Текст книги "Ciudad Maldita"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—¿Y qué otra causa pueden defender? —se asombró—. Sólo existe una causa sobre la tierra a la que valga la pena entregarse: ¡la construcción del comunismo! Ésa es la causa de Stalin.
—De acuerdo con los Fundamentos [3], estás suspendido —respondió Izya—. La causa de Stalin es la construcción del comunismo en un país, la lucha consecuente contra el imperialismo y la expansión del campo socialista a todos los confines del mundo. No veo de qué manera puedes llevar a cabo todo eso aquí.
—¡Qué aburrimiento! —gimió Selma—. ¡Quiero música! ¡Quiero bailar!
—¡Eres un dogmático! —gritó Andrei, que ya no era capaz de ver ni de oír nada—. ¡Sólo sabes rezar y recitar el Talmud! Y, en general, eres metafísico. No ves otra cosa que no sea la forma. ¿Tiene alguna importancia la forma que adopte el Experimento? Su contenido sólo puede ser uno, y el resultado final será el establecimiento de la dictadura del proletariado, en coalición con los granjeros trabajadores...
—¡Y con la intelectualidad trabajadora! —intervino Izya.
—Con esos intelectuales... Buena mierda, los intelectuales.
—Sí, es verdad —dijo Izya—. Eso es de otra época.
—¡En general, la intelectualidad es impotente! —proclamó Andrei con ferocidad—. Es un estrato de lacayos. Sirven al que está en el poder.
—¡Panda de miserables! —estalló Fritz—. ¡Miserables, charlatanes, siempre creando el desorden y la desorganización!
—¡Exactamente! —Andrei hubiera preferido que la ayuda le llegara del tío Yura, por ejemplo, pero en el apoyo de Fritz había algunas facetas útiles—. Tenemos, por ejemplo, a Geiger: en general, es un enemigo de clase, pero su posición coincide plenamente con la nuestra. Entonces resulta que, desde el punto de vista de cualquier clase, la intelectualidad es una mierda. —Hizo rechinar los dientes—. Los odio. Aborrezco a esos cuatroojos impotentes, a esos miserables gorrones. No tienen fuerza interior, ni fe, ni moral...
—¡Cuando oigo la palabra «cultura», echo mano a mi pistola! —citó Fritz con voz metálica.
—¡Oh, no! —dijo Andrei—. Aquí seguimos caminos divergentes. ¡De eso nada! La cultura es un grandioso patrimonio del pueblo liberado. Dialécticamente, en ese sentido hay que...
Junto a ellos sonaba muy alto el gramófono. Otto, trastabillando, bailaba con Selma, totalmente borracha, pero eso a Andrei no le interesaba. Comenzaba lo mejor, aquello que hacía que esas reuniones le gustaran tanto. El debate.
—¡Abajo la cultura! —aullaba Izya, saltando de un asiento libre a otro, para sentarse lo más cerca posible de Andrei—. No guarda relación alguna con nuestro Experimento. ¿Cuál es el objetivo del Experimento? Ahí tienes la pregunta. Dime cuál es, anda.
—Ya lo he dicho: ¡crear el modelo de sociedad comunista!
—¿Y dime para qué demonios necesitan los Preceptores un modelo de sociedad comunista? Piensa un poco, cabeza de chorlito.
—¿Y por qué no?
—De todos modos —dijo el tío Yura—, considero que los Preceptores no son personas de verdad. Son, por así decirlo, de otra raza... Nos han metido en un acuario... o en algo así como un parque zoológico... para ver qué sale de ahí.
—¿Esa idea es suya. Yuri Konstantinovich? —Izya se volvió hacia él y lo miró con enorme interés.
—Nació de los debates —dijo el tío Yura sin precisar, mientras se palpaba el pómulo derecho.
—¡Es asombroso! —dijo Izya, muy entusiasmado, pegando una palmada en la mesa—. ¿Por qué? ¿Cómo es posible? Gente tan diferente, que como promedio tienen un pensamiento conformista, ¿por qué llegan a plantearse el origen extraterrestre de los Preceptores? Según esa concepción, el Experimento lo llevan a cabo fuerzas superiores.
