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Ciudad Maldita
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 06:06

Текст книги "Ciudad Maldita"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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—¡Ahora, ahora mismo! —chilló la delgadísima Amalia, levantándose de un salto, y salió corriendo al recibidor.

—Por cierto —recordó Andrei, quién sabe por qué razón—. ¿Dónde está el censor?

—Tenía muchas ganas de quedarse —explicó Dennis—. Pero el señor Ubukata lo echó. El censor gritaba como un loco: «¿Adonde puedo ir? ¡Me estáis matando!». Hubo que pasarle el pestillo a la puerta para que no volviera a entrar. Al principio intentó abrirla con todo el cuerpo, pero al rato se desesperó y se fue. Oiga, voy a abrir un poco las ventanas. Este calor me tiene exhausto.

La secretaria regresó con una sonrisa tímida en sus labios pálidos, sin cosméticos, y le tendió a Izya una bolsa de plástico transparente con unas frituras.

—¡Mmm! —gritó Izya y comenzó a hacer ruidos con la boca.

—¿Te duelen las costillas? —preguntó Selma muy queda, inclinándose hacia Andrei.

—No —se limitó a responder éste. La apartó, caminó hacia la mesa y en ese momento sonó el teléfono. Todos volvieron la cabeza y clavaron los ojos en el aparato de color blanco. El teléfono continuaba sonando.

—Adelante, Andrei —dijo Kensi, impaciente.

—Sí —contestó Andrei cogiendo el auricular.

—¿Es la redacción del Diario Urbano?-preguntó una voz diligente.

—Sí —respondió Andrei.

—Por favor, con el señor Voronin.

—Soy yo.

Se oyó respirar a alguien y después sonaron los pitidos del final de la comunicación. Con el corazón latiéndole con violencia. Andrei colgó el teléfono cuidadosamente.

—Son ellos —dijo.

Izya masculló algo incomprensible, asintiendo largamente con la cabeza. Andrei se sentó. Todos lo miraban: Dennis, con una tensa sonrisa; Kensi, agotado y despeinado: Amalia, muy asustada; y Selma, con el rostro pálido. También Izya lo miraba mientras masticaba e intentaba a la vez sonreír, frotándose los dedos grasientos en los faldones de su chaqueta.

—¿Qué miráis? —pronunció Andrei, con irritación—. Largaos todos de aquí.

Nadie se movió.

—¿Por qué te preocupas? —dijo Izya, contemplando la última fritura—. Todo será tranquilo y pacífico, como dice el tío Yura. Tranquilo y pacífico, honesto y noble... Pero no debes hacer movimientos bruscos. Como si se tratara de una cobra.

Al otro lado de la ventana se oyó el traqueteo del motor de un auto y el chirrido de los frenos.

—¡Kaize, Velichenko, conmigo! —ordenó una voz penetrante—. ¡Mirovich, de guardia junto a la puerta de entrada!

Y un segundo después, se oyó cómo llamaban abajo dando puñetazos en la puerta.

—Iré a abrir —dijo Dennis, y Kensi corrió al hogar y comenzó a revolver con todas sus fuerzas las cenizas todavía humeantes, haciéndolas volar por todo el recinto.

—¡No haga movimientos bruscos! —le gritó Izya a Dennis, que se alejaba.

La puerta de abajo se estremeció y los vidrios temblaron, con un sonido quejumbroso. Andrei se levantó, cruzó las manos a la espalda apretándolas con todas sus fuerzas, y quedó de pie en el centro del despacho. La reciente sensación de náusea, angustia y flojera en las piernas volvió a adueñarse de él. Abajo cesó el ruido, dejó de escucharse el golpeteo, se oyeron voces irritadas y a continuación muchas botas comenzaron a recorrer los despachos vacíos.

«Como si se tratara de todo un batallón —le pasó a Andrei por la cabeza. Retrocedió y apoyó el trasero en la mesa. Le temblaban las rodillas—. No permitiré que me golpeen —pensó, con desesperación—. Prefiero que me maten. No he cogido la pistola... Qué lástima... ¿Será correcto no haberla cogido?»

