Текст книги "Ciudad Maldita"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—Creo que te sería difícil entenderlo —dijo Van, meditabundo.
—¿Y qué hay que entender? —repuso Andrei con impaciencia—. Está claro que es mejor ser director de una fábrica que palear basura toda la vida. O que trabajar seis meses en las ciénagas.
—No —repuso Van con un gesto de negación—, no es mejor. Lo mejor es estar donde no puedas caer más bajo. No lo comprenderías, Andrei.
—¿Y por qué hay que caer sin remedio? —preguntó Andrei, confuso.
—No sé por qué. Pero eso es seguro. O para sostenerse ahí hay que hacer tales esfuerzos que lo mejor es caer enseguida. Lo sé, ya he pasado por todo eso.
Un policía con cara de sueño trajo el té, saludó con un balanceo y salió al pasillo de costado. Andrei colocó una taza delante de Van y le acercó el plato con los bocadillos. Van dio las gracias, sorbió un poco de té y cogió el bocadillo más pequeño.
—Simplemente, tienes miedo de la responsabilidad —dijo Andrei con tristeza—. Perdóname, pero eso no es del todo honesto con respecto a los demás.
—Siempre trato de hacer el bien para las demás personas —objetó Van, sin alterarse—. Y si hablamos de responsabilidad, ya tengo una grandísima: mi esposa y mi niño.
—Eso es verdad —contestó Andrei, de nuevo algo confuso—. No lo pongo en duda. Pero debes coincidir conmigo en que el Experimento exige de cada uno de nosotros...
Van lo escuchaba atentamente y asentía.
—Te entiendo —dijo, cuando Andrei concluyó—. Desde tu punto de vista, tienes razón. Pero tú viniste aquí a construir, y yo vine huyendo. Tú buscas el combate y la victoria, y yo busco la tranquilidad. Somos muy diferentes, Andrei.
—¿Qué significa la tranquilidad? ¡Te estás calumniando a ti mismo! Si hubieras buscado la tranquilidad, habrías encontrado un rinconcito caliente y vivirías sin muchos problemas. Aquí hay muchísimos rincones calentitos. Pero elegiste el trabajo más sucio, más impopular, y trabajas honestamente, sin escatimar tiempo ni esfuerzos. ¡Qué tranquilidad es ésa!
—¡La espiritual, Andrei, la espiritual! —dijo Van—. En paz conmigo mismo y con el universo.
—¿Y entonces tienes la intención de ser conserje toda la vida? —Los dedos de Andrei tamborileaban sobre la mesa.
—No necesariamente conserje —dijo Van—. Cuando vine aquí, primero fui estibador en un almacén. Después, la máquina me designó secretario del alcalde, me negué y me enviaron a las ciénagas. Trabajé seis meses, regresé, y de acuerdo a la ley, por haber sido sancionado, me dieron el puesto laboral más bajo de todos. Pero después, la máquina comenzó a empujarme nuevamente hacia arriba. Fui a ver al director de la bolsa y se lo expliqué todo, como a ti ahora. El director era un judío, había venido aquí desde un campo de trabajo, y me entendió perfectamente. Mientras fue director, no me volvieron a molestar. —Van calló un momento—. Hace un par de meses desapareció. Dicen que lo hallaron muerto, seguramente conoces el caso. Y todo comenzó de nuevo... No importa, cumpliré mi condena en las ciénagas y volveré a ser conserje. Ahora todo eso me resulta más fácil, mi hijo ya es grande y el tío Yura me ayudará en las ciénagas.
En ese momento, Andrei descubrió que miraba fijamente a Van de una forma totalmente descortés, como si no fuera él quien estuviera sentado frente a él, sino una criatura extraña. Ciertamente, era un poco extraño.
«Dios mío —pensó Andrei—, qué vida habrá tenido para adoptar semejante filosofía. Tengo que ayudarlo. Estoy obligado a hacerlo. ¿Cómo?»
—Está bien —dijo finalmente—. Como quieras. Pero no tienes por qué ir a las ciénagas. ¿No sabrás por casualidad quién es ahora el director de la bolsa?
—Otto Frijat —respondió Van.
—¿Quién? ¿Otto? ¿Y cuál es el problema?
—Pues... yo iría a verlo, claro, pero es todavía pequeño, no entiende nada y le tiene miedo a todo.