—Por ejemplo —intervino Kensi—, yo le pregunté directamente: «¿Vienen ustedes de otro planeta?». El Preceptor eludió la respuesta, pero de hecho, no lo negó.
—A mí me dijeron que eran individuos procedentes de otra dimensión —dijo Andrei. Le resultaba difícil hablar de los Preceptores, era como tratar un asunto de familia delante de extraños—. Pero no estoy seguro de haberlo entendido correctamente. Quizá se trataba de una metáfora...
—¡No quiero eso! —estalló de repente Fritz—. No soy un insecto. Soy un ser libre. ¡Ah! —Hizo un ademán desesperado—. No hubiera venido aquí, de no ser porque era un prisionero.
—Pero, ¿por qué? —dijo Izya—. ¿Por qué? Yo mismo percibo constantemente cierta protesta interior y no entiendo de qué se trata. Quizá, a fin de cuentas, su objetivo se aproxime a los nuestros...
—¿Y qué te estoy diciendo? —exclamó Andrei con alegría.
—No va por ahí —lo rechazó Izya con impaciencia—. Eso no es como te imaginas, no hay una relación directa. Ellos intentan comprender a la humanidad, ¿te das cuenta? ¡Comprenderla! Pero, para nosotros, el problema número uno es idéntico: comprender a la humanidad, entendernos a nosotros mismos. Y es posible que si logran comprender algo, nos ayuden a que nosotros mismos nos entendamos, ¿no crees?
—¡De eso nada, amigos! —dijo Kensi, negando con la cabeza—. No os consoléis con eso. Están preparando la colonización de la Tierra, y estudian en nosotros la psicología de sus futuros esclavos.
—¿Por qué, Kensi? —pronunció Andrei con desencanto—. ¿Por qué esas suposiciones tan terribles? Creo que es deshonesto pensar eso de ellos.
—Sí, creo que no es eso lo que yo pienso de ellos —respondió Kensi—. Se trata de que tengo un extraño presentimiento... Todos esos babuinos, las transformaciones del agua, el caos generalizado de día en día... Una buena mañana nos harán confundir las lenguas... Es como si nos prepararan sistemáticamente para un mundo insensato en el que vamos a vivir desde ahora y para siempre, por los siglos de los siglos. Es como en Okinawa. En aquella época, yo era un niño, estábamos en guerra, y en nuestra escuela a los chicos de Okinawa se les prohibía hablar en su idioma. Sólo permitían hablar en japonés. Y cuando pescaban a algún chaval, le colgaban del cuello un letrero donde decía: «Yo no sé hablar correctamente». Yo llevé muchas veces ese letrero.
—Sí, sí, lo entiendo —masculló Izya con una sonrisa congelada en el rostro, mientras se pellizcaba una verruga en el cuello.
—Pero yo no lo entiendo —explicó Andrei—. Todas esas interpretaciones son incorrectas, distorsionadas... El Experimento es el Experimento. Por supuesto, no entendemos nada. ¡Pero no se supone que debamos entender! ¡Ésa es la condición principal! Si entendemos la razón por la que están aquí los babuinos, o por qué cambiamos de profesión, eso condicionará de inmediato nuestro comportamiento. El Experimento perderá su pureza y fracasará. ¡Es algo totalmente claro! ¿Eso es lo que consideras, Fritz?
—No sé —dijo el aludido con un gesto de negación de su cabeza rubia—. No me interesa. A mí no me interesa lo que ellos quieran. Me interesa lo que yo quiero. Y yo quiero poner orden en esta perrera. Uno de nosotros, no recuerdo quién, dijo que posiblemente el objetivo global del Experimento consiste en seleccionar a los más enérgicos, los más diligentes, los más duros... No para que le den a la lengua, se desparramen como unas natillas ni se dediquen a difundir su filosofía, sino para que sean firmes continuadores de su línea. Elegirán a gente así, como yo, digamos, o como tú, Andrei, y nos llevarán de vuelta a la Tierra. Porque si no temblamos aquí, allá no lo haremos.
—¡Es muy posible! —respondió Andrei, meditabundo—. También podría estar de acuerdo con eso.