Por la puerta, directamente frente a él, entró un hombre grueso de baja estatura, con un abrigo de buena calidad, con brazaletes blancos en las mangas y tocado con una enorme boina en la que se veía un distintivo. Calzaba botas muy brillantes, llevaba el abrigo ridículamente ceñido con un ancho cinturón del que colgaba, en el lado izquierdo, una funda amarilla totalmente nueva. Detrás del hombre entraron otros más, pero Andrei no los vio. Como encantado, contemplaba el rostro pálido y abotagado, de rasgos poco precisos y ojos enrojecidos.

«Tendrá conjuntivitis —le pasó por la cabeza—. Y está tan bien afeitado que el rostro le brilla como si se hubiera dado laca.»

El hombre de la boina examinó rápidamente el despacho y clavó después los ojos en Andrei.

—¿El señor Voronin? —pronunció, con voz muy aguda y entonación interrogativa.

—Soy yo —alcanzó a decir Andrei con gran esfuerzo, mientras se agarraba del borde de la mesa con ambas manos.

—¿El redactor jefe del Diario Urbano?

—Sí.

El hombre de la boina saludó con dos dedos, con gesto hábil, pero como al paso.

—Tengo el honor, señor Voronin —dijo, altisonante—, de entregarle un mensaje personal del señor presidente Friedrich Geiger.

Era obvio que tenía la intención de sacar el mensaje personal con un movimiento elegante, pero algo le salió mal y tuvo que buscar un rato en las profundidades de su abrigo, inclinado ligeramente hacia la derecha, con una expresión como de quien está siendo atacado por insectos. Andrei lo miraba como un condenado, sin entender nada, todo ocurría de forma extraña. No era eso lo que había esperado. «Quizá no sea nada», le pasó por la cabeza, pero en ese mismo instante apartó la idea de sí con un estremecimiento supersticioso.

Finalmente, apareció el mensaje y el hombre de la boina se lo tendió a Andrei con expresión irritada y algo ofendida. Andrei tomó el sobre crujiente y lacrado. Era un sobre postal de lo más corriente, largo, de color azul, con la imagen estilizada de un corazón con dos alitas de pájaro. En el sobre, una letra conocida había escrito: ANDREI VORONIN. REDACTOR JEFE DEL DIARIO URBANO,PERSONAL Y CONFIDENCIAL. F. GEIGER, PRESIDENTE. Andrei rasgó el sobre y extrajo una hoja corriente de papel de escribir con el borde azul.


¡Querido Andrei! Ante todo, permíteme agradecerte de todo corazón la ayuda y el apoyo que he recibido continuamente por parte de tu periódico durante estos últimos meses decisivos. Ahora, como puedes ver, la situación ha variado de manera radical. Estoy seguro de que la nueva terminología y algunos excesos inevitables no te confundirán: las palabras y los medios han cambiado, pero los objetivos siguen siendo los de siempre. Toma el diario en tus manos, has sido designado su redactor jefe y editor, de manera permanente y con plenos poderes. Elige tus colaboradores según tu criterio, amplía la plantilla, exige nuevas capacidades tipográficas, te doy carta blanca en todos los sentidos. El portador de esta carta, el subadjutor Raymond Zwirik, ha sido designado representante político de mi dirección de información en tu periódico. Como te darás cuenta enseguida, se trata de un hombre de pocas luces, pero conoce bien su oficio. Te ayudará a ponerte al día en la política general, sobre todo en los primeros tiempos. En caso de posibles conflictos, dirígete, por supuesto, personalmente a mí. Te deseo éxitos. Les enseñaremos a esos liberales babosos cómo hay que trabajar. Cordialmente, Fritz.


Andrei leyó dos veces el mensaje personal y confidencial, después dejó caer la mano en la que sostenía la carta y miró a su alrededor. De nuevo, todos lo miraban, pálidos, decididos y tensos. Sólo Izya brillaba como un samovar recién pulido, y a espaldas de los presentes lanzaba besos imaginarios al espacio. El subadjutor (qué demonios querría decir aquella palabra, le parecía haberla oído... adjutor, coadjutor... algo histórico, o de Los tres mosqueteros), el subadjutor Raymond Zwirik también lo miraba, con severidad pero con aire protector. Y junto a las puertas, balanceándose sobre los pies, había unos tipos desconocidos con carabinas y brazaletes blancos en las mangas que también lo miraban.

