355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Аркадий и Борис Стругацкие » Ciudad Maldita » Текст книги (страница 2)
Ciudad Maldita
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 06:06

Текст книги "Ciudad Maldita"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



сообщить о нарушении

Текущая страница: 2 (всего у книги 28 страниц)

—Estaremos parados una hora —dijo Andrei, animado—. Vamos a ver quién tenemos ahí delante.

Otro vehículo se aproximó por detrás y se detuvo.

—Vaya solo —dijo Donald, se reclinó en el asiento y se cubrió el rostro con el sombrero.

Entonces Andrei también se reclinó, apartó el alambre del asiento y encendió un cigarrillo. Delante, la descarga avanzaba a toda máquina. Se oían los chirridos de las tapas de los bidones.

—Ocho... diez... —gritaba la voz aguda del controlados.

En un poste se balanceaba una bombilla de mil vatios, cubierta por un plato de hojalata.

—¿Adonde vas, hijo de perra? —se oyó gritar de repente—. ¡Ve para atrás!

—¡Tú, bestia ciega! ¿Quieres que te rompa los dientes?

A la izquierda y a la derecha se alzaban montañas de desperdicios que se habían adherido entre sí formando una masa densa, y el vientecillo nocturno difundía un horrible hedor.

—¡Hola, cargamierdas! —tronó de pronto una voz conocida junto al oído—. ¿Cómo va el gran Experimento?

Se trataba de Izya Katzman en tamaño natural: despeinado, gordo, desaliñado y, como siempre, rebosante de una repelente alegría de vivir.

—¿Lo habéis oído? Dicen que existe un proyecto para la solución final del problema del delito. ¡Eliminarán la policía! En su lugar, por la noche soltarán a la calle a los locos. Será el final de bandidos y gamberros, ¡sólo a un loco se le ocurrirá salir de noche a la calle!

—No tiene gracia —dijo Andrei con sequedad.

—¿Que no tiene gracia? —Izya trepó al estribo y metió la cabeza en la cabina—. ¡Todo lo contrario! ¡Tiene muchísima gracia! No habrá más gastos adicionales. Y por la mañana, los conserjes serán los encargados de llevar de vuelta a los locos a sus lugares de residencia...

—Por esa razón, a los conserjes se les dará una ración adicional, consistente en un litro de vodka —prosiguió Andrei y eso divirtió mucho a Izya, que se puso a reír con extraños sonidos guturales, a mugir y a manotear en el aire.

De repente. Donald soltó un taco en voz baja, abrió su portezuela y desapareció de un salto en la oscuridad. Al momento, Izya dejó de reírse.

—¿Qué le ocurre? —preguntó, inquieto.

—No lo sé —respondió Andrei, sombrío—. Seguramente le has dado ganas de vomitar. Lleva varios días así.

—¿De verdad? —Izya miró por encima de la cabina en la dirección por la que Donald había desaparecido—. Qué lástima. Es un buen hombre. Pero no acaba de adaptarse.

—¿Y quién puede adaptarse?

—Yo estoy adaptado. Tú también. Van está adaptado... Hace poco. Donald estaba molesto, preguntaba por qué había que hacer cola para descargar la basura. Se quejaba de que hubiera un controlador, quería saber qué era lo que controlaba.

—Y tenía razón. En realidad, es una idiotez supina.

—Pero eso no te pone nervioso —objetó Izya—. Tú entiendes perfectamente que el controlador no se gobierna a sí mismo. Lo pusieron a controlar y él controla. Pero como no le alcanza el tiempo para controlar, se forma una cola, eso lo entendemos todos. Y la cola tiene sus reglas... —Izya gruñó y salpicó nuevamente—. Por supuesto, si Donald ocupara el lugar de los jefes, construiría aquí un camino decente, con entradas para descargar la basura, y mandaría al controlador, ese león imponente, a trabajar como policía, para que se dedicara a cazar bandidos. O con los granjeros, a la primera línea...

—¿Y qué? —pronunció Andrei, impaciente.

—¡Cómo que y qué! Donald no es uno de los jefes.

—¿Y por qué los jefes actúan así?

