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Ciudad Maldita
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 06:06

Текст книги "Ciudad Maldita"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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—Se presentan dos efectivos —los saludó Andrei con su sonrisa siniestra.

Fritz entendió aquel saludo como una burla contra la dignidad de un suboficial alemán y su rostro se hizo impenetrable, mientras que Otto, un hombre blando y de rasgos espirituales imprecisos, se limitó a entrechocar los tacones y a sonreír con gesto obsequioso.

—¿A qué viene ese tono? —preguntó Fritz con voz gélida—. ¿No será mejor que nos vayamos?

—¿Habéis traído algo de comer? —preguntó Andrei.

—¿De comer? —repitió Fritz la pregunta con un movimiento enigmático de la mandíbula inferior—. Pues... cómo decirte... —Y miró a Otto con expresión interrogante: éste, a su vez, sonrió avergonzado y se sacó del bolsillo de los pantalones una botella plana que le tendió a Andrei como si fuera un pase, con la etiqueta hacia arriba.

—Está bien... —dijo Andrei, ablandándose, y cogió la botella—. Pero, muchachos, tened en cuenta que no hay nada de comer. ¿No tendréis al menos un poco de dinero?

—¿Y al menos nos dejarás que acabemos de entrar? —inquirió Fritz, que había vuelto la cabeza de lado levemente, con la oreja hacia la puerta, y escuchaba con atención las carcajadas femeninas que salían del comedor.

—¡Dinero! —dijo Andrei, dejándolos entraren el vestíbulo—. ¡El dinero sobre la mesa!

—Ni siquiera aquí podemos evitar el pago de indemnizaciones de guerra, Otto —dijo Fritz, abriendo su monedero—. ¡Ahí tienes! —Metió varios billetes en la mano de Andrei—. Dale un cesto a Otto, dile qué hay que comprar y que vaya.

—Esperad un momento —dijo Andrei, y los condujo al comedor.

Mientras los tacones entrechocaban, se inclinaban cabelleras bien peinadas y se escuchaban piropos más bien bastos, Andrei llevó a Izya a un lado y, sin explicarle nada, le registró los bolsillos, cosa de la que su amigo ni siquiera pareció darse cuenta. Se limitó a tratar de quitarlo del camino para poder terminar la historia que estaba contando. Después de reunir todo lo que pudo hallar, Andrei se apartó y se puso a contar el monto de la indemnización recaudada. No era ni tanto ni tan poco. Miró a su alrededor. Selma seguía sentada sobre la mesa, moviendo las piernas. Su melancolía se había esfumado y parecía alegre. Fritz le encendía un cigarrillo. Izya se disponía a contar una nueva historia, entre risitas y exclamaciones. Otto, ruborizado, se sentía inseguro de sus modales en presencia de la chica, movía constantemente sus grandes orejas y permanecía de pie en medio de la habitación, en posición de firmes.

Andrei lo agarró por la manga y tiró de él hacia la cocina.

—Ven, no te echarán de menos.

Otto no se resistió, al parecer hasta sintió satisfacción. Al llegar a la cocina, se puso a trabajar de inmediato. Le quitó a Andrei la cesta para las verduras, la sacudió sobre el cubo de la basura (cosa que nunca se le hubiera ocurrido a Andrei), con rapidez y precisión cubrió el fondo con periódicos viejos, y encontró enseguida una bolsa de malla que Andrei había perdido el mes anterior.

—Quizá encuentre salsa de tomate... —dijo metiendo en la bolsa un tarro vacío que aclaró previamente, además de algunos periódicos viejos, por si acaso—. Vas y no tienen con qué envolver...

Todos los actos de Andrei se redujeron a pasar el dinero de un bolsillo a otro, a dar cortos paseítos impacientes, y a proferir exclamaciones tales como: «Vaya, ya está bien... Sí, vamos... ¿Vamos ya?».

—¿Tú también vienes? —dijo Otto encantado, listo para salir.

—Sí, ¿por qué?

—Yo solo me basto.

—¿Por qué solo? Entre los dos terminaremos antes. Tú te vas al mostrador, yo voy haciendo la cola para pagar...

—Tienes razón —dijo Otto—. Claro. Por supuesto.