—Pues bien —comenzó a decir Andrei, mientras doblaba la misiva y la guardaba en el sobre. No sabía por dónde comenzar.

—¿Se trata de sus colaboradores, señor Voronin? —preguntó el subadjutor, en tono práctico, tomando la iniciativa con un ademán.

—Sí —dijo Andrei.

—Hum —pronunció Raymond Zwirik, con vacilación en la voz, mirando fijamente a Izya.

—Y usted, ¿quién es? —le preguntó con brusquedad Kensi en ese momento.

El señor Raymond Zwirik clavó sus ojos en él y a continuación, con cierto asombro, miró a Andrei, que tosió un par de veces.

—Señores —pronunció—. Permítanme que les presente al señor Zwirik, subcoadjutor...

—¡Subadjutor! —lo corrigió Zwirik, airado.

—¿Qué? Ah, sí, subadjutor. No subcoadjutor, sino simplemente subadjutor... Representante político en nuestro periódico. Desde este momento.

De repente, sin que viniera a cuenta. Selma bostezó y se cubrió la boca con la mano.

—¿Representante de qué? —preguntó Kensi, sin reducir su hostilidad.

—¡Representante político de la dirección de información! —proclamó Zwirik, en tono muy airado, sin dar tiempo a Andrei a sacar el mensaje del sobre.

—¡Sus documentos! —dijo Kensi, bruscamente.

—¡¿Qué?! —los ojos enrojecidos del señor Zwirik parpadearon con enojo.

—Documentos, plenos poderes, ¿tiene algo más que su estúpida tunda?

—¡¿Quién es?! —gritó el señor Zwirik con voz penetrante, volviéndose de nuevo hacia Andrei—. ¡¿Quién es este hombre?!

—Es el señor Kensi Ubukata —se apresuró a explicar Andrei—. Vicerredactor jefe... Kensi, no se necesita documento alguno. Me ha traído una carta de Fritz.

—¿De qué Fritz? —dijo Kensi, con gesto de asco—. ¿Qué pinta aquí ese tal Fritz?

—¡Movimientos bruscos! —intervino Izya—. ¡Os ruego que no hagáis movimientos bruscos!

La cabeza de Zwirik se movía entre Izya y Kensi. Su rostro ya no brillaba y por momentos se ponía cada vez más rojo.

—Veo, señor Voronin —pronunció, finalmente—, que sus colaboradores no tienen todavía una idea clara de qué ha ocurrido hoy. ¡O al contrario! —Siguió alzando la voz—. ¡Se lo imaginan, pero de una manera extraña, torcida! Aquí veo papel quemado, veo rostros lúgubres, y no veo ninguna disposición para comenzar a trabajar. En el momento en que toda la Ciudad, todo nuestro pueblo...

—¿Y ésos, quiénes son? —le interrumpió Kensi, señalando hacia los hombres que portaban carabinas—. ¿Quiénes son, nuevos colaboradores?

—¡Pues, sí! ¡Señor ex vicerredactor jefe! Son los nuevos colaboradores. No puedo prometer que se trate de...

—Eso lo veremos —pronunció Kensi con una extraña voz chirriante y caminó hacia Zwirik—. No sé con qué fundamento...

—¡Kensi! —intervino Andrei, en tono de indefensión.

—Con qué fundamento viene aquí a dar órdenes —prosiguió Kensi, sin prestar la menor atención a Andrei—. ¿Quién es usted? ¿Cómo tiene la osadía de comportarse de esa manera? ¿Por qué no muestra sus documentos? Ustedes no son otra cosa que bandidos armados que han entrado aquí para cometer un asalto.

—¡Cállate, culo amarillo! —fue el grito salvaje de Zwirik, que se llevó la mano a la funda de la pistola.

Andrei se balanceó hacia delante para interponerse entre ellos, pero en ese momento lo empujaron con violencia por el hombro, y Selma se paró delante de Zwirik.

—¡Cómo te atreves a expresarte así en presencia de mujeres, canalla! —le gritó—. ¡Culo gordo asqueroso! ¡Ladrón!

