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Ciudad Maldita
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 06:06

Текст книги "Ciudad Maldita"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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La plaza era gigantesca, no se divisaba el extremo opuesto a causa de la calina, y a la derecha, junto a la Pared Amarilla, las corrientes de aire caliente dejaban ver la silueta temblorosa de una extensa construcción de poca altura, cuya fachada estaba formada por columnas muy próximas unas a otras.

—¡Qué espectáculo! —se le escapó a Andrei.

—En bronce, en mármol, con pipa o sin pipa —dijo Izya, sin aclarar nada, y preguntó—: ¿Y adonde se han largado todos?

Nadie le respondió. Miraban hacia todas partes y no lograban entender nada, ni siquiera el Mudo.

—Al parecer, debemos ir en esa dirección —dijo Pak al rato.

—¿Éste es el Panteón que buscabais? —preguntó Andrei por decir algo.

—¡No lo entiendo! —exclamó Izya con indignación—. ¿Todos ellos se pasean por la ciudad? ¿Por qué casi no los hemos visto antes? ¡Deben ser miles, miles!

—La Ciudad de las Mil Estatuas —dijo Pak.

—¿Qué, existe también esa leyenda? —le preguntó Izya, volviéndose rápidamente hacia él.

—No. Pero yo la llamaría así.

– ¡Ta-ra-ta-ta!-dijo Andrei, a quien se le había ocurrido algo inesperado—. ¿Cómo podremos pasar por aquí con nuestros tractores? No tendremos explosivos suficientes para eliminar esos pedestales...

—Creo que debe existir un camino en torno a la plaza —dijo Pak—. Sobre el precipicio.

—¿Seguimos? —dijo Izya. La impaciencia lo consumía.

Y siguieron en dirección al panteón, caminando entre los pedestales, sobre los adoquines que allí estaban rotos, convertidos en gravilla muy fina, en polvo blanco que relumbraba al sol. De vez en cuando se detenían, se agachaban, se levantaban de puntillas para leer las inscripciones en los pedestales, unas inscripciones tan extrañas que daban miedo.



AL NOVENO DÍA DE LA SONRISA



LA BENDICIÓN DE TU MÚSCULO GLÚTEO



SALVÓ A LOS PEQUEÑOS INDEFENSOS.



SE PUSO EL SOL Y SE APAGÓ LA AURORA DEL AMOR,



SIN EMBARGO, A VECES, SIMPLEMENTE: ¡CUÁNDO!


Izya reía y cloqueaba, se daba puñetazos en la mano abierta. Pak, sonriente, negaba con la cabeza, pero Andrei se sentía incómodo, percibía lo inoportuno de aquella alegría indecente hasta cierto punto, pero sólo él parecía percibir eso, y se limitaba a apurarlos.

—Vamos, vamos —repetía, impaciente—. Vamos. ¿Qué demonios os pasa? Llegaremos tarde, qué vergüenza...

Le indignaba contemplar a aquellos idiotas: vaya sitio para divertirse el que habían encontrado. Pero ellos se quedaban atrás, pasaban sus dedos sucios por los renglones tallados, enseñaban los dientes, se reían, y Andrei los abandonó con un gesto, sintiendo un gran alivio al darse cuenta de que sus voces habían quedado muy atrás y ya no se distinguían las palabras.

«Así es mejor —pensó satisfecho—. Sin esa corte de idiotas. A fin de cuentas, no recuerdo haberlos invitado. Algo se dijo con respecto a ellos, pero ¿qué fue exactamente? Que si vendrían en traje de gala, o si por el contrario, no querían venir en general. ¿Y qué importa eso ahora? En última instancia, que se queden allá abajo. Todavía con Pak se puede trabajar, pero Izya se enzarza con cualquier cosa que se diga, o peor aún, se pone él mismo a hablar... Es mejor cuando no están, ¿verdad, Mudo? Sigue guardándome la espalda, aquí, por la derecha, y vigila bien. Aquí, hermanito, no te dan tiempo ni de parpadear. No lo olvides: aquí estamos en la guarida de los verdaderos adversarios, no se trata de Quejada ni de Chñoupek, mejor llévame el fusil, necesito libertad de movimientos, y qué es eso de subir al estrado con un fusil, gracias a Dios no soy Geiger... Pero, dime, ¿dónde está mi disertación? ¡Ahí lo tienes! ¿Qué hago ahora si no tengo la disertación?»