—Pero Donald considera que el Experimento fracasó hace mucho tiempo —intervino Van, hablando muy quedo.
Todos lo miraron. Van conservaba su pose de tranquilidad, con la cabeza metida entre los hombros y el rostro vuelto hacia el techo. Tenía los ojos cerrados.
—Dijo que los Preceptores se enredaron hace mucho tiempo en sus proyectos, que han hecho todas las tentativas posibles y que ya ni siquiera saben qué hacer. Dijo: «Están en bancarrota. Y todo sigue funcionando por inercia».
Andrei, totalmente perplejo, se rascó la nuca. ¡Vaya con Donald! Por eso anda tan raro los últimos días... Los demás callaron también. El tío Yura liaba lentamente otro enorme cigarrillo. Izya, con la sonrisa congelada en el rostro, seguía pellizcándose la verruga. Kensi volvió a dedicarle toda su atención a la col agria, mientras Fritz sacaba y metía la quijada y no apartaba los ojos de Van. A Andrei le pasó una idea por la cabeza.
«Así es como comienza la desmoralización. Con conversaciones de este tipo. La incomprensión genera la falta de fe. La falta de fe genera la muerte. Es peligroso, muy peligroso. El Preceptor lo había dicho claramente: lo fundamental es creer en la idea hasta el fin, sin mirar atrás. Reconocer que la incomprensión es una condición indispensable del Experimento. Naturalmente, eso es lo más difícil. Aquí, la mayoría carece del verdadero temple ideológico, de la sólida convicción de que el futuro luminoso es inevitable. Que ahora todo puede ser muy difícil, y mañana también, pero pasado mañana veremos sin falta el cielo estrellado, y a nuestra calle llegará la fiesta...»
—Soy una persona sin preparación —dijo de repente el tío Yura, mientras pegaba con la lengua el cigarrillo que acababa de liar—. Sólo llegué a cuarto grado, por si os interesa, y ya le conté a Izya que vine para aquí huyendo... Como tú... —Y señaló a Fritz con el enorme cigarrillo—. A ti te abrieron un camino para salir del campo de prisioneros, a mí, de la aldea. Si dejamos a un lado la guerra, yo he vivido toda la vida en la aldea, y nunca he entendido nada. Pero aquí, ¡sí! Lo que pretenden con su Experimento, os lo digo honestamente, hermanitos, no me importa y tampoco es nada interesante. Pero aquí soy un hombre libre, y mientras nadie toque esa libertad, yo tampoco me meteré con nadie. Pero si aparece gente aquí que pretenda cambiar nuestra situación como granjeros, os prometo solemnemente una cosa: no dejaremos piedra sobre piedra de vuestra ciudad. Nosotros no somos babuinos, cabrones. ¡Nosotros no dejaremos que nos pongan un collar, cabrones...! Así son las cosas, hermano —dijo, volviéndose directamente hacia Fritz.
Izya soltó una risita distraída, y de nuevo reinó un silencio incómodo. El discurso del tío Yura había sorprendido a Andrei en cierta medida, y llegó a la conclusión de que la vida había sido particularmente dura para Yuri Konstantinovich. Si decía que no había entendido nada, seguramente tenía sus razones, y preguntárselas entonces sería una falta de tacto.
—Creo que estamos planteando estas preguntas de manera prematura —se limitó a decir—. El Experimento se lleva a cabo desde hace poco tiempo, hay mucho que hacer, se requiere trabajar y creer en la justicia...
