Текст книги "Ciudad Maldita"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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La multitud soltó un rugido impresionante, y Andrei rugió junto con los demás. Ocurría algo inaudito. Lanzaban los gorros al aire, la gente se abrazaba, lloraban unos, otros disparaban al aire; alguien, presa de una loca alegría, comenzó a lanzar ladrillos contra los proyectores, mientras Fritz Geiger se erguía sobre todo aquello como si fuera Dios después de decir «Hágase la luz», señalando con su largo brazo negro hacia el sol, con los ojos muy abiertos y la barbilla, orgullosa, apuntando hacia arriba. Al momento, su voz volvió a reinar sobre la multitud.
—¿Lo veis? ¡Ya se han asustado! ¡Ya tiemblan ante vosotros! ¡Ante nosotros! ¡Pero es tarde, señores! ¡Es tarde! ¿Quieren volver a cerrar la trampa? ¡Pero la gente ha escapado de ella! ¡No habrá clemencia para los enemigos de la humanidad! ¡Para los especuladores! ¡Para los holgazanes y parásitos! ¡Para los que malversan los bienes del pueblo! ¡El sol está de nuevo con nosotros! ¡Lo hemos arrancado de sus garras siniestras! ¡De los enemigos de la humanidad! ¡Y nunca más! ¡Lo entregaremos! ¡Nunca más! ¡A nadie...!
—¡Aaaa!
Andrei volvió en sí, Stas no estaba en el carretón. El tío Yura, con las piernas separadas, estaba de pie en el pescante sacudiendo la ametralladora, y gritando ferozmente, a juzgar por su nuca enrojecida, Selma lloraba, mientras le daba puñetazos a Andrei en la espalda.
«Muy hábil —pensó Andrei, fríamente—. Será peor para nosotros. ¿Y qué hago aquí sentado? Debería huir, y sigo aquí» Sobreponiéndose al dolor en el costado, se levantó y de un salto bajó del carretón. A su alrededor, la multitud rugía y se agitaba. Andrei echó a andar, acortando camino. En un primer momento intentó protegerse con los codos, pero en aquel desorden era imposible. Cubierto de sudor frío a causa del dolor y la náusea incipiente, empujó, pisoteó, avanzó, embistió incluso y finalmente logró llegar al callejón de la Letrina. Pero la voz de Geiger lo acompañó, atronadora, durante todo el recorrido.
—¡El odio! ¡El odio nos guiará! ¡Basta de falso amor! ¡Basta de besos de Judas! ¡Basta de traidores a la humanidad! ¡Yo mismo daré ejemplo de odio sagrado! ¡Hice estallar un blindado de los sanguinarios gendarmes! ¡Delante de vuestros ojos! ¡Di la orden de colgar a ladrones y gángsteres! ¡Delante de vuestros ojos! ¡Con escobas de hierro barreré de nuestra ciudad la basura y las sabandijas no humanas! ¡Delante de vuestros ojos! ¡No tuve lástima de mí mismo! ¡Y me gané el derecho sagrado a no tener lástima de otros!
Andrei llegó a la entrada del periódico. La puerta estaba cerrada. Rabioso, la pateó y los cristales se estremecieron. Comenzó a golpearla con todas sus fuerzas, soltando tacos con rabia. La puerta se abrió. En el umbral estaba el Preceptor.
—Entra —dijo, echándose a un lado.
Andrei entró. El Preceptor cerró la puerta detrás de él, pasó el cerrojo y se volvió. Su rostro era blanco, como la harina, con enormes ojeras negras, y se humedecía los labios con la lengua con frecuencia. A Andrei se le encogió el corazón: nunca antes había visto al Preceptor en tal estado de abatimiento.
—¿Es posible que todo ande tan mal? —preguntó Andrei, con desánimo en la voz.
—Pues sí —el Preceptor sonrió débilmente—. No hay nada bueno.
—¿Y el sol? —preguntó Andrei—. ¿Por qué lo apagaron?
—¡No lo apagamos! —masculló, angustiado, el Preceptor, apretando los puños y dando paseítos de un lado al otro del vestíbulo—. Fue una avería. Eso no figuraba en ningún plan. Nadie se lo esperaba.
