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Ciudad Maldita
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 06:06

Текст книги "Ciudad Maldita"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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Coxis se levantó de un salto, y en ese momento Fritz le propinó un violento gancho al estómago. El detenido se dobló, y Fritz le pegó un golpe feroz en la mandíbula, con la mano abierta, de abajo hacia arriba. Coxis se balanceó hacia atrás, hizo caer el taburete y se desplomó de espaldas.

—¡Levántate! —rugió Fritz de nuevo.

Coxis trataba de levantarse del suelo entre jadeos y sollozos. Fritz llegó a su lado de un salto, lo agarró por el cuello de la camisa y de un tirón lo obligó a ponerse de pie. En ese momento, el rostro de Coxis estaba blanco con tonos verdosos, los ojos enloquecidos se le salían de las órbitas y sudaba copiosamente.

Andrei, con un gesto de asco, bajó la vista y se puso a buscar un cigarrillo en el paquete con dedos temblorosos. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Por una parte, los actos de Fritz eran inhumanos y viles, pero por otra parte aquel bandido cínico, aquel salteador que se burlaba descaradamente de la justicia, aquel forúnculo en el cuerpo de la sociedad no era menos inhumano y vil...

—Me parece que no estás satisfecho con el trato que recibes —decía en ese momento Fritz, con voz obsequiosa—. Creo que hasta tienes intención de quejarte. Pues mi nombre es Friedrich Geiger, el juez superior de instrucción Friedrich Geiger...

Andrei se obligó a sí mismo a levantar los ojos. Coxis estaba de pie, erguido, con el cuerpo algo echado hacia atrás, y Fritz se encontraba a su lado, con las manos en la cintura y levemente inclinado hacia el detenido.

—Puedes quejarte, conoces a mis jefes actuales. ¿Y sabes quién era mi jefe anteriormente? Cierto Reichsfuhrerde las SS, de nombre Heinrich Himmler. ¿Has oído alguna vez ese apellido? ¿Sabes dónde trabajaba yo anteriormente? ¡En una institución llamada Gestapo! ¿Y sabes por qué era yo famoso en esa institución?

Sonó el teléfono. Andrei levantó el auricular.

—Juez de instrucción Voronin al habla —dijo, entre dientes.

—Soy Martinelli —respondió una voz grave con un leve jadeo—. Venga a mi despacho, Voronin. De inmediato.

Andrei colgó el teléfono. Se daba cuenta de que le darían un buen repaso en el despacho del jefe, pero se alegraba de salir de su despacho en ese momento, de irse lo más lejos posible de los ojos dementes de Coxis, de la feroz quijada de Fritz, de la densa atmósfera de la mazmorra. Por qué había tenido que mencionar la Gestapo... a Himmler...

—El jefe me convoca a su despacho —dijo, con una voz extraña y chirriante, abrió maquinalmente el cajón y se guardó la pistola en la cartuchera, según el reglamento.

—Suerte —replicó Fritz, sin volverse—. Yo me quedo aquí.

Andrei caminó hacia la puerta acelerando el paso y salió al pasillo como una bala. Bajo los arcos sombríos había un silencio fresco y perfumado. Sobre un largo banco de madera, custodiados por un alguacil de mirada severa, estaban sentados, inmóviles, varios individuos desastrados de sexo masculino. Andrei pasó por delante de una serie de puertas cerradas que daban a las salas de interrogatorio, dejó atrás el descansillo de la escalera donde varios jueces de instrucción jovencitos, de la última leva, fumaban emboquillados y se contaban mutuamente sus casos, subió al tercer piso y llamó a la puerta del despacho del jefe.

Martinelli tenía una expresión sombría. Sus gruesos cachetes colgaban, sus escasos dientes asomaban amenazantes, respiraba por la boca con dificultad y miraba a Andrei de reojo.

—Siéntese —gruñó.

Andrei se sentó, se puso las manos sobre las rodillas y clavó la vista en la ventana, protegida por una reja. Al otro lado del cristal había una oscuridad impenetrable. Eran alrededor de las once de la noche, pensó. Cuánto tiempo había perdido con ese canalla...

