Текст книги "Ciudad Maldita"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—¿Habla de una invasión de marcianos? —dijo el coronel, pensativo—. No, no está preparado. Entiendo qué quiere decir usted. Pero no tenemos servicio de inteligencia. Simplemente, carecemos de datos al respecto. No sabemos qué ocurre a cincuenta kilómetros de la Casa de Vidrio. No contamos con mapas de las regiones septentrionales. —Se echó a reír, desnudando unos dientes largos y amarillentos—. El archivero de la Ciudad, el señor Katzman, puso a disposición del Estado Mayor general algo parecido a un mapa de esas regiones. Tengo entendido que fue él mismo quien lo confeccionó. Ese notable documento está guardado en mi caja fuerte. De él se saca la impresión de que el señor Katzman confeccionó esa carta mientras comía, y la manchó varias veces con sus bocadillos y le derramó el café encima.
—Sin embargo, coronel —dijo Andrei en tono de reproche—, mi consejería le entregó mapas bastante buenos.
—Sin duda, sin duda, consejero. Pero se trataba, sobre todo, de mapas de zonas habitadas de la Ciudad y de las regiones meridionales. Según el reglamento, el ejército debe mantener su disposición combativa en caso de desórdenes, y esos desórdenes pueden ocurrir precisamente en las zonas que hemos mencionado. De esa manera, el trabajo realizado por su consejería es indispensable, y gracias a usted, estamos preparados para enfrentarnos a desórdenes. Sin embargo, en lo tocante a una invasión... —El coronel negó con la cabeza.
—Si mal no recuerdo —dijo Andrei, con tono de misterio en la voz—, mi consejería no ha recibido ninguna solicitud del Estado Mayor general relativa a la cartografía de las regiones septentrionales.
El coronel lo miró unos instantes y la pipa se le apagó.
—Hay que decir —pronunció lentamente—, que esas solicitudes las enviamos directamente al presidente. Debo reconocer que las respuestas fueron del todo vagas... —Hizo otro silencio—. Entonces, consejero, ¿considera usted que, en bien de la causa, sería mejor si esas solicitudes se las enviáramos directamente a usted?
Andrei asintió.
—Hoy he comido con el presidente —contó—. Estuvimos hablando largo rato sobre este tema. Se ha tomado una decisión fundamental sobre la confección de mapas de las regiones septentrionales. Sin embargo, es indispensable la participación activa de especialistas militares. De oficiales operativos con experiencia... bueno, seguro que lo entiende.
—Lo entiendo —dijo el coronel—. Por cierto, ¿dónde consiguió esa Mauser, consejero? La última vez que vi semejante monstruo fue, si no me equivoco, en Batumi, en el año dieciocho...
Andrei se puso a contarle dónde y cómo había conseguido aquella Mauser, pero en ese momento se escuchó de nuevo el timbre de la puerta principal. Andrei se excusó y fue a abrir.
Tenía la esperanza de que se tratara de Katzman, pero contra todos sus deseos, el recién llegado era Otto Frijat, a quien Andrei no había invitado. Se le había pasado por alto. Siempre se le olvidaba Otto Frijat, aunque como jefe de administración y servicios de la Casa de Vidrio era una persona de enorme utilidad, quizá insustituible. Por cierto. Selma nunca se olvidaba de ello. Y, en esta ocasión, Otto le entregaba un curioso cestito, cubierto con una finísima servilleta de batista y un ramito de flores. Gentilmente, Selma le ofreció su mano y Otto la besó, chocando los talones y ruborizándose hasta las orejas con cara de total felicidad.
—¡Ah, querido amigo! —lo saludó Andrei—. ¡Qué bien que has venido!
Otto seguía siendo el mismo. Andrei pensó en ese momento que, entre todos los viejos amigos, Otto era el que menos había cambiado. En realidad, no había cambiado en absoluto. Era el mismo cuello de pollito, las mismas orejas enormes, la misma expresión de constante inseguridad en su cara pecosa. Y los mismos talones que chocaban. Vestía el uniforme azul de la policía especial y llevaba la medalla cuadrada al mérito.