El Panteón apareció, delante y por encima de él, con todas sus columnas, sus peldaños astillados y partidos, su estructura metálica oxidada. A través de las columnas le llegaba un frío gélido, allí estaba oscuro, olía a espera y corrupción, y los enormes portones dorados estaban abiertos de par en par, sólo quedaba entrar. Subió uno tras otro los escalones, atento a no tropezar. «¡Dios me libre!», a no caerse allí ante la vista de todos, palpándose los bolsillos, pero la disertación no aparecía por ninguna parte, porque se había quedado, por supuesto, en la caja fuerte... no, en el traje nuevo, «yo quería ponerme el traje nuevo, pero después pensé que así impresionaría más...».

«Demonios, ¿qué hago sin la disertación? —pensó, mientras entraba en el vestíbulo en penumbra—. ¿De qué trataba mi disertación? —se preguntó mientras caminaba por aquel suelo resbaladizo de mármol negro—. Creo que, en primer lugar, de la grandeza —recordó, poniendo el cerebro en tensión, percibiendo el sudor frío que le corría por el cuerpo debajo de la camisa. Allí, en aquel vestíbulo, hacía mucho frío, hubieran podido avisar; en el patio era verano, no habían echado ni un poco de serrín en el suelo—. Qué holgazanes, cualquiera podía romperse la crisma en aquel suelo.

»Y aquí, ¿adonde vamos? ¿A la izquierda, a la derecha? Ah, sí, perdón... Entonces, es así. En primer lugar, la grandeza —pensó mientras caminaba presuroso por el pasillo totalmente a oscuras—. Ah, esto es otra cosa. Una alfombra. ¡Bien pensado! Pero no se les ocurrió colgar unos candiles. Siempre les pasa lo mismo: o cuelgan algunas lámparas, a veces hasta un reflector, o como ahora... Así funciona la grandeza.

»Y hablando de grandeza, recordamos los denominados grandes nombres. Arquímedes. ¡Perfectamente! Siracusa, eureka, el baño... quiero decir, la bañera. Desnudo. Qué más. ¡Atila! ¡El dux veneciano! Quiero decir que pido perdón: Otelo es el dux veneciano, Atila es el rey de los hunos. Ahí cabalga. Mudo y sombrío, como una tumba. No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos. ¡Pedro! Grandeza. El grande. Pedro el Grande. Primero. Pedro II y Pedro III no fueron grandes. Muy posiblemente porque no fueron el primero. Con mucha frecuencia, primero y grande resultan ser sinónimos. Aunque... Catalina II, la Grande. Segunda, pero de todos modos grande. Es importante señalar esa excepción. Nos encontraremos frecuentemente con excepciones de ese tipo, que, por así decirlo, sólo ratifican la regla.»

Entrelazó con fuerza los dedos a la espalda, apoyó la barbilla sobre el pecho y, mordiéndose el labio inferior, caminó varias veces adelante y atrás, rodeando el taburete. Después, lo apartó con el pie, apoyó los dedos sobre la mesa y, juntando las cejas, miró por encima de las cabezas del auditorio.

La mesa estaba totalmente vacía, cubierta de zinc, y se extendía delante de él como una carretera. No se veía el otro extremo, en la niebla amarillenta temblaban, agitadas por la corriente de aire, las llamitas de las velas. Andrei pensó con momentánea tristeza que aquello no era correcto, rayos, que alguien debería tener la posibilidad de ver qué había al final de la mesa. Era más importante ver aquello que... «Por cierto, eso no es asunto mío.»

Examinó aquellas filas distraído y con expresión condescendiente. Estaban allí sentados, en silencio, a ambos lados de la mesa, con sus rostros atentos vueltos hacia él, de piedra, de hierro, de cobre, de oro, de bronce, de yeso, de jade... todos los tipos de rostros que suelen tener. Por ejemplo, de plata. O, digamos, de malaquita... Sus ojos ciegos eran desagradables, y en general, qué podía ser agradable en aquellos torsos enormes, cuyas rodillas asomaban uno o dos metros por encima de la mesa. Al menos estaban en silencio, no se movían. En ese momento cualquier movimiento resultaría insoportable. Andrei percibía con placer, con lujuria incluso, cómo transcurrían los últimos momentos de una pausa maravillosamente pensada.

