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Ciudad Maldita
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 06:06

Текст книги "Ciudad Maldita"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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—Kensi —dijo Andrei—. ¿Cuánto tenemos en la caja? ¿Alcanza para pagar la multa?

—Haremos una colecta entre los trabajadores —dijo Kensi con diligencia y se levantó—. Le daré al maquetista la orden de que ponga en marcha las rotativas. De alguna manera saldremos de ésta...

Caminó hacia la puerta mientras el censor lo miraba marcharse con melancolía, suspiraba y se sonaba la nariz.

—No tiene usted corazón —balbuceaba—. Ni cerebro. Mocosos...

—Andrei —dijo Kensi deteniéndose en el umbral—, yo en tu lugar iría a la alcaldía y apelaría a todos los resortes posibles.

—De qué resortes hablas... —masculló Andrei, sombrío.

—Ve a ver al sustituto del consejero político. —Kensi deshizo el camino y volvió a la mesa—. A fin de cuentas, también es ruso. Has bebido vodka con él.

—Y también le he roto la jeta —añadió Andrei, con aire lúgubre.

—No importa, no es rencoroso —dijo Kensi—. Y además, sé de buena tinta que se le puede untar.

—¿Y a quién no se puede untar en la alcaldía? —dijo Andrei—. Pero no se trata de eso. —Suspiró—. Está bien, pasaré por ahí. Quizá pueda averiguar algo... ¿Y qué vamos a hacer con Paprikaki? Ahora mismo irá corriendo a telefonear... Eso es lo que va a hacer, ¿no?

—Por supuesto —asintió Paprikaki, sin el menor entusiasmo.

—¡Pues ahora mismo lo ato y lo echo en el armario! —dijo Kensi, chirriando los dientes de satisfacción.

—No hace falta... —dijo Andrei—. Para qué vas a atarlo y a echarlo... Enciérralo en el archivo, ahí no hay teléfono.

—Eso será uso de violencia —apuntó Paprikaki con dignidad.

—Y si lo arrestan, ¿no será acaso uso de violencia?

—¡Pero no estoy en contra! —exclamó Paprikaki—. Simplemente yo... hacía un comentario.

—Vete, vete, Andrei —dijo Kensi, impaciente—. Puedo hacerlo todo sin ti.

Andrei se incorporó con dificultad, fue hacia el perchero arrastrando los pies y agarró su impermeable. La boina se había metido en alguna parte, la buscó debajo, entre galochas de fieltro olvidadas por los visitantes en algún momento del pasado, no la encontró, soltó un taco y salió al vestíbulo. La secretaria raquítica levantó hacia él sus ojos grises, asustados. Zorra andrajosa. ¿Cómo se llamaba?

—Voy a la alcaldía —dijo Andrei con desgana.

En la redacción todo seguía como todos los días. Alguien gritaba por el teléfono, otro escribía, apoyándose en un extremo de la mesa, los mensajeros iban de un lado a otro con carpetas y papeles en las manos, el aire estaba saturado de humo de cigarrillos, el piso estaba sucio...

—Aquí se ha excedido, no ha tenido una clara percepción de la medida, el material ha resultado más duro y más fluido que usted —le anunciaba con altivez a un autor de rostro aburrido el jefe del departamento literario, un asno fenomenal con unos quevedos dorados (ex cartógrafo de un pequeño estado, algo así como Andorra).

«A patadas, a patadas, a patadas», pensó Andrei, mientras atravesaba el local. De repente recordó cuan querido le era aquello, cuan nuevo y divertido, cómo hasta hace muy poco tiempo lo había considerado algo con grandes perspectivas, algo necesario e importante...

—Jefe, un momento —le gritó Dennis Lee, jefe del departamento de cartas de los lectores, y estuvo a punto de correr tras él.

Pero Andrei, sin volverse, se desentendió con un gesto de la mano. «A patadas, a patadas, a patadas...»

