, Mónica, ¿dónde está? —saluda y pregunta el viejo notario.

–¿Dónde ha de estar, más que en el hospital? —explica Catalina—. Para allá se fue antes de que amaneciera, como cada mañana...

–Hoy es un día distinto, ¡caramba!

–Para ella, no. Cada día que pasa, parece que su dolor creciera, porque le quedan menos esperanzas...

–Tiene razón. Pero, de todos modos, no puede abandonarse al dolor como lo hace... Vine a buscarla, porque el nuevo gobernador está desembarcando, y el comandante de las fuerzas, que tanta admiración y tanta gratitud siente por Mónica, quería que ella fuese de las primeras personas en saludar a su Excelencia. ¿Dice usted que fue al hospital?

–Justamente al que instalaron junto a Palacio... Allá la encontrará...

–Bueno, en ese caso, voy para allá... Hasta la vista, Catalina...

—¡Colibrí... Colibrí...! ¿Qué es lo que pasa? ¡Colibrí! ¿No me oyes? —llama Renato alarmado ante el estruendo de una salva de cañonazos.

–Ya va... Ya va, señor Renato... Estaba mirando cómo echan candela los cañones del Fuerte. ¿Acaso pensó usted que era el volcán? Dicen que está apagado, y bien apagado... Que ya no va a temblar más...

–Entonces, ¿esos cañonazos...?

–El nuevo gobernador está desembarcando. Desde arriba de la loma vi cómo se acercaba el barco... un barco grande, grande, y otros dos que vienen detrás... En uno dicen que traen soldados, y en otro, cuanto Dios crió... Todas las cosas que mandan de regalo desde Francia para los que nos quedamos en la Martinica, para los que no tuvimos miedo del volcán...

Lentamente, con visible esfuerzo, Renato se ha alzado de su camastro y, apoyándose en la frágil pared, da algunos pasos vacilantes sobre aquel piso desigual...

–¿No ha vuelto Juan?

–No, señor. Pero seguro que viene esta tarde... Él sabe que lo que trajo para comer, ya se ha acabado. Y ya usted sabe... De donde sea, pero él lo trae...

Otra vez Renato D’Autremont ha sentido que una ola de rubor enciende sus mejillas. No es sólo el hecho heroico de haberle rescatado de la muerte, de haberle llevado en brazos venciendo al dolor y fatiga... También aquel hombre extraño, hermano y enemigo, salvador y rival, ha traído cada día, para él, el alimento necesario, vendas para su herida, medicinas para su fiebre, techo para su intemperie, humana piedad para su desamparo... ¡Durante tres meses, él, el opulento Renato D’Autremont, ha recibido el pan de las manos de Juan del Diablo!

–¿Va a salir, señor Renato? ¿No espera al patrón?

–Creo que más vale que no lo espere...

–Pero solo no va a poder andar. El patrón dijo que usted estaba todavía muy débil...

–He de hacer un esfuerzo... Es necesario...

Ha palpado la camisa destrozada, que apenas cubre su cuerpo desnudo; sus pies descalzos, que asoman de los rotos y gastados pantalones de burdo dril... Comprensivo, Colibrí sonríe y explica:

–En aquella caja le tenemos guardadas sus botas y una chaqueta que encontramos. El patrón me hizo siempre cargar con esa caja, diciendo que si usted se levantaba, no iba a saber caminar descalzo... También hay una cartera, un anillo y un reloj que no anda...

Renato ha tomado aquel cajón, que es arca de sus pobres tesoros... Allí está su chaqueta de hilo, rota y quemada; su reloj, sus sortijas, las altas botas que calzara para tomar el mando del Galión, y bajo la cartera, con su dinero intacto, arrugados y desteñidos, la anulación del matrimonio de Mónica y el nombramiento de oficial en activo, que le autoriza a perseguir a Juan del Diablo...

–El amo dijo que esas cosas eran de usted, y que se las diera si algún día las necesitaba... ¿Va a vestirse? ¿Va a salir por fin?