—¿Y qué les importa eso? —gritó Izya con alegría—. ¡Piénsalo! ¿Se recoge la basura? ¡Se recoge! ¿Se controla la descarga? ¡Se controla! ¿Sistemáticamente? ¡Sistemáticamente! Cuando termina el mes, se presenta un informe: se han recogido tantos bidones de mierda más que el mes pasado. El ministro está satisfecho, el alcalde está satisfecho, todos están satisfechos y si Donald no está satisfecho, nadie lo obligó a venir aquí, lo hizo de manera voluntaria.

El camión delantero soltó una nube de humo grisáceo y adelantó unos quince metros. Andrei ocupó de un salto el asiento tras el volante y miró por la ventanilla. No se veía a Donald por ninguna parte. Entonces, encendió el motor con cierta aprensión y avanzó lentamente. En el corto trayecto, el motor se le caló tres veces, Izya caminaba a su lado, estremeciéndose cada vez que el vehículo comenzaba a corcovear. Después se puso a contar algo sobre la Biblia, pero Andrei lo oía mal, estaba cubierto de sudor a causa de la tensión.

Bajo la potente bombilla todo seguía igual, se oían tacos y los sonidos metálicos de los bidones. Algo botó sobre el techo de la cabina, pero Andrei no le prestó atención. Por detrás se acercó el enorme Oskar Hayderman con su ayudante, un negro haitiano, y le pidió un cigarrillo. El negro, llamado Silva, apenas se distinguía en la oscuridad, salvo por sus dientes blancos.

Izya se puso a conversar con ellos, llamando ton-ton macoute a Silva, mientras Oskar preguntaba por un tal Thor Heyerdahl. Silva hacía horribles muecas, como si disparara ráfagas con un fusil automático. Izya se aguantaba las tripas y hacía como si lo hubieran matado. Andrei no entendía nada y, al parecer, Oskar tampoco. Enseguida se aclaró que confundía Haití con Tahití...

Algo volvió a rodar por el techo de la cabina, y de repente un montón de basura pegajosa golpeó el capó y se deshizo.

—¡Eh! —gritó Oskar a la oscuridad—. ¡Basta ya!

Delante, veinte gargantas volvieron a gritar y la densidad de los tacos alcanzó un nivel nunca visto. Algo ocurría, Izya soltó un gemido lastimero, se agarró el vientre y se dobló por la cintura, esta vez en serio. Andrei abrió la portezuela, comenzó a asomarse y en ese momento una lata de conservas vacía le dio en la cabeza. No le dolió, pero se molestó mucho. Silva se agachó y se deslizó hasta desaparecer en la oscuridad. Andrei se protegió la cabeza y la cara, y se puso a examinar los alrededores.

No se veía nada. De detrás del montón de basura a la izquierda lanzaban latas oxidadas, pedazos de madera podrida, huesos viejos y hasta trozos de ladrillo. Se oyó el sonido de cristales que se rompían. Un feroz bramido de indignación brotó de la fila de camiones.

—¡¿Quiénes son los canallas que andan divirtiéndose ahí?! —gritaban, casi a coro.

Rugían los motores y se encendían los faros. Algunos camiones comenzaron a moverse hacia atrás y hacia adelante. Al parecer, los choferes intentaban moverlos de manera que se pudieran iluminar las colinas de desperdicios, desde donde ya llegaban volando ladrillos enteros y botellas vacías. Varios hombres imitaron a Silva, se agacharon y desaparecieron corriendo en la oscuridad.

De reojo, Andrei percibió cómo Izya se retorcía junto al neumático posterior, con el rostro contraído en una mueca de dolor, y se palpaba el vientre. Entonces, volvió a la cabina y sacó la pesada barra de hierro de debajo del asiento. ¡Por la cabeza, canallas, por la cabeza! Se veía a una decena de basureros que subían a toda prisa, a cuatro patas, agarrándose de cualquier cosa. Alguien había logrado girar el camión, de tal manera que los faros alumbraban la cima de las colinas, erizadas de restos de muebles viejos, trapos y trozos de papel, brillantes por los trozos de cristal. Por encima de los desperdicios se veía, muy alto, la pala de la excavadora sobre el fondo del cielo totalmente negro. Y algo se movía en la pala, algo grande y gris, con tonos plateados. Andrei quedó paralizado, mirando. En ese mismo instante, un grito desesperado se sobrepuso a todas las voces.