Al salir del portal, se detuvo y se subió el cuello del impermeable. Por la calle seguían pasando carretones, todos en la misma dirección, hacia el centro de la ciudad, hacia la alcaldía. Andrei se metió bien las manos en los bolsillos y, encorvando la espalda, comenzó a andar en la misma dirección. Dos minutos más tarde se dio cuenta de que caminaba al lado de una gigantesca carreta, con ruedas cuyo diámetro era igual a la altura de un hombre. Conducían la carreta dos tipos gigantescos, al parecer agotados por el largo viaje. A causa de las altas barandas de tablas no se veía la carga que llevaba la carreta, pero se distinguía bien al carretero en su sitio, aunque no tanto al hombre como su colosal capa de lona de capuchón triangular. A él sólo se le veía la barba que apuntaba hacia delante, y entre el chirrido de las ruedas y el golpeteo de los cascos se oían los extraños sonidos que emitía: o bien azuzaba a los caballos, o soltaba gases como cualquier paleto.

«Y éste también ha venido a la Ciudad —pensó Andrei—. ¿Para qué? ¿Qué buscan aquí todos ellos? Aquí no van a encontrar pan, y tampoco lo necesitan, tienen suficiente pan. Y, en general, lo tienen todo, no como nosotros, la gente de la ciudad. Hasta tienen armas. ¿Será verdad que quieren organizar una degollina, una asonada? Es posible. ¿Y qué van a sacar en limpio de todo eso? ¿Vaciarán los pisos? No entiendo nada.»

Recordó la entrevista con los granjeros y cuan decepcionado había quedado Kensi con esa entrevista aunque la hubiera hecho él mismo: había llevado a cabo una encuesta entre casi cincuenta campesinos reunidos en la plaza frente a la alcaldía. «Nosotros, como el resto de la gente»; «Estamos aburridos de vivir en las ciénagas, y se me ocurrió venir...»; «Vi que todos iban a la Ciudad; y yo también vine a la Ciudad. ¿Qué, soy yo menos que los demás?»; «¿El fusil automático? ¿Cómo podemos vivir sin un fusil automático? No podemos dar ni un paso sin el fusil...»; «Salí por la mañana a ordeñar las vacas y vi que hay gente en el camino. Estaban Siomka Kostilin. Jacques el Francés, y ése... me cago en... se me olvida su nombre constantemente, el que vive más allá de la Colina de los Piojos. Les pregunté adonde iban. Me dijeron que el sol llevaba siete días sin encenderse y venían a la Ciudad a averiguar...»; «Y vosotros, preguntadle a los jefes. Los jefes lo saben todo...»; «Dijeron que iban a dar tractores automáticos. Para que uno pudiera quedarse en casa, echándose fresco, mientras el tractor trabaja en tu lugar... Llevan tres años prometiéndolo.»

Turbio, poco claro, impreciso. Siniestro. O estaban ocultando algo, o era el instinto lo que los hacía agruparse. O habría alguna organización secreta, bien oculta... ¿Qué era aquello? ¿Una rebelión? ¿Un motín campesino? En algo había que darles la razón: el sol llevaba doce días sin encenderse, las cosechas se morían, nadie tenía idea de qué iba a ocurrir. Por eso habían decidido salir de sus hogares.

Andrei dejó atrás una pequeña cola silenciosa delante de la carnicería, y otra más adelante, en la panadería. Quienes esperaban eran, sobre todo, mujeres, y muchas de ellas tenían brazaletes blancos. Andrei recordó enseguida la Noche de San Bartolomé, y en ese momento pensó que ya no era de noche, era la una del mediodía, pero hasta entonces los tenderetes estaban cerrados. En la esquina, bajo el letrero de neón del café nocturno Kwisisan, había tres policías juntos. Tenían un aspecto extraño, como inseguro. Andrei ralentizó el paso para oír qué decían.

—¿Qué, ahora nos ordenarán pelear contra ellos? Nos superan dos a uno.

—Pues vamos y les decimos eso mismo: no es posible llegar allí, y basta.

—Entonces, nos dirán: «¿Cómo que no es posible? Sois la policía».

—Sí, la policía, ¿y qué? Somos la policía y ellos son una milicia.

«Y qué clase de milicia —pensó Andrei, pasando de largo—. No sé de ninguna milicia.» Dejó atrás otra cola y giró hacia la calle Mayor. Delante se veían las brillantes farolas de mercurio de la Plaza Central, cuyos amplios espacios estaban llenos de algo gris que se movía, cubierto de humo o de vaho, pero en ese momento lo detuvieron.