—¿Cuántos casos lleva? —preguntó el jefe.

—Ocho.

—¿Cuántos tiene la intención de cerrar al término del trimestre?

—Uno.

—Muy mal. —Andrei permaneció en silencio—. Trabaja mal, Voronin. ¡Muy mal! —dijo el jefe, jadeando. Sufría debido a la falta de aire.

—Lo sé —dijo Andrei, sumiso—. No acabo de cogerle el tranquillo.

—¡Ya es hora! —el jefe levantó la voz, hasta llegar casi a un ronco silbido—. Con el tiempo que lleva trabajando aquí y únicamente ha cerrado tres tristes casos. No está cumpliendo con su deber ante el Experimento, Voronin. Y eso que tiene de quién aprender, a quién preguntar. Fíjese, por ejemplo, en cómo trabaja ese amigo suyo, le hablo de... eh... quiero decir, Friedrich... eh... Tiene sus defectos, claro está, pero usted no tiene por qué copiar sus defectos. Puede aprender de sus virtudes, Voronin. Ambos llegaron juntos aquí, y él ya ha cerrado once casos.

—Yo no puedo trabajar así —dijo Andrei, con aire lúgubre.

—Aprenda. Hay que aprender. Todos aprendemos. Ese... Friedrich tampoco vino aquí después de terminar los cursos de jurisprudencia, y trabaja, bastante bien, por cierto. Ya es juez superior de instrucción. Existe la opinión de que ha llegado el momento de nombrarlo vicejefe del sector de delitos comunes... Sí. Pero no estamos satisfechos con usted, Voronin. Por ejemplo, ¿cómo avanza el caso del Edificio?

—De ninguna manera —dijo Andrei—. Eso no es un caso, es un absurdo, puro misticismo...

—¿Cómo algo puede ser místico si hay declaraciones de testigos? Hay víctimas. ¡Desaparece gente, Voronin!

—No entiendo cómo se puede instruir un caso que se basa en leyendas y rumores —dijo Andrei con expresión sombría.

El jefe tosió, tenso, con un sonido sibilante.

—Hay que mover las neuronas, Voronin. Rumores, leyendas, es verdad. Un aura de misticismo, es verdad. ¿Y para qué? ¿Quién se beneficia? ¿De dónde parten los rumores? ¿Quién los genera? ¿Quién los difunde? ¿Con qué objetivo? Y, lo fundamental, ¿adonde va a parar la gente? ¿Me ha entendido, Voronin?

—Lo entiendo, jefe —dijo Andrei, haciendo acopio de valor—. Pero no estoy a la altura de ese caso. Prefiero ocuparme sólo de delitos comunes. La ciudad está llena de delincuentes...

—¡Y yo prefiero cultivar tomates! —dijo el jefe—. Adoro los tomates, pero aquí no se consiguen a ningún precio. Usted está trabajando, Voronin, y a nadie le importa cuáles son sus preferencias: le han asignado el caso del Edificio: tenga la bondad de investigarlo. Ya veo que no sabe hacerlo. En otras circunstancias, no le hubiera asignado ese caso. Pero en las actuales, se lo asigno. ¿Por qué? Porque usted es uno de los nuestros, Voronin. Porque usted no está aquí de paso, sino en el combate. Porque no vino aquí por egoísmo, sino en aras del Experimento. No hay mucha gente así, Voronin. Y por eso, ahora voy a contarle algo que un funcionario de su nivel no tiene por qué saber.

El jefe se recostó en el asiento y permaneció callado unos momentos, con una mueca en la cara mientras su pecho seguía silbando.