—¡Son diablos! ¡Diablos! ¡Sálvese quien pueda!

Y en ese mismo momento varias personas comenzaron a caer colina abajo, de cabeza, dando vueltas, levantando columnas de polvo y remolinos de trapos y papeles viejos, con ojos enloquecidos, bocas abiertas y manos que se sacudían espasmódicamente. Uno de ellos, con las manos alrededor de la cabeza que protegía entre los codos bien apretados, continuaba chillando de pánico y pasó junto a Andrei, resbaló en la rodera, cayó, se levantó de un salto y siguió corriendo con todas sus fuerzas en dirección a la ciudad. Otro, respirando a ronquidos, se metió entre el radiador del camión de Andrei y la cama del camión que lo precedía, se atascó, intentó soltarse y también se puso a gritar con voz enloquecida. De repente se hizo el silencio, sólo quedó el zumbido de los motores, y en ese instante, como si alguien agitara un látigo, se oyeron disparos. Y Andrei vio sobre la cima, a la luz azulada de los faros, a un hombre alto y muy delgado que estaba de espaldas a los camiones, y disparaba hacia algún punto en la oscuridad, al otro lado de la colina, con una pistola que sostenía con ambas manos.

Disparó cinco o seis veces en un silencio total, y después brotó de la oscuridad un alarido no humano sino de mil voces, rabioso, lleno de angustia y maullante, como si veinte mil gatos en celo gritaran a la vez por altavoces, y el hombre delgado retrocedió, hizo un gesto absurdo con los brazos y bajó la colina deslizándose sobre la espalda. Andrei también retrocedió, presintiendo algo insoportablemente terrorífico, y entonces vio cómo la cima de la colina comenzaba a moverse.

Unos fantasmas de color gris plateado, increíbles, de una fealdad monstruosa, estaban de repente allí de pie, con miles de ojos brillantes, inyectados de sangre, mostrando los destellos de miles de colmillos y agitando un bosque de largos brazos peludos. A la luz de los faros se levantó una enorme cortina de polvo, y un alud de restos, piedras, botellas y pedazos de basura cayó sobre los camiones.

Andrei no resistió más. Se metió en la cabina, se escondió en el rincón más oscuro y levantó la barra metálica. Se quedó quieto, como en una pesadilla. No se daba cuenta de nada, y cuando un cuerpo oscuro hizo sombra en la portezuela abierta, gritó sin oír su propia voz y se puso a pinchar con la barra aquello blando, horrible, que se resistía y trataba de acercarse a él, y siguió haciéndolo hasta el momento en que un grito lastimero lo hizo volver en sí.

—¡Idiota, soy yo! —gemía Izya. Entró en la cabina y cerró la portezuela—. ¿Sabes de qué se trata? —le dijo, con una voz inesperadamente serena—. Son monos. ¡Qué canallas!

Al principio, Andrei no entendió. Después entendió, pero no lo creyó.

—Así que monos —dijo, se paró en el estribo y se puso a mirar. Exacto: eran monos. Muy grandes, muy peludos, con un aspecto muy feroz, pero no eran diablos ni fantasmas, sino simplemente monos. La vergüenza y el alivio hicieron ruborizarse a Andrei, y en ese momento algo muy pesado y duro le golpeó la oreja con tanta fuerza que su otra oreja golpeó contra el techo de la cabina.

—¡A los camiones! —gritó delante una voz autoritaria—. ¡Basta de pánico! ¡Son babuinos! ¡No tengáis miedo! ¡A los camiones, y dad marcha atrás!

La columna de camiones se convirtió en un infierno total. Disparaban los silenciadores, los faros se encendían y apagaban, los motores zumbaban a toda potencia y un humo grisáceo ascendía hacia un cielo sin estrellas. De repente, un rostro bañado en algo negro y brillante salió de la oscuridad, unas manos agarraron a Andrei por los hombros, lo sacudieron como a un cachorrillo, lo metieron de costado en la cabina... y en ese momento el camión de delante dio marcha atrás y se incrustó con un crujido en el radiador, mientras que el camión de atrás saltó hacia delante y golpeó la caja como si se tratara de una pandereta, de modo que los bidones chocaron con estruendo.