—Nadie se lo esperaba —repitió Andrei, con amargura. Se quitó el impermeable y lo dejó sobre un sofá polvoriento—. Si no se hubiera apagado el sol, nada de esto habría ocurrido.
—El Experimento se descontroló —masculló el Preceptor, dándole la espalda.
—Se descontroló... —volvió a repetir Andrei—. Nunca pensé que el Experimento pudiera descontrolarse.
—Pues... —dijo el Preceptor mirándolo de reojo– en cierto sentido, tienes razón. Pero también puedes considerar lo siguiente: el Experimento, descontrolado, es también un Experimento. Es posible que sea necesario hacer cambios... introducir correcciones. Así que, en retrospectiva, ¡en retrospectiva!, esas tinieblas egipcias se considerarán como parte inseparable y programada del Experimento.
—En retrospectiva... —repitió Andrei una vez más. Una rabia sorda se apoderó de él—. ¿Y qué tendrán la gentileza de ordenarnos? ¿Que nos salvemos?
—Sí. Que os salvéis. Y que salvéis.
—¿A quién?
—A todos los que puedan ser salvados. Todo lo que pueda ser salvado. No puede ser que no quede nadie ni nada que salvar.
—¿Nosotros vamos a salvarnos y Fritz Geiger llevará a cabo el Experimento?
—El Experimento sigue siendo el Experimento —objetó el Preceptor.
—Sí —dijo Andrei—. Desde los babuinos hasta Fritz Geiger.
—Pues sí. Hasta Fritz Geiger, más allá de Fritz Geiger y a pesar de Fritz Geiger. A causa de Fritz Geiger no nos vamos a pegar un tiro en la sien. El Experimento debe continuar. La vida sigue, a pesar de cualquier Fritz Geiger. Si estás desencantado del Experimento, piensa en la lucha por la vida.
—En la lucha por la existencia —masculló Andrei, con una sonrisa torcida—. ¡Ahora no podemos hablar de vida!
—Eso va a depender de vosotros.
—¿Y de ustedes?
—De nosotros depende muy poco. Vosotros sois muchos, aquí sois los que deciden, no nosotros.
—Antes, usted hablaba de otra manera —repuso Andrei.
—¡Antes tú eras otra persona! —objetó el Preceptor—. ¡Y también hablabas de otra manera!
—Temo haber hecho el tonto —masculló Andrei, lentamente—. Me temo que no he sido más que un idiota.
—No temes sólo eso —apuntó el Preceptor con cierta picardía en la voz.
A Andrei el corazón le dio un salto, como siempre ocurre cuando se cae en un sueño.
—Sí, tengo miedo. Tengo miedo a todo —dijo, grosero—. Soy un gorrión asustado. ¿Alguna vez le han pateado los testículos? —De repente, le vino a la cabeza una idea nueva—. Pero usted también tiene miedo, ¿no es verdad?
—¡Por supuesto! Ya te he dicho que el Experimento se descontroló...
—¡No me diga! El Experimento, el Experimento... El problema no está en el Experimento. Primero, a por los babuinos, después a por nosotros, y por último, a por ustedes, ¿verdad?
El Preceptor no respondió nada. Lo más horrible era que, ante aquella pregunta, el Preceptor no había dicho ni una palabra. Andrei seguía esperando, pero el Preceptor se limitaba a seguir dando paseítos por el vestíbulo, moviendo sin sentido los sillones de un lugar a otro, frotando el polvo de las mesitas con la manga y sin atreverse a mirar a Andrei.
Tocaron a la puerta, primero con los puños y después comenzaron a darle patadas. Andrei retiró el cerrojo y vio a Selma delante de él.
—¡Me abandonaste! —dijo ella con indignación—. ¡Apenas he logrado llegar aquí!
Andrei, avergonzado, miró hacia atrás. El Preceptor había desaparecido.
—Perdóname —masculló—. No podía ocuparme de ti.
Le resultaba difícil hablar. Intentaba acallar dentro de sí el horror que le causaba la soledad y la sensación de indefensión. Cerró la puerta de un golpe violento y se apresuró a poner el cerrojo.