—Muchísimas gracias por el tapiz —dijo Andrei, pasándole la mano por encima de los hombros y llevándolo al estudio—. Ahora te enseño cómo ha quedado... Verás qué envidia te da.
Sin embargo, al entrar en el estudio, Otto Frijat no se dedicó a morirse de envidia. Vio al coronel.
Otto Frijat, cabo del Volksturm, sentía por el coronel Saint James algo parecido a la adoración. En presencia del coronel perdía el habla, su cara se convertía en una sonrisa inmóvil y estaba dispuesto a chocar los talones en cualquier momento, continuamente y cada vez con más fuerza.
Le dio la espalda al tan alabado tapiz, se puso firme, sacó el pecho, pegó las palmas de las manos a la costura de los pantalones, sacó los codos e inclinó la cabeza con tal fuerza al saludar que el crujido de sus vértebras cervicales se escuchó en todo el estudio. El coronel se levantó para saludarlo y le tendió la mano con una sonrisa condescendiente. En la otra mano tenía el vaso.
—Me alegro de verlo... —pronunció—. Es un placer saludarlo, señor... humm...
—¡Cabo Otto Frijat, señor coronel! —chilló Otto fascinado, hizo una reverencia y rozó apenas los dedos del coronel—. ¡Es un honor presentarme ante usted!
—¡Otto, Otto! —lo regañó Andrei—. Aquí nadie tiene grados.
Otto soltó una risita lastimera, se sacó el pañuelo del bolsillo y estuvo a punto de enjugarse la frente, pero en ese momento se asustó y comenzó a guardarse el pañuelo, sin encontrar el bolsillo.
—Recuerdo, en El Alamein —dijo el coronel, bonachón—. Trajeron a mi presencia a un cabo alemán...
Se oyó nuevamente el timbre en el recibidor, y Andrei, excusándose otra vez, salió dejando al infeliz Otto en poder de aquel león británico que lo devoraría.
Se trataba de Izya. Besó a Selma en ambas mejillas y mientras a petición de ella se limpiaba los zapatos y se pasaba un cepillo por la ropa, llegaron juntos Chachua y Dollfuss con su esposa. Chachua arrastraba a la mujer por el brazo, y sobre la marcha le contaba chistes, mientras Dollfuss, con una sonrisa pálida, los seguía a cierta distancia. Parecía especialmente gris, incoloro y de poca importancia en comparación con el exuberante jefe de la consejería jurídica. Llevaba en cada brazo un impermeable grueso, por si la noche enfriaba.
—¡A la mesa, a la mesa! —los convocó Selma con su voz suave, dando palmaditas.
—¡Querida! —protestó la señora Dollfuss con su voz de contralto—. Tengo aún que acicalarme un poco.
—¿Para qué? —se asombró Chachua, haciendo girar sus ojos enrojecidos—. Semejante belleza, ¿tiene acaso que acicalarse? Según el artículo doscientos dieciocho del código de procedimiento penal, la ley lo impide...
Todos hablaban a la vez y Andrei no dejaba de sonreír. Junto a su oído izquierdo, Izya cloqueaba y se reía, contando alguna anécdota sobre el desorden universal en los cuarteles durante la alarma de combate ocurrida ese día, y junto al estirado Dollfuss hacía comentarios sobre los baños públicos y la tubería central del alcantarillado, que estaba a punto de atascarse si no se tomaban medidas. A continuación, todos entraron al comedor. Andrei los iba acomodando, y mientras lanzaba una serie continua de cumplidos y agudezas, vio de reojo cómo salía del estudio, sonriendo y guardándose la pipa en el bolsillo, el coronel. Solo. A Andrei se le encogió el corazón, pero al instante apareció el cabo Otto Frijat, que al parecer mantenía la distancia señalada en los reglamentos, cinco metros por detrás del de mayor graduación. Y, por supuesto, se oyó varias veces el choque de talones.
—¡Vamos a beber, a divertirnos! —rugió Chachua con voz gutural.