—¿Sabes conducir el camión, Andrei? —preguntaba Izya sacudiéndolo por los hombros—. ¿Sabes?

—¡Me han matado! —gemían desde el humo grisáceo—. ¡Salvadme!

—¡Basta ya de pánico! —seguía tronando a la vez una voz autoritaria—. ¡El último camión, da marcha atrás! ¡Ahora!

De arriba, a izquierda y derecha, seguían cayendo objetos duros que golpeaban las cabinas, los bidones, y hacían temblar los cristales; los cláxones gemían y sonaban constantemente, mientras el horroroso aullido crecía y crecía.

—Me largo —dijo Izya de repente, se cubrió la cabeza con las manos y salió del camión. Estuvo a punto de caer bajo un vehículo que corría en dirección a la ciudad. Entre los bidones que saltaban se vio un momento el rostro del controlador. Después, Izya desapareció y apareció Donald, sin sombrero, con la ropa rota y enfangada, tiró una pistola sobre el asiento, se sentó al volante, encendió el motor y, sacando la cabeza por la ventanilla, dio marcha atrás.

Al parecer se había establecido cierto orden: los gritos de pánico cesaron, los motores echaron a andar y la columna entera de camiones comenzó a retroceder poco a poco. Hasta la granizada de botellas y piedras se calmó en cierta medida. Los babuinos saltaban y se paseaban por la cima de la colina de basura, pero no bajaban, sólo gritaban abriendo sus fauces caninas, y se burlaban mostrando a los camiones el trasero, que brillaba a la luz de los faros.

El camión avanzaba cada vez más rápido, volvió a derrapar en la zanja llena de fango, salió a la carretera y giró. Donald cambió la marcha con un rechinar de la palanca, pisó el acelerador, cerró la portezuela de un tirón y se recostó en el asiento. Delante, en la oscuridad, saltaban las luces rojas de los vehículos que huían a toda velocidad.

«Hemos escapado —pensó Andrei con alivio, y se palpó la oreja con cuidado. Se había hinchado y latía—. ¡Qué cosa, babuinos! ¿De dónde han salido? Tan grandes... y en tal cantidad. Nunca hemos tenido aquí babuinos... sin contar, por supuesto, a Izya Katzman. ¿Y por qué precisamente babuinos? ¿Por qué no tigres?» Cambió de posición en el asiento porque estaba incómodo, y algo golpeó el camión. Andrei dio un salto y cayó sobre algo duro, desconocido. Metió la mano debajo y sacó la pistola. La miró durante un segundo, sin comprender. El arma era negra, pequeña, de cañón corto y culata rugosa.

—Tenga cuidado —dijo Donald de repente—. Démela.

Andrei le entregó la pistola y estuvo un rato mirando como su compañero, retorciéndose, metía el arma en el bolsillo trasero del mono de trabajo. De repente, un sudor frío lo empapó.

—¿Era usted el que disparaba? —preguntó, casi en un susurro. Donald no respondió. Hacía señales para adelantar a otro camión con el único faro que todavía funcionaba. En un cruce, varios babuinos de largas colas pasaron corriendo por delante del vehículo, tocando casi el radiador. Pero Andrei no les prestó atención.

—¿De dónde ha sacado el arma, Don? —Una vez más, Donald no respondió, se limitó a hacer un extraño gesto con la mano, como si quisiera colocarse el sombrero inexistente sobre los ojos—. Mire, Don —insistió Andrei con decisión—, vamos ahora a la alcaldía, usted entrega la pistola y explica cómo se hizo con ella.

—Deje de decir tonterías —replicó Donald—. Mejor, déme un cigarrillo.

