Текст книги "Ciudad Maldita"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—¡Ni una palabra más! —respondió Andrei—. Mi piso está a su disposición. Venga, pase la noche allí, tengo mucho espacio, eso me alegra...
—Y a mí también me alegra —dijo Davidov, sonriendo—. Somos compatriotas.
—Anote la dirección. ¿Tiene dónde escribir?
—Simplemente dímela, la recordaré.
—Es muy sencilla: calle Mayor, número ciento cinco, piso dieciséis. La entrada es por el patio. Si por casualidad resulta que no estoy, busque al conserje, es un chino llamado Van, le dejaré la llave.
Davidov le caía muy bien a Andrei, aunque al parecer sus ideas no coincidían.
—¿En qué año naciste? —preguntó el granjero.
—En el veintiocho.
—¿Y cuándo saliste de Rusia?
—En el cincuenta y uno. Hace sólo cuatro meses.
—Aja. Yo vine de Rusia en el cuarenta y siete... Dime. Andriuja. ¿qué tal les va en el campo, ha mejorado algo?
—¡Por supuesto! —dijo Andrei—. Lo han reconstruido todo, los precios bajan de año en año... Es verdad que no he estado en el campo tras la guerra, pero a juzgar por el cine y por los libros, ahora se vive bien allí.
—Hum... el cine —pronunció Davidov, dubitativo—. El cine, ¿te das cuenta?, es algo que...
—Pues no. En la ciudad, en las tiendas hay de todo. Abolieron las cartillas de racionamiento hace tiempo. ¿De dónde sale todo? Está claro que de la aldea...
—Eso, sin la menor duda. De la aldea... —Davidov quedó pensativo un instante—. Cuando regresé del frente, mi mujer había muerto. Mi hijo había desaparecido. La aldea estaba desierta. Bueno, eso lo podemos arreglar, pensé. ¿Quién ha ganado la guerra? ¡Nosotros! O sea, ahora tenemos fuerza. Me propusieron como presidente del koljós. Acepté. En la aldea sólo había mujeres, así que no tenía necesidad de casarme. Pasamos el cuarenta y seis de cualquier manera, me dije que todo sería más fácil después de eso... —De repente calló y se mantuvo así un largo rato, como si se hubiera olvidado de la existencia de Andrei—. Felicidad para toda la humanidad —masculló de pronto—. ¿Tú crees en eso?
—Por supuesto.
—Yo también creía. No, pensé, en la aldea eso no va a funcionar. Seguro que se trata de un error, pensé. Antes de la guerra nos tenían atados por la cintura, después de la guerra, por la garganta. No, pensé, de esa manera nos van a ahogar. La vida era opaca, como las charreteras de un general. Yo comencé a beber, y de repente, el Experimento. —Suspiró pesadamente—. Entonces, qué crees, ¿les saldrá el Experimento?
—¿Qué es eso de «les saldrá»? ¡«Nos» saldrá!
—Está bien, ¿nos saldrá? ¿Sí o no?
—Debe salir —repuso Andrei con firmeza—. Eso depende sólo de nosotros.
—Lo que depende de nosotros, lo hacemos. Allá, aquí... En general, no hay de qué quejarse, por supuesto. La vida, aunque dura, es mucho mejor. Lo fundamental es que dependes de ti. Y si viene alguien, lo tiras a la letrina y se acabó. ¿Eres militante del partido?
—De la Juventud Comunista. Usted. Yuri Konstantinovich, tiene un punto de vista demasiado lúgubre. El Experimento es el Experimento. Es difícil, hay muchos errores, pero seguro que no puede ser de otra manera. Cada cual en su puesto, cada cual hace todo lo que puede.
—¿Y en qué puesto estás tú?
—Recogedor de basuras —dijo Andrei con orgullo.
—Un puesto importante —replicó Davidov—. ¿Eres especialista en algo?
—Mi especialidad es muy particular. Astrónomo. —Lo pronunció con cierto reparo y miró de reojo a Davidov, aguardando una burla, pero el granjero, por el contrario, se interesó.