—¿Y cuál es la regla? ¿En qué consiste? ¿Dónde reside su esencia sustantiva, inmanente sólo a ella entre todos los predicados posibles? Aquí, me temo que tendré que decir cosas no muy habituales y ni siquiera gratas para vuestros oídos... ¡La grandeza! ¡Ah, cuánto se ha dicho sobre eso, cuántas obras de arte, pictóricas, de danza o vocales, han sido creadas al respecto! ¿Qué sería el género humano sin la categoría de la grandeza? Una banda de simios desnudos, en comparación con los cuales hasta el soldado Chñoupek nos parecería el resultado de una elevada civilización. ¿No es verdad? Cada Chñoupek por separado no tiene la medida de las cosas. La naturaleza sólo le ha enseñado a digerir y multiplicarse. Cualquier otro acto del mencionado Chñoupek no puede ser valorado por él mismo como bueno o malo, como necesario o innecesario, como vano o dañino, y precisamente a causa de ese estado de cosas, todo Chñoupek por separado, en las mismas condiciones, termina tarde o temprano ante un tribunal de campaña, que es el que decide qué le ocurrirá en el futuro... De esa manera, la ausencia de un juicio interno es invariable, y yo diría que está fatalmente compensada por la presencia de un tribunal externo, por ejemplo, el de campaña... Sin embargo, señores, una sociedad compuesta por los Chñoupek y, sin la menor duda, por las Lagartas, sencillamente no puede prestar tanta atención al juicio externo, no importa si se trata del juicio de un tribunal de campaña o de un jurado, del juicio secreto de la inquisición o de un linchamiento, del juicio de Temis o del juicio de Dios... Y no menciono siquiera al juicio de sus pares ni cosas semejantes. Habría que encontrar una manera de organizar el caos formado por los órganos sexuales y digestivos, tanto de los Chñoupek como de las Lagartas, una variante tal de ese desorden universal para que al menos una parte de las funciones de ese juicio externo se trasladara al juicio interno. ¡Es precisamente en ese momento cuando la categoría de la grandeza se hace útil y necesaria! Y todo consiste, señores, en que dentro de la enorme y amorfa multitud de los Chñoupek, en la gigantesca y aún más amorfa multitud de las Lagartas, de vez en cuando aparecen personalidades para las cuales el sentido de la vida no se reduce sólo a las funciones sexuales y digestivas. Si lo prefieren, surge una tercera necesidad. A ese individuo no le basta con digerir y disfrutar de los encantos de otra persona. Quiere, además, crear algo que no haya existido antes de él. Por ejemplo, una estructura jerárquica. Dibujar un bisonte en la pared. Con huevos. O inventar el mito de Afrodita. Cuál es la puñetera causa de ese deseo, no la sabe. Y, en realidad, para qué necesita un Chñoupek esa Afrodita o ese bisonte. Con huevos. Existen hipótesis, por supuesto, ¡y varias! El bisonte, de cualquier forma, significa mucha, muchísima carne. Y de Afrodita no quiero ni hablar... Por cierto, si hablamos con toda honestidad y sinceridad, para nuestra ciencia materialista, el origen de esta tercera necesidad por ahora sigue siendo un enigma. Pero en el presente eso no debe interesarnos. En el presente, amigos, ¿qué es lo que más nos importa? Que en esa multitud gris surja de repente, que desgracia, un individuo que no se satisfaga sólo con las gachas de avena y la guarra Lagarta cuyas piernas están llenas de granos, un individuo que no se satisfaga con el realismo al alcance de todos, sino que comience a idealizar, a abstraerse, qué cerdo, que comience mentalmente a transformar las gachas de avena en un jugoso bisonte al ajillo, y a la Lagarta en una hembra exhuberante, de buena grupa y recién bañada, que sale del océano. Del agua. ¡Madre mía! ¡Un individuo como ése no tiene precio! A un hombre como ése hay que ponerlo en un puesto elevado, y llevarle batallones de Chñoupeks y Lagartas para que aprendan, parásitos, a entender cuál es su lugar. Vosotros, harapientos, ¿podéis hacer lo que él? Tú, piojoso pelirrojo, ¿puedes dibujar una chuleta de tal modo que a uno le entren deseos de comérsela? ¿O, al menos puedes inventar un chiste verde? ¿No puedes? Entonces, so mierda, ¿cómo se te ocurre compararte con él? ¡Vete a labrar la tierra! ¡Vete a pescar, a vender conchas!