—No es ninguna tontería —dijo Andrei sacando el paquete de forma maquinal—. No quiero saber nada. Usted se lo calló, bien, era asunto suyo. En general, confío en usted... Pero en la ciudad, sólo los bandidos tienen armas. No quiero acusarlo de nada, pero no lo entiendo... Y hay que entregar el arma y explicarlo todo. Y no hacer como si eso fuera algo sin importancia. Veo cómo ha cambiado usted en los últimos tiempos. Es mejor aclararlo todo.

Donald volvió la cabeza durante un segundo y miró a Andrei a la cara. No estaba claro qué había en su mirada, si burla o sufrimiento, pero en ese momento a Andrei le pareció que era una persona muy vieja, un anciano acosado. Sintió confusión y se turbó, pero enseguida recuperó el control.

—Entréguela y cuéntelo todo —repitió, con firmeza—. ¡Todo!

—¿Se ha dado cuenta de que los monos avanzan sobre la ciudad? —preguntó Donald.

—¿Y qué? —se turbó Andrei.

—Sí, en realidad, ¿y qué? —dijo Donald, y dejó escapar una risa desagradable.


DOS



Los monos ya estaban en la ciudad. Volaban por las cornisas, colgaban en racimos de las farolas urbanas, bailaban en los cruces formando horribles multitudes peludas, se pegaban a las ventanas, se tiraban adoquines arrancados del pavimento, perseguían a personas enloquecidas que habían saltado a la calle en paños menores...

Donald detuvo el camión en varias ocasiones para recoger a personas que huían. Habían tirado los bidones hacía rato. Durante unos minutos, delante del camión galopó un caballo desbocado que arrastraba un carro, en el que se agachaba y saltaba un enorme babuino, agitando unos enormes brazos peludos, Andrei vio al carro incrustarse estruendosamente en una farola; el caballo siguió adelante, arrastrando los correajes rotos, mientras que el babuino se colgó de un salto de la tubería de desagüe más cercana, trepó y desapareció en una azotea.

La plaza mayor era un hervidero de pánico. Los autos llegaban y salían, los policías corrían, gente perdida vagaba en paños menores de un lado a otro, junto a la entrada habían acorralado a un funcionario contra la pared, le gritaban y le exigían algo, pero él a su vez se defendía agitando el bastón y el portafolios.

—Qué lío —dijo Donald, saltando del camión.

Entraron corriendo en el edificio y al momento se perdieron en la densa multitud de personas vestidas de civil, personas que llevaban el uniforme de la policía y personas en paños menores. Retumbaba el ruido de muchas voces y el humo del tabaco hacía arder los ojos.

—¡Dése cuenta! No puedo ir así, en calzoncillos...

—Abrid de inmediato el arsenal y repartid las armas... ¡Demonios, por lo menos a los policías!

—¿Dónde está el jefe de policía? Ahora mismo estaba por aquí...

—Allí se ha quedado mi esposa, ¿puede entender eso? ¡Y mi anciana suegra!

—Oiga, no pasa nada. Son monos, nada más que monos.

—¡Imagínese! Me levanto, ¿y qué veo en el alféizar de la ventana?

—¿Y por dónde anda el jefe de policía? Seguro que duerme, ese culo gordo.

—Teníamos una farola en el callejón. La derribaron...

—¡Kovalevski! ¡Corriendo, al despacho número doce!

—Pero estarán de acuerdo en que, llevando sólo los calzoncillos...

—¿Quién sabe conducir? ¡Choferes! ¡Todos a la plaza! ¡Junto al tablón de anuncios!

—Pero ¿dónde demonios se ha metido el jefe de policía? ¿Habrá huido, el muy miserable?

—Haz lo siguiente. Llévate a los muchachos a los talleres de fundición. Allí, que recojan esas... las varillas, las que se usan para vallar los parques... ¡Que las recojan todas, todas! Y regresan aquí de inmediato...

—Le di con tal fuerza a esa jeta peluda que hasta me he lastimado el brazo...

—Y las escopetas de aire, ¿sirven?

—¡Tres coches a la manzana setenta y dos! Cinco coches a la setenta y tres...

—Tenga la bondad de ordenar que les entreguen equipamiento de segunda reserva. Pero con recibo, para que lo devuelvan después.

—Oiga, ¿y tienen cola? ¿O es mi imaginación?