—¿De veras que eres astrónomo? Entonces, hermanito, tú debes saber dónde estamos metidos. ¿Es un planeta cualquiera o, digamos, una estrella? En las ciénagas, donde yo vivo, todos los días discuten eso, llegan hasta las manos, ¡te lo juro! Se hartan de aguardiente y cada cual comienza a soltar sus ideas... Hay quien dice que estamos como en un acuario, en la misma Tierra. Un acuario gigantesco, y en lugar de peces hay personas. ¡De verdad! Y, desde un punto de vista científico, ¿qué piensas tú de eso?
Andrei se rascó la coronilla y se echó a reír. En su piso esa discusión a veces se convertía casi en una pelea a puñetazos, sin que hiciera falta aguardiente. Y sobre aquello del acuario, Izya Katzman repetía las mismas palabras, riéndose y salpicando saliva.
—Cómo explicárselo... —comenzó—. Es algo complicado. Incomprensible. Pero, desde un punto de vista científico, sólo puedo decirle una cosa: es difícil que se trate de otro planeta. Y menos todavía de una estrella. En mi opinión, todo lo que hay aquí es artificial, y no guarda relación alguna con la astronomía.
—Un acuario —asintió Davidov con convicción—. Y el sol aquí es como una bombilla. Además, la pared amarilla que llega al cielo... Oye, dime, si sigo por este callejón, ¿llegaré al mercado o no?
—Llegará al mercado —respondió Andrei—. ¿Recuerda mi dirección?
—La recuerdo, espérame a la noche.
Davidov azotó levemente a los caballos, soltó un silbido y el carretón desapareció con estrépito por la calleja. Andrei se encaminó a su casa.
«Vaya buen tío —pensó, emocionado—. ¡Un soldado! Seguramente no se brindó voluntario para el Experimento, sino que huía de las privaciones, pero no soy quién para juzgarlo. Estaba herido, la economía andaba por los suelos, es lógico que vacilara. Y por lo que se ve, su vida aquí tampoco es un paseo. Y no es el único que vacila, aquí hay muchos que dudan...»
Los babuinos estaban a sus anchas en la calle Mayor. Sería porque Andrei ya se había acostumbrado a ellos, o porque se trataba de otros monos, pero ya no parecían tan descarados ni amenazadores como horas antes. Tomaban el sol en grupos, intercambiaban sonidos, se buscaban y cuando la gente pasaba a su lado, tendían sus manos peludas de palmas negras, y con expresión mendicante pestañeaban con ojos llorosos. Era como si hubiera aparecido de repente en la ciudad una enorme cantidad de mendigos.
Andrei vio a Van en la entrada de su edificio. El chino estaba sentado sobre un pedestal, encorvado, con aire de tristeza, con las manos cansadas entre las rodillas.
—¿Perdieron los bidones? —preguntó, sin levantar la cabeza—. Mira qué cosas pasan...
Andrei echó un vistazo por la entrada del patio y se asustó. La basura lo cubría todo, hasta la altura de la farola. Un estrecho caminito permitía llegar hasta la oficina del conserje.
—¡Dios mío! —dijo Andrei, y empezó a agitarse—. Ahora mismo yo... espera... ahora voy... —Intentó recordar las calles por las que él y Donald habían pasado de madrugada y en qué lugar los fugitivos habían tirado los bidones del camión.
—No es necesario —dijo Van con desesperación—. Ya pasó por aquí una comisión. Anotó los números de los bidones y prometió que por la noche los traerían de vuelta. Por supuesto, no traerán nada esta noche, pero quizá lo hagan por la mañana, ¿eh?
—Van, date cuenta de que todo aquello fue un infierno, me da hasta vergüenza acordarme...
—Lo sé. Donald me ha contado cómo fue todo.
—¿Ya está en casa? —preguntó Andrei, más animado.
—Sí. Dijo que no le pasara a nadie, que le dolían las muelas. Le di una botella de vodka y se fue.
—Vaya... —masculló Andrei, que contemplaba de nuevo los montones de basura.
Y de repente sintió unos deseos locos, insoportables, casi histéricos, de bañarse, de tirar el hediondo mono de trabajo, de olvidarse de que mañana tendría que palear toda aquella porquería... A su alrededor, el mundo se volvió pegajoso y maloliente. Andrei, sin decir una palabra más, atravesó corriendo el patio en dirección a su escalera, subió los peldaños de tres en tres temblando de impaciencia, llegó a su piso, buscó la llave bajo la alfombrilla, abrió la puerta y un aire fresco, perfumado con agua de colonia, lo acogió entre sus amantes brazos.