TRES
La redacción estaba desierta. Al parecer, los trabajadores habían huido cuando comenzó el tiroteo en las inmediaciones de la alcaldía. Andrei recorrió los cubículos, contemplando con indiferencia los papeles en desorden, las sillas caídas, la vajilla sucia con restos de bocadillos y las tazas con restos de café. De la parte trasera de la redacción le llegaba, muy alto, una marcha militar, lo que le resultaba muy extraño. Selma lo seguía, agarrada de su manga. Hablaba todo el tiempo, decía algo como si lo regañara, pero Andrei no la escuchaba.
«No sé por qué se me ha ocurrido venir hasta aquí —pensó—. Todos han huido, al unísono, y han hecho lo correcto. Ahora estaría en casa, acostado, acariciándome las malditas costillas, medio dormido, sin prestar atención a nada.»
Entró en el departamento de noticias de la ciudad y vio a Izya.
No se dio cuenta en un primer momento de que se trataba de Izya. Estaba de pie en un rincón, detrás de la mesa más lejana, apoyando las manos bien separadas, y revisaba una colección de periódicos antiguos. Estaba pelado casi al rape, hecho un mamarracho, un tipo extraño que vestía una sospechosa bata gris sin botones, y sólo un segundo después, cuando aquel hombre hizo una mueca conocida, enseñó los dientes y comenzó a pellizcarse la verruga del cuello, Andrei se dio cuenta de que se trataba de Izya.
Permaneció unos momentos junto a la puerta, mirándolo. Izya no los había oído entrar. En general, no oía ni se daba cuenta de nada: leía y, además, encima de su cabeza tenía un altavoz de donde salían los estruendosos compases de una marcha militar.
—¡Pero si es Izya! —gritó Selma de repente, apartó a Andrei a un lado y echó a correr.
Izya levantó enseguida la cabeza, su sonrisa se hizo más amplia y abrió los brazos.
—¡Vaya! —gritó, alegre—. ¡Habéis aparecido!
Mientras abrazaba a Selma, mientras le daba un beso sonoro y apetitoso en las mejillas y en los labios, mientras Selma gritaba algo indescifrable y exaltado y despeinaba sus cabellos erizados. Andrei se acercó a ellos, tratando de controlar la tremenda vergüenza que se había apoderado de él. La cortante sensación de culpa, de haber traicionado a un amigo, que había estado a punto de hacerle perder el sentido aquella mañana en el sótano, se había embotado a lo largo del último año, casi había desaparecido: pero ahora lo estremecía de nuevo, y al llegar junto a Izya estuvo varios segundos dudando antes de atreverse a tenderle la mano. Hubiera considerado natural que Izya no quisiera prestar atención a su mano tendida, o que hubiera dicho algo despectivo e injuriante: en su lugar, habría actuado exactamente así. Pero Izya se liberó del abrazo de Selma y le apretó la mano con calor.
—¿Dónde te han maquillado con tanta imaginación? —preguntó, muy interesado.
—Me han dado una paliza —fue la corta respuesta de Andrei, Izya lo había sorprendido. Quería preguntarle muchas cosas, pero se limitó a una—: ¿Cómo es que estás aquí?
En lugar de responder, Izya pasó varias páginas de la colección de periódicos.
—«Ningún razonamiento —leyó con énfasis, gesticulando de forma exagerada– puede explicar la furia con la que la prensa gubernamental arremete contra el Partido del Renacimiento Radical. Pero si recordamos que son precisamente los militantes del PRR, esa diminuta y joven organización, los que denuncian más abiertamente cada caso de corrupción...»
—Deja eso —dijo Andrei, torciendo el gesto.
—«De arbitrariedad —siguió Izya, limitándose a levantar la voz—, de estupidez burocrática e indefensión administrativa; si recordamos que los militantes del PRR fueron los primeros en prevenir al gobierno sobre la inutilidad de los impuestos a las ciénagas...» ¡Bielinski! ¡Pisarev! ¡Plejanov! ¿Esto lo escribiste tú mismo o fueron tus idiotas de alquiler?
—Está bien, está bien —dijo Andrei, irritado, mientras intentaba quitarle los periódicos.
—¡No, aguarda! —gritó Izya, amenazando con el dedo y tirando de la colección de diarios hacia sí—. ¡Aquí hay otra perla! ¿Dónde está? Ah, aquí. «En nuestra ciudad abundan las personas honestas, como en cualquier ciudad habitada por trabajadores. Pero si hablamos de las agrupaciones políticas, es posible que sólo Friedrich Geiger pueda aspirar a ese alto título...»