A Andrei lo empujaban, lo apretaban, lo acorralaban contra las paredes del pasillo, le habían pisado los dos pies, y él también empujaba, trataba de avanzar, de quitar a otros de su camino... Al principio buscaba a Donald para servirle de testigo de descargo en la confesión y entrega del arma, pero después comprendió finalmente que la invasión de los babuinos era al parecer un hecho muy serio y por algo se había armado semejante confusión. Enseguida lamentó no saber conducir un camión, no conocer dónde se encontraban los talleres de fundición con las misteriosas varillas, y no tener ni idea de cómo entregar equipamiento de segunda reserva a nadie; como resultado, era totalmente innecesario allí. Intentó, al menos, contar lo que había visto con sus propios ojos, quizá aquellos datos serían de utilidad, pero unos no le prestaban la menor atención, y otros, apenas comenzaba a hablar, lo interrumpían y narraban sus propias vivencias.

Constató con amargura que no encontraba caras conocidas en aquel torbellino de guerreras y calzoncillos, sólo vio un instante el negro rostro de Silva, que llevaba la cabeza envuelta en un trapo ensangrentado, pero desapareció enseguida. Mientras tanto, se emprendían algunas acciones, alguien organizaba a algunas personas, las enviaba a alguna parte, las voces subían de tono, cada vez más firmes, los calzoncillos comenzaron a desaparecer y poco a poco las guerreras se hicieron notar más. Hubo un momento en que a Andrei le pareció oír el paso rítmico de las botas y una canción de filas, pero resultó que solamente habían dejado caer la caja fuerte portátil, que fue dando tumbos escaleras abajo hasta atascarse en la puerta del departamento de alimentación...

En ese momento, Andrei descubrió un rostro conocido, el de un funcionario con quien había trabajado en la contaduría de la Cámara de Pesos y Medidas. Llegó hasta él echando a un lado a las personas con las que se cruzaba, lo arrinconó contra la pared y, de un tirón, le contó que él. Andrei Voronin («¿se acuerda?, trabajamos juntos»), actualmente estibador del servicio de recogida de basura, no podía encontrar a nadie, por favor, dígame a dónde puedo ir para ser útil, seguramente se necesita gente... El funcionario lo escuchó durante cierto tiempo, pestañeando febrilmente mientras hacía intentos convulsivos por liberarse, pero finalmente lo apartó de un empujón.

—¿Adonde puedo indicarle que vaya? —gritó—. ¿Qué, no ve que llevo unos papeles para que los firmen?

Y huyó corriendo por el pasillo.

Andrei hizo varios intentos más de tomar parte en la actividad organizada, pero todos lo rechazaban o se desentendían de él, todos estaban muy apurados, no encontró ni a una persona que estuviera tranquila en su puesto y, digamos, confeccionando una lista de voluntarios. Entonces, Andrei se enfureció y se dedicó a abrir de par en par las puertas de los despachos, con la esperanza de encontrar a algún funcionario responsable que no corriera, no gritara y no hiciera aspavientos. La idea más lógica sugería que, en alguna parte, debía existir allí un puesto de mando, desde el cual se dirigía toda aquella actividad.

El primer despacho estaba vacío. En el segundo había un hombre en calzoncillos que gritaba por un teléfono, y otro que maldecía mientras trataba de ponerse una bata de trabajo que le venía estrecha. Por debajo de la bata asomaban unos pantalones de policía y unos zapatos de uniforme, limpios y brillantes, pero sin cordones. Al meter la cabeza en el tercer despacho, algo rosado con botones golpeó el rostro de Andrei, que retrocedió al momento después de haber visto, un instante, cuerpos hermosos y obviamente femeninos. Pero en el cuarto despacho había un Preceptor.

Estaba sentado en el alféizar, con las rodillas entre los brazos, y miraba a la oscuridad más allá del cristal, iluminada a veces por la luz de los faros de algún coche. Cuando Andrei entró, el Preceptor volvió hacia él su rostro rubicundo y bondadoso, alzó levemente las cejas como hacía siempre y sonrió. Y al ver la sonrisa, Andrei se tranquilizó enseguida. Su rabia y su furia desaparecieron y quedó claro que, al fin y al cabo, todo se arreglaría sin falta, todo volvería a quedar en su lugar y, en general, terminaría bien.