TRES
Ante todo, se desvistió hasta quedarse totalmente desnudo. Hizo un bulto con el mono de trabajo y la ropa interior, y lo tiró a una caja llena de cosas sucias. El fango, con el fango. A continuación, desnudo en el centro de la cocina, miró a su alrededor y un nuevo motivo de asco lo hizo estremecerse. La cocina estaba llena de vajilla sucia. En los rincones había montones de platos, cubiertos por telarañas azuladas de moho, que ocultaban caritativamente unos restos negruzcos. Sobre la mesa había un montón de copas manoseadas y turbias, vasos y latas de frutas en conserva. Y, encima de los taburetes, atufaban en silencio ollas ennegrecidas, sartenes llenas de grasa, espumaderas y cazos. Se dirigió al fregadero y abrió el grifo. ¡Qué felicidad! ¡Había agua caliente! Y se dedicó a poner orden.
Tras lavar toda la vajilla, agarró la fregona. Trabajó con dedicación y entusiasmo, como si estuviera limpiando la suciedad de su cuerpo. Pero no alcanzó a limpiar las cinco habitaciones. Se limitó a la cocina, el comedor y el dormitorio. En el resto, sólo echó un vistazo con cierta perplejidad: aún no se acostumbraba, y no podía comprender para qué una persona sola necesitaba tantos cuartos, sobre todo tan innecesariamente grandes y que olían a moho. Cerró bien las puertas de aquellas habitaciones y puso sillas delante.
Tenía que bajar al quiosco a comprar algo para la noche. Llegaría Davidov, y seguramente pasaría por allí alguien de la panda habitual. Pero decidió darse un baño antes que nada. El agua estaba ya casi fría, pero de todos modos era maravilloso. Después, vistió la cama de limpio. Y cuando vio la cama con sábanas impolutas y fundas almidonadas, cuando percibió el olor a frescura que salía de ellas, tuvo unas ganas repentinas y locas de acostarse sobre aquella limpieza olvidada con el cuerpo limpio, y se dejó caer con tal fuerza que los muelles defectuosos chirriaron y la vieja madera pulida crujió.
¡Sí, aquello era maravilloso! Era algo fresco, perfumado, crujiente... A la derecha, al alcance de su mano, había un paquete de cigarrillos y cerillas, y a la izquierda, también a su alcance, había una balda con novelas policíacas escogidas. Lo único que faltaba era un cenicero que estuviera a la misma distancia, y además, se le había olvidado limpiar el polvo de la balda, pero se trataba de algo sin la menor importancia. Seleccionó Diez negritos,de Agatha Christie, encendió un cigarrillo y se dedicó a leer.
Cuando se despertó, aún era de día. Escuchó con atención. En el piso y en el edificio reinaba el silencio: sólo el agua, que goteaba copiosamente de los grifos defectuosos, creaba un extraño conjunto de sonidos. Además, el dormitorio estaba limpio, y aquello era extraño y a la vez inexplicablemente agradable. Después, llamaron a la puerta. Se imaginó a Davidov, enérgico, tostado por el sol, con olor a heno y a aguardiente recién destilado, de pie delante del portal, con las riendas de los caballos en la mano y una botella de aguardiente ya preparada. Llamaron otra vez, y se despertó del todo.
—¡Voooy! —gritó, se levantó de un salto y se puso a buscar los pantalones. Encontró unos a rayas, de pijama, que los anteriores inquilinos habían dejado olvidados, y se los puso con precipitación. La goma estaba pasada y tenía que aguantarse los pantalones por un lado.
En contra de lo que esperaba, al otro lado de la puerta principal nadie soltaba tacos con alegría, no relinchaban los caballos y no se oía agitarse ningún líquido. Sonriendo con anticipación, Andrei quitó el pestillo, abrió la puerta, dio un grito y retrocedió un paso mientras se agarraba la maldita goma con las dos manos. Ante él se encontraba la mismísima Selma Nagel, la nueva del número dieciocho.