—Combatimos con gángsters, delincuentes y bribones, eso lo sabe todo el mundo, es algo necesario. Pero ellos no constituyen el peligro número uno, Voronin. En primer lugar, aquí existe un fenómeno de la naturaleza llamado Anticiudad. ¿Lo ha oído mentar? No, no lo ha oído. Y eso es correcto. No debía haberlo oído. ¡Y que nadie vaya a oírlo de sus labios! Es un secreto oficial con mayúsculas. Anticiudad. Hay informes de que hacia el norte existen algunos asentamientos, uno, dos, varios, no se sabe. Pero ellos lo saben todo de nosotros. Es probable que se trate de una invasión. Muy peligroso. El fin de nuestra ciudad. El fin del Experimento. Hay espionaje, intentos de sabotaje, maniobras diversivas, difusión de rumores para desmoralizar y crear el pánico. ¿Entiende la situación, Voronin? Veo que sí. Otra cosa. Aquí mismo, en la ciudad, junto a nosotros, entre nosotros, viven personas que no han venido en aras del Experimento, sino por otros motivos más o menos basados en la codicia. Nihilistas, gente que está en un exilio interior, elementos descreídos, anarquistas... Entre ellos hay pocos elementos activos, pero hasta los pasivos son peligrosos. La subversión moral, la negación de los ideales, los intentos de azuzar a un estrato de la población contra otro, el escepticismo destructivo. Un ejemplo: alguien a quien usted conoce, un tal Katzman...

Andrei se estremeció. El jefe lo miró con dureza a través de sus párpados hinchados y quedó callado un instante.

—losif Katzman —prosiguió—. Un individuo curioso. Tenemos informes de que viaja al norte con frecuencia, pasa allí cierto tiempo y después regresa. Además, no cumple con su trabajo, pero eso no es asunto nuestro. Qué más hay. Las conversaciones. Usted debe estar al tanto de eso.

Andrei asintió involuntariamente, pero se dio cuenta y puso cara de poker.

—Lo más importante para nosotros: lo han visto cerca del Edificio. En dos ocasiones. Una vez lo vieron salir de allí. Supongo que he tomado un ejemplo valioso y lo he relacionado adecuadamente con el caso del Edificio. Hay que investigar ese caso, Voronin. Ahora no puedo asignarle ese caso a nadie más. Hay gente tan fiel como usted, y mucho más hábiles, pero están ocupados. Es todo. No tengo nada más que decirle. Y vaya con la cabeza bien alta. Investigue el caso del Edificio a marchas forzadas, Voronin. Trataré de quitarle el resto de los casos. Venga a mi despacho mañana, a las dieciséis cero cero, y presénteme su plan de investigación. Está libre.

Andrei se levantó.

—¡Ah! Un consejo. Le recomiendo que preste atención al caso de las Estrellas Fugaces. Estúdielo con cuidado. Quizá haya alguna relación. Quien se ocupa ahora de ese caso es Chachua, vaya a verlo, revise el expediente. Consulte con él.

Andrei se inclinó con torpeza y se dirigió a la salida.

—¡Una cosa más! —dijo el jefe, y Andrei se detuvo junto a la puerta—. Tenga en cuenta que el Fiscal General está especialmente interesado en el caso del Edificio. ¡Especialmente! Así que, además de usted, alguien de la fiscalía se va a ocupar del caso. Trate de no cometer omisiones que tengan que ver con sus inclinaciones personales, y no se exceda. Está libre, Voronin.

Andrei cerró la puerta a sus espaldas y se recostó en la pared. Sentía dentro de sí un vacío poco claro, cierta indefinición. Esperaba una riña, una sacudida de los jefes, el despido quizá o el traslado a la policía. Pero en lugar de eso, era como si lo hubieran elogiado, lo hubieran seleccionado entre sus colegas para confiarle un caso que se consideraba de primordial importancia. Sólo un año atrás, cuando todavía era basurero, las llamadas de atención en el trabajo lo hubieran hecho sentirse muy mal, y las misiones importantes lo hubieran elevado a la cima de la alegría y al entusiasmo más febril. Pero entonces sentía por dentro un crepúsculo indefinido, y trataba de entenderse a sí mismo con el mayor cuidado, y de paso, descubrir las complicaciones y molestias inevitables que sin duda surgirían en estas nuevas circunstancias.

«Izya Katzman. Charlatán. Siempre parloteando. Lengua malvada, venenosa. Cínico. Y al mismo tiempo, y eso es imposible negarlo, no tiene nada suyo, es bondadoso, desinteresado hasta el absurdo, y en la vida cotidiana está indefenso... Pero el caso del Edificio. Y la Anticiudad. Demonios... Bien, lo investigaremos.»