—¿De dónde sacas que el Experimento se lleva a cabo desde hace poco? —lo interrumpió Izya con una sonrisa burlona—. Ya dura cien años, por lo menos. Seguramente ha durado mucho más, pero esos cien años te los puedo garantizar.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—¿Has llegado muy lejos por el norte? —preguntó Izya. Andrei quedó perplejo. No tenía la menor idea de que allí existiera el norte—. ¡Bueno, el norte! —siguió Izya, impaciente—. Se dice, por pura convención, que si estás debajo del sol, la dirección hacia la que se encuentran las ciénagas, los campos de cultivo, donde viven los granjeros, es el sur, y la dirección contraria, hacia lo profundo de la ciudad, es el norte. Nunca has ido más allá de los vertederos... Pero la ciudad se extiende mucho más lejos, hay edificios enormes, palacios enteros... —Soltó una risita—. Palacios y chozas. Por supuesto, ahora no vive nadie allí porque no hay agua, pero alguna vez hubo gente, y puedo decirte que fue hace mucho tiempo. Incluso he encontrado documentos en las casas vacías. ¿Has oído hablar de un rey llamado Veliario II? ¡Vaya! Pues reinó allí. Pero en la época en que reinaba allí, aquí —recalcó golpeando la mesa con la uña—, aquí sólo había ciénagas, en las que trabajaban siervos feudales o esclavos. Y eso ocurrió hace cien años por lo menos.
El tío Yura sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.
—¿Y más al norte, qué hay? —preguntó Fritz.
—No he llegado tan lejos —dijo Izya—. Pero conozco a gente que ha ido mucho mas allá, a cien o ciento cincuenta kilómetros, y algunos de ellos no regresaron nunca.
—¿Y qué hay allí?
—La ciudad. —Izya calló un instante—. La verdad es que cuentan unos bulos absurdos sobre esos lugares. Por eso yo sólo hablo de lo que pude averiguar personalmente. Cien años, eso es seguro. ¿Te das cuenta, Andrei, amigo mío? Cien años. En cien años se puede abandonar cualquier experimento.
—Bien, aguarda... —balbuceó Andrei, totalmente confuso—. ¡Pero no lo han abandonado! —Se animó—. Si siguen reclutando gente nueva, eso quiere decir que no lo han abandonado, que aún tienen esperanzas. Se trata de que el objetivo planteado es muy difícil. —Una nueva idea le vino a la cabeza y se excitó más aún—. Y, además, ¿cómo sabes qué escala temporal usan? Pudiera ser que, para ellos, un año nuestro sea un segundo.
—No sé nada de eso —replicó Izya, encogiéndose de hombros—. Intento explicarte en qué mundo vives, nada más.
—¡Está bien! —lo interrumpió el tío Yura con aire decidido—. Dejemos de hablar de lo que no sabemos... ¡Oye, chaval! ¿Cómo te...? Otto. Deja a la chica y tráenos... No, si se le cruzan los ojos. Me romperá la garrafa, yo la traeré...
Se apeó del taburete, tomó la jarra vacía de la mesa y se dirigió a la cocina. Selma se dejó caer en su sitio, volvió a levantar las piernas por encima de la cabeza y, con gesto caprichoso, le tocó el hombro a Andrei.
—¿Vais a seguir hablando de esas idioteces? Ay, qué aburrimiento... El Experimento por aquí, el Experimento por allá... ¡Dame fuego!
Andrei le encendió el cigarrillo. La conversación, terminada de forma tan repentina, había removido dentro de él algo desagradable, algo que nunca habían discutido, algo que no estaba tan claro, no había podido explicarse, no había unanimidad... El propio Kensi permanecía allí sentado con expresión de tristeza, cosa que rara vez le ocurría.
«Lo que pasa es que pensamos demasiado en nosotros mismos, ¡eso es! El Experimento es el Experimento, cada quien trata de seguir su camino, nadie quiere perder su posición, pero hace falta que avancemos todos a una, todos a una...»
En ese momento, el tío Yura colocó sobre la mesa la jarra llena de aguardiente, y Andrei decidió desentenderse de todo. Bebieron una nueva ronda, comieron algo. Izya contó una historia y soltaron una carcajada. El tío Yura también contó una historia indecente a más no poder, pero muy divertida. Hasta Van se rió, y Selma se retorció hasta que se le salieron las lágrimas.
—¡No entra en la jarra de leche... —gritaba, ahogándose entre carcajadas—, no entra en la jarra!
Andrei pegó un puñetazo en la mesa y comenzó a cantar la canción preferida de su madre:
Y al que beba, a ése servidle,
al que no beba, a ése no le deis,
vamos a beber, a Dios alabar,
por nosotros, por vosotros, por la vieja yaya
que nos enseñó a beber vodka a sorbitos...
