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Juan del Diablo
  • Текст добавлен: 19 сентября 2016, 13:40

Текст книги "Juan del Diablo"


Автор книги: Caridad Bravo Adams



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–Esos hombres tienen la orden de llevarme ante el nuevo gobernador. Les seguí porque, apagándose en mi alma la esperanza de volver a encontrarte, no me importaba nada ya, y nada me importa todavía, pues ningún precio será demasiado alto por haberte encontrado. Yo sabré afrontar mi destino, Mónica, ese destino del que quise apartarme porque me sé hijo de la desgracia...

–¡No podrás apartarme nunca! Lo que sea lo afrontaremos juntos. Sólo quiero estar a tu lado, ser tu esposa. Si está roto el lazo que nos ataba, lo ataremos de nuevo, una y cien veces... Adonde tengas que ir, iré contigo... ¡No me importa la tierra ni el lugar!

–Mónica... Mónica... ¿es cierto que me amabas? ¿Es cierto que me amas? ¡Nada me importa teniendo esta verdad en el alma! Ahora es preciso separarnos de nuevo...

–¡No nos separaremos! Iré donde tú vayas. Y si Renato ha sido tan vil, tan canalla...

–Él también te ama, Mónica; te ama desesperadamente. Yo sé que luchará hasta el final...

–¡No luchará... oirá la verdad de mis labios! Y si es cierto que ese nuevo gobernador piensa que yo merezco algo...

–Sabré defenderme, Mónica, no te inquietes... Renato conserva los papeles en los que el Papa anulaba nuestro matrimonio, devolviéndote la libertad absoluta...

–¡Nadie puede anular mis sentimientos, Juan!

–Y el papel que le autorizaba a perseguirme, a encarcelarme... Otra vez Renato D’Autremont contra Juan del Diablo...

–Vamos, en marcha... El señor gobernador aguarda —apremia el sargento acercándose a la pareja.

–¡Adiós, Mónica... mi vida, mi alma!

–¡No, no me separarán de ti otra vez!

Juan se aleja ya entre los soldados. Sólo un instante vacila Mónica, y después le sigue con paso raudo...

—¡Oh, Noel, han puesto preso a Juan!

–Ya lo sé... ya lo vi... ¿Por qué se imagina que eché a correr para acá en cuanto me di cuenta que llegaba entre dos soldados? Quería ganarle por la mano a Renato... Pero, por desgracia, no pudo ser...

–¿Dónde está Renato? ¿Entró? ¿Es posible que Renato...?

–Calma, hija mía, calma... Renato entró antes que nadie, y esas malditas puertas están bien guardadas... Pero lo peor que puede uno hacer es precipitar los acontecimientos... Hay que tener calma...

–¡Yo no puedo aún creer que Renato sea capaz...!

–Yo tampoco quisiera creerlo, pero una vez le vi peor que a un tigre de Bengala. Lo vi ciego de celos y de rabia...

–¡Es preciso salvar a Juan... hacerle huir, esconderle...!

–Justamente es lo que estoy pensando. Si aprovecháramos la confusión que reina todavía en estos primeros momentos... Si pudiéramos sacarlo de aquí...

–Por esa reja que cerraron detrás de ellos, le hicieron entrar...

–Entonces, la cosa va de prisa. Por allí le meterán directamente a la sala que el nuevo gobernador ha tomado como despacho. Puede que a estas horas ya esté allí enfrentándose con Renato... Daremos la vuelta... del otro lado hay paredes derrumbadas...

–¡Necesito decirle a Renato que lo odiaré mientras viva si hace algo contra Juan! ¡Necesito decirle que su vida es la mía, que le quise siempre, que le querré mientras el corazón me late!

—¡Con cuánto placer estrecho su mano, señor D’Autremont! Entre otras noticias, igualmente lamentables, tenía la de la absoluta desaparición de su familia... Pero hágame el favor de sentarse... Se ve que está usted mal... Se comprende cuánto ha sufrido...

–Todos hemos sufrido, señor gobernador...

Pálido y vacilante, en lucha despiadada contra sus propios sentimientos, Renato D’Autremont ha aceptado el asiento que Gerardo de Vauclín acaba de ofrecerle. Culto, refinado, arrogante, el nuevo gobernador de la Martinica no cuenta más de treinta y cinco años, y contempla con interés y simpatía el rostro juvenil y demacrado del caballero D’Autremont, más duro y viril tras las penas y dolores pasados...