Andrei estaba totalmente confuso. Zwirik, Kensi y Selma gritaban a la vez. De reojo. Andrei vio que los tipos de la puerta se miraron, indecisos, y comenzaron a levantar sus carabinas, pero junto a ellos apareció de repente Dennis Lee, que agarraba por una pata un pesado taburete con el asiento de hierro; pero lo más terrible e increíble de todo era la zorrita de Amalia que, encorvada como una fiera, mostrando sus largos dientes blancos de aspecto terrorífico en aquel rostro pálido como el de un muerto, se acercaba sigilosamente a Zwirik, levantando sobre el hombro derecho el atizador humeante, como si fuera un palo de golf.

—¡Me acuerdo muy bien de ti, hijo de perra, me acuerdo! —gritaba Kensi, sin ceder—. Robabas el dinero de las escuelas, miserable, y ahora te presentas como coadjutor...

—¡Os hundiré en la mierda, eso es lo que vais a comer! ¡Enemigos de la humanidad!

—¡Cállate, culo de puta! ¡Cállate antes de que te ponga la mano encima!

—¡Movimientos bruscos! ¡Os lo imploro...!

Andrei, como hipnotizado, incapaz de moverse, no apartaba los ojos del atizador humeante. Se daba cuenta, sabía, que ocurriría algo horrible, irreparable, y que ya no podría impedirlo.

—¡Vosotros, a la horca! —gritaba salvajemente el subadjutor, con los ojos inyectados de sangre, moviendo de un lado a otro su enorme pistola automática. De alguna manera, mientras todos gritaban y chillaban, había logrado extraer el arma de la funda, y la agitaba sin sentido, sin dejar de dar gritos penetrantes, pero en ese momento Kensi saltó hacia él y lo agarró por las solapas del abrigo. Zwirik trató de liberarse, empujando con ambas manos, y a continuación sonó un disparo, otro y otro más. El atizador describió una curva silenciosa en el aire, y todos quedaron paralizados.

Zwirik estaba solo en el centro del despacho y su rostro se volvía gris por momentos. Se frotaba con una mano el hombro lastimado por el atizador, mientras la otra continuaba extendida hacia delante. La pistola yacía en el suelo. Los tipos de la puerta, con la boca abierta del susto, habían bajado sus carabinas.

—Yo no quería... —pronunció Zwirik con voz temblorosa.

El taburete cayó de la mano de Dennis con estruendo, y sólo entonces Andrei comprendió a quién miraban todos. A Kensi, que retrocedía muy lentamente, con un movimiento extraño, mientras se cubría con ambas manos la parte inferior del pecho.

—Yo no quería... —repetía Zwirik con voz llorosa—. ¡Dios es testigo de que yo no quería!

A Kensi se le doblaron las piernas y se derrumbó suavemente, casi sin ruido, junto al hogar, sobre un montón de ceniza y restos de papel, y después de emitir un sonido torturado y confuso, se llevó lentamente las rodillas al vientre.

En ese momento, con un terrible grito, Selma clavó las uñas en el rostro de Zwirik, grueso, brillante, grisáceo, mientras todos los demás corrieron hacia el caído como para protegerlo, se agacharon sobre él y un minuto después Izya se irguió, volvió hacia Andrei el rostro, torcido por una extraña mueca, alzando mucho las cejas.

—Muerto... —balbuceó—. Asesinado.

Sonó el timbre del teléfono. Sin darse cuenta de qué hacía, Andrei, como en sueños, extendió la mano y tomó el auricular.

—¿Andrei? ¿Andrei? —Era la voz de Otto Frijat—. ¿Estás bien? ¿Sano y salvo? ¡Gracias a Dios, estaba preocupado por ti! Ahora todo marchará perfectamente. Ahora Fritz nos protegerá, en caso de cualquier cosa...

Dijo algo más, habló de embutidos, de mantequilla, pero Andrei no lo escuchaba.

Selma lloraba, inconsolable, agachada en un rincón y agarrándose la cabeza entre las manos, mientras el subadjutor Raymond Zwirik frotaba sus mejillas grises, embadurnándolas con la sangre que salía de profundos arañazos y, como si de un mecanismo roto se tratara, repetía constantemente una misma frase.

—Yo no quería. Juro por Dios que no quería...