Cuchillos y tenedores comenzaron a tintinear. Después de meter con cierto trabajo a Otto entre Selma y la esposa de Dollfuss, Andrei ocupó su asiento y recorrió la mesa con la mirada. Todo estaba en perfecto orden.
—¡Imagínese, querida, en la alfombra quedó un agujero de este tamaño! ¡Eso fue en su huerto, señor Frijat, qué chico más guarro!
—Dicen que han fusilado a alguien delante de la formación, coronel.
—Y no olviden lo que les digo: el alcantarillado hundirá la Ciudad, precisamente el alcantarillado.
—¡Tan hermosa, y una copa tan pequeña!
—Otto, querido, no cojas ese hueso... ¡Aquí tienes un buen pedazo!
—No, Katzman, eso es secreto militar. Me basta con los disgustos que me dieron los judíos en Palestina...
—¿Vodka, consejero?
—Muchas gracias, consejero.
Y bajo la mesa, chocaban los talones.
Andrei bebió dos copas de vodka seguidas para coger impulso, comió con gusto y junto con todos los demás se puso a oír un brindis interminable y grosero de Chachua. Cuando finalmente quedó claro que el consejero de justicia levantaba su pequeñísima copa con enorme sentimiento no para regañar a los presentes por las perversiones sexuales enumeradas, sino sólo para brindar «por mis más malvados e implacables enemigos, contra los que llevo toda la vida combatiendo y que siempre me han derrotado, precisamente las mujeres», Andrei se rió aliviado junto a todos los demás y se echó al coleto la tercera copa. La esposa de Dollfuss, totalmente exangüe, hipaba y sollozaba, cubriéndose la boca con una servilleta.
Todos se emborracharon enseguida.
—¡Sí, claro que sí! —se oía en el extremo más lejano de la mesa.
Chachua movía su enorme nariz sobre el espectacular escote de la esposa de Dollfuss, y hablaba sin hacer la menor pausa. La mujer suspiraba extenuada, lo apartaba con coquetería y recostaba su anchísima espalda sobre Otto, al que en dos ocasiones se le había caído el tenedor. Al lado de Andrei, Dollfuss había dejado en paz finalmente el alcantarillado y, presa de un entusiasmo inadecuado, contaba secretos de estado sin parar.
—¡Autonomía! —tronaba, con voz amenazadora—. Es la clave para la au... auto... autonomía... ¡La clórela! ¿La Gran Obra? No me hagáis reír. ¿De qué puñeteros dirigibles están hablando? ¡Clórela!
—Consejero, consejero —Andrei intentaba hacerlo entrar en razón—. ¡Por Dios! ¡No hay necesidad de que se enteren todos! Mejor cuénteme cómo anda la construcción del edificio de los laboratorios...
Los criados retiraban la vajilla sucia y traían platos limpios. Los entrantes se terminaron, enseguida servían el boeufbourguignon.
—¡Levanto mi pequeña copa...!
—¡Sí, claro que sí!
—¡Niño guarro! ¡Es imposible no amarlo!
—Izya, deja en paz al coronel. Coronel, ¿quiere que me siente a su lado?
—Catorce metros cúbicos de clórela no significan nada. ¡Autonomía!
—¿Whisky, consejero?
—Se lo agradezco, consejero.
En lo más ruidoso de la diversión, el rubicundo Parker apareció de pronto en el comedor.
—El señor presidente ruega que lo perdonen —comunicó—. Tiene una reunión urgente. Le manda un saludo cordial a la señora Voronin y al señor consejero, así como a todos sus invitados...
Obligaron a Parker a tomar un vaso de vodka, para lo cual hizo falta el más que insistente Chachua. Se brindó por el presidente y por el éxito de todas sus iniciativas. El nivel de voz bajó un poco, ya habían servido café con helado y licores. Otto Frijat, con ojos llorosos, se quejaba de sus fracasos sentimentales, mientras la esposa de Dollfuss le contaba a Chachua algo sobre su querida Konigsberg.
—¡Claro que sí! —respondía éste, asintiendo con voz apasionada—. Lo recuerdo... El general Cherniajovski... Cinco días, arrasándolo todo a cañonazos...