Un joven corpulento, un adolescente casi, muy crecido, que llevaba un quepis plano con la visera encima de los ojos, le cortó el paso.

—¿Adonde va, caballero? —le preguntó en voz baja.

Tenía las manos en los costados, y llevaba brazaletes blancos en ambas mangas. Detrás de él, junto a la pared, había otros hombres de variado aspecto, todos con brazaletes blancos.

De reojo, Andrei vio que un anciano, cubierto por un impermeable de lona, seguía adelante con su carretón sin que nadie lo molestara.

—Voy a la alcaldía —dijo Andrei, que se había visto obligado a detenerse—. ¿Qué pasa?

—¿A la alcaldía? —repitió el joven corpulento en voz alta y miró a sus acompañantes por encima del hombro; dos de ellos se separaron del grupo y caminaron hacia Andrei.

—¿Y tendría la bondad de decirme para qué va a la alcaldía? —se interesó un tipo corpulento, bajito, sin afeitar, que vestía un mono de trabajo manchado de grasa y llevaba un casco con las letras GM. Tenía un rostro enérgico, musculoso, y sus ojos inquisitivos tenían algo de maldad.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Andrei, mientras acariciaba la pequeña barra de cobre que llevaba en un bolsillo desde hacía poco, a causa de la intranquilidad reinante.

—Somos la milicia voluntaria —respondió el tipo bajito—. ¿Qué va a hacer en la alcaldía? ¿Quién es usted?

—Soy el redactor jefe del Diario Urbano-dijo Andrei, molesto, mientras apretaba la barra de cobre. No le gustaba en absoluto que el adolescente estuviera detrás de él, a la izquierda, y que el tercer miliciano voluntario, un hombre joven, al parecer muy fuerte, resoplara sobre su oreja por la derecha—. Voy a la alcaldía para protestar por las acciones de la censura.

—Ah —dijo el tipo bajito, con un gesto vago—. Está claro. Pero, ¿para qué va a la alcaldía? Sólo tiene que arrestar al censor y publicar lo que quiera.

—No me enseñéis qué tengo que hacer —dijo Andrei, que había decidido comportarse de manera insolente—. Ya hemos arrestado al censor sin necesidad de vuestros consejos. Y dejadme pasar.

—Representante de la prensa —gruñó el que le resoplaba sobre la oreja derecha.

—¿Y qué? Que pase —autorizó el adolescente de la izquierda, en tono condescendiente.

—Adelante —dijo el hombre bajito—. Que pase. Pero después, no nos eche la culpa a nosotros. ¿Va usted armado?

—No —respondió Andrei.

—Es una lástima —dijo el hombre bajito, echándose a un lado—. Pase...

Andrei siguió adelante.

—«El jazmín es una flor divina» —dijo a sus espaldas el hombre bajito con voz de gallo, y los milicianos se echaron a reír. Andrei conocía aquel versito y sintió deseos de volverse, irritado, pero se limitó a acelerar el paso.

En la calle Mayor había bastante gente. Estaban recostados en las paredes, formaban grupos en los portales, y todos llevaban brazaletes blancos. Había algunos de pie en medio de la calzada, se aproximaban a los granjeros que iban llegando, les decían algo, y los granjeros proseguían su camino. Todas las tiendas estaban cerradas, pero no tenían colas delante de sus puertas. Cerca de la panadería, un miliciano viejo con un nudoso bastón trataba de explicarle algo a una anciana solitaria.

—Se lo digo con toda seguridad, madame.Hoy las tiendas no van a abrir. Yo mismo soy dueño de una tienda, madame,sé bien qué le estoy diciendo...

La anciana respondía, chillando, que prefería morir allí, ante aquella puerta, pero no abandonaría la cola.