Regresó a su despacho y sintió cierta perplejidad al encontrarse allí a Fritz, sentado tras su mesa, fumando un cigarrillo y revisando con atención sus casos, que había sacado de la caja fuerte.

—¿Qué, te han dado un buen repaso? —preguntó, levantando la mirada hacia Andrei.

Éste, sin responder, cogió un cigarrillo, lo encendió y le dio varias caladas. Después miró a su alrededor buscando dónde sentarse, y vio el taburete vacío.

—¿Y dónde está ese tipo?

—En el calabozo —respondió Fritz, despectivo—. Lo mandé a pasar la noche en el calabozo y ordené que no le dieran de comer, de beber ni de fumar. Lo confesó todito, hasta el menor detalle, y además dio los nombres de otros dos, de los que no sabíamos nada. Pero es bueno darle una lección a ese llorón. El acta... —Cambió de lugar varias carpetas—. Yo mismo la grapé al expediente, ya la encontrarás. Lo puedes enviar mañana a la fiscalía. Me contó algo curioso, quizá pueda utilizarlo en alguna ocasión...

Andrei fumaba y contemplaba aquella cara larga y bien cuidada, los ojos claros e inquietos. Admiraba involuntariamente los movimientos seguros de aquellas manos grandes, masculinas de verdad. Fritz había crecido en los últimos tiempos. En él no quedaba ya casi nada de aquel suboficial estirado. El descaro brutal había dejado paso a una seguridad en sí mismo bien definida, ya no lo enojaban las bromas, no se quedaba pasmado y no se comportaba como un asno. En una época comenzó a visitar a Selma, pero provocaron un escándalo; Andrei le dijo un par de cosas. Y Fritz se apartó tranquilamente.

—¿Qué me miras? —preguntó Fritz, bonachón—. ¿No te recuperas del enema? Pues no es nada, amigo, un enema puesto por la superioridad es una fiesta del corazón para el subordinado.

—Oye —dijo Andrei—. ¿con qué objetivo armaste toda esa escena? Himmler, la Gestapo... ¿Qué, se trata de algún método nuevo de investigación?

—¿Escena? —Fritz levantó la ceja derecha—. Amigo, eso funciona como un cañón. —Cerró el expediente abierto y salió de detrás de la mesa—. Me asombra que no lo hayas utilizado. Te aseguro que si le hubieras dicho que habías trabajado en la Cheka o en la GPU, y hubieras sacudido delante de su nariz unas tijeras, ese bribón te hubiera dado un beso... Oye, me llevo algunos casos tuyos, tienes aquí una montaña tal que no podrás rebajarla ni en un año. Así que me los llevo y después me lo compensas de alguna manera.

Andrei lo miró agradecido y Fritz le respondió con un guiño amistoso. Era un tipo trabajador ese Fritz. Y un buen camarada. Quién sabe si sería así como habría que trabajar. ¿Por qué hay que ser delicado con esa escoria? Es verdad, en Occidente les han dado un susto de muerte habiéndoles de los sótanos de la Cheka, y con la carroña asquerosa como el tal Coxis cualquier medio es bueno...

—¿Quieres hacerme alguna pregunta? ¿No? Entonces me marcho. —Se metió las carpetas bajo el brazo y salió de detrás de la mesa.

—¡Sí! —Andrei cayó en cuenta—. Oye, ¿no te llevarás el caso del Edificio? ¡Déjamelo!

—¿El caso del Edificio? Querido amigo, mi altruismo no llega tan lejos. Del caso del Edificio ocúpate tú mismo, como...

—Aja —dijo Andrei, en tono serio y decidido—. Yo mismo... A propósito —recordó—, ¿qué caso es ése, el de las Estrellas Fugaces? El nombre me suena, pero no tengo la menor idea de qué se trata, ni de qué son esas estrellas.

—Hay un caso con ese nombre —dijo Fritz con la frente llena de arrugas, mirando a Andrei con curiosidad—. No me digas que te lo han asignado. Entonces, estás acabado. Lo lleva Chachua. Algo totalmente sin esperanzas.