Andrei se apartó de la mesa y, frotándose las manos con ardor, volvió a caminar de un lado a otro. Todo aquello le salía muy bien. ¡Magnífico! Y sin necesidad de disertación alguna. Todos aquellos descerebrados lo escuchaban, conteniendo el aliento. Ni uno de ellos se movía... «Es que yo soy así. Claro que no soy como Katzman, yo paso más tiempo callado, pero si me acosan, si me preguntan... Es verdad que en aquel extremo invisible de la mesa parece que hay alguien que quiere hablar. Un judío, quizá Katzman que ha logrado entrar. Bueno, veremos quién convence a quién.»

—Tenemos entonces que la grandeza, como categoría, surgió a partir de la creación, ya que sólo es grande quien crea, quien da origen a lo nuevo, a lo que no ha existido. Pero preguntémonos, señores míos, entonces ¿quién les va a restregar el hocico en la mierda? ¿Quién les dirá; animalito, dónde pretendes meterte? ¿Quién se convertirá en sacerdote del creador? Y no temo esa palabra. Pues será aquel, señores míos, que no sea capaz de dibujar la ya mencionada chuleta, y tampoco a Afrodita, pero que tampoco quiere comerciar con conchas, será el creador-organizador, el creador que los pone a todos en fila, el creador que exige dones y que después los distribuye... Y aquí estamos ya ante el problema relativo al papel de dios y del diablo en la historia. Ante un problema, digámoslo con sinceridad, complejo, enredadísimo, ante un problema en el que, de acuerdo con nuestro punto de vista, todos mienten... Pues hasta un bebé incrédulo tiene claro que Dios es una buena persona, y el diablo, por el contrario, mala. ¡Pero, señores, eso es el delirio de un macho cabrío! ¿Qué sabemos en realidad sobre ellos? Que Dios tomó el caos en sus manos y lo organizó, mientras que el diablo, a su vez, intenta en todo momento destruir esa organización, hacerla regresar al caos. ¿No es verdad? Pero, por otra parte, toda la historia nos enseña que el hombre, como personalidad individual, tiende precisamente al caos. Quiere ser independiente. Quiere hacer sólo aquello que desea. Se pasa todo el tiempo proclamando que él, por naturaleza, es libre. No tenemos que buscar mucho para hallar ejemplos, tomemos de nuevo al famoso Chñoupek. Espero que comprendan hacia dónde me dirijo. Porque les pregunto: ¿a qué se han dedicado los tiranos más feroces a lo largo de la historia? Precisamente, han intentado que el caos antes mencionado, propio del ser humano, esa amorfa cualidad caótica de los Chñoupek y las Lagartas, se organizara de manera conveniente, se formulara, se estructurara, preferiblemente en una fila, se concentrara en un punto y él crearía su contrapunto. O, en palabras más sencillas, los eliminaría. Y, por cierto, como regla general lo conseguían. Aunque, hay que decirlo, sólo durante corto tiempo y sólo con un gran derramamiento de sangre. Pues ahora les pregunto: ¿quién es el bueno en realidad? ¿El que intenta realizar el caos considerándolo libertad, igualdad y fraternidad, o el que pretende reducir esa cualidad de los Chñoupek y las Lagartas (léase entropía social) al mínimo? ¿Quién? ¡Pues ésa es la cuestión!

El párrafo había sido magnífico. Seco, preciso y a la vez no carente de pasión. ¿Y qué rezonga ese otro, en aquel extremo? ¡Vaya, qué descarado! No deja trabajar, y en general...