—¡Basta! —gritó Andrei, pero Izya le arrancó los periódicos de la mano, como en pos de Selma, que reía triunfante, y siguió leyendo, entre resoplidos y salpicaduras de saliva.
—«¡No hablemos de discursos, hablemos de hechos! Friedrich Geiger rechazó el puesto de ministro de información: Friedrich Geiger votó contra la ley que otorgaba importantes privilegios a los funcionarios eméritos de la fiscalía; Friedrich Geiger fue el único político que se manifestó en contra de la creación de un ejército regular, en el que pretendían asignarle un alto cargo...» —Izya tiró los periódicos bajo la mesa y se frotó las manos—. ¡En política, siempre has sido un idiota de primera! Pero en estos últimos meses, tu estupidez ha aumentado de manera catastrófica. ¡Te mereces la paliza que te han dado! Pero, al menos, ¿el ojo está bien?
—Lo está —dijo Andrei lentamente. Acababa de darse cuenta de que Izya movía el brazo izquierdo con torpeza, y que no podía doblar tres dedos de esa mano.
—¡Desconéctalo y mándalo a hacer puñetas! —se oyó el grito de Kensi, que apareció en la puerta—. Ah, Andrei, ya estás aquí... Qué bueno. ¡Hola, Selma! —Atravesó deprisa el salón y retiró del enchufe el cable del reproductor.
—¿Por qué? —gritó Izya—. Quiero oír los discursos de mis líderes. ¡Que retumben las marchas militares!
Kensi se limitó a mirarlo con rabia.
—Andrei —dijo—, vamos a tu despacho y te contare qué hemos hecho. Y hay que pensar qué vamos a hacer de aquí en adelante.
Su cara y sus manos estaban cubiertas de hollín. Echó a andar hacia lo profundo de la redacción y Andrei lo siguió. Sólo en ese momento notó el penetrante olor a papel quemado que salía de los cubículos. Izya y Selma lo seguían.
—¡Amnistía general! —enumeraba Izya, que seguía resoplando y agitándose—. ¡El gran líder ha abierto las puertas de las mazmorras! Necesita espacio para los nuevos detenidos... —Suspiró y gimió—. Han soltado a todos los criminales, hasta el último, y como es notorio, yo soy un criminal. Han soltado hasta a los condenados a cadena perpetua...
—Has adelgazado —dijo Selma, con lástima—. La ropa te cuelga, estás todo harapiento...
—Los últimos tres días no nos dieron nada de comer, ni nos dejaron lavarnos...
—Seguro que tienes hambre.
—Pues no, aquí he comido suficiente.
Entraron en el despacho de Andrei. El calor que hacía allí era insoportable. El sol entraba por la ventana, y en la chimenea ardía el fuego. Allí estaba la secretaria pizpireta, cubierta de hollín como Kensi, revolviendo minuciosamente con el atizador un montón de papel que ardía. En el despacho todo estaba cubierto de hollín y de copos negros de documentos calcinados.
Al ver a Andrei, la secretaria se levantó de un salto y sonrió, asustada y obsequiosa.
«Nunca se me hubiera ocurrido que ella se quedaría aquí», pensó Andrei. Se sentó tras el escritorio y, sintiéndose culpable, hizo un esfuerzo, la saludó y le devolvió la sonrisa.
—La lista de todos los corresponsales especiales, así como de los miembros del consejo de redacción, con sus direcciones —enumeraba Kensi, diligente—. Los originales de todos los artículos políticos, los originales de los resúmenes semanales...
—Hay que quemar los artículos de Dupin —dijo Andrei—. Era el mayor adversario de los del PRR, en mi opinión...
—Ya los he quemado —dijo Kensi, impaciente—. Los de Dupin, y por si acaso, los de Filimonov...
—¿Por qué tanto trajín? —dijo Izya, alegre—. ¡A vosotros os adorarán!
—No estoy muy seguro —masculló Andrei, sombrío.
—¿Cómo que no estás muy seguro? ¿Quieres apostar? ¡Cien billetes!
—¡Aguarda, Izya! —dijo Kensi—. Cierra la boca durante diez minutos, por Dios. He eliminado toda la correspondencia con la alcaldía, pero he conservado la correspondencia con Geiger...
—¡Las actas del consejo de redacción! —cayó en cuenta Andrei—. Las del mes pasado...