Salieron por la puerta de servicio y bajaron por la escalera trasera. Por el camino espantaron a un babuino, que salió disparado por la ventana con tal celeridad que temieron por su vida, pero nada, estaba allí colgando de la escalera de incendios y enseñando los colmillos.

—Podríamos darle las mondas —dijo Andrei, pensativo—. En casa tengo mondas para una manada entera.

—¿Voy a buscarlas? —propuso Otto con presteza.

—Más tarde —dijo, después de mirarlo, y siguió adelante. La escalera comenzaba a oler mal. En general, nunca había olido bien, pero había aparecido un nuevo hedor, y al bajar otro piso, descubrió la causa.

—Van tendrá que trabajar un poco más —dijo Andrei—. En este momento, lo peor es trabajar de conserje. ¿De qué trabajas ahora?

—De viceministro —respondió Otto, sin entusiasmo—. Llevo tres días en el cargo.

—¿De qué ministerio? —se interesó Andrei.

—Del de formación profesional.

—¿Es duro?

—No entiendo nada —dijo Otto, con tristeza—. Muchísimos papeles, informes, resoluciones, plantillas, presupuestos... Y allí nadie se entera. Todos andan corriendo de un lado para otro, todos preguntan... Espera, ¿adonde vas?

—A la tienda.

—No. Vamos a la de Hofstatter. Es más barata, y como es alemán...

Fueron a la de Hofstatter, que en la esquina de la calle Mayor y la calle de la Antigua Persia tenía un establecimiento, mezcla de tienda de verduras y de ultramarinos. Andrei había estado allí un par de veces y se había marchado con las manos vacías. Había poco donde escoger y al parecer el propio Hofstatter elegía a sus clientes.

La tienda estaba vacía, y en los estantes se veían filas interminables de latas idénticas, que contenían rábano picante rosado. Andrei fue el primero en entrar.

—Voy a cerrar —dijo Hofstatter levantando su rostro abotagado y pálido de la caja.

Pero en ese mismo momento entró Otto, enganchando la cesta en el picaporte, y el rostro hinchado y pálido del tendero se iluminó con una sonrisa. El cierre de la tienda quedó pospuesto, claro. Otto y Hofstatter se perdieron en las entrañas del establecimiento, y al instante se oyó el sonido de cajas que se desplazaban, patatas que eran echadas en la cesta, tarros de vidrio que se iban llenando y voces que hablaban en murmullos.

Andrei echó una mirada a su alrededor. Sí, el comercio privado del señor Hofstatter ofrecía un espectáculo deplorable. La balanza, como era de esperar, no había pasado el control preceptivo, y la higiene era menos que satisfactoria.

«Por cierto, eso no es asunto mío —pensó Andrei—. Cuando todo funcione correctamente, los tíos como Hofstatter desaparecerán. Se puede decir que en el momento actual están ya a punto de desaparecer. En todo caso, no pueden dar servicio a todos. Qué buen camuflaje, ha puesto latas de rábano picante por todos lados. Habría que mandarle a Kensi. Nacionalista de mierda, vaya mercado negro que ha armado aquí. Sólo para alemanes.»

—¡El dinero! —dijo Otto, en un susurro, saliendo de la trastienda.

Presuroso, Andrei le entregó un bulto de billetes arrugados. Otto, con no menos prisa, sacó varios billetes del montón, le devolvió el resto a Andrei y se perdió de nuevo en la trastienda. Un minuto después apareció tras el mostrador con la bolsa de malla y la cesta en las manos, ambas llenas a rebosar. A sus espaldas apareció el rostro de Hofstatter, semejante a una luna llena. Otto sudaba y no dejaba de sonreír.

—Vengan por aquí, jóvenes —repetía Hofstatter, bonachón—, vengan, me encanta ver alemanes auténticos... Me saludan en especial al señor Geiger... Para la semana que viene, me han prometido traer un poco de carne de cerdo. Díganle al señor Geiger que le reservaré tres kilos...

—Sin falta, señor Hofstatter —respondió Otto—. Y no olvide, por favor, hacerle llegar nuestros respetos a Elsa, en nombre de todos, y en especial del señor Geiger...