CUARTA PARTE




Señor consejero


UNO



El agua que caía estaba tibia y tenía un sabor asqueroso. La alcachofa de la ducha estaba demasiado alta, no lograba alcanzarla con la mano, y los chorritos anémicos empapaban cualquier cosa menos lo que debían. Como era habitual, el desagüe estaba atascado y había un charco sobre la rejilla. En general, era asqueroso tener que esperar. Andrei escuchó con atención: en el vestidor seguían riéndose y conversando. Al parecer, alguien había mencionado su nombre. Andrei se retorció y se volvió de espaldas, intentando que el chorrito le llegara a la columna vertebral, pero resbaló y tuvo que agarrarse de la rugosa pared de cemento, maldiciendo a media voz. Que el diablo se los lleve a todos, bien que hubieran podido pensar en construir una ducha aparte para los funcionarios del gobierno. Tenía que esperar allí, como si se dispusiera a echar raíces...

En la puerta, delante de su nariz, alguien había arañado unas palabras: mira a la derecha. Maquinalmente, Andrei miró a la derecha. Ahí habían arañado: mira hacia atrás. Andrei sonrió y cayó en la cuenta de que conocía todo aquello desde que estaba en primaria; en su momento él mismo había escrito aquellos letreros. Cerró el grifo. Había silencio en el vestidor. Entonces, abrió con cuidado la puerta y echó un vistazo. Gracias a Dios, se habían largado...

Salió, haciendo eses sobre los mosaicos ennegrecidos, encogiendo los dedos de asco. Fue hacia donde colgaba su ropa. De reojo percibió un movimiento en el rincón, se volvió y vio unas nalgas escuálidas, cubiertas de vello negro. Siempre era lo mismo: alguien, desnudo y de rodillas, miraba por una grieta hacia el vestidor femenino. El tipo estaba tan atento que parecía de piedra.

Andrei cogió su toalla y comenzó a secarse. Era una toalla barata, cuartelaria, que apestaba a fenol, y no absorbía el agua sino más bien la extendía por la piel.

El tipo desnudo seguía fisgoneando. Su pose antinatural recordaba la de un ahorcado: por lo visto, el agujero de la pared lo había hecho un adolescente, era incómodo y quedaba muy abajo. Después, al parecer, perdió el objeto de su atención. Suspiró ruidosamente, se sentó, bajó los pies y fue entonces cuando vio a Andrei.

—Ya se ha vestido —dijo—. Qué mujer más bella.

Andrei se quedó callado. Se puso los pantalones y comenzó a calzarse.

—De nuevo me he vuelto a arrancar la ampolla —dijo el tipo desnudo, que se examinaba la palma de la mano—. Ya ni sé cuántas veces. —Extendió la toalla y la miró por ambos lados con gesto dubitativo—. Lo único que no entiendo —prosiguió, mientras se frotaba la cabeza—, es que no traigan las excavadoras. Una excavadora nos sustituiría a todos. Andamos paleando tierra como esos...

Andrei se encogió de hombros y gruñó algo que ni siquiera él mismo entendió.

—¿Eh? —preguntó el hombre desnudo, asomando la oreja por detrás de la toalla.

—Digo que en toda la ciudad sólo hay dos excavadoras —explicó Andrei, con irritación. Se le había roto el cordón del zapato derecho y ya no le quedaría más remedio que seguir la conversación.

—Pues yo creo que si las trajeran para acá... —replicó el tipo desnudo, mientras se frotaba con energía el pecho lleno de vellos, parecido al de un pollo—. Pero a pala... Hay que saber trabajar con la pala, y yo pregunto: ¿cómo vamos a saber eso, si somos de planificación urbana?

—Las excavadoras se necesitan en otro sitio —gruñó Andrei. El maldito cordón no se dejaba atar.

—¿En qué otro sitio podrían hacer falta? —se agarró enseguida el planificador desnudo—. Por lo que sé, nuestra Gran Obra está aquí. ¿Dónde se necesitarían entonces las excavadoras? ¿En la Más Grande? No he oído de la existencia de ésa.