Los demás le hicieron coro como pudieron. A continuación, a gritos, abriendo mucho los ojos y a dúo con Otto, Fritz entonó una canción desconocida pero muy bella sobre los temblorosos huesos del viejo mundo, una maravillosa canción de combate. Izya Katzman se reía y gruñía mientras contemplaba cómo Andrei, inspirado, trataba de unirse a los cantantes. De repente, el tío Yura clavó sus peculiares ojos claros en las pantorrillas desnudas de Selma y entonó, con voz de oso pardo:
Os paseáis por la aldea,
entre juegos y canciones,
alborotáis mi corazón,
y no dejáis que descanse...
El éxito fue total. El tío Yura continuó:
Y las chicas, bien sabéis,
de qué manera os tientan,
prometen, pero no dan,
mentiras eternas...
En ese instante, Selma retiró las piernas del brazo del sillón y, ofendida, apartó a Fritz de un empujón.
—No os he prometido nada, vaya falta que me hacéis...
—No lo decía por nadie —dijo el tío Yura, muy turbado—. Es sólo una canción. Tú misma no me haces ninguna falta.
Para aplacar los ánimos, bebieron otra ronda. La cabeza comenzó a darle vueltas a Andrei. Se daba cuenta a duras penas de que estaba haciendo algo con el gramófono e iba a tirarlo al suelo. El gramófono terminó por caer, pero no se dañó, sino por el contrario, comenzó a sonar más alto. Después bailó con Selma, su talle era cálido y suave, y sus pechos eran inesperadamente firmes y grandes: encontrar algo de formas maravillosas bajo todo aquel montón de lana hirsuta constituía una sorpresa más que agradable. Bailaron, y él la sostuvo por el talle, y ella le tomó el rostro entre las palmas de las manos y le dijo que era un chico muy apuesto y que le gustaba mucho, y él, agradecido, le respondió que la amaba, que siempre la había amado y que ya no la dejaría separarse de él...
—Ha comenzado a hacer frío —gritó el tío Yura, dando una palmada en la mesa—, haría falta otra ronda... —Abrazó a Van, que estaba totalmente alicaído, y le propinó tres besos, al estilo ruso.
A continuación, Andrei se quedó solo en el centro de la habitación mientras Selma le tiraba bolitas de pan a Van y lo llamaba Mao Zedong. Eso hizo que a Andrei se le ocurriera cantar «Moscú-Pekín», y al instante comenzó a entonar aquella preciosa canción con emoción y entusiasmo poco comunes, y después resultó que Izya Katzman y él estaban frente a frente, con ojos muy redondos y los dedos índice apuntando al techo.
—¡Nos escuchan! ¡Nos escuchan! —repetían cada vez más bajito, en un susurro siniestro.
Un rato después, ambos estaban apretados en el mismo sillón, y delante de ellos tenían a Kensi, sentado sobre la mesa, que agitaba los pies mientras Andrei trataba de hacerle entender que allí estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo, que allí todo trabajo daba una satisfacción especial, que se sentía perfectamente trabajando como basurero.
—¡Soy bas... surerooo! —decía, pronunciando con dificultad.
Mientras, Izya, salpicándolo de saliva, le contaba al oído algo desagradable y ofensivo: que él, Andrei, en realidad sentía una humillación lujuriosa por trabajar de basurero, que un sujeto como él, inteligente, tan leído, tan capaz, que podía hacer otras cosas, llevaba su pesada cruz con paciencia y dignidad, a diferencia de muchos otros... Después apareció Selma y lo consoló de inmediato. Era dulce, cariñosa, hacía todo lo que él le pedía sin replicar, y de repente, en su percepción del mundo exterior surgió un abismo delicioso, absorbente, y cuando logró salir de él tenía los labios hinchados y secos. Selma dormía en su cama y él, con un gesto paternal, le bajó la falda, la cubrió con una manta, se peinó y fue al comedor, intentando caminar derecho, pero por el camino tropezó con las piernas extendidas del infeliz Otto, que dormía en una silla, en la incomodísima pose de la persona a la que han matado de un tiro en la nuca.