Parker desapareció, afuera ya estaba oscuro. Dollfuss bebía una taza de café tras otra, y desplegaba ante Andrei proyectos fantasmagóricos de reconstrucción de los barrios septentrionales. El coronel le contaba un chiste a Izya.
—Lo condenaron a diez días por gamberrismo y a diez años de trabajos forzados por revelar secretos de estado.
—¡Pero es un chiste viejo, Saint James, allá contaban eso de Jruschov! —respondía Izya mientras se reía, rugía y salpicaba de saliva a todos.
—¡Otra vez la política! —se quejaba Selma, ofendida. Había logrado meterse entre Izya y el coronel, y el viejo militar le acariciaba paternalmente la rodilla.
De repente, la tristeza se apoderó de Andrei. Se excusó sin dirigirse a nadie, se levantó y, con las piernas entumecidas, se dirigió al estudio. Entró, se sentó en el antepecho de la ventana, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar el jardín.
Fuera reinaba la negra oscuridad, las ventanas del chalet vecino brillaban, iluminadas, más allá de las hojas negras de los arbustos de lilas. La noche era cálida, las luciérnagas se desplazaban por el césped.
«Y mañana, ¿qué? —pensó Andrei—. Me voy en esa expedición, exploro, traigo un montón de armas de allí, las limpio, las cuelgo... ¿y qué más?»
En el comedor seguían gritando.
—¿Conoce éste, coronel? —se oía la voz de Izya—. El mando aliado promete veinte mil al que le traiga la cabeza de Chapaiev...
Y Andrei recordó al momento cómo terminaba el chiste.
—¿Chapaiev? —preguntó el coronel—. Ah, el oficial de caballería ruso. Pero creo que más tarde lo fusilaron, ¿no?
—«Y por la mañana a Katia la despertó su mamá... —empezó a cantar Selma de repente con voz chillona—. Levántate ahora, Katia. Que los barcos no se irán...»
—«Yo te he traído flores... —la interrumpió el rugido de Chachua—. Ay, qué flores más bonitas... Pero tú no las has cogido... Dime por qué, por qué, por qué...»
Andrei cerró los ojos y de repente, con un agudo ataque de nostalgia, se acordó del tío Yura. Tampoco estaba allí Van... «¿Qué falta me hace ese idiota de Dollfuss?» Estaba rodeado de fantasmas.
En el sofá estaba Donald, con su sombrero tejano tan trajinado. Cruzaba una pierna sobre la otra y se agarraba la rodilla puntiaguda con los dedos de las manos, fuertemente entrelazadas. «Al marcharte, no te entristezcas, al venir no te alegres...» Y tras el escritorio se encontraba Kensi, en su viejo uniforme de policía, acodado allí, con la quijada reposando sobre el puño. Miraba a Andrei sin condenarlo, pero en aquella mirada tampoco había calidez. Y el tío Yura le palmeaba la espalda a Van, mientras le decía: «No importa, Vania, no te pongas triste, te haremos ministro, te moverás en limusina...». Y sintió un olor conocido, que le causaba una nostalgia insoportable, a tabaco negro, sudor saludable y aguardiente casero. Tomó aliento con dificultad, se frotó las mejillas entumecidas y volvió a contemplar el jardín.
En el jardín se erguía el Edificio.
Estaba entre los árboles, de manera sólida y natural, como si siempre hubiera estado allí y tuviera la intención de seguir estando hasta el final de los tiempos, rojo, de ladrillos, con sus cuatro pisos, y como aquella vez las ventanas del piso de abajo tenían bajadas las persianas y la azotea estaba cubierta por planchas de metal galvanizado, una escalera de cuatro escalones de piedra llevaba a la puerta principal, y junto a la única chimenea se elevaba una extraña antena en forma de cruz. Pero entonces todas las ventanas estaban a oscuras, y en alguna del piso inferior no había persiana, los cristales estaban muy sucios, rajados, sustituidos a veces por torcidas chapas de madera, otros con franjas de papel pegadas en cruz. Y no se oía la música solemne y fúnebre; del Edificio, como una niebla invisible, brotaba un silencio pesado y algodonoso.