Con un sentimiento muy adverso, Andrei detectó de repente en las filas de atentos oyentes a algunos que se habían vuelto de espaldas a él. Los miró con atención. No había dudas, eran sus nucas. Uno, dos... seis nucas. Tosió con todas sus fuerzas, golpeó secamente con los nudillos sobre la superficie de zinc. Pero no sirvió de nada.

«Está bien, aguarden —pensó, amenazante—. ¡Ahora me ocuparé de ustedes! ¿Cómo se dice eso en latín?»

– Quos ego-gritó—. Parece que se imaginan que tienen alguna importancia, ¿no? Nosotros somos grandes, y usted anda excavando allí abajo. Nosotros somos de piedra, y usted es de carne perecedera. Nosotros viviremos por los siglos de los siglos, y usted es carroña, flor de un día. Pues aquí tienen —les dijo, haciendo un corte de manga—. ¿Y quién los recuerda? Algunos idiotas, de los que no queda ni huella, los erigieron... Arquímedes, ¡qué cosa! Existió uno con ese nombre, lo sé, corría desnudo por las calles sin el menor reparo... ¿Y qué? En una civilización del nivel adecuado le hubieran cortado los huevos. Para que no corriera. Así que eureka, ¿no? O ese mismo Pedro el Grande. Sí, era el zar, el emperador de todas las Rusias... Conocemos a gente así. ¿Y cuál era su apellido? ¿Eh? ¿No lo saben? ¡Y cuántos monumentos le han erigido! ¡Cuántos libros le han escrito! Pero pregúntenle a un estudiante en un examen y quiera Dios que uno de cada diez pueda adivinar cuál era su apellido. ¡Ahí tiene a ese grande! ¡Y eso es lo que pasa con todos ustedes! O nadie los recuerda, y sólo abren mucho los ojos, o, digamos, los recuerdan, pero no saben su apellido. Y, por el contrario: recuerdan el apellido, digamos, de los ganadores de tal o cual premio, pero el nombre... ¡qué van a acordarse del nombre! ¿Quién era? Era escritor, o vendía lana de contrabando... ¿Y qué falta le hace eso a nadie? Juzguen ustedes mismos. Pues si se acuerdan de todos ustedes, olvidarán cuánto cuesta la vodka.

En aquel momento veía frente a él más de diez nucas. Eso resultaba ofensivo. Y Katzman, al otro extremo de la mesa, seguía mugiendo, cada vez más alto, cada vez con mayor insistencia, pero tan ininteligible como antes.

—¡Una carnada! —gritó Andrei con todas sus fuerzas—. ¡Eso es la alabada grandeza de ustedes! ¡Una carnada! Un Chñoupek los mira y piensa: ¡oh, ha existido gente así! Ahora mismo dejo el alcohol, dejo el tabaco. Dejo de revolearme por los matorrales con mi Lagarta, iré a la biblioteca, me inscribiré y también lograré llegar a su altura... ¡Se presupone que debe pensar de esa manera! Pero cuando los mira a ustedes, piensa de un modo totalmente diferente. Y si no hubiera un custodio junto a ustedes, si no hubiera una valla, él tiraría ahí toda su basura, los llenaría de letreros escritos con tiza y se largaría satisfecho a buscar a su Lagarta. ¡Ahí tienen ustedes la función pedagógica! ¡Ahí tienen la memoria de la humanidad! ¿Y, en realidad, para qué puñetas necesita Chñoupek la memoria? Tengan la bondad de decirme por qué puñetera razón debería él recordarlos a ustedes. Por supuesto, hubo una época en la que se consideraba de buen gusto recordarlos a todos ustedes. Y los recordaban, era imposible hacer otra cosa. Digamos, Alejandro Magno nació en tal fecha, murió en tal otra; Bucéfalo,conquistador. «Condesa, vuestro Bucéfaloestá agotado, y por cierto, ¿no desearía meterse conmigo en la cama?» Eso era culto, educado, según las normas de la alta sociedad... Ahora, por supuesto, en las escuelas también se ejercita la memoria. Nació tal día, murió tal día, representante de la oligarquía dominante. Explotador. Pero aquí ya no queda claro qué necesidad hay de eso. Una vez aprobado el examen, todo pasaba al olvido. «Alejandro Magno también fue un gran jefe militar, mas ¿para qué seguir gastando sillas por gusto?» Hubo una película, titulada Chapaiev.¿La han visto? «Nuestro hermano se muere, Mitka, pide sopa de pescado...» Miren para lo que ha servido Alejandro Magno.