–Es preciso... Debo hacerlo... Debo hacerlo cuanto antes... Tengo que acercarme a ese hombre que acaba de llegar... ¡Tengo que ver al nuevo gobernante que nos envía Francia!

Con esfuerzo, se ha vestido Renato. Con paso vacilante, que sólo sostiene la tensa cuerda de la voluntad, ha cruzado el ancho trozo de playa y, apenas ha desaparecido su figura tras el saliente que forman las murallas del viejo Fuerte de San Luis, otro paso bien conocido, ahora lento y cansado, ha hecho acudir a Colibrí a la otra entrada de la desmantelada cabaña, para señalar excitado:

–Por ahí va, por ahí va... Todavía lo puede sujetar si usted quiere... Todavía puedo ir yo en una carrera a decirle que usted le quiere hablar... ¿Oyó, patrón?

–Oí... Pero, ¿de quién hablas?

–¿De quién va a ser, sino del señor Renato? Sé levantó, se vistió y lo cogió todo, patrón... los papeles también...

–Todo era suyo, Colibrí —corrobora Juan con desaliento y cansando.

–Los estuvo mirando mucho rato... Yo creí que iba a dejarlos, pero se los guardó en el bolsillo... También el grande, el de los sellos, en el que le daban permiso para... ¿No se acuerda, patrón?

–Sí, Colibrí... Perfectamente... Para perseguirnos, para prendemos, para matarme si me resistía a entregarme mansamente. Es natural que lleve ese papel consigo...

–Y dijo que se iba a ver al gobernador ese que acaba de llegar. ¿También es natural, patrón?

–También, Colibrí. Ese hombre que ha llegado, representa la vuelta al orden establecido antes, el respeto a los privilegios, a los apellidos ilustres, a las grandes fortunas, al poder de los que tienen el derecho a la tierra firmado y sellado... ¿Cómo no había de ser Renato el primero que acudiera a saludarlo, si él es uno de los primeros privilegiados?

–¡Pero usted lo sacó del agua cuando se estaba ahogando! ¡Usted lo curó y lo cuidó tres meses! Usted... Usted...

–Olvida ese pequeño detalle, Colibrí, como probablemente ya Renato lo habrá olvidado... Olvídalo y dame un poco de agua...

Se ha sentado en el duro camastro, con gesto de profundo desaliento, de absoluto cansancio... Un momento entrecierra los párpados, y luego los entreabre para dejar vagar la mirada por el extraño y áspero paisaje...

–Aquí está el agua, patrón. Se ve que está muy cansado... No encontró a la señora Mónica, ¿verdad?

–No... En Ducos, en Saint Spri, en Rivière Salée, hay monjas refugiadas, pero ninguna pudo darme razón de ella... Todas me repitieron la misma frase horrible, todas me recordaron, con palabras más o menos corteses, que son más los muertos que los vivos, los desaparecidos que los sanos, sobre esta tierra desdichada... Tal vez tengan razón, tal vez sean los demás los que tengan razón... Y ahora, déjame, Colibrí.. Quiero estar solo un rato...

Ha hundido la frente entre las manos, y mientras el muchacho se aleja muy despacio, la eterna y dolorosa pregunta acude incontenible a sus trémulos labios:

–Mónica, ¿dónde estás?

—Mónica... la mañana entera llevo buscándola...

–¡Oh... amigo Noel! Aquí estoy...

–Donde menos pude pensar. Parece que tiene usted un empeño especial en ocultarse... De punta a punta recorrí el hospital, sala por sala y cama por cama...

–Me retiré, dejando el puesto a las verdaderas enfermeras. Me dijeron que el nuevo gobernador había traído personal y material apropiado para atender a las necesidades de todos...