Sin meditar ni un segundo. Andrei pasó una pierna al otro lado de la ventana y saltó al jardín, a la hierba blanda y tupida. Se acercó al Edificio espantando las luciérnagas, metiéndose cada vez más profundo en aquel silencio muerto, sin apartar los ojos del conocido picaporte de latón en la puerta de roble, sólo que ahora el picaporte no brillaba y estaba cubierto de manchas verdosas.
Subió al descansillo y miró a su alrededor. Por las ventanas bien iluminadas del comedor se veían sombras humanas que daban saltos extraños y se contorsionaban, se oía débilmente música bailable, acompañada aún por el tintineo de cuchillos y tenedores. Rechazó todo aquello con un ademán, se volvió y agarró el picaporte húmedo. El recibidor estaba en semipenumbra, el aire era húmedo y estancado, el colgador sobresalía en un rincón, desnudo como un árbol seco y muerto. En las escaleras de mármol no había alfombra ni varillas metálicas, sólo quedaban allí los aros verdosos, antiguas colillas amarillentas y un poco de basura indefinida sobre los peldaños. Pisando con fuerza, sin oír nada que no fuera sus pasos y su respiración, subió lentamente al piso superior.
El hogar, donde no habían encendido fuego desde hacía tiempo, olía a chamusquina rancia y amoníaco; algo se revolvía allí de manera casi inaudible. El enorme salón estaba igual de frío y junto al suelo soplaba una corriente de aire, desde el techo invisible colgaban unos trapos negros y polvorientos, las huellas de humedad brillaban en las paredes de mármol, al lado de unas manchas oscuras, sospechosas y desagradables. El oro y la púrpura habían desaparecido y los bustos de yeso, mármol, bronce y oro lo miraban con sus ojos ciegos y luctuosos a través de jirones de telarañas. El parqué chirriaba bajo los pies y cedía a cada paso, en el suelo sucio se veían cuadrados de luz lunar y un pasillo, en el que Andrei nunca había estado antes, se perdía a lo lejos. Y de repente, una manada de ratas pasó corriendo entre sus pies y desapareció entre chillidos y empujones por el pasillo hasta desaparecer en la oscuridad.
«¿Dónde están todos ellos? —pensó Andrei mientras avanzaba por el pasillo—. ¿Qué les ha ocurrido? —pensó, mientras descendía a las entrañas silenciosas del Edificio por una escalera metálica que retumbaba—. ¿Cuándo habrá ocurrido?», pensó mientras pasaba de una habitación a otra, aplastando bajo los pies trozos de revoque, pedazos de vidrio y fango cubierto por pequeñas colinas de moho. Se percibía el olor dulzón de la descomposición, en algún lugar se oían caer gotas de agua, una tras otra, y en las paredes sin tapizar había enormes cuadros oscuros en los que no se podía distinguir nada.
«Aquí ahora, eso se quedará así para siempre —pensó Andrei—. Qué habré hecho yo, qué habremos hecho para que ahora este lugar se quede así por siempre. No volverá a cambiar de ubicación, permanecerá eternamente en este sitio, se pudrirá y se destruirá como cualquier casa vetusta y, finalmente, lo arrasarán con bolas de hierro, quemarán la basura y los ladrillos calcinados serán llevados al basurero. ¡No queda ni una voz! En general, ni un sonido, sólo las ratas desesperadas chillan por los rincones.»