—¿No tendrá usted un cigarrillo por casualidad? —preguntó la chica, sin que mediara un saludo.
—Sí... por favor... entre... —balbuceó Andrei, retrocediendo unos pasos.
La chica entró y pasó por delante de él, envolviéndolo en el vaho de un perfume desconocido. Llegó hasta el comedor, mientras él cerraba la puerta de un golpe.
—¡Un momento, espere, ahora voy! —gritó con desesperación corriendo al dormitorio.
«Ay, ay, ay —se dijo—. Ay, ay, ay, cómo es posible que yo...»
En realidad no sentía la menor vergüenza, incluso se sentía alegre de estar tan limpio, recién bañado, con sus hombros anchos, su piel lisa, sus bíceps y tríceps bien desarrollados: le daba lástima tener que vestirse. Sin embargo, no le quedaba más remedio que hacerlo, abrió la maleta, rebuscó y encontró los pantalones de un chándal y una chaqueta deportiva, lavada y descolorida, con las letras LU entrelazadas en el pecho y la espalda. Así se presentó ante la hermosa Selma Nagel, sacando el pecho, con los hombros echados para atrás, caminando con ligereza y llevando un paquete de cigarrillos en la mano extendida.
La hermosa Selma Nagel cogió un cigarrillo con indiferencia, sacó un mechero y lo encendió. Ni siquiera miró a Andrei, y su aspecto parecía decir que nada en el mundo le interesaba. En realidad, no parecía tan hermosa a la luz del día. Su rostro no era completamente simétrico sino más bien basto: la nariz era corta y respingona, los pómulos demasiado anchos, y la boca grande estaba excesivamente pintada. Pero sus piernas, totalmente desnudas, estaban más allá de cualquier alabanza. Por desgracia, el resto no se dejaba ver, alguien le había enseñado a llevar ese tipo de ropa que más bien parece un saco. Un jersey. Y con semejante cuello. Como el de un buzo.
Estaba sentada en un sillón, con una bella pierna encima de la otra, también bella, y miraba a su alrededor sin emoción mientras sostenía el cigarrillo como los soldados, protegiendo el fuego dentro de la mano. Andrei se sentó con cierto desparpajo, pero con elegancia, en el borde de la mesa, y también encendió un cigarrillo.
—Me llamo Andrei —dijo él.
Ella le dirigió una mirada indiferente. Sus ojos no eran lo que le habían parecido la noche anterior. Eran unos ojos grandes, pero no de color negro sino azul pálido, casi transparentes.
—Andrei —repitió la chica—. ¿Polaco?
—No, ruso. Y usted se llama Selma Nagel y es de Suecia.
—De Suecia —asintió ella—. ¿Así que era usted a quien zurraban en la comisaría?
—¿En qué comisaría? —Andrei la miraba, perplejo—. Nadie me ha zurrado.
—Oye, Andrei, dime. ¿por qué no me funciona aquí este aparato? —De repente, se colocó sobre la rodilla una pequeña cajita laqueada, algo más grande que una caja de cerillas—. En todas las bandas sólo oigo pitidos y crujidos, nada de música.
Andrei tornó la cajita con cuidado y descubrió asombrado que se trataba de un receptor de radio.
—¡Qué maravilla! —musitó—. ¿Con sintonía automática?
—¡Y qué sé yo! —Le quitó el receptor, se oyó un ruido ronco, el chasquido de una descarga y un zumbido monótono—. No funciona. ¿Qué, nunca has visto uno así?
Andrei negó con la cabeza.
—En general, no debe funcionar —explicó—. Aquí sólo hay una estación de radio, y transmite directamente a la red urbana.
—¡Dios mío! ¿Y qué puede hacer uno en este sitio? Tampoco hay caja tonta...
—¿Caja tonta?
—La tele... ¡La te-ve!
—Ah, no creo que lo tengan planificado para un futuro próximo.
—¡Qué aburrimiento!
—Puedes conseguir un fonógrafo —propuso Andrei, avergonzado: en realidad, qué mundo era aquél, sin radio, sin televisión, sin cine...
—¿Fonógrafo? ¿Y qué es eso?
—¿No sabes qué es un fonógrafo? —se asombró Andrei—. Pues un gramófono. Pones un disco...