Andrei agarró la guía de teléfonos, encontró el número y levantó el auricular. Tuvo que esperar largo rato: al parecer. Otto dormía como un lirón. Finalmente, respondió.
—Aquí el director Otto Frijat —dijo, con voz entrecortada, en un tono mezcla de miedo e irritación.
—Hola, Otto —dijo Andrei—. Te habla Voronin, de la fiscalía.
Se hizo el silencio. Se oyó toser a Otto varias veces.
—¿De la fiscalía? —pronunció después, precavido—. Dígame.
—¿Qué te pasa, aún no te has despertado? —gruñó Andrei, irritado—. ¿Fue Elsa la que te dejó así? ¡Soy Andrei! ¡Voronin!
—¡Ah, Andrei! —la voz de Otto cambió radicalmente—. Estás loco, mira que llamar a esta hora. Dios mío, mira cómo me late el corazón... ¿Qué quieres?
Andrei le explicó la situación. Como esperaba, todo se arregló sin el menor problema, sin la menor traba. Otto estuvo totalmente de acuerdo con todo. Sí, siempre había considerado que Van estaba en su sitio. Claro, coincidía en que Van no lograría ser un buen director de fábrica. Le causaba una admiración obvia y sincera el hecho de que Van quisiera permanecer en un puesto tan poco envidiable («Nos haría falta más gente como él, pues todos aspiran a subir, a llegar bien arriba...»), rechazaba indignado la idea de enviar a Van a las ciénagas, y en lo relativo a la ley, lo embargaba una santa indignación contra los burócratas cretinos que pretendían sustituir el sano espíritu de la ley por su letra muerta. A fin de cuentas, la ley existe para impedir los viles intentos de diversos arribistas de subir, pero no tiene que ver con las personas que desean permanecer abajo. El director de la bolsa de trabajo entendía perfectamente todo aquello.
—¡Sí! —repetía—. ¡Claro que sí, por supuesto!
En realidad, Andrei se quedó con la impresión nebulosa, ridícula y lamentable, de que Otto hubiera aceptado cualquier propuesta que él, Andrei Voronin, le hubiera hecho: nombrar alcalde a Van, por ejemplo, o meterlo en el calabozo. Otto siempre se había sentido dolorosamente agradecido hacia Andrei, seguramente por el hecho de que era la única persona de su grupo (y quizá de toda la ciudad) que lo trataba de forma humana. Pero, a fin de cuentas, lo más importante era dejarlo todo bien atado.
—Daré la orden pertinente —repetía Otto por décima vez—. Puedes estar tranquilo, Andrei. Daré la orden y nunca más volverán a molestar a Van.
Ahí decidieron terminar la conversación. Andrei colgó y se dedicó a escribir un pase para que Van pudiera abandonar el edificio.
—¿Te vas ahora mismo? —preguntó, sin dejar de escribir—. ¿O esperarás a que salga el sol? Ten cuidado, a esta hora las calles son peligrosas.
—Le estoy muy agradecido —balbuceaba Van—. Le estoy muy agradecido...
Andrei, sorprendido, levantó la cabeza. Van estaba de pie frente a él, haciendo profundas reverencias con las manos unidas en el pecho.
—Déjate de ceremoniales chinos —gruñó Andrei avergonzado, sintiéndose violento—. ¿Qué he hecho por ti, un milagro o qué? —Le tendió el pase a Van—. Te pregunto si piensas irte ahora mismo.
—Creo —dijo Van, cogiendo el pase con una nueva reverencia– que lo mejor es que me vaya ahora mismo. Ahora mismo —insistió, como excusándose—. Seguro que los basureros ya han llegado...
—Los basureros —repitió Andrei. Miró el plato con los bocadillos, que eran grandes, estaban recién hechos, con deliciosas lonchas de jamón—. Aguarda —dijo, sacó del cajón un periódico viejo y se puso a envolver los bocadillos—. Llévatelos a casa, para Maylin...