«No sé por qué demonios me pongo a discutir contigo —pensó Andrei con maldad—. ¿Y por qué estoy discutiendo con este tipo? Hay que estar de acuerdo con lo que diga y no discutir. Si le hubiera dicho que sí un par de veces, se hubiera callado. No, no se hubiera callado, se habría puesto a contar alguna historia de tías en cueros... De lo útil que le resulta divertirse mirándolas. O de cualquier otra imbecilidad.»

—Pero ¿de qué se queja? —dijo, irguiéndose—. Le piden que trabaje sólo una hora al día y se queja como si le estuvieran metiendo una regla por el ano. Qué desgracia, se ha arrancado una ampolla. Un accidente laboral.

El tipo desnudo de planificación urbana lo miró, sorprendido, con la boca entreabierta. Enclenque, peludo, con las rodillas hinchadas, con esa pancita...

—¡Trabajamos para nosotros mismos! —prosiguió Andrei con encarnizamiento mientras se anudaba la corbata—. No es para otros, nos piden que trabajemos para nosotros mismos. Pues no, de nuevo nos molestamos, de nuevo no nos viene bien. Seguro que hasta el Cambio paleaba mierda, ahora trabaja en planificación urbana pero sigue quejándose... —Se puso la chaqueta y se dedicó a doblar el chándal. Y, en ese momento, el tipo de planificación urbana logró articular palabra.

—¡Aguarde, caballero! —gritó, ofendido—. ¡No se trata de eso! Estaba hablando de racionalidad, de eficacia... ¡Qué curioso! Tomé parte en el asalto a la alcaldía. Y le digo que si ésta es la Gran Obra, deberíamos traer los equipos para acá. ¡Y no le permito que me grite!

—Qué gran cosa, conversar con usted aquí... —dijo Andrei, mientras envolvía el chandal en un periódico sobre la marcha y salía del vestidor.

Selma lo esperaba ya sentada en un banco no lejos. Fumaba, pensativa, mirando hacia la excavación, con las piernas cruzadas como de costumbre, fresca y rosada tras la ducha. Andrei sintió un pinchazo desagradable al pensar en la posibilidad de que aquel aborto peludo hubiera babeado mientras la miraba precisamente a ella. Se le acercó y le acarició el cuello fresco.

—¿Nos vamos?

La chica levantó los ojos hacia él, sonrió y frotó la mejilla contra su mano.

—Déjame terminar el cigarrillo —le propuso.

—De acuerdo —asintió Andrei, se sentó y también se puso a fumar.

En la excavación trabajaban centenares de personas, la tierra salía volando de las palas, el sol sacaba destellos a los metales. La fila de carretillas llenas de argamasa llegaba hasta el otro lado, y junto a las planchas de hormigón se amontonaban los trabajadores del siguiente turno. El viento hacía arremolinarse el polvo rojizo, difundía fragmentos de marchas militares que salían por los altavoces colocados sobre columnas de cemento, hacía balancearse enormes planchas de contrachapado con consignas descoloridas: «Geiger ha dicho: ¡es necesario! La ciudad responde: ¡lo haremos!». «La Gran Obra es un golpe contra los no humanos», «El Experimento está por encima de los experimentadores».

—Otto prometió que hoy estarían las alfombras —dijo Selma.

—Eso está muy bien —se alegró Andrei—. Coge la más grande. La pondremos en el salón.

—Yo la quería para tu despacho. En la pared. Acuérdate, te lo dije el año pasado cuando nos mudamos.

—¿En mi despacho? —pronunció Andrei, pensativo. Se imaginó su despacho, la alfombra y las armas: sería impresionante—. Correcto. Muy bien, en el despacho.

—Pero llama sin falta a Rumer —dijo Selma—. Que nos mande un obrero.

—Llama tú misma —dijo Andrei—. No creo que tenga tiempo... No, está bien, yo llamo. ¿Adonde hay que mandarlo? ¿A casa?

—No, directamente al almacén. ¿Vendrás a comer?

—Sí, seguramente. A propósito, Izya sigue amenazando con pasar por allí.

—¡Pues muy bien! Invítalo, y que venga hoy por la noche. Hace muchísimo tiempo que no nos reunimos. Y hay que invitar a Van, que venga con Maylin.

—Aja —dijo Andrei. No había pensado en Van—. Y, además de Izya. ¿tienes intención de invitar a alguno de los nuestros? —preguntó, con precaución.