Presuroso, registró el cajón inferior del escritorio, sacó la carpeta y se la tendió a Kensi que, encorvado, revisó varias hojas.
—Sííí —dijo, sacudiendo la cabeza—. Me había olvidado de esto... Precisamente, aquí está la intervención de Dupin... —Caminó hacia el hogar y tiró la carpeta al fuego—. ¡Remueva, remueva bien! —le ordenó, irritado, a la secretaria, que escuchaba a sus jefes con la boca entreabierta.
En la puerta apareció el jefe del departamento de cartas de los lectores, sudado y muy ansioso. Llevaba en los brazos un montón de carpetas que sostenía por arriba con la mandíbula.
—Aquí están... —gruñó, mientras dejaba caer los documentos junto al hogar—. Hay varias encuestas sociológicas, ni siquiera he querido revisarlas... Están anotados los apellidos, las direcciones... Jefe, ¿qué le ha pasado?
—Hola Dennis —dijo Andrei—. Le agradezco que se haya quedado aquí.
—¿Tiene el ojo bien? —preguntó Dennis, secándose el sudor de la frente.
—Bien, bien —lo tranquilizó Izya—. No estáis eliminando lo que hace falta —advirtió—. Nadie os va a tocar. Sois un diario liberal opositor, medio amarillo. Simplemente, dejaréis de ser liberales y opositores.
—Izya —dijo Kensi—. Te lo advierto por última vez: deja de decir tonterías o tendré que echarte de aquí.
—¡No estoy diciendo tonterías! —repuso Izya con tristeza—. ¡Déjame terminar! ¡Debéis eliminar las cartas! Seguramente, habrá personas inteligentes que os han escrito...
—¡De-demonios! —masculló Kensi mirándolo con atención y salió corriendo del despacho.
Dennis lo siguió, secándose el rostro y el cuello sobre la marcha.
—No entendéis nada —dijo Izya—. Todos sois unos cretinos, y sólo están en peligro las personas inteligentes.
—Tienes razón en eso de que somos unos cretinos —dijo Andrei.
—¡Aja! ¡Te estás volviendo listo! —exclamó Izya, agitando la mano tullida—. No vale la pena. Es peligroso. ¡Ahí es donde se encierra la tragedia! Ahora mucha gente se volverá lista, pero no lo suficiente. No tendrán tiempo de comprender que en este preciso momento hay que hacerse el tonto.
Andrei miró a Selma. Selma miraba a Izya alelada. Y lo mismo hacía la secretaria, Izya estaba allí de pie, con sus botines carcelarios, sin afeitar, sucio, andrajoso, con la camisa por fuera de los pantalones, con la bragueta medio abierta por carecer de botones. Se erguía allí, con su invariable aspecto de siempre, sin cambiar nada, hablando e ilustrando a sus oyentes. Andrei se levantó de su asiento, caminó hasta el hogar, se agachó junto a la secretaria, le quitó el atizador y se puso a remover el papel, que ardía con desgana.
—Y por eso —seguía ilustrándolos Izya—, no se trata sencillamente de eliminar aquellos papeles en los que se meten con nuestro líder. Hay diferentes maneras de meterse con el líder. Hay que eliminar los papeles escritos por personas inteligentes.
—Oíd, necesito ayuda —gritó Kensi, metiendo la cabeza en el despacho—. Chicas, no os quedéis aquí sin hacer nada, seguidme...
La secretaria se puso en pie de un salto, se acomodó la faldita sobre la marcha y salió corriendo al pasillo. Selma quedó inmóvil un segundo, como esperando que alguien la detuviera, pero al momento aplastó la colilla en el cenicero y también salió.
—Pero a vosotros, nadie os va a poner un dedo encima —seguía discurseando Izya, sin ver ni oír nada—. Os darán las gracias, os entregarán papel para que aumentéis la tirada, os subirán el salario y os ampliarán la plantilla... Y sólo después, en caso de que se os ocurra protestar, os agarrarán por los calzones y os refrescarán la memoria, recordándoos a Dupin, a Filimonov y todas vuestras locuras de liberales opositores. Pero, ¿qué sentido tiene protestar ¡Y no os pasará por la cabeza protestar, sino todo lo contrario!