Van se resistió débilmente, musitó algo sobre la excesiva preocupación del señor juez, pero Andrei le puso el paquete en las manos, le pasó el brazo por encima de los hombros y lo condujo hasta la puerta. Se sentía terriblemente incómodo. Todo había estado mal. Tanto Otto como Van habían reaccionado de manera extraña. Sólo había querido actuar correctamente, que todo fuera razonable, justo, y quién sabe cómo había salido aquello: caridad, nepotismo, enchufe, tráfico de influencias... Buscaba, desesperado, alguna palabra parca y ejecutiva, que subrayara el carácter oficial y la legalidad de la situación... Y, de repente, le pareció que la había encontrado. Se detuvo y levantó la barbilla.
—Señor Van —dijo con frialdad mirándolo de arriba abajo—, en nombre de la fiscalía quiero darle nuestras más profundas excusas por haberlo hecho comparecer aquí de manera ilegal. Le aseguro que semejante cosa no volverá a repetirse.
Y en ese momento se sintió absolutamente incómodo. Qué idiotez. En primer lugar, no había nada ilegal en la comparecencia. Sin lugar a dudas, era del todo legal. Y, en segundo lugar, el juez de instrucción Voronin no podía asegurarle nada, no tenía esas atribuciones. Y en ese momento vio los ojos de Van, una mirada extraña, pero por eso mismo muy conocida, y de repente lo recordó todo y la cara le ardió de vergüenza.
—Van —masculló, repentinamente ronco—. Quiero preguntarte una cosa. Van. —Calló. Era una tontería preguntar, no tenía sentido. Pero ya le resultaba imposible volverse atrás. Van, expectante, lo miraba desde su escasa estatura—. Van —dijo, tosiendo un par de veces—. ¿Dónde estabas hoy a las dos de la madrugada?
—Vinieron a buscarme exactamente a las dos —respondió Van sin manifestar asombro—. Yo lavaba las escaleras.
—¿Y hasta ese momento?
—Hasta esa hora estuve recogiendo la basura. Maylin me ayudaba, después se fue a dormir y yo me fui a fregar las escaleras.
—Sí, es lo que pensaba —dijo Andrei—. Bien, hasta más ver, Van. Perdona que todo haya salido así... No, aguarda, te acompaño hasta la salida.
CUATRO
Antes de hacer comparecer a Izya. Andrei repasó de nuevo todo lo ocurrido.
En primer lugar, se prohibió a sí mismo tratar a Izya con prejuicio. El hecho de que fuera un cínico, un sabelotodo y un charlatán, que estaba dispuesto a burlarse (y se burlaba) de todo, que era un andrajoso y salpicaba saliva al hablar, que soltaba una risita vil, que vivía con una viuda como un chuloputas y que nadie sabía cómo se ganaba la vida, no tenía la menor importancia, al menos en lo relativo a este caso.
También estaba obligado a erradicar la idea estúpida de que Katzman era un simple difusor de rumores sobre el Edificio Rojo y otros fenómenos místicos. El Edificio Rojo era una realidad. Misteriosa, fantástica, de una finalidad incomprensible, pero una realidad. (En ese momento, Andrei registró el botiquín, y mirándose en un espejito se puso mercromina en el chichón.) Katzman era, ante todo, un testigo. ¿Qué hacía en el Edificio Rojo? ¿Con qué frecuencia lo visitaba? ¿Qué podía contar sobre ese lugar? ¿Qué carpeta era aquella que había sacado de allí? ¿O no la había sacado de allí? ¿En verdad, provenía de la antigua alcaldía?
«¡Detente, detente! —Katzman había hablado de más en varias ocasiones... no, no había hablado de más, simplemente había contado sus excursiones al norte. ¿Qué hacía allí? ¡La Anticiudad también se encontraba al norte, en alguna parte! No se había equivocado, la detención de Katzman había sido correcta, aunque algo precipitada. Pero siempre pasa así: todo comienza por curiosidad, va uno y mete su nariz donde no debe, y después no tiene tiempo de decir ni pío cuando resulta que ya lo han reclutado...—. ¿Por qué se resistía a darme aquella carpeta? Obviamente, proviene de allí. ¡Y el Edificio Rojo también es de allí! Es obvio que el jefe ha pasado algo por alto. Es normal, le faltaba el conocimiento de los hechos. Y no había tenido la oportunidad de estar en ese sitio. Sí, la difusión de rumores es algo temible, pero el Edificio Rojo es más temible que cualquier rumor. Y lo extraño no es que la gente desaparezca allí para siempre, lo terrible es que a veces alguien logra salir de allí. Salen, regresan, viven entre nosotros. Como Katzman...»