Sobre la mesa se erguía la mismísima garrafa, y los participantes del festín estaban allí sentados, con la cabeza entre las manos, cantando al unísono, a media voz: «En la lejana estepa se helaba el cochero...», y de los pálidos ojos arios de Fritz caían grandes lágrimas. Andrei estuvo a punto de unirse al coro, pero en ese momento llamaron a la puerta. Abrió, y una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo, en refajo y con los pies desnudos metidos en unos botines, preguntó si el conserje estaba allí. Andrei despertó a Van a empujones y le hizo entender dónde se encontraba y qué querían de él.
—Gracias, Andrei —dijo el conserje tras escucharlo atentamente y desapareció, arrastrando los pies.
Los demás siguieron cantando la canción del cochero, y el tío Yura propuso otro brindis, «para que en casa no se aflijan», pero descubrieron que Fritz dormía y eso le impedía entrechocar su vaso.
—Eso es todo —dijo el tío Yura—, quiere decir que ésta será la última...
Pero antes de que bebieran la última ronda Izya Katzman, que se había puesto inusitadamente serio, cantó en solitario una canción que Andrei no comprendió del todo, pero el tío Yura sí. Tenía un estribillo, «¡Ave, María!», y una estrofa totalmente absurda, como de otro planeta:
Desterraron al profeta a la república de Komi [4] ,
y él, de cabeza, se tiró a la maleza.
Y le concedieron a su lúgubre fiscal,
una semana de turismo en Teberda.
Cuando Izya terminó de cantar se hizo un breve silencio. A continuación, el tío Yura dejó caer con violencia uno de sus enormes puños sobre la mesa, soltó una retahíla de tacos, agarró el vaso y se bebió el contenido sin esperar a los demás. Y Kensi, por alguna razón que sólo él conocía, con una voz muy chillona, desagradable y feroz, cantó una canción de las que entonan las tropas en la que decía que si todos los soldados japoneses se ponían a mear a la vez contra la Gran Muralla China, aparecería un arco iris sobre el desierto de Gobi: que el ejército imperial tomaría el té hoy en Londres, mañana en Moscú y pasado en Chicago: que los hijos de Yamato estaban sentados a orillas del Ganges, pescando cocodrilos con sus cañas... Después calló, intentó encender un cigarrillo, partió varias cerillas y, de repente, se puso a hablar de una chica que había sido su amiga en Okinawa. Tenía catorce años y vivía en la casa que quedaba frente a la suya. En una ocasión fue violada por unos soldados borrachos, y cuando el padre fue a poner la denuncia en la policía, acudieron los gendarmes y se los llevaron a él y a su hija, y Kensi nunca más volvió a verlos...
Cuando Van entró en el comedor, llamó a Kensi y le indicó con un gesto que se acercara: todos callaron.
—Así son las cosas... —dijo el tío Yura con pesar—. Es lo mismo: en Rusia, en Occidente, en el país de los amarillos, dondequiera es igual. El poder es arbitrario. No, hermanitos, allí no se me ha perdido nada. Es mejor aquí...
Kensi regresó, pálido y preocupado, y se puso a buscar su cinturón. Llevaba la guerrera correctamente abotonada.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Andrei.
—Sí —dijo Kensi con voz entrecortada, arreglándose la funda del arma—. Donald Cooper se ha pegado un tiro. Hace más o menos una hora.
SEGUNDA PARTE
Juez de instrucción
UNO
De repente, a Andrei comenzó a dolerle horriblemente la cabeza. Asqueado, aplastó la colilla en el cenicero y abrió el cajón central de la mesa para comprobar si tenía algún analgésico. Nada. Sobre varios papeles viejos reposaba una enorme pistola del ejército, por los rincones asomaba material de oficina metido en cajitas de cartón ajadas, restos de lápices, hebras de tabaco y varios cigarrillos partidos. Aquello sólo servía para que la jaqueca empeorara. Andrei volvió a cerrar el cajón, apoyó la cabeza en las manos cubriéndose los ojos, y a través del espacio entre los dedos se dedicó a mirar a Peter Block.