–Naturalmente que trajo consigo algo de lo mucho que nos hace falta... La piedad del mundo entero se ha conmovido de nuestra desgracia; pero ésa no es una razón para que usted se esconda... No sabe usted con qué interés, con qué empeño ha pedido el gobernador Vauclín que la lleven a su presencia. Es la primera de una lista que le entregaron al desembarcar... La primera entre las personas que, con su abnegación y su heroísmo, han sostenido el espíritu colectivo en esta desdichada Fort-de-France.

–¿Qué dice, Noel?

–Hija de mi alma, creo que se cuentan por miles las personas a quienes usted ha atendido, cuidado y vendado. A su ejemplo se formaron las brigadas de voluntarios para socorrer a los heridos sin familia... ¿Y quién sino usted, y las mujeres que han seguido su ejemplo, se ha ocupado de tanto niño desamparado y huérfano? El nuevo gobernador está sorprendido, maravillado... Son tantos los que le han hablado de usted... Vamos... Dispóngase a venir conmigo...

–¡Oh, no, Noel! ¿Para qué? Hice lo que pude, mientras fue necesario. Ahora que no lo es, más vale...

–Pero, ¿está loca, Mónica? Vamos... Vamos. Me comprometí a llevarla inmediatamente. No puede dejar caer así el ánimo, cuando todos la reconocen y la aplauden, cuando, con toda justicia, van a empezar a premiar sus desvelos...

–No merezco ningún premio, y usted más que nadie lo sabe. He luchado con todas mis fuerzas contra la desgracia... Me ha sostenido una loca esperanza... He tenido las fuerzas increíbles que sólo da un anhelo clavado en la carne, en el alma...

–¡Mónica! ¡Mónica!

Mónica de Molnar y Pedro Noel han retrocedido, pálidos, temblando, sin dar crédito a los ojos que afirman lo que los oídos escucharon... Palidísimo, vacilante, desfigurado hasta parecer otro hombre, Renato D’Autremont se ha detenido bajo el roto arco que da al patio en ruinas... Parece ahogado de emoción, desorbitados los ojos que se clavan en ella, paralizado por la sacudida brutal de aquella sorpresa enorme... Pero es él, y hacia ella va con las trémulas manos extendidas... El viejo notario le ha sostenido, cuando el joven D’Autremont se tambalea como si fuera a desplomarse. Luego, las manos de Mónica le alcanzan, y él las estrecha enloquecido, las besa alborozado, para al fin apretarla en un abrazo sin palabras...

–¡Era verdad! ¡Era verdad! ¡Eras tú... tú...! ¡Vives... vives...! Y usted también, Noel... Usted...

–Cuidado, Renato... —aconseja Noel en tono cariñoso. Le ha ayudado a sentarse en una de las rotas columnas del patio, al verle sin aliento, aspirando con dificultad el aire, abriendo al fin la andrajosa chaqueta y desgarrada camisa, mientras Mónica y Noel contemplan con espanto la horrible cicatriz de su pecho, y Renato confiesa haciendo un esfuerzo:

–Sí, Mónica... Es un milagro que viva después de esta herida, que alguien me sacara de aquel infierno de agua hirviente, donde caí con el pecho atravesado... Es un milagro que pueda respirar, que pueda ver la luz del sol, y mirarte...

Como un torrente, han brotado las lágrimas de los ojos de Mónica, resecos ya desde semanas y meses atrás. Sus pies vacilan, mientras acuden a sostenerla los brazos del notario, mientras aquel nombre que es su vida entera, va de su corazón a sus labios sin acabar de formarse en una palabra...

–Mónica, mi vida... Cuando vi tu nombre en aquella lista, cuando me repitieron que vivías, que estabas aquí, que habían ido a buscarte, salí como un loco. No podía creerlo... no puedo creerlo ni aun mirándote... ¡Él te ha buscado tanto!

–¿Él? —se sorprende Mónica dándole un salto el corazón. Y casi con un grito, indaga—: ¿De quién estás hablando?

–Del hombre a quien le debo la vida. Ya le mandé a buscar antes de correr a ti, aun antes de correr a ti, envié a buscarle. Se lo debía, Mónica...

–Pero, ¿de quién hablas?