—No —dijo Andrei, suspirando—. Nadie me lo ha asignado. Sencillamente, el jefe me aconsejó que le echara un vistazo. ¿No se tratará de una serie de asesinatos rituales?

—No, no se trata de eso. Aunque quién sabe. Es un caso que se prolonga hace varios años, amigo. De vez en cuando, aparecen al pie de la Pared cuerpos totalmente destrozados de personas que obviamente han caído desde gran altura, quizá de la Pared...

—¿Cómo que de la Pared? —se asombró Andrei—. ¿Acaso es posible treparse allá arriba? Pero si es totalmente lisa... ¿Y con qué fin? Si no se ve la cima.

—¡Ése es el misterio! Primero se pensó que allá arriba también había una ciudad parecida a la nuestra, y que nos tiraban a la gente desde allí, de la misma manera que aquí los pueden tirar al barranco. Pero en dos ocasiones se logró identificar los cuerpos. Resultó que eran habitantes de la ciudad. Nadie entiende cómo subieron allá arriba. Por el momento, lo único que queda es suponer que se trata de alpinistas desesperados que intentaban escapar de la ciudad escalando... Mas, por otra parte... En general, es un caso muy oscuro. Si quieres conocer mi opinión, es un caso en punto muerto. Bueno, tengo que irme.

—Gracias. Buena suerte —dijo Andrei, y Fritz se marchó.

Andrei fue a sentarse en su sillón, retiró todas las carpetas menos la del caso del Edificio y las guardó en la caja fuerte. Permaneció sentado un rato, con la cabeza apoyada en las manos. Después, tomó el teléfono, marcó el número de su casa y esperó. Como siempre, nadie respondió durante largo rato, después levantaron el auricular.

—¿Aa-ló? —contestó una voz de bajo, obviamente ebria. Andrei no respondió, se limitó a apretar el auricular contra el oído—. ¿Aló, aló? —mugía la voz ebria, después calló y sólo se oía una respiración jadeante y la lejana voz de Selma, que cantaba una triste tonada de las que había traído el tío Yura:


Levántate, levántate, Katia,

los navíos han llegado.

Dos de ellos son azules,

el otro es color índigo...


Andrei colgó el teléfono, se estiró y se frotó las mejillas.

—Ramera de mierda —masculló con amargura—, es incorregible. —Abrió la carpeta.


El caso del Edificio había sido incoado aún en los tiempos en que Andrei era basurero y no sabía, ni quería saber nada, de los rincones oscuros de la ciudad. Todo había comenzado cuando en los sectores 16, 18 y 32 comenzó a desaparecer gente de forma sistemática. Desaparecían sin dejar huella, y no se podía descubrir nada sistemático en aquellas desapariciones, ninguna regularidad, ningún sentido. Ole Svensson, cuarenta y tres años, trabajador de la fábrica de papel, salió por la tarde a comprar pan y no regresó, nunca llegó a la panadería. Stefan Ciwulski, veinticinco años, policía, desapareció una madrugada de su puesto en la esquina de la calle Mayor con la calle del Diamante, fue hallado su cinturón, pero nada más, ninguna huella. Monica Lerier, cincuenta y cinco años, modista, sacó a pasear a su perro antes de dormir, el perro regresó sano y salvo, pero la modista desapareció. Y etcétera, etcétera, hasta contar más de cuarenta desapariciones.

Con bastante rapidez aparecieron testigos que aseguraban que las personas desaparecidas habían entrado la víspera en un determinado edificio, que según las descripciones era el mismo en todos los casos, pero lo extraño era que los diferentes testigos ofrecían una localización diferente del edificio. Josif Humboldt, sesenta y tres años, peluquero, en presencia de su conocido Leo Paltus, entró en un edificio de tres plantas, de ladrillo rojo, situado en la esquina de la Segunda Derecha con el callejón Piedra Gris, y desde ese momento nadie volvió a verlo. Cierto Theodor Buch declaró que Semion Zajodko, treinta y dos años, granjero, que desapareció posteriormente, entró en un edificio de las mismas características, pero situado en la Tercera Izquierda, no lejos de la catedral católica. David Mkrtchian narró cómo se tropezó en el callejón del Adobe con su antiguo compañero de trabajo. Ray Dodd, cuarenta y un años, limpiador de letrinas: estuvieron un rato conversando, hablando de la cosecha, de asuntos familiares y otros temas neutrales, y a continuación Dodd había dicho: «Aguarda un momento, tengo que ir a un sitio, salgo enseguida. Si no estoy aquí en cinco minutos, vete, quiere decir que me he liado...». Entró en un edificio de ladrillo rojo con ventanas cubiertas de lechada. Mkrtchian lo esperó quince minutos, y después siguió su camino; Ray Dodd desapareció para siempre, sin dejar huella.