—Izya —dijo Andrei, mirando al fuego—. ¿Por qué aquella vez no me dijiste qué había en la carpeta?
—¿Qué? ¿En qué carpeta? Ah, en aquélla... —Izya calló de repente, se acercó al hogar y se agachó junto a Andrei. Se mantuvieron en silencio durante varios minutos.
—En aquella ocasión fui un asno —dijo Andrei al rato—. Un gilipollas total. Pero no era un chismoso ni un charlatán. Debiste haberte dado cuenta de eso.
—En primer lugar, no fuiste un gilipollas —dijo Izya—. Peor que eso, estabas agilipollado. Era imposible hablar contigo de ser humano a ser humano. Lo sé, durante cierto tiempo también me comporté así... Además, ¿qué pintan los chismes en esto? Estarás de acuerdo conmigo en que los ciudadanos corrientes no deben enterarse de esas cosas. Porque, de lo contrario, todo podría derrumbarse...
—¿Qué? —dijo Andrei, confuso—. ¿A causa de tus cartas de amor?
—¿Qué cartas de amor?
Durante unos instantes se miraron asombrados el uno al otro.
—Dios mío, claro —dijo Izya, haciendo su habitual mueca—. ¿Cómo no se me había ocurrido que él te contaría todo eso? ¿Qué necesidad tenía de contártelo? Él es nuestro líder, un águila. Quien sea dueño de la información será dueño del mundo, ¡eso lo aprendió muy bien de mí!
—No entiendo nada —masculló Andrei, casi con desesperación. Presentía que en ese momento conocería algo muy vil de toda aquella historia, ya de por sí bastante canallesca—. ¿De qué hablas? ¿De quién? ¿De Geiger?
—Geiger, Geiger —asintió Izya—. Nuestro gran Fritz. ¿Así que lo que yo llevaba en la carpeta eran mis cartas de amor? ¿O quizá fotos comprometedoras? La viuda celosa y el mujeriego de Katzman... Sí, yo les firmé un acta donde decía eso. —Izya se levantó con cierta dificultad y se dedicó a pasearse por el despacho, frotándose las manos y soltando su risita.
—Sí —dijo Andrei—. Eso fue lo que me contó. La viuda celosa. Entonces, ¿todo era mentira?
—Por supuesto, ¿qué pensaste?
—Lo creí —dijo Andrei, sin extenderse. Hizo chirriar los dientes y removió con ferocidad el fuego en el hogar—. ¿Y qué fue lo que ocurrió de veras?
Izya callaba. Andrei miró lentamente a su alrededor. Izya estaba de pie, frotándose lentamente las manos, mirándolo con ojos vidriosos y una sonrisa congelada en la cara.
—Resulta interesante —masculló, inseguro—. ¿Será que se le ha olvidado? Bueno, no exactamente olvidado... —De repente, caminó hasta Andrei y se agachó a su lado—. Oye, no pienso decirte nada, ¿entiendes? Y si te lo preguntan, debes responder eso mismo: no dijo nada, lo negó todo. Dijo solamente que el caso tenía relación con un gran secreto del Experimento, dijo que era peligroso conocer ese secreto. Además mostró varios sobres lacrados y dijo, guiñando un ojo, que entregaría esos sobres a personas de confianza y que serían abiertos en caso de que lo detuvieran repentinamente o de su muerte prematura, ¿entiendes? Que no dijo el nombre de esas personas de confianza. Si te lo preguntan, eso es lo que vas a decir.
—Está bien —dijo Andrei lentamente, mirando al fuego.
—Eso será lo correcto —masculló Izya, mirando también las llamas—. Pero si te torturan... Rumer es un esbirro miserable... —se estremeció—. Pero es posible que nadie te pregunte nada. No sé. Habría que meditar un poco todo esto. Es difícil idear algo así, de repente.
Calló. Andrei seguía removiendo el montón de papeles que ardían entre llamas rojizas que saltaban de un lado a otro. Izya, momentos después, continuó tirando papeles al hogar.
—No tires las carpetas, sólo los papeles —dijo Andrei—. Fíjate, el cartón arde mal. ¿Y no temes que encuentren la carpeta?
—¿Y qué debería temer? —dijo Izya—. Que tema Geiger. Si no la encontraron enseguida, ahora no podrán encontrarla. La tiré en una alcantarilla, y después me pregunté muchas veces si habría caído dentro o fuera... ¿Por qué te pegaron? En mi opinión, tienes unas excelentes relaciones con Fritz.