—¿De los nuestros? Podría llamar al coronel —dijo Selma, indecisa—. Es muy simpático. En general, si vamos a invitar hoy a alguno de los nuestros, que sea en primer lugar a los Dollfuss. Ya hemos estado dos veces en su casa, me resulta violento.

—Si viniera sin la mujer —dijo Andrei.

—Eso es imposible.

—¿Sabes qué? —dijo Andrei—. Por ahora, no los llames. A la noche, decidimos. —Veía con claridad que Van y los Dollfuss no se iban a llevar bien—. ¿No sería mejor invitar a Chachua?

—¡Genial! —dijo Selma—. Se lo echaremos a la mujer de Dollfuss. Todos lo pasarán muy bien. —Tiró la colilla—. ¿Nos vamos?

De la excavación salía una polvorienta multitud de Grandes Constructores en dirección a las duchas. Eran obreros de la fundición, sudorosos y habladores.

—Vámonos —dijo Andrei.

Se dirigieron a la parada de autocares por un caminito de arena entre dos filas de tilos escuálidos, resembrados poco tiempo antes. Allí había dos vehículos descascarados, rebosantes de gente. Andrei miró su reloj: faltaban siete minutos para que salieran. Unas mujeres, con el rostro enrojecido, echaban fuera del primer autocar a un borracho, que daba gritos mientras las mujeres chillaban con voces histéricas.

—¿Vamos con la canalla o a pie? —preguntó Andrei.

—¿Tienes tiempo?

—Sí. Vámonos caminando, junto al precipicio. Allí hace más fresco.

Selma lo tomó del brazo, torcieron a la izquierda, bajo la sombra de un edificio de cinco pisos rodeado por un encofrado de madera, y se encaminaron al precipicio por una callecita adoquinada.

Aquella zona estaba totalmente abandonada. Crecía hierba en las calles y se veían casitas vacías en mal estado, a punto de derrumbarse. Antes del Cambio, y después, en los primeros momentos, no era seguro pasear por estos lugares, no sólo de noche, sino también de día; por doquiera había prostíbulos, guaridas de maleantes, destilerías clandestinas; allí vivían peristas, buscadores profesionales de oro, prostitutas que ayudaban a robar a sus clientes y otros miserables por el estilo. Más tarde, se encargaron de ellos; a unos los pescaron y los desterraron a las ciénagas, como mano de obra de los granjeros; a otros, los delincuentes menores, los espantaron simplemente; en la precipitación fusilaron a algunos, y todas las cosas de valor que se encontraron en el lugar fueron confiscadas por la ciudad. Las barracas quedaron vacías. Al principio, las patrullas vigilaban, pero después, cuando ya no fue necesario, las retiraron, y en los últimos tiempos se anunció públicamente que aquellas barracas serían eliminadas. Y en su lugar, a lo largo de todo el precipicio y dentro de los límites de la ciudad, se extendería una franja de parques y un complejo de ocio.

Selma y Andrei dejaron atrás las últimas casas ruinosas y siguieron a lo largo del abismo, entre una hierba jugosa que les llegaba por las rodillas. Allí hacía fresco, del precipicio llegaban oleadas de un aire húmedo y frío. Selma estornudó y Andrei le pasó el brazo por los hombros. El parapeto de granito no había llegado aún hasta aquella zona, y Andrei, instintivamente, trataba de mantenerse a cinco o seis pasos del borde del abismo.

Al borde mismo, las personas se sentían muy raras. Además, al parecer todos percibían igualmente que el mundo, mirado desde allí, se dividía claramente en dos mitades equivalentes. Al oeste, un vacío inabarcable de color verde azulado: no era el mar, ni siquiera el cielo, sino precisamente un vacío de ese color. Una nada verde azulado. Al este, una muralla inabarcable que se elevaba en vertical, con un estrecho escalón a lo largo del cual se extendía la Ciudad. La Pared Amarilla. La Solidez amarilla absoluta.