Peter Block, conocido también como Coxis, estaba sentado en un taburete a cierta distancia, con las manos rojizas cruzadas sobre las rodillas con aire de resignación, pestañeando con indiferencia y relamiéndose de cuando en cuando. Era obvio que no le dolía la cabeza, pero seguramente quería beber algo. Y también fumar, con toda probabilidad. A Andrei le costó trabajo apartar las manos de la cara. Se sirvió un poco de agua tibia del botellín y se bebió medio vaso sobreponiéndose a un leve espasmo. Peter Block volvió a relamerse. Sus ojos grises seguían vacíos, sin expresión. Lo único que se movía era su enorme nuez, que primero descendía mucho y después subía casi hasta el mentón dentro del pescuezo flaco y algo sucio que asomaba por el cuello abierto de la camisa.
—¿Y entonces? —preguntó Andrei.
—No sé —respondió Coxis con voz ronca—. No recuerdo nada por el estilo.
«Canalla —pensó Andrei—, bestia.»
—¿Cómo que no recuerda? —dijo—. Robó en la tienda del callejón de la Lana: recuerda cuándo se metió allí y con quién. Muy bien. Hizo un trabajito en el Café Dreyfus, y también recuerda cuándo y con quién. Pero lo de la tienda de verduras de Hofstatter se le ha olvidado quién sabe por qué. Y ése fue su último trabajo, Block.
—No lo sé, señor juez de instrucción —objetó Coxis con un tono obsequioso que daba náuseas—. Perdone, pero alguien me está calumniando. Nosotros decidimos dejarlo después de lo del Café Dreyfus escogimos el camino de la rehabilitación plena y el trabajo honesto, y eso quiere decir que no he cometido ningún acto semejante.
—Hofstatter lo ha reconocido.
—Le pido mil perdones, señor juez de instrucción. —Entonces había una definida nota de ironía en la voz de Coxis—. Pero el señor Hofstatter está chiflado, eso lo sabe todo el mundo. Tiene un gran lío en la cabeza. Estuve en su tienda, eso no lo niego, fui a comprar patatas, cebollas quizá... Ya me había dado cuenta de que no le funcionaba bien el coco, y perdóneme, pero si hubiera tenido la menor idea de cómo iba a acabar todo esto no hubiera vuelto por ahí, mire las desgracias que se busca uno...
—La hija de Hofstatter también lo ha identificado. Usted personalmente la amenazó con un cuchillo.
—No ocurrió nada semejante. Lo que pasó fue muy diferente. Ella fue la que me pegó un cuchillo a la garganta, ¡así fue! Una vez me acorraló en la trastienda, y a duras penas pude huir. Es una maníaca sexual, todos los hombres que viven cerca de ella se pasan la vida escondidos. —Coxis volvió a relamerse—. Ella me dijo que fuera a la trastienda, que escogiera yo mismo las lechugas...
—Eso ya lo he oído. Mejor cuénteme de nuevo dónde estuvo la madrugada del veinticuatro al veinticinco. Con todo detalle, empezando por el momento en que desconectaron el sol.
—Fue así —comenzó a narrar Coxis, levantando los ojos al techo—. Cuando el sol se apagó, yo estaba en la cervecería que se encuentra en la esquina de Tricota y la Segunda, jugando a las cartas. Después, Jake Leaver me invitó a otra cervecería, nos fuimos, por el camino decidimos pasar por casa de Jake: queríamos llevar a su parienta, pero nos quedamos allí y nos pusimos a beber. Jake se emborrachó y su parienta se acostó a dormir y me echó. Me iba a casa a dormir, pero había bebido demasiado y por el camino me enzarcé con tres tipos que también estaban borrachos, no conozco a ninguno de ellos, nunca en mi vida los había visto. Me zurraron de tal manera que no recuerdo nada más: por la mañana me desperté junto al precipicio, logré llegar a mi casa a duras penas. Me acosté a dormir y en ese momento vinieron a por mí.
Andrei hojeó el expediente y encontró el certificado médico. El papel estaba manchado de grasa.