Andrei calló. Toda aquella explicación no venía a cuento. Nadie lo escuchaba. Delante de él sólo había nucas: de hierro, de piedra, de acero, de jade... afeitadas, calvas, rizadas, con trenzas, con cicatrices, y algunas de ellas totalmente ocultas bajo yelmos, gorros, triángulos...

«No me gusta —pensó con amargura—. La verdad hace doler los ojos. Están acostumbrados a las odas, a que les canten alabanzas. Exegi monumentum...¿Y qué es eso tan terrible que les he dicho? Claro que no les he mentido, que no me he arrastrado ante ustedes, dije lo que pensaba. Yo no estoy en contra de la grandeza. Pushkin, Lenin, Einstein... No me gusta la idolatría. Hay que alabar los hechos, no las estatuas. O quizá ni siquiera haya que alabar los hechos. Porque cada uno hace lo que puede. Unos hacen la revolución, otros un pito. Quizá mis fuerzas alcancen sólo para hacer un pito, y entonces, ¿qué, soy sólo una mierda?»

Pero tras la niebla amarilla la voz seguía zumbando, y ya lograba distinguir algunas palabras: «...inaudito, nunca visto... de una situación catastrófica... únicamente ustedes... ha merecido la gloria y el reconocimiento eternos...».

«En particular, eso es lo que no soporto —pensó Andrei—. No soporto cuando hablan de la eternidad para todo. Hermandad eterna. Amistad eterna. Eternamente juntos... ¿De dónde sacan todo eso? ¿Qué cosa eterna es la que ven?»

—¡Basta de mentir! —gritó—. ¡Hay que tener conciencia!

Nadie le prestó atención. Se volvió y regresó por donde había venido, sintiendo una corriente de aire que lo atravesaba hasta los huesos, una corriente hedionda que arrastraba olores de criptas, óxidos, cardenillo...

«Pero no es Izya el charlatán que habla al otro extremo —pensó sin mucha convicción—. Izya nunca ha pronunciado semejantes palabras. No tiene sentido que me enoje con él... Ni que haya venido aquí. ¿Con qué objetivo he llegado hasta este sitio? Seguramente me pareció que había entendido algo. De cualquier manera, ya he cumplido los treinta, es tiempo de entender cómo funcionan las cosas. Qué idea más absurda: convencer a los monumentos de que no le hacen la menor falta a nadie. Es como convencer a la gente de que no son necesarios. Y puede que eso sea de esa forma, pero ¿quién va a creerlo?

»En los últimos años me ha ocurrido algo. He perdido algo... Los objetivos, eso es lo que he perdido. Hace apenas cinco años sabía con exactitud para qué hacía una u otra cosa. Pero ahora no lo sé. Sé que habría que fusilar a Chñoupek. Pero, con qué objetivo, no lo tengo claro. Entiendo, por supuesto, que mi trabajo resultaría más fácil, pero qué falta hace que yo trabaje con más facilidad. Únicamente me hace falta a mí. Para mí. Cuántos años llevo viviendo sólo para mí. Seguramente eso es correcto: nadie va a vivir por mí para mí, yo mismo debo ocuparme de eso. Pero es aburrido, angustioso, me harta... Y tampoco puedo elegir —pensó—. Eso es lo que he entendido. El hombre no puede nada, no es capaz de nada. Lo único que puede, lo único de que es capaz es de vivir para sí.» Aquella idea le resultó tan definida, tan desesperadamente nítida, que le hizo chirriar los dientes.

Salió de la cripta a la sombra de las columnas y entrecerró los ojos. La plaza, amarilla y caldeada, pespunteada por pedestales vacíos, se extendía frente a él. De allí brotaba el calor en olas, como de un horno. Calor, sed, agotamiento... Ese era el mundo en el que había que vivir, y por lo tanto que actuar.