El edificio de ladrillo rojo aparecía en las declaraciones de todos los testigos. Unos aseguraban que tenía tres plantas, otros que cuatro. Unos prestaban atención a ventanas cubiertas de lechada, otros a ventanas tapadas por un enrejado. Y no había dos testigos que coincidieran en la ubicación del edificio.

Por la ciudad corrían rumores. En las colas de la leche, en las peluquerías, en diferentes locales, corría de boca en boca, en un murmullo siniestro, la leyenda nuevecita, recién estrenada, del Edificio Rojo que vagaba por la ciudad, se acomodaba en alguna parte entre los edificios de siempre y, con las horribles fauces abiertas, al acecho, esperaba la llegada de gente que no estuviera al tanto. Aparecieron amigos de parientes de conocidos que habían logrado salvarse, huyendo de las insaciables entrañas de ladrillo. Contaban cosas horrorosas y, como prueba, enseñaban cicatrices y fracturas acontecidas al saltar del segundo, del tercero y hasta del cuarto piso. Según todos aquellos rumores y leyendas, el edificio por dentro estaba vacío, allí no acechaban asaltantes, psicópatas sádicos ni enormes sanguijuelas velludas. Pero las tripas de piedra de los pasillos se cerraban de repente y aplastaban a su presa: bajo los pies surgían negros abismos que lanzaban un gélido hedor a cementerio: fuerzas desconocidas empujaban a las personas por pasos y túneles oscuros, cada vez más estrechos, hasta que quedaban atrapadas, empotradas en la última grieta entre las piedras, mientras en recintos vacíos con paredes descascaradas, entre pedazos de revoque caídos del techo, se pudrían huesos destrozados que asomaban de trapos endurecidos por la sangre seca...

Al principio, el caso llegó a despertar el interés de Andrei. Señaló en el mapa de la ciudad los lugares donde habían visto el Edificio, intentando hallar alguna regularidad en la ubicación de las cruces, revisó los sitios indicados en múltiples ocasiones, y cada vez, en el lugar donde habían visto el Edificio, encontró un jardín abandonado, un solar yermo entre dos edificaciones, o un edificio de vivienda común y corriente que no guardaba relación alguna con misterios ni enigmas.

Preocupaba el hecho de que el Edificio nunca había sido visto a la luz del día: también era preocupante que más de la mitad de los testigos, al ver el Edificio, se encontraban en estado de embriaguez más o menos pronunciado: en cada declaración aparecían contradicciones menores, pero al parecer indispensables: y lo más preocupante de todo era lo absurdo de todo aquello y su total falta de sentido.

Con respecto a esto, Izya Katzman llegó a la conclusión de que una ciudad de un millón de habitantes, carente de una ideología sistemática, debía crear sin falta unos mitos propios. Eso parecía convincente, pero la gente desaparecía de veras. Por supuesto, no era difícil perderse en la ciudad. Bastaba con tirar a una persona por el precipicio y en ese caso nadie volvería a saber de ella. Sin embargo, ¿por qué razón tendría alguien que tirar por el precipicio a peluqueros, modistas y tenderos? Gente sin dinero, sin reputación, prácticamente sin enemigos. En cierta ocasión, Kensi expresó la suposición lógica de que el Edificio Rojo, si existía de veras, sería con toda seguridad un elemento del Experimento, por lo que no tenía sentido buscarle una explicación: el Experimento era el Experimento. A fin de cuentas, Andrei se agarró a ese punto de vista. Había muchísimo trabajo que hacer, el expediente del Edificio tenía ya más de mil cuartillas, y Andrei lo escondió en el fondo de la caja fuerte. Lo sacaba sólo de vez en cuando, para graparle una nueva declaración de algún testigo.