Andrei percibía que había llegado a lo fundamental, pero no tenía el valor necesario para llevar el análisis hasta el final. Sólo sabía que el Andrei Voronin que había entrado por la puerta con picaporte de cobre cincelado era bien diferente del Andrei Voronin que había salido por esa puerta. Algo se había roto dentro de él, algo se había perdido sin remedio... Apretó los dientes.
«No, señores, aquí os han fallado los cálculos. No debisteis haberme dejado salir. No es tan fácil quebrarnos... no podéis comprarnos... ni rebajarnos...»
Sonrió torcidamente, tomó una hoja de papel en blanco y escribió, con grandes letras: EDIFICIO ROJO – KATZMAN. EDIFICIO ROJO – ANTICIUDAD. ANTICIUDAD – KATZMAN. Eso era lo que tenía.
«No, jefe. No tenemos que buscar a los que difunden rumores. Tenemos que buscar a los que retornan sanos y salvos del Edificio Rojo, hay que encontrarlos, atraparlos, aislarlos... o establecer una estrechísima vigilancia. —Escribió: visitantes del edificio – anticiudad—. Entonces, la señora Husakova va a tener que contar todo lo que sabe del tal Frantisek. —Y seguramente podía dejar en libertad al flautista—. Da igual, no se trata de ellos. ¿Quizá deba llamar al jefe? ¿Pedirle autorización para cambiar el sentido de la investigación? Quizá sea prematuro. Pero si logro que Katzman confiese...» Tomó el auricular.
—¿Agente de guardia? Traiga al detenido Katzman a mi despacho, cubículo treinta y seis.
«Y no se trata de que deba hacerlo confesar, sino de que puedo lograr que lo haga. La carpeta. No se podrá librar de eso.» A Andrei le pasó por la mente la idea de que no era totalmente ético que él se ocupara del caso de Katzman, con quien había bebido en bastantes ocasiones, y además... Pero se reprimió.
La puerta se abrió y el detenido Katzman, con una mueca en la cara y las manos metidas en los bolsillos gastados, entró al despacho a paso ligero.
—Siéntese —dijo Andrei con sequedad, señalando el taburete con la barbilla.
—Gracias —respondió el detenido, enseñando más los dientes—. Veo que aún no ha vuelto usted en sí.
Miserable, todo le resbalaba, como a un pato en un estanque. Se sentó, comenzó a pellizcarse la verruga del cuello y examinó el despacho con curiosidad.
Y en ese momento, Andrei sintió que se le enfriaban las piernas. El detenido no tenía la carpeta.
—¿Dónde está la carpeta? —preguntó, tratando de conservar la serenidad.
—¿Qué carpeta? —preguntó Katzman con descaro.
—¡Agente de guardia! —espetó Andrei por teléfono—. ¿Dónde está la carpeta del detenido Katzman?
—¿Qué carpeta? —preguntó el agente de guardia, sin entender—. Ahora... Katzman... Aja... Al detenido Katzman se le ha confiscado: dos pañuelos, un monedero vacío y usado...
—¿Hay una carpeta en la lista? —gritó Andrei.
—No hay ninguna carpeta —respondió el agente con voz temerosa.
—Tráigame la lista —dijo Andrei, ronco, y colgó. Después miró a Katzman de reojo. El odio hacía que le zumbaran los oídos—. Trucos de judío... —dijo, tratando de contenerse—. ¿Dónde has metido la carpeta, canalla?
—«Ella lo cogió por el brazo —respondió el detenido al momento– y le preguntó varias veces: "¿dónde has metido la carpeta?"».
—No importa —dijo Andrei, respirando pesadamente por la nariz—. Eso no te servirá de nada, espía asqueroso.
El asombro pasó por el rostro de Izya. Pero un segundo después volvía a sonreír con su repulsiva mueca burlona.
—¡Claro, claro! —dijo—. El presidente de la organización Joint, losif Katzman, a su disposición. No me pegue, yo se lo diré todo. Las ametralladoras están escondidas en Berdichev, el punto del aterrizaje fue marcado con hogueras...
Entró el agente de guardia, asustado, con la lista de los bienes del detenido en la mano extendida.