Izya dormía, con la frente recostada en un libro abierto, extendido sobre las losas de granito, a la sombra. El trasero de su pantalón mostraba un corte, calzaba unas botas muy gastadas y sus piernas habían adoptado una pose antinatural. Apestaba a un kilómetro. Allí también estaba el Mudo, agachado con los ojos cerrados y la espalda apoyada en una columna, con el fusil automático sobre las rodillas.

—Arriba —dijo Andrei con cansancio.

El Mudo abrió los ojos y se puso de pie. Izya levantó la cabeza y miró a Andrei a través de párpados hinchados.

—¿Dónde está Pak? —preguntó Andrei, mirando a su alrededor.

Izya se sentó, metió los dedos retorcidos en su cabellera llena de polvo y comenzó a rascarse con encarnizamiento.

—Demonios —masculló—. Oye, tengo un hambre insoportable... ¿Cuándo vamos a comer?

—Ahora nos largamos —le dijo Andrei, que seguía examinando los alrededores—. ¿Dónde está Pak?

—Fueaaioteca —respondió Izya mientras bostezaba—. Ay, qué sueño...

—¿Adonde fue?

—A la biblioteca. —Izya se levantó de un salto, recogió su libro y lo guardó en la mochila—. Acordamos que, mientras tanto, él revisaría los libros... ¿Qué hora es? Mi reloj parece que se ha detenido.

—Las tres —respondió Andrei, mirando su reloj de muñeca—. Vámonos.

—¿No sería mejor comer algo antes? —propuso Izya, indeciso.

—Por el camino.

Sentía una agitación indefinida. Había algo que no le gustaba. Algo estaba fuera de lugar. Le quitó el fusil automático al Mudo, arrugó el gesto y bajó los peldaños recalentados.

—Vaya, ahora tenemos que comer por el camino —se quejaba Izya a su espalda—. Lo he esperado, como una persona decente, y no nos deja comer con tranquilidad... Mudo, dame la mochila...

Andrei, sin mirar atrás, avanzaba a paso rápido entre los pedestales. También tenía hambre, sentía el estómago vacío, pero algo lo impulsaba a seguir adelante lo más rápido posible. Se acomodó la correa del fusil en el hombro y echó de nuevo un vistazo al reloj. Seguía marcando las tres menos un minuto. Se llevó la muñeca al oído. El reloj se había detenido.

—¡Eh, señor consejero! —lo llamó Izya—. ¡Ahí tienes!

Andrei se detuvo y tomó dos galletas con carne de cerdo enlatada. Izya masticaba y hacía sonidos con la boca.

—¿Cuándo se fue Pak? —preguntó Andrei mientras examinaba las galletas, buscando por dónde era mejor meterle el diente.

—Casi enseguida —dijo Izya con la boca llena—. Estuvimos viendo el panteón, no descubrimos nada interesante y él se marchó.

—Qué lástima —dijo Andrei, que ya se había dado cuenta de qué era lo que lo inquietaba.

—¿Lástima, por qué?

Andrei no respondió.


CUATRO



Pak no estaba en la biblioteca. Por supuesto, no se le había ocurrido ni pasar por allí. Como antes, los libros seguían amontonados sobre el suelo.

—Qué raro... —dijo Izya, moviendo confuso la cabeza de un lado a otro—. Me dijo que separaría los libros de sociología.

—«Me dijo, me dijo» —masculló Andrei.

Pateó con la punta del zapato un grueso tomo con el que acababa de tropezar, se dio la vuelta y bajó corriendo las escaleras.

«A fin de cuentas, nos engañó. Nos engañó el maldito. El judío del Lejano Oriente.» Andrei no acababa de darse cuenta de cuál era la picardía del judío del Lejano Oriente, pero con todas las fibras de su alma percibía que los había engañado.

Caminaban pegados a la pared, Andrei por el lado derecho de la calle, el Mudo, que también se había dado cuenta de que todo estaba mal, por el lado izquierdo. Izya estuvo a punto de seguir por el centro, pero Andrei le pegó tal grito que el archivero regresó junto a él precipitadamente y siguió caminando mientras gruñía de indignación y resoplaba con desprecio. La visibilidad era de unos cincuenta metros, y más adelante la calle parecía estar en una pecera donde todo temblaba sin definición, emitía destellos y hasta parecía que unas algas se elevaban sobre el pavimento.