—Ah, un tocadiscos... —dijo Selma, sin el menor entusiasmo—. ¿Y hay grabadoras?
—Vaya pregunta. ¿Qué crees que soy, un vendedor de equipos eléctricos?
—Eres como un salvaje —declaró Selma Nagel—. En una palabra, un ruso. Bien, escuchas el gramófono, seguramente bebes vodka y ¿qué más sabes hacer? ¿Corres en moto? ¿O resulta que tampoco tienes una moto?
—No he venido a este sitio para correr en moto —dijo Andrei, enojado—. Vine a trabajar. Y tú, por ejemplo, ¿qué te dispones a hacer aquí?
—Vaya, ha venido a trabajar... —dijo Selma—. Cuéntame por qué te zurraban en la comisaría.
—¡Que no me zurraban en la comisaría! ¿De dónde has sacado eso? En general, aquí no golpean a nadie en las comisarías. No estamos en Suecia.
Selma soltó un silbido.
—Vaya, vaya —dijo, burlona—. Eso quiere decir que sólo ha sido un sueño. —Aplastó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro, se levantó y dio unos graciosos pasos de baile por la habitación—. ¿Y quién vivía aquí antes que tú? —preguntó, parándose delante del enorme retrato ovalado de una dama con traje lila que tenía un caniche sobre las rodillas—. Por ejemplo, el que vivía en mi piso era un maníaco sexual, sin la menor duda. Hay pornografía por todos los rincones, las paredes están llenas de preservativos usados, y en el armario encontré una colección de ligas para medias de mujer. No sé si se trata de un fetichista o de un lamedor.
—Eso es mentira —dijo Andrei, que se había quedado pasmado—. Todo eso es mentira, Selma Nagel.
—¿Y qué razón tendría para mentir? —se asombró Selma—. ¿Quién vivía ahí? ¿Lo sabes?
—¡El alcalde! ¡El alcalde actual era el que vivía ahí! ¿Entiendes?
—Ah —dijo Selma, con indiferencia—. Entendido.
—¿Qué has entendido? —dijo Andrei—. ¿Qué es lo que tú has entendido? —gritó, cada vez más airado—. ¿Qué puedes entender aquí? —Y calló de repente. De eso no se podía hablar. Era algo que se sufría por dentro.
—Con toda seguridad tiene casi cincuenta años —anunció Selma con aire de conocedora—. Está a un paso de la vejez, pierde los estribos. Está en la menopausia. —Sonrió y clavó de nuevo la mirada en el retrato con el caniche.
Se hizo el silencio. Andrei sufría por el alcalde, apretando los dientes. El alcalde era corpulento, imponente, totalmente canoso y de rostro muy atractivo. En las reuniones de los representantes de la ciudad hablaba muy bien: sobre la contención, la fuerza de espíritu, la capacidad interior de sacrificio, la moral... Y cuando te lo tropezabas en el descansillo de la escalera, siempre tendía una mano grande, cálida y seca, que uno apretaba con placer, y preguntaba, siempre cortés y atento, si el sonido de su máquina de escribir no le causaba molestias a él, Andrei, por las noches.
—¡No me crees! —dijo Selma de repente. Ya no contemplaba el retrato, sino observaba a Andrei con una mezcla de enojo y curiosidad—. Pues no necesito que me creas. Lo que pasa es que me da asco limpiar todo eso. ¿Aquí no se podría contratar a alguien para que lo haga?
—Contratar a alguien —repitió Andrei, con expresión estúpida—. ¡Vete al diablo! —exclamó, iracundo—. Límpialo tú misma. Aquí no hay lugar para las que no quieren mancharse las manos.
Se miraron el uno al otro durante un rato, con mutua antipatía. Después, Selma apartó la vista a un lado.
—¡No sé por qué demonios vine aquí! ¿Qué hago yo en este lugar?
—Nada de particular —dijo Andrei, sobreponiéndose a su antipatía. Había que ayudar a las personas. Había visto a demasiados novatos de todo tipo—. Harás lo que hacemos todos. Irás a la bolsa, llenarás una tarjeta, la echarás en el buzón de recepción... Allí tenemos una máquina distribuidora. ¿Qué eras en el otro mundo?
—Hetaira —dijo Selma.