–No quiero hablarle de las desgracias que sin duda han pasado, señor D’Autremont. Además, el tiempo apremia. Le aseguro que estoy abrumado frente a la enormidad de tarea que acepté... Casi no sé por dónde empezar... Necesito estar seguro de la cooperación de los mejores, de usted el primero...

–Siento desilusionarlo. Personalmente, no creo poder servir de nada...

–No diga eso. Claro que se le ve rendido, agotado... Ya me contaron de la herida que sufrió, a la que poco faltó para ser mortal... Necesito infiltrarle optimismo... Precisamente en este mapa acaban de mostrarme el lugar donde quedan sus haciendas... Valle Chico y Campo Real tienen una situación privilegiada... Tendrá todas las facilidades para volver a explotarlas...

Renato se ha puesto de pie como bajo un sufrimiento intolerable. Su mano palpa temblorosa aquellos papeles que guarda en el bolsillo de la chaqueta, y clava la mirada en el amplio escritorio abrumado de papeles, mientras el nuevo mandatario le observa sorprendido, e indaga:

–¿Se siente mal? ¿Qué le pasa?

–¿Qué lista es ésta?

–¡Ah! En ella se me señala a los hombres y mujeres que más se han distinguido en la ayuda a sus semejantes... La señora Molnar, por la que mostró usted un interés tan vivo, está entre las primeras. ¿La encontró por fin? ¿Pudo hablarle? Yo todavía no he podido saludarla...

Renato ha vacilado. Su mano trémula y blanca se alza para enjugar el sudor que baña sus sienes y su frente. Por el hueco de una pared destrozada, ha visto el desencajado rostro de Mónica, sus claros ojos fijos en él, cargados de reproche... Ha visto agitarse la redonda cabeza del viejo Noel... Una espuma amarga le sube a los labios, un golpe más violento que todos, sobre su corazón, le obliga a serenarse, a erguirse con un gesto gallardo de caballero:

–Señor gobernador, ¿quiere permitirme que le presente a la señora de Molnar? Parece muy impaciente por saludarlo. ¿Me permite usted hacerle entrar? —Y sin esperar la autorización del mandatario, alza la voz, mientras se aleja unos pasos, e invita—: ¡Mónica... Noel! ¡Adelante...! El señor Gerardo de Vauclín, nuevo gobernador general de la Martinica... Mónica de Molnar...

–Excelencia... —saluda Mónica toda confusa.

–Beso sus pies —replica, galante, el gobernador—. Me habían hablado de usted como de un ángel de caridad; pero no pude sospechar que, además, fuese tan joven y tan bella...

–A Pedro Noel creo que no es preciso presentarlo —prosigue Renato—. Fue el más fiel servidor de Francisco D’Autremont, mi difunto padre. Últimamente nos disgustamos por una diferencia familiar, que hoy va a quedar salvada...

–¡Hoy...! —exclama Mónica impulsiva.

–Perdóname que aún no te deje la palabra, Mónica —se disculpa Renato—. Y perdone usted, Excelencia, que siga abusando de su bondad. Casi al mismo tiempo en que le hablé de la señora de Molnar, le pedí que enviase a buscar a un hombre junto a la caleta del Fuerte de San Luis...

–Y usted mismo dio la orden a los soldados —confirma el gobernador—. Seguramente no tardará...

–Llegaron hace un rato. ¿Me permite su Excelencia dar la orden de que lo traigan? —Y alejándose unos pasos, tras la aquiescencia del gobernador, Renato ordena—: ¡Traiga el detenido, sargento! Acércate, Juan...

El gobernador se ha vuelto hacia éste, vivamente asombrado. Su mirada recorre con curiosidad y sorpresa al altivo hombretón que llega entre dos soldados, observándole desde el pecho desnudo hasta los pies descalzos, e indaga:

–¿Quién es este hombre? ¿Acaso...?

–Un poco de paciencia —ruega Renato en tono afable—. Lo explicaré a su Excelencia dentro de un instante. Antes quiero hacer una referencia a lo que usted y yo hablábamos. Me refería a su amplio programa de ayuda para los que se quedan en la Martinica, ¿verdad? Habló de dar todas las facilidades...

–Sí... claro... Y hasta del reparto de las tierras que han quedado sin dueño. Entre éstas contábamos su Campo Real. Ahora, por fortuna...