—No fue Fritz —dijo Andrei, reticente—. Simplemente, tuve mala suerte.
Kensi volvió de repente, acompañado por las chicas. Sobre el impermeable, que llevaban agarrado por las puntas, traían un montón de cartas. Tras ellos venía Dennis, que todavía se secaba el sudor.
—Creo que esto es todo —dijo—. ¿O se les ha ocurrido algo más?
—¡Apartaos! —exigió Kensi.
Bajaron el impermeable junto al hogar y todos se pusieron a tirar las cartas al fuego. El hogar comenzó a zumbar. Izya metió la mano sana en el montón de papeles, escritos con tinta de diferentes colores, sacó una carta y, con su mueca habitual, comenzó a leerla con ansiedad.
—¿Quién fue el que dijo que los manuscritos no arden? —balbuceó Dennis mientras resoplaba. Se sentó tras la mesa y encendió un cigarrillo—. En mi opinión, arden muy bien... Qué calor. ¿Abrimos las ventanas?
De repente, la secretaria chilló, se levantó de un salto y salió corriendo.
—¡Se me había olvidado —susurraba—, se me había olvidado por completo!
—¿Cómo se llama? —se apresuró a preguntar Andrei.
—Amalia —gruñó Kensi—. Te lo he dicho cien veces... Oye, acabo de telefonear a Dupin...
—¿Y qué?
La secretaria regresó con un montón de bloques de notas entre los brazos.
—Estas son todas sus órdenes, jefe —susurró—. Las había olvidado totalmente. Seguro que también hay que quemarlas, ¿sí?
—Por supuesto, Amalia —dijo Andrei—. Gracias por acordarse. Quémelas, Amalia, quémelas. ¿Qué dijo Dupin?
—Quería prevenirlo, decirle que todo estaba en orden, que habíamos eliminado todas las huellas. Y se asombró, preguntó qué huellas eran ésas. ¿Acaso había escrito algo así? Estaba terminando un reportaje detallado sobre el heroico asalto a la alcaldía, y se disponía a escribir un editorial titulado «Friedrich Geiger y el pueblo».
—Es una puta —dijo Andrei, con desgana—. Por cierto, como todos nosotros...
—¡Cuando dices esas cosas, refiérete a ti mismo! —le gritó Kensi.
—Perdona —respondió Andrei, con la misma desgana—. Digamos que no todos somos unas putas. La mayoría, nada más.
Izya soltó una risita repentina.
—Aquí tenemos a una persona inteligente —proclamó, agitando una hoja de papel—. «Es totalmente obvio —leyó—, que la gente como Friedrich Geiger sólo aguardan alguna desgracia importante, no importa que sea de corta duración, basta que constituya una sensible interrupción del equilibrio, para desatar las pasiones y salir a la superficie, montados en la ola del motín...» ¿Quién ha escrito semejante cosa? —Buscó el remitente—. ¡Vaya, por supuesto! ¡A la hoguera, a la hoguera! —arrugó el papel y lo tiró al hogar.
—Escucha, Andrei —dijo Kensi—. ¿No es hora ya de pensar en el futuro?
—¿Y qué hay que pensar? —gruñó Andrei mientras continuaba trajinando con el atizador—. De alguna manera sobreviviremos, resistiremos...
—¡No hablo de nuestro futuro! —dijo Kensi—. Hablo del futuro del periódico, del futuro del Experimento.
Andrei lo miró con asombro, Kensi parecía el mismo de siempre. Como si no hubiera ocurrido nada. Como si nada hubiera pasado durante los últimos meses. Parecía estar más preparado a pelear que en otras ocasiones. Aunque fuera a pelear en nombre de la legalidad y los ideales. Como el martillo de un revólver, esperando que apretaran el gatillo. ¿O sería posible que no le hubiera ocurrido nada a él personalmente?
—¿Has hablado con tu Preceptor? —preguntó Andrei.
—Sí, he hablado —respondió Kensi con aire retador.
—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Andrei, sobreponiéndose al pudor habitual que acompañaba siempre a las conversaciones sobre los Preceptores.