—¿Qué?
—¿Cómo explicarte...? Uno, dos, y abres las piernas...
Andrei volvió a quedarse pasmado.
«Miente —pensó—. Todo el tiempo miente, la maldita. Se burla de mí como si fuera idiota.»
—¿Y ganabas mucho dinero? —preguntó, sarcástico.
—Tonto —dijo ella, con voz casi cariñosa—. No se trataba de ganar dinero. Era sólo para divertirme. Para no aburrirme...
—¿Cómo eras capaz...? —dijo Andrei con amargura—. ¿En qué estaban pensando tus padres? Eres joven, tendrías que haberte dedicado a estudiar...
—¿Para qué? —preguntó Selma.
—¿Cómo que para qué? Para ser alguien... Para ser ingeniera, maestra... Podrías haber ingresado en el partido comunista, luchar por el socialismo...
—Dios mío, dios mío —balbuceó Selma con voz ronca, se dejó caer de repente en el sillón y se cubrió el rostro con las manos.
Andrei se asustó, pero a la vez se sentía orgulloso y percibía la fuerza formidable de la responsabilidad.
—Tranquila, tranquila —dijo, acercándose a ella con movimientos torpes—. No importa qué hubo, eso quedó atrás. Se acabó. No te preocupes. Posiblemente es mejor que todo haya resultado así: aquí podrás recuperar lo perdido. Yo tengo muchos amigos, todos ellos son verdaderos seres humanos... —Recordó a Izya y frunció el entrecejo—. Te ayudaremos. Lucharemos juntos. ¡Aquí hay muchísimas cosas que hacer! Hay mucho desorden, bastante caos, basura... cada persona es necesaria. ¡No puedes imaginarte cuánta porquería ha venido huyendo para acá! Por supuesto, uno nunca lo pregunta, pero a veces entran ganas de saber para qué han venido aquí, quién necesita semejante basura. —Estaba a punto de darle a Selma una palmada amistosa, fraternal quizás, en el hombro.
—¿Eso quiere decir que aquí todos son así? —preguntó la chica interrumpiéndolo, sin apartar el rostro de las manos.
—Así, ¿cómo?
—Como tú, Idiotas.
—¿Quién te crees que eres?
Andrei se apeó de la mesa de un salto y comenzó a caminar en círculo por la habitación. Qué burguesa. Para colmo, ramera. Así que para no aburrirse... Además, la sinceridad de Selma lo impresionaba. La sinceridad era lo mejor. Cara a cara, a través de las barricadas. No era el caso de Izya, por ejemplo, que nunca se sabía si estaba contigo o no, siempre resbaladizo como un gusano, siempre capaz de escapar por cualquier resquicio...
Selma soltó una risita a su espalda.
—¿Por qué das esas carreritas? —dijo—. No tengo la culpa de que seas tan idiota. Bueno, perdona.
Sin soltar vapor, Andrei hizo un gesto brusco en el aire con la mano.
—Escucha una cosa, Selma, eres una persona que se ha abandonado totalmente y hará falta mucho tiempo para dejarte limpia. Y te ruego que no te hagas la idea de que estoy furioso contigo personalmente. Es con la gente que te dejó caer tan bajo, con ellos tengo cuentas que arreglar. Pero contigo, no. Estás aquí, y eso significa que eres nuestra camarada. Si trabajas bien, seremos buenos amigos. Y vas a tener que trabajar bien. Aquí es como en el ejército: si no sabes, te enseñamos, si no quieres, ¡te obligamos! —Le encantaba oírse hablar, le recordaba los discursos de Liosha Baldaiev, el líder de los jóvenes comunistas de la facultad. En ese momento se dio cuenta de que Selma había apartado finalmente el rostro de las manos y lo miraba con curiosidad y miedo: le hizo un guiño, tratando de alentarla—. Sí, sí, te obligaremos, ¿qué te creías? A la obra venía cada holgazán... al principio sólo querían ir a tomar cerveza y después, a dormir al bosque. ¡Pero los educamos! ¡Y cómo! Sabes, el trabajo humaniza hasta a un mono.
—¿Y aquí los monos andan paseándose siempre por las calles?
—No —dijo Andrei, en tono más lúgubre—. Sólo a partir de hoy. En honor a tu llegada.