Vio un enorme armario sueco con una puerta de persianas, y recordó que tenía un armario igual en su pequeña habitación, seis metros cuadrados con una ventana que daba a un patio interior, junto a la cocina. El armario estaba lleno de periódicos viejos, de carteles enrollados que su padre coleccionaba antes de la guerra, y de otros papeles inútiles... Y cuando la ratonera le destrozó el hocico a una enorme rata, el animal había logrado esconderse en aquel armario y durante mucho tiempo estuvo allí revolviéndose, y por las noches Andrei temía que le cayera en la cabeza. Una vez cogió unos binoculares, y desde lejos, desde el antepecho de la ventana, vigiló qué ocurría allí entre los papeles. Lo que vio (o lo que le pareció ver) eran unas orejas que asomaban, una cabecita gris y, en lugar del hocico, una burbuja enorme, brillante, como lacada. Fue tan horrible que huyó de un salto de su habitación y estuvo largo rato sentado sobre un cofre en el pasillo, sintiéndose débil y con ganas de vomitar. Estaba solo en el piso, no tenía que avergonzarse ante nadie, pero su terror lo avergonzaba y finalmente se levantó, fue al salón y puso «Río Rita» en el fonógrafo. Y a los pocos días, en su habitación pequeña apareció un olor nauseabundo y dulzón, exactamente igual que aquí.
En un salón abovedado, profundo como un pozo, encontró de modo inesperado un enorme órgano con su fila de tubos metálicos, muerto desde hacía tiempo, frío y mudo como un cementerio abandonado de música. Y junto al órgano, al lado del sillón del organista, yacía hecho un guiñapo un hombrecito, envuelto en una manta harapienta, y junto a su cabeza brillaba una botella vacía de vodka. Andrei se dio cuenta de que todo había terminado definitivamente y se apresuró en busca de la salida.
Al bajar a su jardín vio a Izya, que estaba muy borracho, y particularmente alborotado y desaliñado. Estaba de pie, balanceándose, con una mano apoyada en el tronco de un manzano, mirando el Edificio. Sus dientes, que asomaban en su sonrisa inmóvil, brillaban en la semipenumbra.
—Es todo —dijo Andrei—. El final.
—¡El delirio de la conciencia perturbada! —masculló Izya, confuso.
—Sólo hay ratas —dijo Andrei—. Podredumbre.
—El delirio de la conciencia perturbada —repitió Izya y soltó una risita.
QUINTA PARTE
Solución de continuidad
UNO
Tras sobreponerse al espasmo, Andrei tragó la última cucharada de aquella pasta, apartó asqueado el plato de campaña y extendió el brazo en busca de la taza. El té estaba caliente aún. Andrei cogió la taza y se puso a beber a sorbitos, con la vista fija en la llamita de la lámpara de petróleo. El té estaba muy cargado, quizá demasiado, olía a hierbas y tenía otro sabor, quizá a causa de aquella agua asquerosa que habían recogido en el kilómetro ochocientos veinte, o porque Quejada hubiese decidido medicar a los jefes con aquella porquería contra la diarrea. O sencillamente, habrían lavado mal la taza, ese día la había sentido particularmente grasienta y pegajosa.
Abajo, tras la ventana, los soldados hacían sonar sus platos de campaña. El chistoso de Tevosian dijo algo sobre la Lagarta y los soldados soltaron la carcajada.
—¿Vais a ocupar vuestro puesto o a meteros con una tía bajo la manta, gusanos? —les gritó de repente con su voz prusiana el sargento Fogel—. ¿Por qué andas descalzo? ¿Dónde están tus botas, troglodita? —Una voz sombría respondió que tenía los pies en carne viva, y en algunas partes se le veían los huesos—. ¡Callaos, vacas preñadas! ¡Poneos las botas, y corriendo a vuestro puesto! ¡De inmediato!
Con deleite, Andrei movía bajo la mesa los dedos de sus pies descalzos, que algo habían descansado sobre el parqué frío.
«Oh, un cubo de agua fría... Para meter los pies...» Echó un vistazo a su taza. Estaba llena de té hasta la mitad y Andrei, mandándolo todo mentalmente al infierno, se lo bebió de un tirón en tres tragos ansiosos. Algo comenzó a rugir en sus tripas. Durante unos momentos Andrei, con cierta alarma, prestó oídos a lo que allí ocurría. Después puso a un lado la taza, se secó los labios con el dorso de la mano y examinó la caja metálica con documentos. Debía revisar los informes del día anterior.
«No tengo ganas. Ya tendré tiempo. Ahora quisiera recostarme, estirarme a todo lo largo, taparme con la chaqueta y cerrar los ojos unos seiscientos minutos...»