La reciente conversación con el jefe abría, sin embargo, perspectivas totalmente nuevas. Si era verdad que en la ciudad había personas que se habían planteado (o alguien les había encomendado) la misión de crear un estado de pánico y terror entre la población, entonces se esclarecían muchas facetas del caso del Edificio. Las faltas de coincidencia entre los presuntos testigos se explicaban con facilidad por la distorsión de los rumores durante su propagación. Las desapariciones de las personas se convertían en asesinatos comunes y corrientes, con el fin de reforzar la atmósfera de terror. Entonces habría que buscar dentro del caos de charlatanería, rumores alarmistas y mentiras, a las fuentes permanentes de esas habladurías, los centros de difusión de aquella neblina venenosa...

Andrei tomó una cuartilla en blanco y comenzó a esbozar, palabra por palabra, punto por punto, un borrador de plan de acción. Al rato, tenía un proyecto bastante sencillo.

Tarea principal: detectar las fuentes de los rumores, arrestar a esas fuentes y descubrir el centro que las dirige. Medios fundamentales: repetir interrogatorios de todos los testigos que hubieran declarado antes estando sobrios: detección, mediante cadena de informantes, de las personas que aseguraban haber estado dentro del Edificio, y su interrogatorio: esclarecimiento de posibles vínculos entre esas personas y los testigos. Tomar en consideración: a) informes de los agentes; b) faltas de coincidencia en las declaraciones...

Andrei mordió el lápiz, miró la lámpara con ojos entornados y recordó otra cosa: ponerse en contacto con Petrov. El tal Petrov le había agotado la paciencia a Andrei en cierto momento. Su mujer había desaparecido, y por alguna razón él había decidido que el Edificio Rojo se la había tragado. Desde aquel momento había abandonado su trabajo y se había dedicado a la búsqueda del Edificio Rojo: había enviado innumerables notas a la fiscalía, que eran remitidas indefectiblemente al departamento de instrucción e iban a parar a manos de Andrei; trotaba de noche por toda la ciudad; había sido detenido en varias ocasiones por sospechas de comportamiento indecoroso; se resistía a la autoridad, por lo que había sido condenado a diez días de arresto, salía y de nuevo se dedicaba a su pesquisa.

Andrei le mandó una citación, así como a otros dos testigos, se las entregó al agente de guardia con la orden de entregarlas de inmediato, y fue en busca de Chachua. Se trataba de un caucasiano enorme y muy gordo, casi sin frente pero con una nariz gigantesca. Estaba en su despacho, durmiendo en un diván, rodeado de gruesas carpetas de casos. Andrei lo despertó empujándolo levemente.

—¡Eh! —dijo Chachua, despertándose—. ¿Qué pasa?

—No pasa nada —dijo Andrei, molesto; ya no soportaba aquel relajamiento de la disciplina—. Dame el caso de las Estrellas Fugaces.

Chachua se sentó, su rostro se iluminó de alegría.

—¿Lo vas a asumir? —preguntó, moviendo su nariz fenomenal como una fiera.

—No te alegres tanto —dijo Andrei—. Sólo quiero echarle un vistazo.

—Dime, ¿para qué quieres echarle un vistazo? —comenzó a decir Chachua con ardor—. ¡Hazte cargo totalmente de ese caso! Eres joven, guapo y enérgico, el jefe siempre te pone de ejemplo ante los demás. Seguro que lo esclarecerás enseguida. ¡Trepas a la Pared Amarilla y lo aclaras de inmediato! ¿Qué te cuesta?