—Lo único que certifican aquí es que usted estaba borracho. La revisión médica no indica que usted presentara huellas de golpes. No se detectaron en su cuerpo señales de una paliza.
—Eso quiere decir que los muchachos trabajaron con cuidado —dijo Coxis, en tono de aprobación—. Eso quiere decir que llevaban calcetines llenos de arena... Todavía me duelen las costillas... y se niegan a llevarme al hospital. Si estiro la pata aquí, tendrán que responder por ello.
—Durante tres días no le ha dolido nada, y tan pronto le muestro el certificado le empiezan los dolores.
—¿Cómo que no me dolía nada? Me dolía tanto que no tenía fuerzas, y como se me ha acabado la paciencia he empezado a quejarme.
—No siga mintiendo, Block —pronunció Andrei con cansancio—. Lo oigo y me dan ganas de vomitar.
Aquel tipo inmundo le daba náuseas. Un bandido, un gángster, lo habían atrapado con las pruebas y no quería confesar de ninguna manera... «Lo que pasa es que no tengo experiencia. Los otros hacen confesar a estos tipos en un visto y no visto...» Y, mientras tanto. Coxis suspiró amargamente, hizo una mueca lastimera, puso los ojos en blanco, gimió un par de veces y se deslizó en la silla, al parecer con la intención de escenificar un desmayo convincente para que le dieran un vaso de agua y lo enviaran a dormir a la celda. A través del espacio entre los dedos Andrei contemplaba con odio aquellas manipulaciones repulsivas.
«Atrévete a intentarlo —pensó—. Si se te ocurre vomitar en el piso de mi despacho, te haré limpiarlo todo con el secante, hijo de perra...»
Se abrió la puerta y el juez superior de instrucción Fritz Geiger hizo su entrada con paso seguro. Después de examinar con una mirada indiferente al encorvado Coxis, se acercó a la mesa y se sentó de lado sobre los papeles. Sin pedirlo, sacó varios cigarrillos del paquete de tabaco de Andrei, se metió uno entre los labios y guardó el resto en una fina pitillera de plata. Andrei encendió una cerilla, Fritz pegó la primera calada y le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Soltó un chorro de humo hacia el techo.
—El jefe me ha dado la orden de que me ocupe del caso de los Ciempiés Negros —dijo, en voz baja—, si no tienes nada en contra, por supuesto. —Bajó más la voz y arrugó los labios en un gesto significativo—. Parece que el Fiscal General le dio un buen repaso al jefe. Está citando a todo el mundo en su despacho para soltarle una arenga. Pronto te llegará el turno...
Dio otra calada y miró a Coxis. El detenido, que había estirado el pescuezo para saber de qué susurraban los instructores, se encogió al momento y dejó escapar un gemido lastimero.
—Parece que has terminado con éste, ¿verdad? —preguntó Fritz. Andrei negó con la cabeza. Le daba vergüenza. En los últimos diez días, era la segunda vez que Fritz acudía a retirarle un caso—. ¿De veras? —se asombró Fritz. Durante varios segundos examinó a Coxis, como valorándolo, y después dijo, a media voz—: ¿Me permites? —Y, sin aguardar respuesta, se apeó de un salto de la mesa—. ¿Todavía te duele? —preguntó, compasivo.
Coxis gimió, asintiendo.
—¿Quieres tomar agua?
Coxis gimió nuevamente y tendió una mano temblorosa.
—Y seguro que también quieres fumar, ¿verdad?
Coxis entreabrió un ojo, desconfiado.
—¡Pobrecillo, todavía le duele! —dijo Fritz en voz alta, sin volverse hacia Andrei—. Si da lástima ver cómo sufre este pobre hombre. Le duele aquí... y también aquí... y aquí...
Mientras repetía estas palabras con diferente entonación, hacía unos movimientos rápidos e incomprensibles con la otra mano, la que quedaba libre del cigarrillo, y los lastimeros gemidos de Coxis se convirtieron de súbito en graznidos y exclamaciones de sorpresa, y su rostro palideció.
—¡De pie, canalla! —gritó Fritz de repente, con toda la fuerza de sus pulmones, y retrocedió un paso.