De repente, al otro lado de la ventana comenzó a traquetear con pasión el motor del tractor. Los restos de cristales en las ventanas temblaron, un trozo de revoque cayó del techo, casi sobre la lámpara. La taza vacía comenzó a dar saltitos y se desplazó hasta el borde de la mesa, Andrei, con el rostro torcido, se levantó, caminó descalzo hasta la ventana y echó un vistazo.
Recibió en el rostro el aire caliente de la calle que todavía no había tenido tiempo de enfriarse, el humo corrosivo de los tubos de escape, el hedor nauseabundo del aceite recalentado. A la luz polvorienta de un reflector portátil, un grupo de hombres barbudos, sentados sobre el pavimento, hurgaban con sus cucharas, sin mucho entusiasmo, en sus platos y ollas de campaña. Estaban descalzos, y casi todos iban desnudos hasta la cintura. Los torsos blancos y brillantes resplandecían, los rostros parecían negros, al igual que las manos, como si todos llevaran guantes. Andrei se dio cuenta repentinamente de que no conocía a ninguno de ellos. Una manada de simios desconocidos... El sargento Fogel entró en el círculo de luz con una enorme tetera en las manos, y los monos comenzaron a agitarse, a moverse, a estirarse... Tendieron sus tazas hacia la tetera, que el sargento apartaba con la mano libre mientras gritaba algo que casi no se oía debido al ruido de los motores.
Andrei volvió a la mesa, retiró de un tirón la tapa de la caja y sacó el libro de bitácora y los informes del día anterior. Desde el techo cayó otro trozo de yeso sobre la mesa. Andrei miró hacia arriba. La habitación tenía un puntal muy alto, más de cuatro metros, casi cinco. Las molduras del techo se habían caído en algunos sitios, y se veían unas tablillas que por alguna razón le hicieron recordar las deliciosas empanadillas de mermelada, que se servían con enormes cantidades de un té magnífico, bien preparado, en finos vasos de vidrio. Con limón. Sintió deseos de tener en las manos un vaso limpio, ir a la cocina y servirse toda el agua fría y cristalina que quisiera...
Andrei hizo un movimiento con la cabeza, se levantó y atravesó el recinto en diagonal, en dirección a una enorme vitrina. No tenía cristales en las puertas, ni libros, sólo quedaban las baldas vacías, cubiertas de polvo. Andrei ya lo sabía, pero de todos modos la revisó, metiendo la mano en los rincones oscuros.
Había que decir que la habitación se conservaba en bastante buen estado. Tenía dos butacones muy decentes, y uno más con el asiento destrozado, que alguna vez había sido muy caro, forrado de piel repujada. Pegadas a la pared frente a la ventana había varias sillas, y en el medio de la habitación destacaba una mesita de centro, con un búcaro de cristal que contenía alguna porquería ya seca. El papel pintado se había separado de las paredes, en algunos sitios estaba desprendido del todo: el parqué, reseco, se veía abombado, pero de todos modos la habitación se encontraba en un estado totalmente aceptable. Había vivido gente allí no hacía mucho, diez años antes a lo sumo.
Por primera vez, después del kilómetro quinientos, Andrei se tropezaba con una casa en buen estado de conservación. Tras muchos kilómetros de manzanas calcinadas hasta los cimientos, convertidas en un desierto carbonizado; tras muchos kilómetros de ruinas, cubiertas de arbustos espinosos, entre las que sobresalían absurdos cajones de varios pisos, que mucho tiempo atrás habían perdido el techo; tras muchos kilómetros de tierras baldías, donde asomaban paredes sin techo, donde se podía divisar toda la meseta, desde la Pared Amarilla al este hasta el borde del precipicio por el oeste, después de todo aquello aquí volvían a aparecer manzanas casi enteras, un camino adoquinado y quizá pudieran encontrar a algunas personas. Por si acaso, el coronel había dado la orden de redoblar las guardias.