—¿Los van a humanizar? —preguntó Selma sigilosamente.
Andrei no pudo hacer otra cosa que reírse.
—Depende, si surge la necesidad —respondió—. Es posible que haga falta humanizarlos. El Experimento es el Experimento.
A pesar de su escarnecedora demencia, no le pareció que aquella idea careciera de cierto principio racional. Le pasó por la cabeza que sería bueno formular por la noche esa pregunta. Pero en ese mismo instante se le ocurrió otra cosa.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó.
—No sé, cualquier cosa. ¿Qué suelen hacer aquí?
Llamaron a la puerta. Andrei miró el reloj. Ya eran las siete, comenzaba la reunión.
—Esta noche te quedas conmigo —le dijo a Selma en tono categórico. A aquella persona tan consentida sólo se la podía tratar con firmeza—. No te prometo mucha diversión, pero conocerás a gente interesante. ¿De acuerdo?
Selma sólo encogió un hombro y se dedicó a arreglarse el cabello. Andrei fue a abrir. Ya estaban golpeando con los pies. Se trataba de Izya Katzman.
—¿Quién está ahí, una mujer? —preguntó el recién llegado desde el umbral—. ¿Cuándo vas por fin a poner un timbre?
Como siempre al llegar a la reunión, Izya estaba cuidadosamente peinado, con el cuello de la camisa bien almidonado y los puños impecables. La corbata, estrecha y bien planchada, ocupaba con total precisión el espacio definido por una línea que iba desde la nariz hasta el ombligo. Pero, de todos modos, Andrei hubiera preferido en ese momento ver a Donald o a Kensi.
—Pasa, pasa, charlatán. ¿Qué te ocurre hoy, que has llegado antes que los demás?
—Pues sabía que tenías una mujer de visita —respondió Izya, frotándose las manos y riéndose por lo bajo—, y vine corriendo a echarle un vistazo.
Entraron en el comedor; Izya se encaminó hacia Selma.
—Izya Katzman —se presentó, con voz aterciopelada—. Basurero.
—Selma Nagel —respondió ella sin mucho entusiasmo, ofreciendo su mano—, ramera.
Izya rechinó de placer y besó delicadamente la mano de la chica.
—¡A propósito! —dijo, volviéndose primero hacia Andrei, y después hacia Selma—. ¿No lo habéis oído? El consejo de representantes regionales estudia un proyecto de resolución. —Levantó un dedo y bajó la voz—. «Sobre la preservación del orden en la situación creada por la presencia en el casco urbano de grandes concentraciones de monos cinocéfalos». ¡Uf! Se propone la inscripción de todos los monos, a los que se les pondrá collares metálicos y placas con sus nombres propios, y a continuación serán adscritos a instituciones y ciudadanos particulares que, de ahí en adelante, serán responsables de ellos. —Soltó una risita, gruñó y comenzó a dar puñetazos con la mano derecha en la palma de su mano izquierda, mientras profería gemidos largos y agudos—. ¡Es grandioso! Lo han parado todo, en todas las fábricas se preparan con urgencia los collares y las placas. El señor alcalde adoptará personalmente a tres simios sexualmente maduros y llama a la población a imitar su ejemplo. ¿Adoptarás una mona, Andrei? ¡Selma se opondrá, pero el Experimento lo exige! Como todos saben, el Experimento es el Experimento. Espero que usted no ponga en duda, Selma, que el Experimento es precisamente un experimento, no un excremento, ni un exponente, ni un permanente, sino exactamente el Experimento...
—¡Vaya charlatán! —logró intercalar Andrei, entre risotadas y gemidos.
Eso era lo que más temía. Ese nihilismo, ese pasotismo debía influir de manera desastrosa en los recién llegados. Por supuesto, era más divertido ir de casa en casa riéndose y burlándose de todo, en lugar de arremangarse y...
Izya dejó de reírse y, nervioso, comenzó a pasear por la habitación.
—Quizá no sea más que un rumor —dijo—. Es posible. Pero tú, Andrei, como siempre, no entiendes nada de la psicología de los jefes. En tu opinión, ¿a qué debe dedicarse la dirección?