Andrei clavó la mirada en aquella nariz: enorme, torcida, con una red de venas púrpura en el puente, con vellos negros y duros que asomaban en mechones por los agujeros. Tenía una vida independiente de Chachua, y era obvio que no quería saber nada de los líos del juez de instrucción. Aquella nariz quería que todos a su alrededor bebieran el suave vino de Kajetia en copas grandes, comieran jugosas brochetas y verduras crujientes, que bailaran a la caucasiana, agarrándose con los dedos los bordes de las mangas y dando gritos de ánimo y aliento. Quería perderse entre cabellos rubios perfumados y planear sobre senos abundantes y desnudos... Quería muchas cosas aquella grandiosa nariz, hedonista y llena de vida, y sus numerosos deseos se reflejaban abiertamente en sus movimientos independientes, en sus cambios de color y en los diversos sonidos que emitían...

—Y cuando cierres este caso —decía Chachua, poniendo los ojos en blanco—, ¡oh, Dios mío! ¡Qué famoso vas a ser! ¡Cuántos honores! ¿Crees que si Chachua pudiera trepar a la Pared Amarilla te propondría que te ocuparas de este caso? ¡Por nada del mundo! ¡Este caso es como una mina de oro! Pero sólo te lo propongo a ti. Muchos han venido y me lo han pedido. No, pensé. Ninguno de vosotros podríais con él. Sólo Voronin sería capaz, pensé.

—Está bien, está bien —dijo Andrei, con desencanto—. Apaga esa máquina de hablar. Dame la carpeta. No tengo tiempo de cantar a dúo contigo.

Sin dejar de hablar, de quejarse y jactarse, Chachua se levantó con haraganería, se encaminó a la caja fuerte arrastrando los pies por el suelo lleno de basura y se puso a buscar los papeles del caso. Andrei contemplaba sus hombros anchísimos y gruesos, y pensaba que Chachua era, con toda seguridad, uno de los mejores jueces de instrucción en el departamento; sencillamente era un investigador brillante, tenía el mayor índice de casos cerrados, pero no había logrado aclarar nada en el caso de las Estrellas Fugaces: nadie había logrado aclarar nada, ni Chachua, ni su predecesor, ni el predecesor del predecesor...

Chachua sacó un montón de carpetas hinchadas y manoseadas, y leyeron juntos las últimas páginas. Andrei anotó cuidadosamente en una hoja suelta los nombres y direcciones de los dos que habían sido reconocidos, así como los escasos rasgos distintivos de algunas de las víctimas no identificadas que pudieron ser detectados.

—¡Qué caso! —exclamaba Chachua, chasqueando la lengua—. ¡Once cadáveres! Y tú no quieres encargarte. No, Voronin, no tienes idea de dónde está tu futuro. Vosotros, los rusos, siempre fuisteis idiotas, en el otro mundo y en éste... ¿Y para qué lo quieres? —preguntó, con repentino interés.

Andrei le explicó sus intenciones de la forma más coherente que fue capaz. Chachua captó enseguida la esencia, pero no manifestó particular entusiasmo.

—Inténtalo, inténtalo —dijo, con desánimo—. Lo dudo. ¿Qué es tu Edificio y qué es mi Pared? El Edificio es un invento, pero ahí tienes la Pared a un kilómetro de aquí. No, Voronin, no podremos esclarecer este caso. —Pero cuando Andrei estaba ya junto a la puerta. Chachua le espetó—: Bueno, pero si hay algo, dímelo enseguida.

—Por supuesto —dijo Andrei.

—Escucha —dijo Chachua, frunciendo la gruesa frente y moviendo la nariz en señal de concentración; Andrei se detuvo un momento y lo miró, expectante—. Hace tiempo que quería preguntarte una cosa... —Su rostro se puso serio—. Oye, en el año diecisiete, vosotros tuvisteis unos motines en Petrogrado. ¿Cómo terminó todo aquello, eh?

Andrei hizo un ademán despectivo y salió tirando la puerta, seguido por las carcajadas retumbantes del caucasiano, que se divertía hasta más no poder. Chachua había vuelto a pescarlo con aquella broma tonta. Daban deseos de no volverle a hablar nunca más.

En el pasillo, frente a su despacho, le aguardaba una sorpresa. Un hombre envuelto en un grueso abrigo, con un miedo de muerte, los pelos de punta y los ojos enrojecidos, estaba sentado en un banco. El agente de guardia se levantó de un salto de detrás de la mesita con el teléfono.


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