—Eso no le incumbe a nadie, y no tiene la menor importancia. ¿Qué pintan aquí los Preceptores? Geiger también tiene un Preceptor. Cada bandido en la Ciudad cuenta con un Preceptor. Pero eso no impide que cada cual piense por sí solo.
Andrei sacó un cigarrillo del paquete, lo ablandó entre los dedos y, frunciendo el ceño a causa del calor, lo encendió pegándolo al atizador incandescente.
—Estoy harto de todo —dijo, muy quedo.
—¿De qué estás harto?
—De todo... En mi opinión, hay que huir de aquí, Kensi. Que se vayan todos al diablo.
—¿Qué es eso de huir? ¿Qué quieres decir?
—Hay que largarse antes de que sea tarde, huir a las ciénagas, adonde el tío Yura, lo más lejos posible de todo este burdel. El Experimento se ha descontrolado, nosotros no podemos controlarlo de nuevo, así que la terquedad no tiene sentido. En las ciénagas al menos tendremos armas, tendremos la fuerza...
—¡No me iré a las ciénagas! —declaró Selma de repente.
—No te lo estoy proponiendo a ti —dijo Andrei, sin volverse.
—Andrei —replicó Kensi—, eso sería desertar.
—Según tú, desertar, pero en mi opinión se trata de una maniobra inteligente. Pero haz lo que quieras. Me has preguntado qué pensaba sobre el futuro, y te respondo: no tengo nada que hacer aquí. De todas maneras, cesarán a todo el consejo de redacción y nos mandarán a recoger babuinos muertos. Bajo custodia. Y eso, en el mejor de los casos...
—¡Y aquí tenemos a otra persona inteligente! —proclamó Izya con admiración—. Escuchad: «Soy un antiguo suscriptor de vuestro diario, y en general apruebo su posición. Pero ¿por qué defendéis constantemente a F. Geiger? ¿Será que no contáis con la suficiente información? Sé, de muy buena tinta, que Geiger ha abierto expedientes a todas las personas de alguna importancia en la Ciudad. Su gente se ha infiltrado en todo el aparato de la municipalidad. Seguramente, también en vuestro diario. Os aseguro que los militantes del PRR no son tan pocos como pensáis. Sé también que cuentan con armas...» —Izya miró el reverso de la carta—. Aja, mira de quién se trata... «Ruego no publicar mi nombre.» ¡A la hoguera, a la hoguera!
—Se podría pensar que conoces a todas las personas inteligentes de la Ciudad —dijo Andrei.
—A propósito, no son tantos —replicó Izya, metiendo la mano en el montón de papeles—. Y no hablo siquiera de que la gente inteligente casi nunca escribe a los diarios.
Se hizo el silencio, Dennis, satisfecho después del último cigarrillo, se acercó también al hogar y comenzó a tirar papeles al fuego en grandes montones.
—¡Remueva, remueva, jefe! —dijo—. ¡Con más ánimo! Déme el atizador.
—En mi opinión, marcharse ahora de la ciudad es simplemente una cobardía —intervino Selma, retadora.
—Ahora tenemos que contar con cada persona honesta —coincidió Kensi—. Si nosotros nos marchamos, ¿quién se queda? ¿Quieres entregarle el periódico a los Dupin?
—Quedarás tú —dijo Andrei, cansado—. Puedes traer a Selma al periódico. O a Izya...
—Tú conoces bien a Geiger —le interrumpió Kensi—. Podrías utilizar tu influencia...
—No tengo la menor influencia sobre él —dijo Andrei—. Y si la tuviera, no quiero utilizarla. No sé hacer esas cosas, y me repelen.
De nuevo, todos callaron. Sólo se oía zumbar las llamas por el tubo de la chimenea.
—Por lo menos, que lleguen lo más pronto posible —gruñó Dennis, mientras tiraba al fuego el último montón de cartas—. Quiero beber algo, no tengo fuerzas para nada, pero para beber...
—No vendrán enseguida —replicó Izya al momento—. Antes, llamarán. —Tiró al fuego la carta que había estado leyendo y comenzó a pasearse por el despacho—. Dennis, usted no lo entiende, no lo sabe. ¡Es un ritual! Un procedimiento diseñado en tres países hasta sus menores detalles, probado hasta la saciedad. Chicas, ¿no hay nada de comer por aquí? —preguntó de repente.