—¡A dirigir! —respondió Andrei, aceptando el reto—. A dirigir y no a parlotear, ni a difundir rumores. A coordinar las acciones de los ciudadanos y las organizaciones...
—¡Detente! A coordinar las acciones, ¿con qué objetivo? ¿Cuál es el objetivo final de esa coordinación?
—Es elemental —respondió Andrei, encogiéndose de hombros—. El bienestar general, el orden, la creación de condiciones óptimas para el avance del progreso...
—¡Oh! —Izya volvió a levantar el dedo. Entreabrió la boca y abrió mucho los ojos—. ¡Oh! —repitió y volvió a callar. Selma lo miraba con asombro—. ¡El orden! —proclamó Izya—. ¡El orden! —Sus ojos se abrieron todavía más—. Y ahora, imagina que en la ciudad que diriges aparecen incontables manadas de babuinos. No puedes echarlos, pues no cuentas con fuerzas suficientes para ello. Tampoco puedes alimentarlos de manera centralizada: no tienes suficiente comida, no te alcanzan las reservas. Los monos mendigan por las calles, creando un desorden insoportable: ¡aquí no hay ni puede haber mendigos! Los monos ensucian, no recogen sus desperdicios, y nadie tiene la intención de hacerlo por ellos. ¿Qué conclusión se saca de todo esto?
—Pues, en todo caso, nada de ponerles un collar —respondió Andrei.
—¡Correcto! —dijo Izya, en tono aprobatorio—. Por supuesto, nada de ponerles un collar. La primera conclusión práctica: ocultar la existencia de los babuinos. Hacer como si no existieran. Pero, por desgracia, eso tampoco es posible. Son demasiados, y por el momento nuestro gobierno es asquerosamente democrático. Y de repente, surge una idea de una sencillez aplastante: ¡controlar la presencia de los babuinos! Legalizar el caos y el desorden, y convertirlos de esa manera en elementos de un orden riguroso, como corresponde al estilo de gobierno de nuestro bondadoso alcalde. En lugar de manadas de mendigos y gamberros, tendremos dulces mascotas domésticas. ¡Todos amamos a los animales! La reina Victoria amaba a los animales. Darwin amaba a los animales. Dicen que hasta Beria amaba a algunos animales, y qué decir de Hitler...
—Nuestro rey Gustavo también ama a los animales —intervino Selma—. Tiene gatos.
—¡Excelente! —exclamó Izya, dándose puñetazos en la palma de la mano—. El rey Gustavo tiene gatos, y Andrei Voronin tiene un babuino personal. Y si ama lo suficiente a los animales, hasta dos babuinos...
Andrei se desentendió con un gesto y fue a la cocina, a revisar sus reservas. Mientras registraba los estantes, olisqueando con precaución y dando la vuelta a unos paquetes polvorientos con restos rancios y ennegrecidos, la voz de Izya seguía retumbando en la sala y de vez en cuando se oía la risa sonora de Selma y los gemidos y gruñidos del propio Izya.
No quedaba nada de comer: una patata ya germinada, una sospechosa lata de sardinas y una flauta de pan petrificada. Entonces, Andrei metió la mano en el cajón de la mesa de la cocina y decidió contar el dinero que le quedaba. Le llegaría exactamente hasta el día del cobro, siempre que ahorrara y no invitara a nadie sino, por el contrario, se dejara invitar.
«Me llevarán a la tumba —pensó Andrei, preocupado—. Al diablo, basta ya. Les sacaré las tripas a todos. ¿Qué se creen que es esto, un comedor público o qué? ¡Babuinos!»
Llamaron de nuevo a la puerta y Andrei fue a abrirla con una mueca siniestra en el rostro. Por el camino, se dio cuenta de que Selma estaba sentada sobre la mesa con las manos debajo de los muslos y la boca pintada hasta las orejas, ay, qué putita, mientras Izya seguía derrochando elocuencia delante de ella, haciendo amplios ademanes con sus brazos de babuino, perdida toda elegancia: el nudo de la corbata bajo la oreja derecha, los pelos de punta y las mangas de la camisa grises.
El recién llegado era el ex suboficial de la Wehrmacht Fritz Geiger, en compañía de su mejor amigo, el soldado de ese mismo ejército Otto Frijat.