—Aquí no hay ninguna carpeta —balbuceó, poniendo la hoja delante de Andrei, al borde de la mesa, y dando un paso atrás—. He llamado al registro central, allí tampoco...
—Bien, salga —masculló Andrei entre dientes. Tomó un formulario de interrogatorio en blanco y, sin levantar la mirada, preguntó—: ¿Nombre? ¿Apellido? ¿Patronímico?
—Katzman, lósif Mijáilovich.
—¿Año de nacimiento?
—Mil novecientos treinta y seis.
—¿Nacionalidad?
—Sí —dijo Katzman y soltó una de sus risitas.
—Sí, ¿qué? —preguntó Andrei, levantando la cabeza.
—Oye, Andrei —dijo Izya—. No entiendo qué te ocurre hoy, pero ten en cuenta que conmigo vas a echar por la borda toda tu carrera. Te lo advierto, como viejo amigo tuyo...
—¡Responda a las preguntas! —pronunció Andrei más quedo—. ¿Nacionalidad?
—Mejor recuerda cómo le quitaron la condecoración al médico Timaschuk —dijo Izya.
—¿Nacionalidad? —insistió Andrei, que no sabía quién era el médico Timaschuk.
—Judío —dijo Izya con repugnancia.
—¿Ciudadanía?
—U, erre, ese, ese.
—¿Religión?
—Ninguna.
—¿Pertenece al partido?
—No.
—¿Su nivel educacional?
—Superior. Instituto Pedagógico Hertzen. Leningrado.
—¿Ha sido condenado alguna vez?
—No.
—¿Cuándo partió de la Tierra?
—En mil novecientos sesenta y ocho.
—¿Lugar de partida?
—Leningrado.
—¿Causa de la partida?
—Curiosidad.
—¿Cuánto tiempo lleva en la Ciudad?
—Cuatro años.
—¿Profesión actual?
—Especialista en estadística, de la dirección de servicios comunales.
—Enumere sus profesiones anteriores.
—Trabajador no cualificado, archivero principal de la ciudad, dependiente del matadero urbano, basurero, herrero. Creo que eso es todo.
—¿Estado civil?
—Libidinoso —respondió Izya, con otra risita.
Andrei dejó la pluma, encendió un cigarrillo y durante unos minutos examinó al detenido a través del humo azulado. Izya seguía mostrando los dientes. Era descarado, pero Andrei lo conocía bien y veía que estaba algo nervioso. Al parecer, tenía razón para estarlo, aunque había logrado librarse de la carpeta con habilidad, por qué no decirlo. Al parecer ya comprendía que iban a por él en serio, y por eso sus ojos se entrecerraban con nerviosismo y le temblaban las comisuras de los labios.
—Escúcheme, detenido —dijo Andrei, con una sequedad bien ensayada—, le recomiendo que se comporte correctamente durante el proceso de instrucción, a no ser que quiera empeorar su situación.
—Está bien —dijo Izya dejando de sonreír—. Entonces, exijo que me dé a conocer de qué se me acusa y que mencione el artículo según el cual ha tenido lugar la detención. Además, exijo un abogado. Desde este momento, sin la presencia de un abogado, no diré ni una palabra.
—Ha sido detenido según el artículo doce del código penal —dijo Andrei riéndose para sus adentros—, relativo a la detención preventiva de personas cuya permanencia ulterior en libertad puede constituir un peligro social. Está acusado de relaciones ilegales con elementos hostiles, de ocultamiento o eliminación de materiales incriminatorios en el momento de la detención... así como de infringir el decreto de la municipalidad que prohíbe salir fuera de los límites de la ciudad por consideraciones sanitarias. Usted ha infringido sistemáticamente ese decreto. Y con respecto al abogado, la fiscalía puede proporcionarle uno sólo pasados tres días desde el momento de la detención. En correspondencia con ese mismo artículo del código penal... Además, quiero aclararle algo: usted puede formular protestas, presentar quejas y realizar apelaciones sólo después de dar respuestas satisfactorias a las preguntas que se le formulen durante la instrucción preliminar. Se trata del mismo artículo doce. ¿Lo ha entendido bien?
Vigilaba atentamente el rostro de Izya y vio que lo había entendido todo. Quedaba totalmente claro que Izya respondería a las preguntas y aguardaría a que pasaran los tres días. Al oír mencionar aquel plazo, Izya contuvo abiertamente la respiración. Magnífico...