¿Qué tal le iba al coronel? Los últimos días, el anciano se había resentido. Por cierto, como todos los demás. En ese preciso momento venía muy bien pasar la noche bajo techo y no bajo el cielo desnudo. Si hallaban agua en aquel lugar podrían detenerse durante varios días. Pero, al parecer, allí no había agua. Al menos, Izya decía que no tenía sentido confiar en que allí encontrarían agua. En toda aquella manada, los únicos que sabían algo eran Izya y el coronel...
El ruido de los motores casi no le dejó oír que llamaban a la puerta. Andrei volvió presuroso a su asiento, se echó la chaqueta por encima de los hombros y abrió el libro de bitácora.
—¡Pase! —gritó.
Se trataba de Dagan, un hombre enjuto, viejo, casi de la edad de su coronel, bien afeitado, correctamente vestido, con todos los botones abrochados.
—¿Me permite recoger, sir? —gritó.
«Dios mío —pensó Andrei mientras asentía—, cuánto hay que esforzarse para seguir manteniendo así la compostura en este desastre... Y no es un oficial, ni siquiera un sargento, sólo es un ordenanza. Un lacayo.»
—¿Cómo está el coronel? —preguntó Andrei.
—¿Perdón, s ir?-Dagan se quedó inmóvil con los platos sucios en las manos, después de volver hacia Andrei una oreja larga, descarnada.
—¡¿Que cómo se siente el coronel?! —gritó Andrei, y en ese mismo momento cesó el ruido del motor al otro lado de la ventana.
—¡El coronel está tomando el té! —gritó Dagan en el silencio reciente, y al momento añadió, bajando la voz—. Perdón, sir.El coronel se siente bien. Ha cenado y ahora toma el té.
Andrei asintió, distraído, y pasó varias páginas del libro de bitácora.
—¿Desea algo más, s ir? -inquirió Dagan.
—No, gracias.
Cuando el ordenanza salió. Andrei buscó los informes del día anterior. Ese día no había registrado nada en el libro. La diarrea lo martirizaba tanto que apenas había logrado permanecer sentado hasta que finalizó el informe vespertino, y después se había pasado la mitad de la noche agachado en medio del camino, con el trasero desnudo apuntando hacia el campamento, escudriñando con ojos y oídos la penumbra nocturna, con la pistola en una mano y la linterna en la otra.
«Día 28.°», escribió en una página nueva y lo subrayó con dos gruesos trazos. A continuación, tomó el informe de Quejada.
«Se han recorrido 28 kilómetros —escribió—. La altura del sol es de 63° 51' 13" (kilómetro 979). Temperatura media: a la sombra, +23°C, al sol. +31°C. Viento: 2,5 metros/segundo, humedad de 0,42. Gravitación: 0,998. Se realizaron perforaciones en los kilómetros 979, 981 y 986. No hay agua. El consumo de combustible fue de...»
Cogió el informe de Ellizauer, lleno de huellas de dedos sucios, y estuvo un rato desentrañando aquella letra intrincada.
«El consumo de combustible ha superado la norma en un 32%. Reservas al concluir el día 28°: 3200 kilogramos. Estado de los motores: n°1, satisfactorio. n° 2, bujías gastadas y problemas en los pistones...»
Andrei no fue capaz de descifrar lo ocurrido con los pistones, a pesar de que había puesto la hoja de papel casi junto a la llama de la lámpara.
«Estado del personal. Estado físico: casi todos tienen ampollas en los pies, no cesa la diarrea generalizada, el sarpullido que tienen Permiak y Palotti en los hombros ha empeorado. No ha ocurrido nada importante. En dos ocasiones se detectaron lobos tiburones, que fueron espantados a tiros. Se dispararon doce cartuchos. El consumo de agua fue de 40 litros. Reservas al concluir el 28° día: 730 normas diarias...»
Al otro lado de la ventana, la Lagarta soltó un grito penetrante y se oyó la carcajada de varias gargantas dañadas por los cigarrillos. Andrei levantó la cabeza y escuchó con atención.
«Qué demonios —pensó—. Quizá no ha venido mal que se nos pegara. Al menos, es una diversión para los hombres... Pero en los últimos tiempos han comenzado a pelearse por ella.»