—Bueno —dijo, abriendo los brazos y sonriendo en respuesta—. Resulta que nadie me necesita. No sé conducir, no sé dónde está el gimnasio... Qué contusión, no entiendo nada.

—Claro —asintió el Preceptor con simpatía—. Una horrible confusión. —Bajó los pies del alféizar, metió las manos debajo del trasero y comenzó a agitar los pies como un niño—. Hasta da vergüenza. Qué indecencia. Gente adulta, seria, la mayoría de ellos con experiencia... ¡Eso quiere decir que no hay suficiente organización! ¿No es verdad. Andrei? Entonces, hay algunos puntos esenciales que se han quedado sin resolver. Falta de preparación. Falta de disciplina... Y, por supuesto, burocracia.

—¡Sí! ¡Por supuesto! —afirmó Andrei—. ¿Sabe qué he decidido? No volveré a buscar a nadie ni voy a aclarar nada más, agarraré un palo y me iré. Me uniré a algún destacamento. Y si no me aceptan, actuaré yo mismo. Allí han quedado mujeres... y niños... —El Preceptor asentía al escuchar cada una de sus palabras; ya no sonreía, en ese momento su rostro expresaba seriedad y simpatía—. Sólo hay una cosa... —siguió Andrei, arrugando el rostro—. ¿Qué pasa con Donald?

—¿Con Donald? —repitió el Preceptor, levantando las cejas—. ¡Ah, con Donald Cooper! —Se echó a reír—. Seguramente usted piensa que Donald Cooper ha sido arrestado y ha confesado sus crímenes... Nada de eso. En este mismo momento, Donald Cooper organiza un destacamento de voluntarios para rechazar esta descarada invasión, y por supuesto no es un gángster ni ha cometido ningún crimen. La pistola la consiguió en el mercado, la cambió por un reloj antiguo con caja de música. ¿Qué vamos a hacer? Toda su vida ha llevado un arma en el bolsillo, está acostumbrado.

—¡Por supuesto! —dijo Andrei, sintiendo un enorme alivio—. ¡Está claro! Yo mismo no podía creerlo, simplemente consideré que... ¡Está bien! —Se volvió para marcharse, pero se detuvo—. Dígame... si no es un secreto, claro está. Dígame, ¿qué objetivo tiene todo esto? ¡Monos! ¿De dónde han salido? ¿Qué deben demostrar?

El Preceptor suspiró y bajó del alféizar.

—De nuevo me hace preguntas a las que yo...

—¡No! ¡Comprendo! —dijo Andrei con sentimiento, llevándose las manos al pecho—. Yo sólo...

—Espere. De nuevo me hace preguntas a las que, simplemente, no sé responder. Entiéndalo de una vez por todas: no sé responder. ¿Recuerda la erosión de las edificaciones? La transformación del agua en hiel... Aunque eso ocurrió antes de su llegada. Ahora, ahí lo tiene, los babuinos. Acuérdese: usted me preguntaba todo el tiempo cómo era eso de que personas de diferentes nacionalidades hablaran todas el mismo idioma y ni siquiera se dieran cuenta de ello. Acuérdese de cómo eso lo impresionaba, cómo no acababa de entenderlo e incluso se asustaba, cómo le demostraba a Kensi que él hablaba en ruso, y Kensi le decía que usted hablaba en japonés. ¿Lo recuerda? Y ahora usted ya se ha acostumbrado, ahora esas preguntas no le entran en la cabeza. Una de las condiciones del Experimento. El Experimento es eso, el Experimento, ¿qué más se puede decir en este caso? —Sonrió—. Vaya, vaya, Andrei. Su lugar está allí. La acción ante todo. Cada cual en su puesto, y cada cual hace todo lo que puede.

Andrei salió, ni siquiera salió sino que saltó al pasillo con una total sensación de vacío, bajó por la escalera principal hasta la plaza y al momento vio un grupo de personas con aire diligente, que se movían con serenidad en torno a un camión, bajo una farola. Sin vacilar, se incorporó al grupo, se abrió camino hasta la primera fila, le pusieron en las manos una pesada lanza metálica y se sintió armado, fuerte y listo para el combate decisivo.