—Ahora, después de recibir esa aclaración —dijo Andrei, tomando de nuevo la pluma en las manos—, prosigamos. ¿Estado civil?
—Soltero.
—¿Dirección donde reside?
—¿Qué? —preguntó Izya. Obviamente, estaba pensando en otra cosa.
—Su dirección. ¿Dónde vive?
—Segunda Izquierda, número doce, piso siete.
—¿Qué puede decir sobre el delito del que se le acusa?
—Por favor —dijo Izya—. En lo que respecta a los elementos hostiles, eso no es más que un absurdo, una locura. Es la primera vez que oigo que existen esos elementos, lo considero un invento de la instrucción para provocar. Pruebas incriminatorias... No tenía conmigo ninguna prueba incriminatoria y no podía tenerla porque no he cometido delito alguno. Por eso no pude ocultarlas ni destruirlas. Y en lo relativo al decreto de la municipalidad, soy un viejo colaborador del archivo de la ciudad, sigo trabajando allí de forma voluntaria, tengo acceso a todos los materiales del archivo, incluyendo aquellos que se encuentran fuera de los límites de la ciudad. Es todo.
—¿Qué hacía en el Edificio Rojo?
—Eso pertenece a mi vida privada. Usted no tiene derecho a inmiscuirse en mi vida privada. Tiene primero que demostrar que eso guarda relación con los hechos de que se me acusa. Artículo catorce del código de procedimiento penal.
—¿Ha visitado el Edificio Rojo en más de una ocasión?
—Sí.
—¿Puede darme los nombres de las personas con las que se ha encontrado allí?
—Puedo. —La boca de Izya se expandió en una sonrisa siniestra—. Pero eso no le servirá de nada.
—Déme los nombres.
—Por favor. De la era moderna: Petain, Quisling, Van Tzinwel...
—Le ruego que mencione —intervino Andrei levantando la mano—, en primer lugar, a las personas que son ciudadanos de nuestra ciudad.
—¿Y para qué se necesita eso durante el proceso de instrucción? —preguntó Izya con agresividad.
—No estoy obligado a responderle. Conteste a las preguntas.
—No deseo contestar a preguntas estúpidas. Usted no entiende nada. Usted se imagina que si se encontró a alguien allí, eso quiere decir que en realidad estaba. Y eso no es así.
—No entiendo. Conteste, por favor.
—Yo mismo no lo entiendo. Es como un sueño. El delirio de la conciencia que se rebela.
—Bien. Como un sueño. ¿Estuvo hoy en el Edificio Rojo?
—Pues sí.
—¿Dónde estaba ubicado el Edificio Rojo cuando usted entró en él?
—¿Hoy? Hoy estaba junto a la sinagoga.
—¿Me vio allí?
—Cada vez que entro ahí, lo veo a usted. —Izya volvía a sonreír con aire siniestro.
—¿Y hoy también?
—También.
—¿Y a qué me dedicaba?
—A cosas indignas —respondió Izya con placer.
—En concreto...
—Usted copulaba, señor Voronin. Copulaba a la vez con muchas niñas, y simultáneamente predicaba elevados principios a un grupo de castrados. Les repetía que se dedicaba a aquello no por placer personal, sino por el bien de toda la humanidad.
Andrei apretó los dientes.
—Y usted, ¿a qué se dedicaba?
—Eso no se lo voy a decir. Tengo ese derecho.
—Miente —dijo Andrei—. No me vio allí. Aquí están sus palabras: «A juzgar por tu aspecto, has estado en el Edificio Rojo». Por lo tanto, usted no me vio allí. ¿Con qué objetivo miente?
—De eso nada —repuso Izya con rapidez—. Simplemente, me daba vergüenza por usted y decidí darle a entender que no lo había visto allí. Pero ahora es diferente. Ahora estoy en la obligación de decir la verdad.
—Usted dice que es como un sueño. —Andrei se recostó y llevó una mano al respaldo de su asiento—. Entonces, ¿cuál es la diferencia, me vio en sueños o no me vio? ¿Para qué darme a entender algo?
—Pues se trata de que me daba corte decirle lo que a veces pienso de usted. Y no tenía por qué haberme cortado.