Haciendo un gran esfuerzo para acallar dentro de sí la preocupación que lo embargaba y la sensación de que todo lo que lo rodeaba era irreal, como en el cine. Andrei llegó a la plaza. La salida de la calle Mayor que daba a la plaza estaba llena de carros, carretas, carretones, diligencias, coches de caballos... Olía a sudor equino y a boñiga fresca; caballos de razas variadas sacudían la cabeza y los habitantes de la ciénaga se llamaban entre sí, haciendo brillar la lumbre de sus cigarrillos. Olía a humo; no lejos habían encendido una hoguera. Un gordo bigotudo que se abotonaba la ropa sobre la marcha salió de una arcada y a punto estuvo de tropezar con Andrei, soltó un taco y siguió adelante entre los carretones, llamando a un tal Sidor con tono de urgencia.

—¡Ven, Sidor! ¡Entra al patio, hay lugar! Pero mira donde pisas, no te vayas a embarrar...

Andrei se mordió el labio y siguió adelante. Al borde mismo de la plaza, los carretones ocupaban las aceras. Muchos estaban sin los caballos; las bestias de tiro, con maneas puestas, vagaban por los alrededores dando saltitos y oliendo el asfalto sin mucho interés. En los carretones dormían, fumaban, comían, se oía cómo deglutían y masticaban con placer. Andrei se metió en un portal y trató de mirar por encima de la multitud. Lo separaban unos quinientos pasos de la alcaldía, pero era un verdadero laberinto. Las hogueras chasqueaban y echaban humo que, iluminado por las farolas de mercurio, ascendía por encima de los carretones y las diligencias, y como si una campana gigante tirara de él se iba a la calle Mayor. Un bicho se posó con un zumbido sobre la mejilla de Andrei y le clavó el aguijón, como un alfiler. Andrei, asqueado, aplastó de una bofetada algo grande y erizado, que crujió bajo su mano.

«Lo que han traído desde las ciénagas», pensó con enojo. Del portal entreabierto salía un claro olor a amoniaco. Andrei bajó a la acera y echó a andar con decisión por el laberinto, entre los caballos y los vehículos, pero a los pocos pasos pisó algo blando y poco profundo.

El pesado edificio circular de la alcaldía se levantaba sobre la plaza como un bastión de cinco pisos. Casi todas las ventanas estaban a oscuras, sólo en unas pocas había luz, y de los pozos de los ascensores, erigidos por la pared exterior del edificio, salía una luz amarilla mate. El campamento de los granjeros rodeaba la alcaldía formando un anillo. Entre los carretones y el edificio había un espacio vacío, iluminado por brillantes farolas que se erguían sobre columnas ornamentales de hierro. Los granjeros, casi todos armados, se agrupaban bajo las farolas y delante de ellos, a la entrada de la alcaldía, había una fila de policías que, a juzgar por los galones, eran casi todos sargentos y oficiales.

Andrei se abría paso a través de la multitud armada. Alguien lo llamó y se volvió.

—¡Estoy aquí! —le gritó una voz conocida, y Andrei vio finalmente al tío Yura que se le acercaba, balanceándose y con la mano tendida, lista para el saludo, con la guerrera de siempre, la gorra ladeada y la ametralladora que Andrei conocía tan bien colgando de un ancho cinturón que llevaba pasado por encima del hombro.

—¡Hola, Andriuja, alma de ciudad! —gritó, haciendo chocar estruendosamente la palma de su mano contra la de Andrei—. ¡Llevo buscándote todo el tiempo; no puede ser, me digo, que con todo este lío no esté aquí nuestro Andrei! Es un chaval que siempre está en todas, me digo, seguro que está aquí por alguna parte. —El tío Yura se veía bastante nervioso. Se quitó la ametralladora del hombro, apoyó la axila sobre el cañón como si se tratara de una muleta y siguió hablando, con el mismo ardor—. Busco aquí, busco allá, y no encuentro a Andrei. A la mierda, pienso, ¿qué pasa? Fritz, el rubio amigo tuyo, está aquí. Anda dando vueltas entre los campesinos, soltando discursitos. ¡Pero tú no aparecías!

—Aguarda, tío Yura —intervino Andrei—. ¿Para qué has venido aquí?

—¡Para exigir mis derechos! —dijo el tío Yura burlón, mientras su barba se movía como una escoba—. He venido únicamente para eso, pero al parecer no vamos a sacar nada en limpio. —Escupió al suelo y extendió el salivazo con su enorme bota—. El pueblo es como un piojo. No sabe por qué ha venido. O bien a rogar, o bien a exigir, o quién sabe si a ninguna de las dos cosas, puede que añoren la vida en ciudad, nos quedamos un rato aquí, le llenamos de mierda la ciudad y nos regresamos a casa. El pueblo es una mierda. Mira. —Se volvió y saludó a alguien con la mano—. Por ejemplo, ahí tienes a Stas Kowalski, mi amigo, Stas, cabrón... ¡Ven acá!

Stas se acercó: era un hombre encorvado, flaco, con bigotes que le colgaban con desánimo y cabellos ralos. Apestaba a aguardiente casero. Se mantenía de pie sólo por instinto, pero de vez en cuando erguía la cabeza con aire guerrero, levantaba una escopeta recortada que llevaba colgando al cuello y alzaba los párpados con enorme esfuerzo para echar una mirada amenazadora en torno suyo.

—Aquí tienes a Stas —proseguía el tío Yura—. Estuvo en la guerra, eh, Stas. ¿estuviste en la guerra? Cuéntalo —le exigía el tío Yura, abrazando a Stas por los hombros y balanceándose junto con él.

—¡Ja! ¡Jo! —respondió Stas, intentando mostrar con todo su aspecto que había combatido, y que no tenía palabras para expresar cómo había combatido.

—Ahora está borracho —explicó el tío Yura—. Cuando no hay sol, no puede permanecer sobrio... ¿Qué te estaba contando? ¡Sí! Pregúntale por qué está perdiendo el tiempo aquí. Tiene un arma. Tiene colegas dispuestos a pelear. ¿Qué más le hace falta?

—Aguarda —dijo Andrei—. ¿Qué queréis?

—¡Te lo estoy explicando! —dijo el tío Yura con sentimiento, soltando en ese momento a Stas, que describió un arco hacia un lado—. ¡Estoy tratando de metértelo en la cabeza! Hay que aplastar a los canallas, basta con hacerlo una vez. ¡Ellos no tienen ametralladoras! Los pisotearemos, los liquidaremos a sombrerazos. —De repente calló y volvió a colgarse la ametralladora a la espalda—. Vamos.

—¿Adonde?

—A beber. Hay que acabarse todo el aguardiente y regresar a casa de una puñetera vez. ¿Para qué estamos perdiendo el tiempo? Allá se me pudre la patata. Vamos.

—No, tío Yura —dijo Andrei, como pidiéndole perdón—. Ahora no puedo. Tengo que ir a la alcaldía.

—¿A la alcaldía? ¡Vamos! ¡Stas! Stas, ven...

—¡Aguarda, tío Yura! Es que... no te dejarán entrar.

—¿A quién? ¿A mí? —rugió el tío Yura, con una mirada de ferocidad—. ¡Vamos ahora mismo! ¡A ver quién se atreve a no dejarme pasar! ¡Stas! —Abrazó a Andrei por los hombros y lo arrastró a través del espacio vacío iluminado hasta llegar a la fila de policías—. Entiéndeme —susurraba con vehemencia al oído de Andrei, que se resistía—. Me da miedo, ¿entiendes? No se lo he dicho a nadie, pero a ti sí te lo digo. ¡Me da pavor! ¿Y si no vuelve a encenderse nunca más? Nos trajeron a este sitio y nos abandonan. Lo mejor es que lo expliquen, que digan la verdad, hijos de puta, así no se puede vivir. Ya no puedo dormir, ¿lo entiendes? Eso no me había ocurrido nunca, ni siquiera en el frente. ¿Crees que estoy borracho? Borracho, una mierda, es el terror, el terror que se ha adueñado de mí.

Aquel susurro febril hizo que una ola gélida recorriera la columna vertebral de Andrei. Se detuvo a unos cinco pasos de los policías. Le parecía que todo el mundo en la plaza lo miraba fijamente, tanto los granjeros como los policías.

—Escúchame, tío Yura —dijo, poniendo en su voz toda la convicción de que era capaz—. Ahora voy a entrar ahí, arreglaré cierto asunto relativo a mi periódico, y tú vas a esperarme aquí. Después, iremos a mi casa y hablaremos en detalle de todo.

—No —dijo el tío Yura, negando violentamente con la cabeza—, voy contigo. Yo también tengo que arreglar un asunto...

—¡No te van a dejar pasar! Y a mí tampoco, por tu culpa.

—Vamos, vamos —balbuceaba el tío Yura—. ¿Cómo que no me dejarán pasar? ¿Por qué no me van a dejar pasar? Vamos calladitos, serios.

Estaban ya junto a la fila cuando un capitán de elegante uniforme, con la cartuchera desabrochada al lado izquierdo del cinturón, fue a su encuentro.

—¿Adonde van, señores? —preguntó con frialdad.

—Soy el redactor jefe del Diario Urbano-dijo Andrei, echando con suavidad a un lado al tío Yura para que dejara de abrazarlo—. Debo reunirme con el asesor político.

—Muéstreme sus documentos, por favor —una mano, forrada en piel de ante, apareció extendida delante de Andrei.

Andrei sacó su identificación, se la entregó al capitán y miró de reojo al tío Yura. Para su asombro, éste permaneció tranquilo, sorbiendo por la nariz y arreglándose de vez en cuando el cinturón de la ametralladora, aunque no fuera necesario en absoluto. Sus ojos, al parecer, estaban sobrios del todo y recorrían lentamente la fila de policías.

—Puede pasar —dijo el capitán con cortesía, mientras devolvía la identificación—. Aunque debo decirle... —Sin terminar, se volvió hacia el tío Yura—: ¿Y usted?

—Viene conmigo —dijo Andrei, presuroso—. En cierto sentido, representa... a una parte de los granjeros.

—¡Los documentos!

—¿Qué documentos puede tener un granjero? —dijo Yura, en tono amargo.

—No puedo dejarlo pasar sin documentos.

—¿Y por qué no puedo pasar sin documentos? —El tío Yura estaba muy descontento—. Sin un asqueroso papelito, ya no soy persona, ¿cierto?

Alguien comenzó a soplar aire caliente tras la nuca de Andrei. Se trataba de Stas Kowalski, que con aire belicoso, trastabillando, cubría la retaguardia. Otras personas comenzaron a agruparse lentamente, como sin muchas ganas, en el espacio iluminado.

—¡Señores, señores, no se amontonen! —dijo el capitán, nervioso—. ¡Pase usted, caballero —le gritó con rabia a Andrei—. ¡Señores, un paso atrás! ¡Está prohibido amontonarse!

—O sea, que si no tengo un papelito lleno de garabatos —se lamentaba el tío Yura—, eso quiere decir que no puedo pasar, que no existo...

—¡Rómpele el hocico! —propuso Stas, con voz inesperadamente clara.

El capitán agarró a Andrei por la manga del impermeable y le dio un fuerte tirón, de manera que un segundo después quedó detrás de la fila. Los policías volvieron a ocupar su lugar de inmediato, separando de él a los granjeros que se agolpaban frente al capitán, y Andrei, sin esperar el desarrollo ulterior de los acontecimientos, echó a andar con rapidez hacia la entrada débilmente iluminada. A sus espaldas seguía la discusión.

—Quieren carne y trigo, eso sí, pero cuando se trata de pasar a alguna parte...

—¡Les ruego que no se amontonen! Tengo orden de arrestar...

—¿Por qué no dejas pasar al representante, eh?

—¡El sol! ¡El sol, canallas! ¿Cuándo lo van a encender de nuevo?

—¡Señores, señores! Yo no soy responsable de eso.

Por la escalera de mármol bajaban más policías al encuentro de Andrei, haciendo sonar los tacones. Iban armados con fusiles y llevaban la bayoneta calada.

—¡Preparen los balones! —ordenó una voz discretamente.

Andrei terminó de subir la escalera y miró atrás. El espacio iluminado estaba lleno de personas. Los granjeros, unos lentamente y otros a la carrera, se apresuraban hacia la multitud de personas que se había formado allí.

Andrei tiró con esfuerzo de la pesada puerta, alta, con refuerzos de bronce, y entró en el vestíbulo. También estaba oscuro y se percibía un característico olor a cuartel. En lujosos butacones, en sofás y directamente sobre el suelo dormían policías, cubiertos con sus capotes. En el pasillo débilmente iluminado que se extendía a lo largo de tres de las paredes del vestíbulo, se veían varias figuras. Andrei no pudo distinguir si llevaban armas o no.

Subió corriendo al segundo piso por la blanda alfombra que cubría la escalera. Allí estaba el departamento de prensa. Echó a andar por el largo pasillo y, de repente, la duda se apoderó de él. En aquel enorme edificio reinaba ese día un silencio excesivo. Por lo general allí había montones de personas, se oían las teclas de las máquinas de escribir, sonaban los timbres de los teléfonos, el ruido de las conversaciones dejaba paso a los gritos de los jefes, pero entonces no había nada de aquello. Algunas oficinas estaban abiertas de par en par, pero se encontraban a oscuras, y en el pasillo sólo estaba encendida una lámpara de cada cuatro.

El presentimiento era cierto: el despacho del asesor político estaba cerrado con llave, y en el cubículo de sus ayudantes había dos desconocidos que vestían abrigos grises idénticos, abotonados hasta la barbilla, y llevaban sombreros hongo iguales, desplazados hacia los ojos.

—Les ruego me perdonen —dijo Andrei, enojado—. ¿Dónde puedo encontrar al señor asesor político o a su sustituto?

Las cabezas enfundadas en sombreros hongo se volvieron lentamente hacia él.

—¿Y para qué desea verlo? —preguntó el de menor estatura.

De repente, el rostro de aquel hombre no le pareció totalmente desconocido a Andrei, y lo mismo le ocurrió con la voz. Y por alguna razón le resultó extraño y desagradable que aquel hombre estuviera allí. No tenía nada que hacer en ese sitio. Andrei torció el gesto y explicó con voz entrecortada y decidida quién era él y qué necesitaba.

—Entre, por favor —dijo el hombre que le parecía conocido—, no se quede en la puerta.

Andrei entró y miró a su alrededor, pero no veía nada: ante sus ojos sólo destacaba aquel rostro liso, afeitado, monacal. «¿Dónde lo he visto? Es alguien desagradable... y peligroso. No sé para qué he venido aquí, sólo me dedico a perder el tiempo.»

El hombre bajito que llevaba sombrero hongo también lo miraba atentamente. Había silencio. Las altas ventanas estaban tapadas con gruesas cortinas, y el ruido exterior apenas llegaba a la habitación. De repente, el hombre bajito que llevaba sombrero hongo se levantó de un salto y se detuvo junto a Andrei. Los ojos grises, casi sin pestañas, parpadeaban, y su enorme nuez se desplazó desde el botón superior del abrigo hasta casi tocar la barbilla.

—¿Redactor jefe? —musitó el hombre bajito, y en ese momento Andrei lo reconoció por fin, y mientras la congoja lo dejaba sin fuerzas y cesaba de percibir el suelo bajo los pies, se dio cuenta de que también a él lo habían reconocido.

El rostro monacal se distendió en una mueca agresiva, mostrando unos escasos dientes podridos, el hombre bajito se agachó y Andrei sintió un fuerte dolor en el vientre, como si sus entrañas hubieran reventado, y a través de la niebla nauseabunda que le cubría los ojos vio de repente el suelo encerado... Huir, huir... En su cabeza estallaron fuegos artificiales: el techo, lejano y oscuro, surcado de grietas, comenzó a temblar y a girar lentamente... De la angustiosa oscuridad que comenzaba a rodearlo salían picas al rojo vivo y se le clavaban en los costados... «Me matará... ¡Me matará!» De repente, su cabeza se hinchó y, despellejándose las orejas, se introdujo en una estrecha ranura maloliente.

—Tranquilo, Coxis —decía sin prisa una voz atronadora—, tranquilo, todo a la vez, no.

Andrei gritó con todas sus fuerzas, una papilla espesa y caliente le afluyó a la boca, comenzó a ahogarse y vomitó.

No había nadie en la habitación. La enorme cortina estaba recogida y la ventana abierta de par en par, el aire era frío y húmedo y se oía un rugido lejano. Andrei logró apoyarse con dificultad sobre las manos y las rodillas, y comenzó a desplazarse a lo largo de la pared. Hacia la puerta. Para salir de allí...

En el pasillo volvió a vomitar. Se quedó tirado allí unos momentos, agotado a más no poder, y después intentó ponerse de pie.