Cuando llegaron a la altura del cine, el Mudo se detuvo repentinamente. Andrei, que lo vigilaba de reojo, también se detuvo. El Mudo permaneció de pie, inmóvil, como escuchando algo con atención, con el sable desnudo en la mano.

—Huele a chamusquina —pronunció Izya en voz baja, detrás de Andrei.

Y en ese momento, él mismo percibió el olor. «Era eso», pensó, apretando los dientes.

El Mudo levantó la mano con el sable, señaló la calle y siguió caminando. Dejaron atrás otros doscientos metros, caminando con todas las precauciones. El olor a chamusquina se hacía cada vez más fuerte. Era un olor a metal ardiente, a trapos chamuscados, a petróleo quemado, al que se sumaban otros, dulzones, casi sabrosos.

«¿Qué habrá ocurrido aquí? —pensó Andrei, apretando las mandíbulas hasta dolerle—. ¿Qué habrá hecho? —repetía, angustiado—. ¿Qué será lo que arde? Porque es allí donde algo se quema, sin lugar a dudas...» Y, en ese momento, divisó a Pak.

Pensó al instante que se trataba de Pak porque el cadáver llevaba la conocida chaqueta de sarga azul descolorida. En el campamento nadie tenía una chaqueta semejante. El coreano yacía en una esquina con las piernas bien abiertas y la cabeza reposaba sobre el rudimentario fusil de cañón corto. El arma apuntaba a lo largo de la calle, en dirección al campamento. Pak parecía inusitadamente grueso, como hinchado, y sus manos estaban relucientes, de un color azul negruzco.

Andrei no había tenido tiempo de entender a ciencia cierta lo que en realidad estaba viendo, cuando Izya lo apartó con un cloqueo, le pisó un pie y echó a correr, atravesó la calle y cayó de rodillas junto al cadáver. Andrei tragó en seco y miró hacia el Mudo, que agitaba la cabeza enérgicamente y señalaba calle abajo con el sable corto. Allí, casi al final de su campo de visión. Andrei divisó otro cuerpo. Alguien yacía en medio de la calle, también grueso y negro, y a través de la calina podía verse cómo se elevaba sobre las azoteas una columna de humo gris, distorsionada por la refracción.

Andrei atravesó la calle y bajó el fusil. Izya se había puesto de pie, y al acercarse, Andrei entendió por qué: del cadáver con chaqueta azul de sarga salía un insoportable hedor, dulzón y nauseabundo.

—Dios mío —balbuceó Izya, volviendo hacia Andrei el rostro totalmente sudado y demacrado—. Miserables, lo han matado... Él valía más que todos ellos juntos.

De un rápido vistazo, Andrei examinó aquel horrible cuerpo hinchado que yacía a sus pies, con una úlcera negra en lugar de nuca. El sol daba un reflejo mate sobre los cartuchos de cobre dispersos por el suelo, Andrei rodeó a Izya, y ya sin ocultarse echó a andar a lo largo de la calle hacia el próximo cuerpo hinchado, junto al que se agachaba el Mudo.

Yacía de espaldas, y aunque su rostro estaba muy ennegrecido e inflamado. Andrei pudo reconocerlo: era uno de los geólogos, el sustituto de Quejada. Ted Kaminski. Lo más horrible era que sólo llevaba los calzoncillos y una chaqueta enguatada de algodón, como las de los choferes. Al parecer, le habían disparado por la espalda y la ráfaga lo había atravesado: por delante, la chaqueta mostraba una serie de agujeros de los que salían jirones de guata gris. A unos cinco pasos yacía un fusil automático sin cargador.

El Mudo tocó el hombro de Andrei y señaló hacia delante. Allí, al lado derecho de la calle, recostado en la pared, yacía otro cadáver. Se parecía a Permiak. Lo habían alcanzado, al parecer, en el centro de la calle, allí se veía aún sobre los adoquines una mancha negra reseca.

Se había arrastrado hasta la pared, dejando un espeso rastro negro y allí había muerto, con la cabeza torcida y abrazándose con todas sus fuerzas el vientre, destrozado por las balas.


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