—Está bien. —Andrei, inseguro, hizo un gesto de negación—. ¿Y la carpeta, también la sacó del Edificio Rojo? Por así decirlo, ¿de su sueño?
—¿Qué carpeta? —dijo Izya, nervioso con el rostro inmóvil—. ¿De qué carpeta habla constantemente? Yo no tenía ninguna carpeta...
—Deje eso, Katzman —masculló Andrei, cerrando los ojos de cansancio—. Yo vi la carpeta, el policía que lo trajo vio la carpeta, igual que ese anciano... el señor Stupalski. De todos modos, tendrá que dar explicaciones en el juicio. ¡No lo ponga más difícil!
Izya, con el rostro inmóvil, examinaba atentamente las paredes. Callaba.
—Supongamos que la carpeta no proviene del Edificio Rojo —prosiguió Andrei—. Entonces, eso quiere decir que la obtuvo fuera de los límites de la ciudad, ¿no es verdad? ¿Quién se la dio? ¿Quién le dio esa carpeta, Katzman?
Izya callaba.
—¿Qué había en esa carpeta? —Andrei se levantó y comenzó a pasearse por el despacho con las manos cruzadas a la espalda—. Una persona lleva una carpeta en las manos. Esa persona es detenida. Por el camino a la fiscalía, esa persona se deshace de la carpeta. En secreto. ¿Por qué? Con toda seguridad, en la carpeta hay documentos que comprometen a esa persona. ¿Está siguiendo el hilo de mis razonamientos, Katzman? Ha recibido la carpeta fuera de los límites de la ciudad. ¿Qué documentos recibidos fuera de los límites de la ciudad pueden resultar comprometedores para uno de nuestros ciudadanos? Dígame, Katzman, ¿cuáles?
Izya pellizcaba implacable la verruga y miraba al techo.
—Pero no intente negarlo, Katzman —le previno Andrei—. No intente contarme la fábula de turno. Puedo ver qué tiene en la cabeza. ¿Qué había en la carpeta? ¿Listados? ¿Direcciones? ¿Instrucciones?
—¡Oye, imbécil! —gritó Izya de repente, dándose una fuerte palmada en la rodilla—. ¿Qué idioteces son ésas que andas diciendo? ¿Quién te ha liado la cabeza de esa manera, subnormal? ¿Qué listados, qué direcciones? ¡Sabueso de mierda! Me conoces desde hace tres años, sabes que hago excavaciones en las ruinas, que estudio la historia de la ciudad. ¿Por qué demonios andas tratando de colgarme al cuello ese estúpido rótulo de espía? ¿Quién puede dedicarse aquí al espionaje? ¿Con qué fin? ¿A favor de quién?
—¿Qué había en la carpeta? —gritó Andrei con todas sus fuerzas—. Deje de hacerse el listo y responda: ¿qué había en la carpeta?
En ese momento, Izya estalló. Abrió mucho los ojos, muy enrojecidos.
—¡Vete a joder a tu madre con tu carpeta! —gritó, con voz chillona—. No voy a decirte nada más. ¡Imbécil, con esa cara de esbirro!
Chilló, lo salpicó todo de saliva, soltó tacos, hizo gestos obscenos, y entonces Andrei sacó una hoja de papel en blanco, escribió al principio: DECLARACIÓN DEL IMPUTADO I. KATZMAN SOBRE LA CARPETA QUE LLEVABA Y DESPUÉS DESAPARECIÓ SIN DEJAR HUELLAS, y esperó a que Izya se calmara.
—Hagamos una cosa, Izya. Ahora no estoy hablando oficialmente contigo —dijo, en tono bondadoso—. Estás metido en un buen lío. Sé que te has implicado en esta historia a la ligera, a causa de tu estúpida curiosidad. Por si quieres saberlo, hace seis meses que te vigilan. Te doy un consejo: siéntate aquí y escríbelo todo. No puedo prometerte gran cosa, pero haré por ti todo lo que esté a mi alcance. Siéntate y escribe. Volveré dentro de media hora.
Esforzándose por no mirar en dirección a Izya, a quien el estallido de furia había dejado sin palabras, sintiéndose molesto consigo mismo a causa de su hipocresía y diciéndose, para darse aliento, que en este caso el fin justificaba los medios, cerró el cajón de su mesa, se levantó y salió.