Hablaban a dúo, y aquel zumbido prosiguió hasta la misma puerta, donde Andrei le quitó de las manos a Otto la bolsa de malla, llena de zanahorias hermosas y limpias, remolachas firmes y cebollas blancas: entre ellas asomaba el cuello de una botella cerrada con un tapón, y encima, saliendo a través de la malla, había apio, acelgas, cilantro y perejil.

Cuando doblaron la esquina, Otto dejó la cesta sobre la acera, sacó un gran pañuelo a cuadros y, jadeando, se puso a enjugarse la cara.

—Espera... Descansemos un momento —dijo, en voz baja.

Andrei encendió un cigarrillo y convidó a Otto.

—¿Dónde han comprado esas zanahorias? —preguntó al cruzarse con ellos una mujer vestida con un abrigo masculino de cuero.

—Se terminaron —respondió Otto con apresuramiento—. Éstas eran las últimas. Ya cerraron... Ese diablo calvo acabó con mi paciencia... —le contó a Andrei—. Ya no sé ni qué le he dicho. Cuando Fritz se entere, me va a arrancar la cabeza... Ni siquiera me acuerdo de qué le he prometido.

Andrei no entendía nada, y Otto se lo explicó en pocas palabras.

—El señor Hofstatter, verdulero de Erfurt, tuvo una vida llena de esperanzas, pero carente de suerte. Cuando en 1932 un judío abrió una gran tienda moderna de verduras frente a la suya, obligándolo a cerrar, Hofstatter descubrió que era un alemán auténtico e ingresó en un destacamento de asalto. Allí estuvo a punto de hacer carrera, y en 1934 pudo darle personalmente un puñetazo en la jeta al judío antes mencionado, y estaba ya a punto de apropiarse de su negocio cuando en ese momento desenmascararon a Rohm, y Hofstatter fue depurado. En esa época ya estaba casado, y la bella Elsa de rubia melena ya había nacido. Durante varios años fue sobreviviendo como pudo, después lo llamaron a filas y comenzó apenas a participar en la conquista de Europa cuando fue alcanzado por una bomba de su propia aviación cerca de Dunkerque y recibió un enorme fragmento de metralla en los pulmones, de manera que, en lugar de ir a París, lo mandaron a un hospital militar en Dresde, donde estuvo ingresado hasta 1944, y estaba a punto de recibir el alta cuando tuvo lugar el famoso bombardeo de la aviación aliada que destruyó totalmente la ciudad en una noche. A causa del horror vivido entonces perdió todo el cabello, y según él mismo contaba, quedó algo trastornado. Por esa razón, al regresar a su Erfurt natal, estuvo escondido en el sótano de su casa en los momentos cruciales, en los que aún hubiera podido huir hacia el oeste. Cuando finalmente se decidió a salir a la luz, ya todo había terminado. Es verdad que le concedieron el permiso para poner una tienda de verduras, pero ni hablar de ampliarla. En 1946 falleció su mujer y él, ya totalmente trastornado, cedió a las propuestas de un Preceptor y, sin entender exactamente qué era aquello por lo que había optado, se mudó a la Ciudad con su hija. Allí se había recuperado un poco, aunque al parece hasta el presente sospechaba que estaba recluido en un gran campo especial de concentración del Asia Central, a donde habían enviado a todos los ciudadanos de Alemania Oriental. Pero nunca se había restablecido del todo. Adoraba a los alemanes auténticos (estaba seguro de poseer un olfato especial para detectarlos), tenía un miedo mortal a los chinos, los árabes y los negros, cuya presencia aquí no entendía y no podía explicar, pero al que más respetaba y consideraba era al señor Geiger. Ocurrió que, durante una de sus primeras visitas al establecimiento del señor Hofstatter, mientras Otto llenaba las bolsas de malla, el avispado Fritz comenzó a cortejar con rapidez, a lo militar, a la rubia Elsa, muy cabreada por haber perdido toda esperanza de un matrimonio decente. Y desde ese momento, en el alma del loco y calvo Hofstatter había brotado la rutilante esperanza de que aquel ario magnífico, apoyo del Führery terror de los judíos, sacaría finalmente a la desgraciada familia de los Hofstatter de aquellas aguas turbulentas y la conduciría a un sereno remanso.