El Vacío infinito al oeste, y la Solidez infinita al este. No parecía haber la menor posibilidad de entender esos dos infinitos. Sólo era posible acostumbrarse a ellos. Los que no podían o no eran capaces de hacerlo, trataban de no caminar junto al abismo, y por eso era raro encontrar a alguien allí. Entonces sólo iban parejitas de enamorados, y casi siempre de noche. De noche, algo brillaba en el abismo con una débil luz verdosa, como si allí, en la sima, algo estuviera pudriéndose de siglo en siglo. Sobre el fondo de aquella luminiscencia, se veía nítidamente el borde erizado de plantas del barranco, y allí la hierba era asombrosamente alta y blanda...

—Pero cuando construyamos dirigibles —dijo Selma de repente—, entonces nos elevaremos o bajaremos a ese abismo?

—¿Qué dirigibles? —preguntó Andrei, distraído.

—¿Cómo? —se asombró Selma.

—¡Ah, globos aerostáticos! —dijo Andrei cayendo en la cuenta—. Iremos abajo, claro que abajo. Al abismo.

Entre la mayoría de los habitantes de la ciudad que cumplían diariamente su hora en la Gran Obra, la opinión más extendida era que se estaba construyendo una gigantesca fábrica de dirigibles. Geiger suponía que, por el momento, había que apoyar aquella versión de cualquier manera, pero sin aseverar nada de forma definitiva.

—¿Y por qué abajo? —preguntó Selma.

—Pues... Hemos intentado elevar globos, sin tripulantes, por supuesto. Algo les pasa allá arriba, estallan por causas desconocidas. Ninguno ha logrado subir más allá de un kilómetro.

—¿Y qué puede haber allá abajo? ¿Qué piensas?

—No tengo la menor idea —respondió Andrei, encogiéndose de hombros.

—¡Vaya, qué sabio el señor consejero! —Selma recogió de entre la hierba un pedazo de un viejo tablón con un clavo torcido y herrumbroso, y lo lanzó al abismo—. Que le rompa el cráneo a alguien allá abajo —añadió.

—No seas gamberra —dijo Andrei, pacífico.

—Soy gamberra, ¿lo has olvidado?

—No, no lo he olvidado —dijo Andrei tras mirarla de arriba abajo—. ¿Quieres que te haga rodar por la hierba ahora mismo?

—Sí —respondió Selma.

Andrei miró a su alrededor. En la azotea de la ruina más cercana, con los pies colgando por fuera, fumaban dos tipos cubiertos con gorras. A su lado, recostado en un montón de basura, había un trípode rudimentario con un ariete de hierro colado que colgaba de una cadena retorcida.

—Hay mirones —dijo—. Lástima. Te hubiera dado una buena lección, señora consejera.

—Vamos, revuélcala, no pierdas tiempo —gritaron desde la azotea con voz chillona—. ¡No seas tonto, chaval!

—¿Vas directamente a casa? —preguntó Andrei, haciendo como si no los hubiera oído.

Selma miró su reloj.

—Tengo que pasar por la peluquería —respondió.

De súbito, Andrei fue presa de un sentimiento de alarma. De repente se dio cuenta con toda claridad de que era un consejero, un funcionario responsable del despacho personal del presidente, una persona respetada, que tenía una esposa, una bellísima mujer, y una casa bien montada, rica, y que ahora su esposa iba a la peluquería pues por la noche recibirían invitados, no se trataba de una borrachera caótica sino de una auténtica recepción, y los invitados no serían gente sin importancia, sino personas de peso, respetadas, necesarias, las más necesarias de la ciudad. Era una sensación de adultez percibida de repente, de responsabilidad quizá. Era una persona adulta, independiente, que tomaba decisiones propias, un hombre de familia. Era un hombre adulto, que se erguía sólidamente sobre sus piernas. Lo único que le faltaba eran los hijos, todo lo demás era como lo de los adultos auténticos.

—¡Salud, señor consejero! —pronunció una voz respetuosa.

Resulta que ya habían salido de la zona en ruinas. A la izquierda se extendía un parapeto de granito, bajo los pies tenían baldosas de hormigón, a la derecha y delante se levantaba la enorme mole de la Casa de Vidrio, y en el camino, en posición de firmes y llevándose dos dedos a la visera de la gorra del uniforme, estaba un policía negro, de buen porte, con el traje azul del regimiento de escoltas. Andrei lo saludó, distraído.


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