–¿Y de quién puedo hablar?

–¡Juan... Juan... Juan...! —grita Mónica como enloquecida de alegría—. ¡Vive... vive...! ¿Dónde está? ¿Dónde está?

–Fueron por él... Mandé a alguien que corriese... No puede tardar ya... Está muy cerca, junto al Fuerte de San Luis, y... ¡Mónica...!

Pero Mónica corre ya por el camino abierto entre las ruinas...

19

¡CUANTO HA DURADO el largo abrazo, el inmenso abrazo donde no caben las palabras, donde se ahogan las voces y corren las lágrimas... el abrazo desesperado y encendido que tiene sabor de eternidad!

–¡Tú... tú...! ¡Mónica...!

–¡Juan... Juan...!

Nada más fuerte que aquellos dos nombres, que se unen como al fin se han unido las bocas, en un beso tras el cual puede morirse, porque ya se ha vivido... Ninguna otra palabra puede expresar nada, sino los nombres que brotan entre el calor amargo de las lágrimas y la dulzura sin término de una felicidad apenas soñada...

–¡Yo ya no podía seguir viviendo, mi Juan! ¡Todo estaba perdido, todo había terminado! ¡Ya no quería más que morir!

–También yo había perdido la esperanza, mi Mónica... Ya no quería sino buscar la muerte... Y sin embargo, tú vivías, tú alentabas... Estabas cerca, cerca... ¡increíblemente cerca!

Hablan, unidos aún en aquel abrazo, los ojos en los ojos, las manos en las manos, casi los labios en los labios... Hablan indiferentes a todo, ausentes del mundo que a su alrededor parece borrarse bajo el peso de una felicidad que es casi abrumadora, en un delirio de los sentidos y del alma, que les hace pensar que viven un sueño... Desde el roto arco de lo que fuera un patio, Renato D’Autremont mira las dos figuras lejanas que forman una sola en el abrazo interminable... hacia ellos va Pedro Noel, a todo cuanto dan sus cansados pies... La frente de Renato se pliega en una arruga profunda, su rostro se contiene... Luego, apoyándose en las ruinas, se aleja muy despacio...

–Tú me aguardabas, Mónica, y yo corría enloquecido detrás de cada indicio, de cada huella, de cada posibilidad... Y a cada desengaño, me rebelaba; y a cada golpe de la lógica, la divina sinrazón de mi amor gritaba más alto... Sabía que vivías... sabía que me aguardabas... Sólo un momento sentí la certidumbre horrible...

–Yo también. Fue un momento nada más, un momento de desesperación, de locura... Luego, tuve la certeza, y a todas horas pronunciaba tu nombre, llamándote; y a todas horas, mi pensamiento era como un grito queriendo vencer tiempo y distancia...

–Y llegaba hasta mí... Llegaba, Mónica, llegaba...

–¡Juan... Juan...! ¡Muchacho, es lo más maravilloso que pensé que pasara!

–¡Oh, Noel, amigo mío!

Han regresado al mundo, han mirado a su alrededor como si despertaran. A poca distancia, aguardan dos soldados, los que van a buscar a Juan, y un extraño estremecimiento le recorre, cuando pregunta:

–¿Y Renato?

–No sé... Se ha ido... Él mandó a buscarte... Dijo que te debía la vida, que por ti alentaba... Mandó a buscarte apenas supo que yo vivía... ¿Qué te pasa, Juan? ¿Por qué ese gesto?

–¿Sabes que no tengo ya derecho a tenerte en mis brazos? ¿Sabes que no somos esposos?

–¡Nada ni nadie podrá separamos!

Otra vez Mónica se ha arrojado en los brazos de Juan, abiertos para estrechar; otra vez se ha apretado contra aquel pecho rudo y ancho, y un instante quedan de nuevo unidos por aquel fuerte abrazo que funde en una sus dos almas. Pero la mano de Juan se alza señalando a los soldados que, sorprendidos e indecisos, quedaron aguardando a corta distancia:


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