»Y a Fritz, qué más le da —se quejaba Otto, que a cada minuto cambiaba de mano el pesado cesto—. Visita a los Hofstatter una o dos veces al mes, cuando no nos queda nada de comer, acaricia un poco a esa tonta y se larga. Pero yo vengo aquí todas las semanas, a veces en dos o tres ocasiones... Hofstatter es un idiota total pero es un buen comerciante, tiene excelentes relaciones con los granjeros, el género que vende es de primera y los precios no son muy altos... ¡Estoy harto de contar mentiras! Debo asegurarle que Fritz está absolutamente enamorado de Elsa. O que el final de la judería internacional se aproxima y es inevitable. Que los ejércitos del gran Reich siguen avanzando hacia su tienda de verduras... Yo mismo me confundo, y creo que he acabado por enloquecerlo del todo. Pero me siento culpable por seguir comiéndole el coco a un viejo chalado. Ahora me ha preguntado qué pueden significar esos babuinos. Y yo, sin pensar, le suelto que se trata de un desembarco, de un desembarco de los arios, de una estratagema. No me creerás, pero se puso muy contento y me abrazó.

—¿Y qué hay de Elsa? —preguntó Andrei con curiosidad—. ¿También está loca?

—Elsa... —El rostro de Otto se volvió de color púrpura y las orejas se le movieron. Tosió un par de veces—. También ahí tengo que trabajar como un caballo. A ella le da lo mismo, Fritz, Otto, Iván, Abraham... La chica tiene treinta años y Hofstatter sólo deja que Fritz y yo nos acerquemos a ella.

—Menudo par de canallas, tú y Fritz —dijo Andrei con sinceridad.

—¡De los peores! —asintió Otto con tristeza—. Y lo más horrible es que no tengo la menor idea de cómo vamos a salir de este lío. Soy débil, no tengo carácter.

Guardaron silencio hasta llegar a la casa. Otto resoplaba y se cambiaba el cesto de mano. No quiso subir.

—Lleva esto tú, y pon a hervir agua en la olla grande —indicó—. Dame dinero; pasaré por la tienda, quizá encuentre algunas conservas. —Vaciló y bajó los ojos—. Tú... no le digas nada a Fritz de todo esto. O me dará un buen repaso. Ya sabes cómo es, le gusta que todo esté en su sitio. ¿Y a quién no le gusta eso?

Se separaron, y Andrei subió la bolsa de malla y el cesto por la escalera de atrás. El cesto pesaba muchísimo, como si Hofstatter lo hubiera llenado de balas de cañón.

«Sí, hermanito —pensaba Andrei con rabia—. ¿De qué Experimento se puede hablar si ocurren cosas así? ¿Cómo experimentar con gente como Otto y Fritz? Qué cabritos, no tienen honor ni conciencia. Pues, claro —pensó con amargura—. Vienen de la Wehrmacht, de la Hitlerjugend [2]. ¡Hablaré con Fritz! Esto no puede quedar así, se trata de una persona que se corrompe moralmente ante nuestros ojos. ¡Pero podría convertirse en un ser humano auténtico! ¡Debe! A fin de cuentas, se puede decir que en aquella ocasión me salvó la vida. Me hubieran clavado una navaja entre las costillas y todo hubiera terminado. Pero se cagaron, todos manos arriba, y fue sólo por Fritz. ¡Eso es un ser humano! ¡Hay que luchar por él!»

Resbaló en uno de los residuos de la actividad biológica de los babuinos, soltó un taco y se dedicó a mirar dónde pisaba.

Tan pronto llegó a la cocina, se dio cuenta de que en el piso había ocurrido un cambio. En el comedor, el gramófono chirriaba y zumbaba. Se oía el ruido de platos. Los pies de los que bailaban se arrastraban por el suelo. Y por encima de todos aquellos sonidos, retumbaba la conocida voz de barítono de Yuri Konstantinovich.

—Tú, hermanito, deja fuera todo lo que tenga que ver con la economía y la sociología. Nos las arreglaremos sin eso. Pero la libertad, hermanito, eso es harina de otro costal. Por la libertad se puede hasta matar...