–Por fortuna, la situación ha cambiado. Usted espera que esas tierras, las más ricas de la isla, vuelvan a ser explotadas como antes, ¿no es cierto?

–Desde luego y trataba de infundirle el optimismo necesario para que se quedara usted...

–Y yo le dije que, personalmente, no contara conmigo. Pero tengo mi candidato... No me quedaré en la Martinica, señor gobernador. Soy de los que huyen, de los que se alejan, de los que prefieren escapar... Soy del grupo de los cobardes...

–No lo creo así, señor D’Autremont, pero...

–En el primer barco en donde haya un puesto disponible, volveré a Francia. Algo me queda allí de la herencia de los Valois, que correspondía entera a mi madre. Iré personalmente a recogerla...

–Pero... no comprendo... ¿Este hombre...?

–Acabaré de explicarle. Soy de los pocos que, por casualidad, han podido conservar sus papeles... Estaban en mi cartera, junto con una buena cantidad de dinero, que alguien rescató al salvarme la vida. Espero que con mi testimonio, y con la firma de un notario como don Pedro Noel, podrán reconstruirse los de una persona que ha perdido en la catástrofe todos sus medios de identificación...

Ha mirado lentamente a Juan. Acaso espera una palabra de sus labios, que ahora están lívidos, duros y apretados. También súbitamente silenciosos, Mónica y Pedro Noel están pendientes de sus palabras, y respira Renato, como tomando aliento, antes de terminar:

–Valle Chico y Campo Real es mi deseo que sean inmediatamente entregados al hombre a quien de derecho le corresponden, con lo que, además, cumplo la voluntad de mi padre. Don Pedro Noel lo sabe...

–¿El qué sé yo? —pregunta éste sorprendido.

–Lo que mi padre deseó siempre... El nombre de aquél en cuyas manos hubiera querido ver Campo Real... El hombre a quien por un error trajeron detenido entre soldados, cuando sólo se trataba de poner sus cosas en orden...

–¿Por un error? —inquiere Mónica confusa.

–Sí, Mónica. Ya sé que es eso lo que estás tratando de decir desde que entraste. Lo leo en tus claros ojos elocuentes, y también en los de nuestro buen Noel. Y ahora, contestaré a su pregunta, Excelencia: Valle Chico y Campo Real deben ser puestos legítimamente a nombre de mi hermano...

–¿Qué dice? ¿Su hermano? —se asombra el gobernador.

–No soy el primogénito, Excelencia, aunque como tal me haya criado; ni el único superviviente de la familia cuya desaparición usted lamentaba. Queda también el hombre que tiene usted delante: ¡Juan Francisco D’Autremont, mi hermano!

–Pero... —intenta protestar Mónica.

–No repliques más, Mónica. Mi parte en esas fincas es mi regalo de boda... Porque hay algo que aún no hemos dicho a su Excelencia: la razón de mi profundo interés por la señora Molnar es que es la prometida de mi hermano...

Mónica, Juan y Noel, se han vuelto, temblando de emoción, hacia el hombre pálido y demacrado a cuyas espaldas acaban de cerrarse las puertas del despacho del nuevo Gobernador General de la Martinica, y ahoga la gratitud la voz de Mónica, al comentar:

–Renato, lo que has hecho...

–¡Lo que has hecho es sublime, hijo de mi alma! —completa Noel con lágrimas en los ojos.

–No, Noel. Sublime fue Juan —rechaza Renato—. Sublime fue duplicar, triplicar el propio riesgo para sacarme de aquel infierno de aguas hirvientes... Sublime fue salvarme cuando yo te perseguía como el más feroz de los enemigos, Juan... Sublime fue vendar mis heridas, llevarme en brazos a través de la desolación y de la muerte, y, más sublime aún, guardar para mí esos papeles que te condenaban. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo hallaste generosidad y nobleza en el fondo de tu alma?

–Por favor, calla —ruega Juan sin dominar su emoción—. Lo que has hecho... Pero no... No puedo aceptarlo... Es demasiado...

–¿Por qué demasiado? ¿Rechazas entonces la voluntad de nuestro padre? Nuestro padre, Juan, nuestro padre... Él siempre te reconoció como hijo... Borra el rencor que puedas guardar en tu alma... Creo que nunca he podido decirte que sus últimas palabras fueron para pedirme que te buscara y que reparara en lo posible su falta... Si la muerte no hubiera tronchado prematuramente su vida, como hijo habrías crecido al lado suyo... Acaso como hijo predilecto...