En el pasillo, llamó al ayudante del agente de guardia, lo dejó custodiando la puerta y se fue a la cafetería. Se sentía sucio por dentro, tenía la boca seca, con un sabor asqueroso, como si hubiera comido mierda. El interrogatorio había salido torcido, poco convincente. Había echado totalmente a perder la versión del Edificio Rojo, no debía tocar ese punto. De un modo vergonzoso había perdido la carpeta, el único indicio cierto, por una metida de pata así merecía que lo echaran de la fiscalía... Seguro que a Fritz no le hubiera ocurrido eso. Se hubiera dado cuenta al momento de dónde estaba el meollo de la cuestión. Maldito sentimentalismo. Cómo era posible, habían bebido juntos, habían pasado muchas veladas juntos, era un soviético como él... ¡Y tan pronto pasaba algo, los echaba a todos en el mismo saco! El jefe también es otro que bien baila: rumores, chismes... Tiene a una red completa trabajando bajo sus narices, y quiere buscar a los que difunden rumores...
Andrei se aproximó al mostrador, cogió una copa de vodka y se la bebió con gesto de asco. ¿Dónde había metido aquella carpeta? ¿Acaso se había limitado a tirarla al pavimento? Seguramente. No se la habría comido. ¿Debía mandar a alguien a buscarla? Era tarde. Locos, babuinos, conserjes... ¡El trabajo estaba organizado de manera incorrecta!
«¿Por qué una información de tanta importancia como la existencia de la Anticiudad constituye un secreto y ni siquiera los funcionarios de la fiscalía la conocen? ¡Habría que escribir sobre eso todos los días en el diario, habría que colgar carteles por toda la ciudad, que llevar a cabo juicios ejemplares! Yo hubiera cascado a Katzman desde hace mucho tiempo... Por supuesto, tampoco se puede llegar al otro extremo. La existencia de un hecho tan trascendental como el Experimento, en el que están implicadas personas de diferentes clases sociales y credos políticos diversos, implica la aparición de divisiones y contradicciones que contribuirán al movimiento, a la lucha de contrarios si se quiere... Tarde o temprano deben aparecer opositores al Experimento, gente que no está de acuerdo con él por criterios de clase, y otros que serán atraídos a ese bando, elementos desclasados, moralmente inestables, carentes de principios, gente como Katzman... cosmopolitas de toda especie... Es un proceso natural. Yo mismo hubiera podido darme cuenta de cómo se desarrollaría todo...»
Una mano pequeña y fuerte se posó en su hombro, y Andrei se volvió. Se trataba del reportero de sucesos del diario de la ciudad. Kensi Ubukata.
—¿En qué piensas, juez de instrucción? —preguntó—. ¿Desentrañas un caso complejo? Comparte tus ideas con la sociedad. A la sociedad le encantan los casos enredados, ¿no es verdad?
—Saludos, Kensi —dijo Andrei con cansancio—. ¿Quieres vodka?
—Sí, siempre que haya información.
—Lo único que tendrás será vodka.
—Bien, dame vodka sin información.
Bebieron una copa y la taparon con un pepinillo marinado no muy fresco.
—Vengo del despacho de vuestro jefe —dijo Kensi, escupiendo el tallito del pepinillo—. Es un hombre muy flexible. En su gráfico, una curva asciende y la otra desciende, concluye la instalación de inodoros en las celdas individuales, pero no dijo ni una palabra sobre los temas que me interesan.
—¿Y qué te interesa? —preguntó Andrei, distraído.
—Ahora me interesan las desapariciones. En los últimos quince días, en la ciudad han desaparecido sin dejar huella once personas. ¿Sabes algo de eso?
—Sé que han desaparecido —respondió Andrei encogiéndose de hombros—. Sé que no los han encontrado.
—¿Y quién se ocupa del caso?
—No creo que se trate sólo de un caso —dijo Andrei—. Es mejor que se lo preguntes al jefe.
Kensi negó con la cabeza.
—En los últimos tiempos los señores jueces de instrucción me mandan a ver al jefe o a Geiger con demasiada frecuencia. En nuestro pequeño colectivo democrático han surgido demasiados secretos. ¿No os habréis convertido casualmente en una policía secreta? —Miró la copa vacía y se quejó—: ¿Qué sentido tiene contar con amigos entre los jueces de instrucción si nunca puedo averiguar nada?