No lejos, alguien daba órdenes sonoras (¡una voz conocida!), exigiendo que formaran en tres columnas, y Andrei, con la lanza apoyada sobre el hombro, corrió hacia allá y encontró un sitio entre un latinoamericano corpulento que llevaba tirantes por encima de la camisa de dormir y un intelectual escuálido, de cabello rubio, que se veía muy nervioso: a cada momento se quitaba las gafas, echaba el aliento sobre los cristales, los frotaba con un pañuelo y se las colocaba en la nariz, ayudándose con dos dedos.

El destacamento era pequeño, no más de treinta personas. Y su comandante resultaba ser Fritz Geiger, lo que por una parte era bastante molesto, pero por otra era imposible no darse cuenta de que, en la situación reinante, Geiger estaba, por así decirlo, en su puesto, aunque fuera un fascista fugitivo. Como correspondía a un suboficial de la Wehrmacht, soltaba abundantes tacos y no resultaba agradable oírlo.

—¡Al-linearse! —gritaba para toda la plaza, como si estuviera dirigiendo un regimiento en unas maniobras de infantería—. ¡Oye, tú, el de las pantuflas! ¡Sí, tú mismo! ¡Mete la panza...! Y vosotros, qué pose es ésa, parecéis vacas recién ordeñadas. ¿Cómo, que no tiene que ver con vosotros? Las picas, apoyadas en el suelo. ¡No, en el hombro no, he dicho que en el suelo! ¡Tú, la vieja de los tirantes! ¡Fi-i-ir-mes! Seguidme... ¡De frente, march...!

Echaron a andar sin mucha marcialidad. Enseguida, el que iba atrás le pisó el pie a Andrei, que tropezó, empujó al intelectual con el hombro y éste dejó caer las gafas, que limpiaba por enésima vez.

—¡Bestia! —le dijo Andrei al de atrás, sin poder contenerse.

—¡Tenga más cuidado! —chilló el intelectual con voz aflautada—. ¡Por Dios, hombre!

Andrei lo ayudó a buscar las gafas, y cuando Fritz corrió hacia ellos, ahogándose de rabia, Andrei lo mandó a hacer puñetas.

Junto con el intelectual, que no paraba de dar las gracias y tropezar, alcanzaron la columna, caminaron otros veinte metros y recibieron la orden de montar en los transportes. Los «transportes», por cierto, eran un camión, un enorme vehículo para la distribución de mortero de cemento. Cuando subieron, descubrieron que algo chapoteaba y salpicaba bajo los pies. El tío de las pantuflas trepó la baranda con esfuerzo, bajó y anunció, chillando, que no tenía la intención de ir a ninguna parte en ese transporte. Fritz le ordenó que volviera a montar. El hombre, alzando más la voz, dijo que llevaba pantuflas y se le habían empapado los pies. Fritz lo llamó cerdo preñado. El hombre de las pantuflas empapadas no se amilanó y dijo que él en particular no era un cerdo, que posiblemente un cerdo estaría contento de viajar en aquel cenagal, que pedía humildes disculpas a todos los que habían aceptado viajar en aquella pocilga, pero... En ese momento, el latinoamericano bajó del camión, escupió despreciativamente delante de Fritz, metió sus pulgares bajo los tirantes y, sin prisa, se alejó de allí.

Contemplando todo aquello, Andrei se sintió inundado de cierta alegría maligna. No se trataba de que aprobara el comportamiento del hombre de las pantuflas, menos todavía lo que había hecho el latinoamericano, no había dudas de que ambos habían demostrado una carencia total de compañerismo, como verdaderos pancistas, pero le resultaba curioso saber qué haría en ese momento nuestro suboficial derrotado y cómo saldría de la situación creada.

Andrei se vio obligado a reconocer que el suboficial derrotado salió de la situación con honor. Sin decir palabra, Fritz giró sobre el tacón y saltó al estribo del lado del chofer.

—¡En marcha! —ordenó. El camión echó a andar, y en ese instante conectaron el sol.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю