Текст книги "Ciudad Maldita"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—¿Tienes sed? —preguntó Andrei, a media voz.
Permiak asintió. En su rostro apareció una familiar sonrisita lujuriosa. Andrei sacó del bolsillo trasero una cantimplora plana que contenía un poco de agua y se la tendió. Lo miró beber, a tragos cortos, avaros, respirando ruidosamente por la nariz, subiendo y bajando la peluda nuez. Enseguida la piel se le cubrió de gotitas de sudor.
—Está tibia... —dijo Permiak con voz ronca, mientras devolvía la cantimplora, ya vacía—. Ah, si estuviera fría, como la del grifo, que delicia.
—¿Qué le pasa al motor? —preguntó Andrei, guardándose la cantimplora en el bolsillo.
—Una mierda ese motor. —Permiak, con los dedos muy separados, se quitó el sudor de la cara—. Lo hicieron en nuestro taller quién sabe cómo, no alcanzaba el tiempo. Es un milagro que haya aguantado hasta el día de hoy.
—¿Se puede reparar?
—Sí, se puede. Costará dos o tres días, pero echará a andar. Aunque no por mucho tiempo. Avanzaremos unos doscientos kilómetros, y se quemará de nuevo. Una mierda ese motor.
—Está claro —dijo Andrei—. ¿Y no has visto al coreano Pak conversando con los soldados?
Con un gesto de aburrimiento, Permiak se desentendió de la pregunta.
—Hoy —dijo a Andrei al oído pegándose mucho a él—, en la parada para comer, los soldados acordaron no seguir adelante.
—Eso ya lo sé —dijo Andrei, apretando los dientes de rabia—. Dime quién es el cabecilla.
—No he podido descubrirlo, jefe —respondió Permiak en un susurro sibilino—. El más charlatán es Tevosian, pero sólo es un hablador, y además, en los últimos días está colgado desde temprano.
—¿Qué?
—Está colgado... Quiero decir, fuma y vuela alto... Nadie le presta atención. Pero no logro descubrir quién es el verdadero cabecilla.
—¿Chñoupek?
—Vaya usted a saber. Quizá sea él. Lo respetan... Parece que los choferes están de acuerdo, quiero decir, en eso de no seguir adelante. El señor Ellizauer no sirve para nada, siempre se está riendo como un cretino, trata de quedar bien con todos, se ve que tiene miedo. Y yo. ¿qué puedo hacer? Me limito a azuzarlos, a decirles que no se puede confiar en los soldados, que odian a los choferes. Nosotros llevamos los vehículos, ellos van a pie. Ellos tienen sus raciones, y nosotros comemos con los científicos. ¿Por qué les íbamos a ser simpáticos? Antes eso funcionaba, pero ahora parece que no. ¿Qué es lo más importante? Pasado mañana es el decimotercer día...
—¿Y qué hay de los científicos? —lo interrumpió Andrei.
—No sé nada de nada. Sueltan unos tacos horribles, pero no puedo entender de qué parte están. Todos los días se pelean con los soldados a causa de la Lagarta... ¿Y sabe qué dijo el señor Quejada? Que el coronel no durará mucho.
—¿A quién se lo dijo?
—Creo que se lo dice a todo el mundo. Yo mismo oí cómo hablaba con sus geólogos, les aconsejaba que anduvieran siempre armados. Por si eso ocurría. ¿No tendrá un cigarrillo, Andrei Mijailovich?
—No. ¿Y qué me dice del sargento?
—No hay manera de entrarle. Intentas subírtele encima, y te hace bajar enseguida. Es una piedra. Será el primero que maten. Lo odian.
—Está bien —dijo Andrei—. De todos modos, ¿qué hay del coreano? ¿Agita a los soldados o no?
—Nunca lo he visto hacerlo. Siempre anda solo. Pero si quiere, puedo vigilarlo especialmente, pero creo que no vale la pena.
—Esto es lo que hay: mañana comienza una parada larga. En general, no hay nada que hacer. Sólo lo del tractor. Y los soldados descansarán y se pondrán a hablar. Tu misión, Permiak, es decirme quién es el cabecilla entre ellos. Es lo primero que tienes que hacer. Invéntate algo, tú sabes mejor que yo qué hay que hacer. —Se levantó y Permiak lo imitó—. ¿Es verdad que hoy has vomitado?
—Sí, me mareé... Ahora me siento mejor.
—¿Necesitas algo?
—No, mejor no. Si hubiera tabaco...
—Está bien. Reparad el tractor y os daré un premio. Vete.
El Mudo se echó a un lado y Permiak se deslizó fuera de la habitación. Andrei caminó hacia la ventana y se apoyó en el antepecho, esperando los cinco minutos reglamentarios. El farol colgante oscilaba y sus destellos dejaban ver los chasis de los remolques del segundo tractor, y en las ventanas negras del edificio de enfrente brillaban restos de cristales. A la derecha el centinela, invisible en la oscuridad, caminaba de un lado a otro de la calle, haciendo sonar sus botas y silbando quedamente una melodía triste.
«No importa —pensó Andrei—, saldremos de ésta. Habrá que descubrir al cabecilla.» De nuevo imaginó cómo el sargento, a una orden suya, hacía formar a los soldados desarmados en una larga fila, y cómo él, Andrei, el jefe de la expedición, con la pistola en la mano, apuntando hacia abajo, caminaba lentamente a lo largo de la fila, examinando detenidamente aquellas caras sin afeitar, cómo se detenía ante el rostro repulsivo y enrojecido de Chñoupek y le pegaba un tiro en el estómago, otro tiro más... Sin juicio. Y eso mismo le pasaría a todo canalla, a todo cobarde, que osara...
«Pero, al parecer, el señor Pak no está absolutamente involucrado en nada —pensó—. Y gracias. Bueno, mañana todavía no pasará nada. En tres días no pasará nada, y ese tiempo es suficiente para poder meditar sobre muchas cosas. Por ejemplo, se podría encontrar un buen manantial unos cien kilómetros más adelante. Al agua seguro que irían galopando, como caballos. Qué calor hace aquí. Sólo hemos parado una noche, y ya todo huele a mierda. Y, en general, el tiempo trabaja a favor de los jefes y contra los amotinados. Siempre ha sido así, en todas partes. Hoy se han puesto de acuerdo para no seguir adelante. Mañana se levantarán enfurecidos, y les hemos organizado una parada larga. Entonces no es necesario seguir adelante, muchachos, se han molestado por gusto. Y de repente, le dan a uno gachas con ciruelas pasas, dos tazas de té y chocolate... ¡Ahí lo tiene, señor Chñoupek! Ya te atraparé, sólo necesito tiempo... Ay, qué ganas de dormir. Y de tomar un poco de agua. Pero, digamos, señor consejero, olvídate del agua. Duerme, eso es lo que necesitas. Mañana, tan pronto amanezca... Fritz, tírate por un barranco con tus ansias de expansión. Ahí lo tienes, el emperador de la gran mierda...»
—Vamos —le dijo al Mudo.
Sentado tras el escritorio, Izya seguía revisando sus papeles. Había adquirido otro mal hábito: morderse la barba. Agarraba un puñado de pelos, se los metía en la boca y comenzaba a roer. Qué espantapájaros... Andrei caminó hasta el catre y se dedicó a tender la sábana, que se le pegaba a las manos como un mantel de hule.
—Esto es lo que tenemos —dijo Izya de repente, volviéndose hacia él—. Aquí vivían bajo el gobierno de El Más Querido y Sencillo. Fíjate, todo con mayúsculas. Vivían bien, no carecían de nada. Más tarde, el clima comenzó a cambiar, hubo un gran enfriamiento. Y después ocurrió algo y todos perecieron. Encontré un diario. Su dueño se atrincheró en el piso y murió de hambre. Más exactamente, no murió, se colgó, pero lo hizo a causa del hambre, se volvió loco. Todo comenzó cuando aparecieron unos rizos en la calle...
—¿Qué fue lo que apareció? —preguntó Andrei y dejó de quitarse los zapatos.
—Unos rizos. ¡Aparecieron unos rizos, como sobre el agua! Todo el que caía en esos rizos, desaparecía. A veces le daba tiempo de gritar, a veces ni siquiera eso, se disolvía en el aire y eso era todo.
—Qué locura —gruñó Andrei—. ¿Y qué más?
—Todos los que salían de la casa morían en aquellos rizos. Pero los que se asustaron o se dieron cuenta de que aquello pintaba mal, al principio lograron sobrevivir. Los primeros días hablaban entre ellos por teléfono, iban pereciendo lentamente. No había nada de comer, en la calle el frío era glacial, no tenían reservas de leña, la calefacción no funcionaba.
—¿Y qué pasó con los rizos?
—No escribió nada al respecto. Te he dicho que, hacia el final, se volvió loco. La última anotación que hizo fue... —Izya pasó varias hojas de papel—. Aquí la tengo, escucha: «Ya no puedo más. ¿Y para qué? Es hora. Hoy por la mañana. El Más Querido y Sencillo ha pasado por la calle y ha mirado por mi ventana. Sonrió. Es hora». Y eso es todo. Fíjate que su piso está en la quinta planta. El pobre ató la cuerda a la lámpara del techo. Por cierto, todavía cuelga ahí mismo.
—Sí, parece que se volvió totalmente loco —dijo Andrei, metiéndose en la cama—. De hambre, sin duda. Escucha, ¿y no has averiguado nada relativo al agua?
—Por ahora, nada. Supongo que mañana tendremos que ir hasta el final del acueducto. ¿Qué, ya vas a dormir?
—Sí. Y te aconsejo que hagas lo mismo. Apaga la lámpara y piérdete.
—Oye —dijo Izya, implorante—. Yo quería seguir leyendo. Tú tienes una buena lámpara.
—¿Y la tuya, dónde está? Tú tenías una igual.
—Se me rompió accidentalmente. En el remolque. Le puse una caja encima. Sin darme cuenta.
—Cretino —dijo Andrei—. Está bien, coge la lámpara y vete.
Presuroso, Izya recogió sus papeles y apartó la silla.
—¡Sí! —dijo, de repente—. Dagan ha traído tu pistola. Y me ha dado un recado del coronel para ti, pero se me ha olvidado...
—Está bien, dame la pistola. —Andrei la guardó bajo la almohada y se volvió de espaldas a Izya.
—¿Y no quieres que te lea una carta? —dijo Izya, insinuante—. Parece que aquí practicaban algo parecido a la poligamia.
—Lárgate —dijo Andrei, sin levantar la voz.
Izya soltó una risita. Con los ojos cerrados, Andrei lo oía moverse, caminar, hacer crujir el parqué reseco. Después se oyó el chirrido de una puerta, y cuando abrió los ojos, todo estaba oscuro.
«Unos rizos... —pensó—. Qué cosa. Qué mala suerte tienen algunos. Y no podemos hacer nada al respecto. Sólo hay que pensar en aquellas cosas que dependen de nosotros... Digamos, en Leningrado no hubo rizos de ningún tipo. Hubo un frío salvaje, horrible, los que se congelaban gritaban en los portales cubiertos de hielo, cada vez con menos fuerza, durante muchas, muchas horas... Uno se quedaba dormido, oyendo cómo alguien gritaba, se despertaba sumido aún en aquel grito desesperado, sin que le pareciera algo horrible, más bien se trataba de algo que daba náuseas, y cuando por la mañana, envuelto en la manta hasta la barbilla, bajaba a buscar agua por las escaleras cubiertas de excrementos congelados, agarrando la mano de su madre que a su vez tiraba del trineo donde habían atado el cubo, el que gritaba yacía abajo, junto al pozo del ascensor, seguramente en el mismo lugar donde cayera la noche anterior, en el mismo sitio, sí, porque no había sido capaz de incorporarse, ni siquiera de arrastrarse, y nadie había salido a prestarle ayuda. Y no hizo falta rizo alguno. Sobrevivimos sólo porque mamá tenía la costumbre de comprar la leña al comienzo de la primavera y no en verano. La leña nos salvó. Y los gatos. Doce gatos adultos y un pequeño gatito, tan hambriento que cuando intenté acariciarlo se lanzó sobre mi mano y se puso a roer y morder mis dedos con ansiedad. Os mandaría allí, canallas —pensó Andrei con rabia repentina, acordándose de los soldados—. Aquello no era el Experimento. Y la ciudad era mucho más terrible que ésta. En aquel sitio me hubiera vuelto loco sin remedio. Me salvó el hecho de ser un niño. Los niños simplemente morían...
»Pero no rendimos la ciudad —siguió pensando—. Los que se quedaron iban muriendo poco a poco. Los amontonaban ordenadamente en los cobertizos para la leña, intentaban evacuar a los vivos, el gobierno seguía funcionando y la vida continuaba su curso, una vida extraña, delirante. Alguien moría en silencio; otro hacía algo heroico y después también moría: un tercero trabajaba en la fábrica hasta el último momento, y cuando le llegaba el día, también moría. Había quien engordaba a costa de todo eso, comprando oro, plata, perlas, pendientes, joyas, por mendrugos de pan, pero después también moría: lo llevaban a orillas del Neva y lo fusilaban, y después subían hasta la calle, y sin mirar a nadie se volvían a colgar los fusiles tras las huesudas espaldas. Había quien, con un hacha en la mano, acechaba en los callejones, comía carne humana, hasta intentaba venderla, pero de todos modos moría también. En aquella ciudad no había nada más habitual que la muerte. Pero el gobierno seguía allí, y mientras lograra permanecer, la ciudad se sostenía.
«¿Sentirían alguna lástima de nosotros? —se preguntó—. ¿O no pensaban en nosotros? Simplemente cumplían la orden, y en esa orden se hablaba de la ciudad, pero no se decía nada de nosotros. Bueno, algo habría, pero en el punto X. En la estación de Finlandia, bajo un cielo limpio y blanco a causa de la helada, estaban los convoyes de vagones de cercanías. Nuestro vagón estaba repleto de niños, iguales que yo, de unos doce años, seguro que de algún orfanato. No me acuerdo de casi nada. Me acuerdo del sol en las ventanas, del vaho al respirar, de una vocecita infantil que repetía continuamente una misma frase, con la misma chillona entonación de rabia e impotencia: «¡Lárgate de aquí a hacer puñetas!», y de nuevo, «¡Lárgate de aquí a hacer puñetas!», y de nuevo...
»Pero no era eso lo que me interesaba —reflexionó—. Las órdenes y la lástima, de eso se trataba. Por ejemplo, los soldados me dan lástima. Los entiendo muy bien, simpatizo con ellos. Pedimos voluntarios, y en primer lugar acudieron aventureros, buscadores de emociones, hombres que se aburren en nuestra cómoda ciudad, que tenían deseos de ver sitios totalmente nuevos, de jugar con sus fusiles automáticos si llegaba el momento, de buscar entre las ruinas y, al regreso, llenarse el pecho de condecoraciones, ponerse galones con grados superiores, pasearse entre las chicas... Pero, en lugar de todo eso, sólo han conseguido diarreas, ampollas sangrantes, vaya usted a saber qué porquerías... ¡Cualquiera se amotinaría!
»¿Y yo, qué? ¿Me resulta más fácil? ¿Acaso vine aquí buscando diarreas? Tampoco tengo ganas de seguir, tampoco veo nada bueno adelante, yo también, que el diablo os lleve a todos, albergaba ciertas esperanzas, muy mías, digamos, por ejemplo, ese Palacio de Cristal más allá del horizonte. Posiblemente me encantaría dar ahora mismo la orden de que lo dejáramos, chicos, volvamos a casa... También estoy harto de tanta suciedad, también me devora la desilusión, yo también tengo miedo de que aparezcan unos puñeteros rizos, o gente con la cabeza de hierro. Quizá se me rompió todo por dentro cuando vi a aquellos infelices sin lengua: ahí lo tienes, imbécil, te lo advertí, no sigas adelante, regresa. ¿Y los lobos? Cuando marchaba solo en la retaguardia porque todos se habían cagado de miedo, ¿creen que me divertía? Sale un lobo corriendo entre la nube de polvo, me arranca de un bocado la mitad del trasero y desaparece... Eso temía, mis queridos canallas, así que no sois los únicos que lo pasan mal, la sed también me ha cuarteado las tripas.
»Está bien —se dijo—. ¿Y por qué demonios sigues adelante? Mañana mismo puedes dar la orden y volaremos como los pájaros, dentro de un mes estaremos en casa y puedes tirarle a Geiger a la cara todos tus plenos poderes, y decirle: «Hermanito, ve a que te den, si tantas ganas tienes de expandir tu poder, ve tú mismo, si tienes lo que hay que tener». Pero no, no tiene sentido armar un escándalo. De cualquier manera, hemos avanzado ochocientos kilómetros, confeccionamos un mapa, tenemos diez cajas de archivos, ¿acaso es poco? ¡Más adelante no hay nada! ¿Cuántas ampollas podrán aguantar nuestros pies? ¡No estamos en la Tierra, no es una esfera! Claro que no existe la Anticiudad, ahora todo eso está más que claro, aquí nadie la ha oído mentar. En general, no será difícil encontrar justificaciones. ¡Y ése es el problema, que se trata de justificaciones!
»¿Cómo está todo planteado? Acordamos llegar hasta el final y te han dado la orden de marchar hasta el final. ¿Es así? Así mismo. Entonces: ¿puedes seguir adelante? Puedo. Hay alimentos, hay combustible, las armas están en perfecto estado. Claro que la gente está extenuada, pero todos se encuentran bien, ilesos. Y a fin de cuentas, no están tan extenuados si se pasan la noche montando a la Lagarta. No, hermanito, algo no cuadra en tus cálculos. Eres una mierda como jefe, te dirá Geiger, me equivoqué al elegirte. Y Quejada le dirá algo al oído, Permiak le susurrará por el otro, y Ellizauer hará cola para balbucear algo.»
Andrei intentó espantar esta última idea, pero ya era tarde. Se dio cuenta con horror de que para él era importantísimo su papel de señor consejero, y que le molestaba muchísimo pensar que esa posición pudiera cambiar de repente.
«Y qué importa que cambie —pensó, a la defensiva—. ¿Me moriré de hambre si no ocupo ese puesto? ¡Qué estupidez! Que el señor Quejada ocupe mi lugar, y yo ocuparé el suyo. ¿Tendrá malas consecuencias para la misión, o qué? Dios mío —pensó de repente—. ¿De qué misión estoy hablando? ¿Qué tonterías andas diciendo, amigo? Ya no eres un crío para ocuparte de los destinos del mundo. Los destinos del mundo pueden seguir perfectamente sin ti y sin el mismísimo Geiger. ¿Cada cual debe hacer su trabajo en su puesto? Por favor, no tengo nada en contra. Estoy dispuesto a cumplir con mi trabajo en mi puesto. En el mío. En éste. En el puesto del poderoso. ¡Así son las cosas, señor consejero! ¿Y qué? ¿Por qué un suboficial de un ejército derrotado tiene el derecho a mandar en una ciudad con un millón de habitantes? ¿Por qué yo, que no soy doctor en ciencias por un pelo, una persona con educación superior, un joven comunista, no tengo derecho a dirigir el departamento de ciencias? ¿Qué significa, que lo hago peor que él? ¿Cuál es el problema?
»Nada de eso tiene sentido, tener derecho o no tenerlo... El derecho al poder lo tiene quien lo ejerce. O más exactamente, el derecho al poder lo tiene quien constituye el poder. Si puedes subordinar a los demás, tienes derecho al poder. ¡Si no puedes, perdona, hombre!
»¡Seguiréis adelante, miserables! —le dijo mentalmente a la expedición dormida—. Y no lo vais a hacer porque yo mismo tenga muchas ganas de llegar a lejanías ignotas, como ese pavo real barbudo de Izya, sino porque os ordenaré que sigáis. Y os daré esa orden, hijos de perra, botarates, cruzados epilépticos, no por un sentido del deber ante la Ciudad o, que Dios me libre, ante Geiger, sino porque tengo el poder, y debo hacer patente ese poder en todo momento, tanto ante vosotros, carroñeros, como ante mí mismo. Y ante Geiger. Ante vosotros porque, de otra manera, me devoraríais. Ante Geiger, porque si no me echaría, y tendría razón. Y ante mí... No sé si sabéis que los reyes y todos los monarcas tuvieron suerte en su tiempo. Su poder les venía directamente de Dios, no podían imaginarse a sí mismos ni a sus súbditos sin ese poder. Por cierto, a pesar de eso no podían ni bostezar. Y nosotros, gente menuda, no creemos en Dios. No fuimos ungidos con mirra para ocupar el trono. Debemos preocuparnos por nosotros mismos. Aquí, como se dice, el que puede, agarra. No necesitamos impostores, yo soy el que voy a mandar. Ni tú, ni él, ni ellos, ni nadie. Yo. El ejército me apoya.
»Vaya empanada mental —pensó, incluso con cierta incomodidad. Se volvió hacia el otro lado y, para sentirse más cómodo, metió la mano bajo la almohada, donde estaba más fresco. Sus dedos tropezaron con la pistola—. ¿Y cómo pretende el señor consejero llevar a cabo su programa? ¡Habrá que disparar! No en una fantasía (¡Soldado Chñoupek, salga de las filas...!), no se trata de dedicarse al onanismo intelectual, sino de disparar contra un ser vivo, quizá desarmado, y puede ser que ni siquiera sospeche nada, tal vez inocente... ¡A la mierda con todo esto! Contra un ser vivo, dispararle al vientre, a sus partes blandas, a las tripas. No, no soy capaz de eso. Nunca lo hice y juro que ni siquiera me lo imagino... En el kilómetro trescientos cuarenta yo también disparé, por supuesto, como todos, por miedo, sin darme cuenta de nada... ¡Pero allí no vi a nadie, allí también dispararon contra mí!
»No importa —siguió pensando—. Digamos que allí, el humanismo es también la falta de costumbre... ¿Y si, a pesar de todo, no siguen adelante? Yo les doy la orden y ellos me dicen que vaya a que me den, anda tú mismo, hermanito, si tienes lo que hay que tener...
»¡Pero eso sería una buena idea! Darle a esos impresentables un poco de agua, parte de los alimentos, entregarles el tractor roto, que lo reparen si quieren volver... Largaos, no nos hacéis falta. Qué lujo, librarse de la mierda de una vez. —Por cierto, al momento imaginó la cara que pondría el coronel al oír semejante propuesta—. No, el coronel no lo entendería. Es de una estirpe diferente. Es de ésos... los monarcas. Simplemente, la idea de no cumplir con su deber no le pasa por la cabeza. Y en todo caso, ese problema no lo haría sufrir... Es de los aristócratas militares. Le va bien, su padre fue coronel, su abuelo fue coronel, y el bisabuelo también fue coronel, y mira qué clase de imperio conquistaron, cuánta gente habrán aniquilado... Pues, si ocurre algo, que sea él quien dispare. A fin de cuentas, se trata de su gente. No tengo la intención de inmiscuirme en sus asuntos. ¡Diablos, cuan harto estoy de todo esto! ¡Intelectualucho putrefacto, mira toda la podredumbre que acumulas dentro de la calavera! ¡Deben seguir adelante, y eso es todo! Yo cumplo una orden, y vosotros debéis subordinaros. Si la infrinjo, nadie va a pasarme la mano y vosotros, que os lleve el diablo, lo vais a pasar muy mal. Es todo. Y a la mierda. Es mejor pensar en una buena hembra que en estas idioteces. Lo único que me faltaba, la filosofía del poder...»
Se volvió de nuevo, arrastrando la sábana bajo el cuerpo, y con cierto esfuerzo comenzó a pensar en Selma. Vestida en su salto de cama color lila, inclinándose ante el lecho para dejar la bandeja con el café sobre la mesita... Se imaginó con todo detalle cómo lo haría con Selma, y a continuación, sin el menor esfuerzo, se vio a sí mismo en su despacho, donde se encontraba Amalia, recostada en el butacón, con la faldita levantada hasta las axilas. Entonces se dio cuenta de que todo aquello había llegado demasiado lejos.
Echó a un lado la sábana, adoptó intencionadamente una pose incómoda para sentarse, de manera que el borde del catre se le clavaba en el trasero, y permaneció un rato en esa posición, mirando con fijeza el rectángulo de la ventana, débilmente iluminado por una luz difusa. Después, echó un vistazo al reloj. Eran pasadas las doce.
«Ahora me levanto —pensó—. Bajo al primer piso. ¿Dónde duerme ella, en la cocina?» Antes, aquella idea le causaba un asco totalmente justificado. Pero ahora no sentía nada semejante. Se imaginó los pies descalzos y sucios de la Lagarta, pero no se detuvo en ellos y siguió ascendiendo. De repente, sintió curiosidad por saber cómo sería desnuda. A fin de cuentas, una hembra es una hembra.
—¡Dios mío! —dijo en voz alta.
La puerta chirrió enseguida y el Mudo apareció en el umbral. Una sombra negra en la oscuridad. Sólo se distinguía el blanco de los ojos.
—¿Para qué has venido? —le dijo Andrei con tristeza—. Vete a dormir.
El Mudo desapareció, Andrei bostezó, nervioso, y se dejó caer de lado en la cama.
Despertó horrorizado, empapado en sudor de pies a cabeza.
—Alto, ¿quién vive? —se oyó el grito del centinela bajo la ventana. Su voz era penetrante, desesperada, como si estuviera pidiendo socorro.
Y en ese mismo momento. Andrei escuchó unos golpes pesados, aplastantes, como si alguien golpeara rítmicamente las piedras con un enorme mazo.
—¡Alto o disparo! —chilló el centinela, con una voz antinatural, y comenzó a disparar.
Andrei no supo cómo llegó a la ventana. A la derecha, en la oscuridad, surgía espasmódicamente la llama de los disparos. Más arriba, en la calle, aquel destello dejaba al descubierto algo oscuro, enorme, inmóvil, de contornos incomprensibles, de donde brotaban chorros de chispas verdosas. Andrei no logró entender nada. Al centinela se le terminó el cargador, reinó el silencio un instante y al momento el hombre comenzó a chillar en la oscuridad como un caballo, a patear con las botas, y de repente fue a parar al círculo de luz bajo la ventana, cayó, dio vueltas en el sitio mientras agitaba en el aire el fusil descargado, y a continuación, sin dejar de chillar, corrió hacia el tractor, se escondió en la sombra de las orugas, mientras todo el tiempo intentaba extraer el cargador de repuesto del cinturón, pero no lo conseguía... Y entonces se oyeron de nuevo los feroces golpes de mazo contra la piedra: bumm, bumm, bumm...
Cuando Andrei llegó a la calle sólo con la chaqueta, sin pantalones, con las botas sin atar y la pistola en la mano, ya se había congregado allí mucha gente.
—¡Tevosian, Chñoupek! —mugía como un toro el sargento Fogel—. ¡Por la derecha! ¡Listos para disparar! ¡Anástasis! ¡Al tractor, tras la cabina! ¡Vigilad, listos para hacer fuego! ¡Más rápido! ¡Parecéis cerdos moribundos! ¡Vasilenko! ¡Por la izquierda! Al suelo, con... ¡A la izquierda, asno eslavo! ¡Al suelo, vigila bien! ¡Palotti! ¿Adonde vas, spaghetti? —Agarró por el cuello de la camisa al italiano, que corría sin ton ni son, le dio una feroz patada en el trasero y lo empujó hacia el tractor—. ¡Tras la cabina, so bestia! ¡Anástasis, ilumina la calle a todo lo largo!
Andrei recibía empujones por la espalda, por los costados... Apretando los dientes, intentaba no perder el equilibrio sin lograr entender nada, acallando el deseo insoportable de gritar algo sin sentido. Se recostó en la pared con la pistola delante de sí y miró a su alrededor con ojos de animal acosado. ¿Por qué todos corren en esa dirección? ¿Y si de repente nos agreden por la retaguardia? ¿O desde las azoteas? ¿O desde el edificio de enfrente?
—¡Choferes! —gritó Fogel—. ¡Choferes, a los tractores! ¿Quién está disparando, imbéciles? ¡Alto el fuego!
La cabeza de Andrei se iba aclarando poco a poco. La situación no era tan mala como había pensado. Los soldados se tendieron donde les ordenaron, la agitación sin sentido cesó y finalmente alguien en el tractor hizo girar el reflector e iluminó la calle.
—¡Ahí está! —gritó alguien, conteniendo la voz.
Los fusiles automáticos dispararon una ráfaga corta y callaron al momento. Andrei logró divisar algo enorme, casi más alto que los edificios, monstruoso, con muñones y púas que apuntaban en varias direcciones. Su sombra interminable cubrió un momento la calle y a continuación desapareció por una esquina a dos manzanas de distancia. Se perdió de vista y los pesados golpes del mazo sobre la piedra se hicieron más y más quedos, y al poco tiempo cesaron del todo.
—¿Qué ha ocurrido, sargento? —pronunció la voz serena del coronel por encima de la cabeza de Andrei.
El coronel, con la chaqueta correctamente abotonada, apoyaba las manos en el marco de la ventana y se inclinaba levemente hacia fuera.
—El centinela ha dado la señal de alarma, señor coronel —respondió el sargento Fogel—. El soldado Terman.
—Soldado Terman. Aquí —ordenó el coronel.
Los soldados giraron las cabezas.
—¡Soldado Tennan! —rugió el sargento—. ¡Preséntese ante el coronel!
A la luz difusa del reflector se pudo ver al soldado Terman, que salía de debajo del tractor, arrastrándose con precipitación. De nuevo algo se le atascó al pobre hombre. Dio un tirón con todas sus fuerzas y se puso de pie.
—¡El soldado Temían se presenta por orden del señor coronel! —gritó, como un gallo.
—¡Qué aspecto! —dijo el coronel con gesto de asco—. ¡Abotónese!
En ese momento, el sol se encendió. Fue tan inesperado que sobre el campamento se elevó un mugido procedente de muchas gargantas. Muchos se cubrieron el rostro con las manos. Andrei entrecerró los ojos.
—¿Por qué ha dado la alarma, soldado Terman? —preguntó el coronel.
—¡Un intruso, señor coronel! —soltó Terman con desesperación en la voz—. No respondía. Venía directamente hacia mí. ¡El suelo temblaba! Según el reglamento, le di el alto en dos ocasiones y después disparé.
—Correcto —dijo el coronel—. Ha actuado bien.
Bajo la brillante luz todo parecía bien diferente a como era cinco minutos antes. El campamento parecía un campamento: los malditos remolques, sucios bidones metálicos con combustible, los tractores cubiertos de polvo... Sobre este paisaje tan conocido y detestado, aquellas personas semidesnudas, armadas, yacentes o agachadas con sus ametralladoras y fusiles automáticos, de rostros arrugados y barbas erizadas, parecían absurdas y ridículas. Andrei recordó que él mismo no llevaba pantalones y que los cordones de sus botas se arrastraban por el suelo. Se sintió violento. Retrocedió con cautela hacia la puerta, pero allí se amontonaban los choferes, los geólogos y los cartógrafos.
—Permiso para informar, señor coronel —dijo Terman, algo más animado—. No se trataba de una persona.
—¿Y qué era?
Terman vaciló un momento.
—Más bien parecía un elefante, señor coronel —dijo Fogel, con autoridad—. O un monstruo prehistórico.
—A lo que más se parecía era a un estegosauro —intervino Tevosian.
El coronel lo miró atentamente y se dedicó a contemplarlo varios segundos con curiosidad.
—Sargento —dijo por fin—. ¿Por qué sus hombres abren la boca sin permiso?
Alguien soltó una risita malévola.
—¡Silencio! —soltó el sargento con un susurro amenazador—. Permiso para ponerle un correctivo, señor coronel.
—Supongo... —comenzó a decir el coronel, pero en ese momento lo interrumpieron.
– Aaah...-comenzó a aullar alguien, primero en voz baja y después cada vez más alto, y la mirada de Andrei recorrió el campamento, buscando al que aullaba y por qué lo hacía.
Todos se agitaron, asustados: todos movieron la cabeza de un lado a otro, y entonces Andrei vio al soldado Anástasis, de pie tras la cabina del tractor, que con el brazo extendido apuntaba hacia delante, tan pálido que parecía verde, incapaz de pronunciar una palabra inteligible. Andrei, tenso en espera de lo que pudiera ser, miró en la dirección que señalaba el soldado, pero no vio nada. La calle estaba vacía, y en la lejanía se movía ya el aire recalentado. De repente, el sargento se limpió la garganta haciendo ruido y empujó su gorra hacia delante. Alguien soltó un taco en voz baja, con ferocidad.
—Dios todopoderoso... —balbuceó una voz desconocida, junto a su oído.