En la olla grande, puesta al fuego, hervía ya el agua: sobre la mesa de la cocina descansaba un cuchillo recién afilado, y del horno salía un delicioso olor a carne asada. En un rincón de la cocina, recostados uno contra otro, había dos robustos sacos de arpillera, y sobre ellos yacía una chaqueta enguatada, grasienta y quemada, un látigo conocido y unos arreos. Allí mismo estaba la ametralladora, lista para ser usada, con un cargador plano y pavonado que sobresalía de la recámara. Bajo la mesa se veía el destello de una garrafa que tenía pegadas pajitas y pelusa de maíz.

Andrei dejó caer el cesto y la bolsa de malla.

—¡Eh, haraganes! —gritó—. El agua está hirviendo.

La voz de Davidov dejó de retumbar y en la puerta apareció Selma, con la cara roja y los ojos brillantes. Detrás de ella se veía a Fritz. Al parecer, estaban bailando y al ario aún no se le había ocurrido retirar sus manazas rojizas del talle de Selma.

—¡Hofstatter te manda saludos! —dijo Andrei—. Elsa está preocupada porque no vas a verla... ¡El niño tiene casi un mes ya!

—Qué broma más estúpida —dijo Fritz, con gesto de asco, pero retiró sus manos de Selma—. ¿Dónde está Otto?

—Es verdad, el agua está hirviendo —dijo Selma, asombrada—. ¿Qué hay que hacer ahora?

—Agarra el cuchillo —dijo Andrei—, y ponte a pelar patatas. A ti, Fritz, creo que te encanta la ensalada de patatas. Así que ocúpate de eso, yo voy a hacer de anfitrión.

Andrei dio un paso hacia el comedor, pero Izya Katzman lo retuvo en la puerta. Su cara brillaba, y parecía encantado.

—Oye —susurró, riéndose y salpicando saliva—, ¿de dónde has sacado a este tío tan estupendo? Resulta que allá, en las granjas, lo que tienen es un verdadero oeste salvaje. ¡Una locura americana!

—La locura rusa no es peor que la americana —dijo Andrei con desagrado.

—Sí, cómo no —gritó Izya—. «¡Cuando los cosacos judíos se rebelaron, hubo una insurrección en Birobidzhan, y a quien quiera atrapar a nuestro Berdichev, un forúnculo en el culo le saldrá...!»

—Basta de tonterías —dijo Andrei, serio—. No me gustan esas cosas... Fritz, te dejo a Selma y a Katzman para que te ayuden, preparadlo todo, y rápido, tengo hambre pero estoy cansado... Y no gritéis aquí. Otto debe llamar a la puerta, ha ido a buscar conservas.

Después de ponerlo todo en su sitio. Andrei fue al comedor y allí, antes que nada, le dio un fuerte apretón de manos a Yuri Konstantinovich. Éste, tan rubicundo y oloroso como por la mañana, estaba en el centro de la habitación, con las piernas muy separadas, enfundadas en botas de fieltro, y las manos metidas debajo del cinturón de soldado. Sus ojos mostraban alegría y algo de locura. Andrei había visto aquella mirada en personas desinhibidas, a quienes gustaba trabajar bastante, beber más y no temían a nada en el mundo.

—¡Aquí estoy! —dijo Davidov—. He venido, como te prometí. ¿Has visto la garrafa? Para ti. Las patatas, para ti, dos sacos. Me daban algo por ellos. Pero pensé que no me hacía ninguna falta. Es mejor que se las lleve a una buena persona, pensé. Viven aquí, en sus casas de piedra, se pudren sin ver la luz del sol... Óyeme, Andrei, le estoy diciendo aquí a Kensi que deje todo esto. ¿Hay algo aquí que no hayáis visto? Recoged a vuestros niños, vuestras mujeres, vuestras novias, y venid con nosotros.

Kensi, que después de terminar su turno aún llevaba el uniforme, pero con la guerrera abierta, distribuía torpemente por la mesa, con una mano, platos de distintos tamaños. Llevaba vendada la mano izquierda. Sonrió y señaló a Davidov con la cabeza.

—Todo terminará así, Yura —dijo—. Vendrá una invasión de calamares y entonces huiremos todos a una a las ciénagas, con vosotros.

—No sé por qué tienen que esperar a esos... cómo se llaman... Mandad a esos calamares al infierno. Mañana regreso, el carro irá vacío, puedo llevar a tres familias con comodidad. Tú no tienes familia, ¿verdad? —se dirigió a Andrei.

—Dios me libre —dijo Andrei.

—Y esa chica, ¿es algo tuyo? ¿O no tiene nada que ver contigo?

—Es nueva. Llegó de madrugada.

—¿Y no es mejor así? Es una señorita agradable, muy atenta. Recógela y nos vamos, ¿sí? Allí tenemos aire limpio. Y leche. Seguro que hace por lo menos un año que no tomas leche fresca. Siempre pregunto por qué no tienen leche fresca en las tiendas. Yo sólo tengo tres vacas, y dispongo de leche suficiente para cumplir con las entregas al estado, bebo toda la que quiero, alimento a los cerdos con ella y tiro una parte. Puedes vivir allí, ¿entiendes? Te levantas por la mañana para ir al campo a trabajar, y ella te da una jarra de leche fresca, recién ordeñada, ¿qué tal? —Hizo un guiño, cerrando con fuerza primero un ojo y después el otro, se echó a reír, le dio una palmada a Andrei en el hombro y se puso a dar paseítos por la habitación, haciendo rechinar las tablas del piso, apagó el gramófono y volvió junto a Andrei—. Y el aire que se respira allí. Aquí casi no queda, huele a jaula de fieras, eso es lo que respiráis... Kensi, no te esfuerces más. Llama a la chica, que ponga la mesa.

—Está en la cocina, pelando patatas —dijo Andrei con una sonrisa; después se dio cuenta y se puso a ayudar a Kensi.

Davidov era muy simpático. Muy entrañable. Como si lo conociera desde hacía años. ¿Y acaso sería mala idea largarse a las ciénagas? Con leche o sin ella, seguro que allí la vida era más saludable. ¡Míralo, si parece una escultura!

—Alguien llama —le dijo Davidov—. ¿Abro yo o vas tú?

—Ahora voy —dijo Andrei y fue hacia la puerta principal.

Al otro lado estaba Van, sin su chaqueta enguatada, con una camisa azul de seda sintética que le llegaba a las rodillas y una toalla en torno a la cabeza.

—¡Han traído los bidones! —dijo, con una alegre sonrisa.

—Al diablo los bidones —replicó Andrei, en tono no menos alegre—. Que esperen. ¿Por qué has venido solo? ¿Dónde está Maylin?

—En casa. Está muy cansada. Duerme. El niño estaba malito.

—Entra, no te quedes ahí de pie... Vamos, te presentaré a un buen hombre.

—Ya nos conocemos —dijo Van mientras entraba en el comedor.

—¡Ah, Vanya! —gritó Davidov, con súbita alegría—. ¡También has venido! Vaya —dijo, volviéndose hacia Kensi—, yo sabía que Andrei era un buen muchacho. Fíjate, en su casa se reúne gente buena. Tú, por ejemplo, o ese judío... cómo se llama... ¡Bien, ahora tendremos un gran festín! Voy a ver qué están haciendo ahí. En realidad, no había nada que hacer, pero no sé qué trabajo se han inventado...

Van apartó rápidamente a Kensi de la mesa y se dedicó a distribuir los cubiertos de forma cuidada y precisa. Kensi se arreglaba la venda con la mano libre, agarrándola con los dientes. Andrei se puso a ayudarlo.

—Donald no acaba de llegar —dijo, preocupado.

—Se encerró en su casa y pidió que no lo molestaran —explicó Van.

—Está muy raro últimamente, muchachos. Bueno, qué se le va a hacer. Oye, Kensi. ¿qué te ha pasado en la mano?

—Me ha atacado un babuino —explicó el policía, torciendo levemente el gesto—. El muy canalla. Me mordió hasta el hueso.

—No me digas —se asombró Andrei—. Creía que eran pacíficos.

—Pacíficos... Si te atrapan y comienzan a ponerte un collar...

—¿De qué collar hablas?

—La orden quinientos siete. Censar a todos los babuinos y ponerles un collar numerado. Mañana se los vamos a entregar a la población. Pudimos pescar a unos veinte, y a los demás los espantamos hasta la circunscripción vecina, que averigüen allí qué hacer con ellos. ¿Qué haces ahí con la boca abierta? Trae más copas, no alcanzan.


CUATRO



Cuando desconectaron el sol, todo el grupo ya estaba bastante animado. En la súbita oscuridad. Andrei salió de detrás de la mesa y fue hacia el interruptor, tumbando con los pies unas ollas que estaban en el suelo.

—No se asuste, señorita —dijo Fritz a su espalda—. Aquí siempre pasa eso...

—¡Hágase la luz! —proclamó Andrei, pronunciando claramente las palabras.

Una lámpara polvorienta se encendió en el techo. La luz era pobre, como en un callejón de las afueras. Andrei se volvió y examinó el grupo con la mirada.

Todo estaba muy bien. En el extremo de la mesa, sobre un alto taburete de cocina, se sentaba, bamboleándose ligeramente. Yuri Konstantinovich Davidov, que media hora antes y para siempre se había convertido en el tío Yura para Andrei. Entre los labios muy apretados del tío Yura humeaba un enorme cigarrillo que acababa de liarse, mientras sostenía en la mano un vaso de cristal tallado, rebosante de aguardiente de primera destilación, y pasaba su dedo índice reseco por delante de la nariz de Izya Katzman, sentado junto a él, que ya se había quitado la corbata y la chaqueta. En la barbilla y en la pechera de su camisa se veían claramente las huellas de la salsa de carne.

A la derecha del tío Yura estaba Van, en silencio, y tenía frente a sí el plato más pequeño, con un mínimo de comida, y el tenedor más torcido. Para beber aguardiente, había escogido una copa con el borde roto. Tenía la cabeza metida totalmente entre los hombros, y el rostro apuntando hacia arriba, con los ojos cerrados y una sonrisa. Disfrutaba de la tranquilidad.

Kensi, ruborizado, mirando con rapidez a un lado y a otro, comía col agria y muy animado le contaba algo a Otto, que combatía heroicamente contra las ganas de dormir.

—¡Sí, claro! —replicaba Otto cada vez que lograba una victoria sobre el sueño—. ¡Por supuesto!

Selma Nagel, la ramera sueca, era toda una belleza. Estaba sentada en un sillón, con las piernas por encima del brazo acolchado, y esas piernas rutilantes quedaban precisamente a la altura del pecho del valiente suboficial Fritz, de manera que los ojos de éste echaban llamaradas, y debido a la excitación, tenía el rostro cubierto de manchas rojas. Se inclinó hacia Selma con el vaso lleno, intentando todo el tiempo hacer un brindis con ella por la eterna amistad, pero Selma lo espantaba con su copa, se reía, hacía oscilar las piernas y, de vez en cuando, retiraba la garra peluda de Fritz de sus rodillas.

El único lugar vacío, al otro lado de la mesa frente a Selma, era la silla de Andrei, y también el asiento reservado para Donald permanecía tristemente desierto.

«Lástima que Donald no haya venido —pensó Andrei—. ¡No importa! ¡Resistiremos, soportaremos también esto! Hemos tenido que enfrentarnos a cosas peores...»

Las ideas se le enredaban hasta cierto punto, pero su estado de ánimo general era impetuoso, con una pizca de tragedia. Volvió a su sitio y agarró un vaso.

—¡Un brindis! —gritó.

—¡Oh, sí! —replicó Otto, el único que le prestó atención, sacudiendo la cabeza como un caballo atormentado por los tábanos—. ¡Oh, sí!

—Vine aquí porque tenía fe —decía en voz alta el tío Yura, sin dejar que Izya, con su risa constante, retirara su dedo reseco de debajo de la nariz—. Y tuve fe porque no había nada más en lo que se pudiera creer. El hombre ruso debe creer en algo, ¿verdad, hermanito? Si uno no cree en nada, lo único que le queda es el vodka. Hasta para amar a una mujer hay que creer. Hay que creer en uno mismo; sin fe, hermano, no se puede ni siquiera echar un buen polvo...

—Es verdad, es verdad —respondió Izya—. Si a un judío le quitas la fe en Dios, y a un ruso la fe en el padrecito zar, vaya usted a saber en qué se convierten...

—No, aguarda. Los judíos son otra cosa.

—Lo fundamental, Otto, es que no se esfuerce —decía Kensi en esos momentos, mientras masticaba con gusto la col—. De todos modos, no hay ninguna formación, y no puede haberla. Piénselo usted mismo, qué falta hace la formación profesional en una ciudad en la que todo el mundo cambia de oficio a cada rato.

—¡Claro que sí! —respondía Otto, despertándose durante un segundo—. Eso mismo le dije al señor ministro.

—¿Y qué le contestó? —Kensi agarró un vaso de aguardiente y bebió varios sorbos pequeños, como si fuera té.

—El señor ministro dijo que era una idea muy interesante. Me sugirió que le preparara un informe. —Otto sorbió por la nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Pero en lugar de eso me fui a visitar a Elsa.

—Y cuando tuve los tanques a dos metros de distancia —seguía contando Fritz, mientras derramaba aguardiente sobre las piernas de Selma– lo recordé todo. No lo creerá. Fraulein:me pasó por delante toda mi vida. ¡Pero soy un soldado! Con el nombre del Führer...

—¡Su Führermurió hace tiempo! —le decía Selma, llorando de risa—. Incineraron a su Führer...

—¡ Fraulein!-pronunció Fritz, sacando la mandíbula con gesto amenazador—. ¡El Führervive en el corazón de cada alemán auténtico! ¡El Führervivirá por los siglos de los siglos! Usted es aufraulein, yme entenderá: cuando el tanque ruso... a tres metros de distancia... yo, con el nombre del Führer...

—¡Me tienes harto con ese Führertuyo! —le gritó Andrei—. ¡Muchachos! ¡No seáis canallas, oíd el brindis!

—¿Un brindis? —se dio cuenta de repente el tío Yura—. ¡Dale! ¡Suéltalo, Andrei!

—¡Porladamquestaquí! —disparó Otto, apartando de sí a Kensi.

—¡Cierra el pico! —le chilló Andrei—. Izya, deja de enseñar los dientes. ¡Estoy hablando en serio! ¡Kensi, vete al diablo! Muchachos, considero que debemos beber... ya lo hemos hecho, pero fue como al tuntún, y esto hay que hacerlo con seriedad, con fundamento; bebamos por nuestro Experimento, por nuestra noble causa y, en especial...

—¡Por el camarada Stalin, inspirador de todas nuestras victorias! —soltó Izya en un alarido.

—No... —Andrei perdió el hilo—. Escuchad... —balbuceó—. ¿Por qué me interrumpes? Claro que también por Stalin... Vaya, se me ha ido del todo... ¡Quería que bebiéramos por la amistad, imbécil!

—¡No importa, Andrei! —repuso el tío Yura—. Es un buen brindis, hay que beber por el Experimento y también por la amistad. Caballeros, tomad los vasos, bebamos por la amistad y por que todo vaya bien.

—¡Pues yo bebo por Stalin! —dijo Selma, terca—. Y por Mao Zedong. ¿Me oyes, Mao Zedong? Bebo por ti —le gritó a Van.

El conserje se estremeció, y con una sonrisa lastimera agarró un vaso y bebió.

—¿Zedong? —preguntó Fritz, amenazante—. ¿Y quién es ése?

Andrei dejó vacío el vaso de un trago y, algo aturdido, se puso a pinchar la comida con el tenedor. Todas las voces le llegaban como de la habitación vecina. Stalin... Sí, claro. Alguna relación debía existir...

«¿Y por qué no se me ocurrió antes? Es un fenómeno de dimensiones cósmicas. Debe de haber alguna relación, alguna interconexión. Digamos, por ejemplo: elegir entre el éxito del Experimento y la salud del camarada Stalin... Qué debo hacer yo personalmente, como ciudadano, como combatiente... Es verdad que Katzman dice que Stalin ha muerto, pero eso no es lo esencial. Supongamos que está vivo. Y supongamos que se me plantea esa disyuntiva: el Experimento o la causa de Stalin... Tonterías, no puede plantearse de esa manera. Proseguir la causa de Stalin bajo su dirección, o llevarlo a cabo en condiciones del todo diferentes, peculiares y no previstas por ninguna teoría, así habría que plantear la cuestión...»

—¿Y de dónde has sacado que los Preceptores son continuadores de la causa de Stalin? —de repente le llegó la voz de Izya, y Andrei se dio cuenta de que llevaba un rato hablando en voz alta.


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