«Me siento mal —pensó—, muy mal. —Se sentó y comenzó a palparse la cara. Tenía el rostro húmedo y pegajoso, y en ese momento se dio cuenta de que veía sólo con un ojo. Le dolían las costillas, le costaba trabajo respirar. Le dolían las quijadas y el bajo vientre irradiaba un dolor torturante—. Canalla, Coxis. Me has destrozado.» Se echó a llorar. Estaba sentado en el suelo, en el pasillo desierto, con la espalda apoyada en las molduras doradas, y lloraba. No podía contenerse. Sin dejar de llorar, levantó torpemente los faldones del impermeable y metió la mano bajo el cinturón. El dolor era terrible, pero no provenía de allí, sino de más arriba. Le dolía todo el vientre. Tenía empapados los calzoncillos.

A pasos estruendosos, alguien llegó corriendo desde lo profundo del pasillo y se detuvo junto a él. Era un policía rubicundo, sudoroso, sin gorra y con ojos que denotaban confusión. Se detuvo allí varios segundos, como indeciso, y de repente siguió corriendo, mientras que de lo profundo del pasillo llegaba un segundo policía, también a la carrera, que se quitaba la guerrera por el camino.

En ese momento Andrei se dio cuenta de que en el lugar desde donde venían corriendo se oía el ruido de muchas voces. Entonces se levantó haciendo un esfuerzo, se recostó a la pared, caminó hacia las voces sin dejar de sollozar, palpándose con miedo el rostro y haciendo frecuentes paradas para descansar, doblarse y agarrarse el vientre.

Llegó hasta la escalera y se agarró de los resbaladizos pasamanos de mármol. Abajo, en el enorme vestíbulo, se movía una gran masa humana. No era posible entender que pasaba allí. Los proyectores colocados a lo largo del pasillo iluminaban con una luz cegadora aquella masa en la que, de vez en cuando, aparecían barbas diversas, gorras de uniforme, cordones dorados arrancados a los policías, bayonetas, manos abiertas, calvas pálidas... De todo aquello subía hacia el techo un hedor húmedo.

Andrei cerró los ojos para no ver nada de aquello y comenzó a bajar a tientas, agarrándose de los pasamanos, de lado, de espaldas, sin darse cuenta de por qué lo hacía. Se detuvo varias veces para tomar aliento y gemir, abriendo los ojos. Miró hacia abajo y aquel espectáculo volvió a provocarle náuseas, cerró de nuevo los ojos y volvió a agarrarse de los pasamanos. Cuando llegó abajo, sus manos se quedaron sin fuerzas, se soltó y rodó por los últimos escalones hasta el descansillo de mármol, adornado con enormes escupideras de bronce. Entre el mareo y el ruido, escuchó de repente un rugido nasal y ronco.

—¡Pero si es Andriuja! ¡Muchachos, aquí están matando a los nuestros...!

Abrió los ojos y vio al tío Yura a su lado, despeinado, con la guerrera hecha jirones, con los ojos asilvestrados y muy abiertos, la barba erizada, y le vio levantar la ametralladora en sus brazos extendidos y, sin dejar de mugir como un toro, disparar una larga ráfaga al pasillo, a los proyectores, a los cristales del salón...

Después, su percepción se volvió fragmentaria porque perdía y recobraba el conocimiento junto con el dolor y las náuseas que iban y venían. Al principio, se descubrió en el centro del vestíbulo. Se arrastraba con terquedad hacia una lejana puerta abierta, pasando por encima de cuerpos inmóviles mientras sus manos resbalaban en algo mojado y frío.

—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío —gemía alguien monótonamente a su lado, mascullando.

La alfombra estaba llena de cristales rotos, cartuchos de bala, trozos de yeso... Unos hombres horribles, con antorchas en las manos, entraron corriendo por la puerta y se dirigieron directamente hacia él.

Después, estaba fuera, en el portal. Sentado, con las piernas abiertas, con las manos apoyadas sobre la piedra fría, y un fusil sin cerrojo sobre las rodillas. Olía a humo, en un lugar al borde de su conciencia retumbaba una ametralladora, los caballos relinchaban asustados...


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