–¡No, Renato! —protesta Juan.

–El hijo de la mujer a quien más había amado... Piénsalo, y acaso puedas perdonar el rencor de mi pobre madre... Como ves, nada te he dado que no merezcas, que no hayas ganado, ni a lo que yo no deba renunciar... Hasta a Mónica la salvaste tú, Juan... Tu amor la llevó al Cabo del Diablo, y tu generosidad al Monte Parnaso... Si hubiera permanecido a mi lado, su juventud y su belleza serían hoy cenizas, como lo es todo cuanto amé, como lo son aquellas que me amaron: mi madre y...

Ha apretado los labios bajo la fuerza quemante del recuerdo amarguísimo. Luego, se vuelve para estrechar las manos de Mónica con gesto apresurado:

–Que seas feliz, Mónica, que seas tan feliz junto al hombre a quien amas, como yo hubiera querido hacerte...

–¡Renato...! ¡Mi pobre Renato...! —murmura Mónica conmovida.

–Sólo una súplica... ¡No me compadezcas!

–Sólo quiero darte las gracias, Renato, las gracias con toda mi alma...

–No hice nada que en verdad las merezca. Simplemente, no soy un canalla... Y ahora, abreviemos la despedida... Saldré muy pronto, en el primer barco que quiera llevarme...

–Pero aún no estás repuesto, hijo —pretende detener Noel.

–Me repondrán los aires de Francia. Gracias, Noel, y adiós. Usted siempre fue un hombre honrado y nunca vaciló en señalar el camino con su ejemplo...

–¡Que Dios te bendiga! Te lo digo como pudiera decírtelo tu propio padre...

–Renato... No sé qué decirte... —susurra Juan terriblemente confuso.

–No hay que decir nada. Te admiré desde niño; desde niño tuve la conciencia de que eras el más fuerte, el que valías más. No es ningún mérito reconocerlo... Quise ser tu amigo. Las circunstancias me convirtieron en lo contrario... Creo que llegué a odiarte. Pero, aun odiándote, te he estimado, y si nunca pude llamarte amigo, ahora quiero llamarte, aun cuando sea como palabra de despedida, hermano...

–Renato... Hermano... —exclama Juan hondamente conmovido.

–Y ahora, un abrazo... —Los dos hermanos se han estrechado en un emocionado abrazo, y Renato comenta con forzada jovialidad—: No aprietes tanto, Juan del Diablo...

–Tu herida, Renato —se alarma Mónica.

–No te preocupes, Mónica, que ya no sangra. Está cicatrizando y sanará. —Ha dado unos pasos, pero repentinamente se vuelve para estrechar de nuevo las manos de Juan, y recomendarle—: Cuida de nuestro Campo Real... Hazlo fecundo... Hazlo dichoso y próspero, como supo hacerlo nuestro padre...

EPILOGO

LA NUEVA CASA de Campo Real se alza justamente en el extremo opuesto del valle florido donde se alzara la primera. Queda muy cerca del desfiladero, en aquella colina soleada adonde llegan de cuando en cuando las ásperas ráfagas del aire del mar. Es una casa fresca y clara, limpia y alegre, pequeña si se le compara con el viejo palacio cuyas ruinas de mármol cubren las enredaderas silvestres; ancha, porque en ella caben, íntegros y triunfantes, el amor y la paz... Amor y paz en el corazón de la mujer que aguarda en el balcón que arropan las madreselvas; luz en sus ojos claros, que recorren los rectos caminos a cuyos lados marcan los surcos sus trincheras de paz... Espera dulcemente, sin inquietudes, sin angustias... Espera, los frescos labios encendidos para el beso que no puede tardar, las finas manos sensitivas enlazadas, preparándose para la caricia... Esa mujer sonríe, esa mujer ama, y es su amor como los rayos de ese sol que fecundan la tierra e iluminan las almas... Y el caballo que siente acercarse, al chocar de los duros cascos, alza en su corazón como un repique de campanas de plata...

Un hombre cruza las anchas tierras fértiles... Monta el más brioso e inquieto corcel que pisara la tierra americana, la mano ruda sostiene las riendas, retardando el galope como quien un instante retrasa la dicha para mejor gozarla. Su mirada se extiende a uno y otro lado. Ya no es Campo Real tierra de siervos y señores... Tierra es, fecunda y alegre, donde hombres libres ganan con su sudor el pan. Al paso del que es guía y ejemplo de todos, no se descubren las cabezas humildes, no se inclinan las serviles espaldas... Se alzan las manos en un saludo de respeto y afecto y él sonríe al pasar... Sonríe, y su mirada inquieta sube por las colinas hasta la casa blanca, hasta el balcón cubierto de madreselvas, donde le aguarda la mujer a quien ama...

–¿Tardé mucho, Mónica?

–Para mi impaciencia, siempre tardas. Pero, en realidad, no fue mucho... Tengo la avaricia de todas las horas, de todos los minutos de tu vida... Sé que no es posible... No pretendo tener un águila enjaulada... Pequeños son para ti Valle Chico y Campo Real. ¿Cómo puedo encerrarte en las cuatro paredes de mi casa?

–Enciérrame en un circulo más estrecho aún, mi Mónica; en el cerco de tus brazos... Quiero esta cadena en mi cuello, como quiero tu mirada en mis ojos y tu boca en mi boca... Sin tu presencia, me faltaría el aire, el sol, la vida misma... Por ti siento el aliento de vida que es lucha, triunfo... trabajo... Por tu inspiración, estos campos son otra vez fecundos, y dichosos los hombres que los labran. Hoy estuve en el puerto a contratar cien trabajadores más...

–¿Es posible? ¿Vuelven los que se fueron, los que dejaron la Martinica?

–No... Casi ninguno ha regresado... Pero no importa... Vienen hombres nuevos, de tierras más duras... Hombres de todas las razas: negros y bronceados, amarillos y blancos... metales nuevos para el crisol que es nuestra patria. Si vieras qué alegría me dio ver cómo se levantan ya las casas en Fort-de-France... Pronto tendremos una capital limpia y alegre, quizás más hermosa que Saint-Pierre...

–Saint-Pierre... Te has quedado pensativo... ¿Hay algo más que quieras decirme?

–Sí... Hoy se fue Renato... Se apartó de nosotros diciendo que se iba en seguida, pero no fue verdad... Esperó en una quinta de los alrededores...

–Renato... ¡Que Dios le dé la felicidad!

Un hombre cruza con silencioso paso la cabina de lujo de un barco que se va... Es alto, fino, altivo, viste ropas de caballero, sus cabellos son rubios y lacios, y hay en sus ojos claros una intensa mirada de nostalgia... Su mano, de largos dedos, busca entre sus bolsillos hasta encontrar unas hojas... papeles descoloridos, estrujados, casi borrados por el agua... papeles en los que, sin embargo, aún pueden verse los sellos del Gobernador y la firma del Papa. Con gesto lento y suave, ha hecho brotar la llama de un fósforo, acercándola a las hojas estrujadas. Un momento, su mano las sostiene en el aire, las mira arder, y las deja caer sobre las inquietas aguas...

El barco cruza frente a las ruinas de Saint-Pierre... Ha dejado atrás el promontorio de rocas sobre el que se alzara el faro, y proa a alta mar apresura la marcha. De pie junto a la baranda de cubierta, mira Renato aquella tierra que se aleja. Su cabeza se alza, sus ojos miran a la alta cumbre del volcán, sereno, sombrío, muerto o dormido, acaso como un símbolo o como una amenaza. Piensa en Mónica y en Juan... Un instante se nublan sus ojos claros; pero, con recia voluntad, vuelve la espalda y se dirige hacia el salón iluminado, dejando atrás la tierra que lentamente parece borrarse...

Martinica... tierra florida y convulsa, surgida al impulso de un borbotón de fuego... Volcán de amores y de odios, de pasiones sin freno, de abnegaciones y crueldades... Tierra única, donde habrían de chocar un día aquellos cuatro corazones apasionados: Mónica, Aimée, Renato, Juan... Martinica... isla brotada donde el brillante mar Caribe parece más inquieto, broche de oro en el collar de esmeraldas de las Antillas... Exuberante y áspera, generosa y salvaje, presa de aventureros, refugio de piratas, hija predilecta del sol más ardiente del planeta, cuna del gran volcán que es como el corazón ardiente y contenido latiendo en sus entrañas... Tierra feroz y misteriosa, abrupta y enigmática... Isla bravía; con nombre de mujer: ¡Martinica!

FIN


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