Текст книги "Ciudad Maldita"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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Manteniendo el equilibrio con dificultad y agarrándose a los que tenía al lado. Andrei torció el cuello para contemplar cómo se encendía el disco violeta en su lugar acostumbrado. Al principio tembló, como si tuviera pulsaciones, se hizo cada vez más brillante, se volvió naranja, amarillo, blanco, después se apagó un instante y al momento se encendió a toda potencia, y ya fue imposible mirarlo directamente.
Comenzaba un nuevo día. El cielo, totalmente negro y sin estrellas, se volvió de un azul turbio y estival, comenzó a soplar un viento ardiente como el del desierto, y la ciudad surgió como de la nada, brillante, multicolor, cruzada por sombras azuladas, enorme, ancha... Los pisos se amontonaban unos sobre otros, los edificios asomaban por encima de otros edificios, todos diferentes entre sí, y se hizo visible la Pared Incandescente, que se elevaba al cielo por la derecha, mientras por la izquierda, en los espacios entre los tejados, surgió un vacío azul, como si el mar estuviera allí, y al momento surgieron las ganas de beber. Muchos, por hábito, miraron el reloj en ese momento. Eran las ocho en punto.
El viaje duró poco. Al parecer, las hordas de simios aún no habían llegado allí: las calles estaban tranquilas y desiertas, como siempre a esa hora temprana. En algunas casas se abrían las ventanas, personas que acababan de despertar se estiraban y miraban indiferentes al camión. Mujeres con gorritos de dormir colgaban colchonetas en los alféizares de las ventanas. En uno de los balcones, un anciano nudoso de larga barba, con calzones a rayas, hacía sus ejercicios matutinos. El pánico aún no había llegado hasta allí, pero cerca de la manzana dieciséis comenzaron a aparecer los primeros fugitivos desaliñados, más enojados que asustados, algunos con bultos a la espalda. Esas personas, al ver el camión, se detenían, hacían señas con las manos y gritaban algo. El vehículo dobló hacia la Cuarta Izquierda con un bramido, atropellando casi a una pareja de ancianos que empujaba un carro de dos ruedas lleno de maletas, y se detuvo. Al momento todos vieron a los babuinos.
Los simios se sentían en la Cuarta Izquierda como en su casa, en la selva o dondequiera que vivieran. Con las colas levantadas en forma de gancho, caminaban despacio, en grupo, yendo de una acera a la otra, saltaban alegremente por las cornisas, se balanceaban colgando de las farolas, se paraban sobre las columnas con anuncios para buscarse unos a otros con atención, intercambiaban gruñidos, hacían muecas, se peleaban y hacían el amor con toda naturalidad. Una banda de bestias plateadas destrozaba un tenderete de comida, dos gamberros colilargos acosaban a una mujer transida de terror, paralizada en un portal, y una belleza lanuda, que descansaba sobre la caseta del regulador de tránsito, le mostraba la lengua a Andrei con coquetería. El viento cálido arrastraba a lo largo de la calle nubes de polvo, plumas de almohadones, hojas de papel, mechones de lana y olores rancios de guarida de animales.
Andrei, confuso, miró a Fritz. Este, con los ojos entrecerrados y aspecto de experimentado jefe militar, examinaba el campo del inminente combate. El chofer apagó el motor y se hizo un silencio que estalló segundos después en sonidos salvajes, totalmente ajenos a la vida urbana: rugidos y maullidos, ronroneos profundos, eructos, chasquidos de lenguas, ronquidos... En ese momento, la mujer acorralada gritó con todas sus fuerzas y Fritz pasó a la acción.
—¡Bajad! —ordenó—. Desplegaos, formando una cadena. ¡He dicho una cadena, no un bulto! ¡Adelante! ¡Pegadles, echadlos! ¡Que no quede aquí ni una de esas bestias! ¡Atizadles en la cabeza, en el lomo! ¡No los pinchéis, pegadles! ¡Adelante, rápido! ¡No os detengáis, eh, vosotros, los de allí atrás!
Andrei fue uno de los primeros en saltar. No buscó un lugar en la cadena, sino que agarró su pica de hierro con más comodidad y corrió en ayuda de la mujer. Los gamberros colilargos, al verlo, comenzaron a soltar una risa diabólica y huyeron a saltos por la calle, moviendo con descaro sus traseros asquerosos. La mujer seguía chillando con todas sus fuerzas, con los ojos y los puños cerrados, pero ya nada la amenazaba y Andrei se desentendió de ella. Echó a correr hacia los gamberros que destrozaban el tenderete.
Se trataba de animales grandes, con experiencia, sobre todo uno de ellos, de cola negra como el carbón, que estaba sentado sobre un barril y metía su brazo peludo hasta el hombro, sacaba pepinillos en salmuera y los devoraba con placer, escupiendo de cuando en cuando sobre sus colegas, que se divertían arrancando la pared de aglomerado del tenderete. Al ver a Andrei que se aproximaba, el de la cola negra dejó de masticar y se rió con lascivia. A Andrei no le gustó nada aquella mueca burlona, pero no podía retroceder.
—¡Largo! —gritó, agitando la vara metálica, y se lanzó hacia delante.
El colinegro enseñó más los dientes, amenazador. Sus colmillos eran como los de un cachalote. Sin prisa bajó del barril, retrocedió unos pasos y se puso a mordisquearse el sobaco.
—¡Fuera, bicho! —volvió a gritar Andrei y, tomando impulso, golpeó el barril con el hierro. Entonces el colinegro se echó a un lado y de un salto llegó a la cornisa del segundo piso. Alentado por la cobardía del adversario, Andrei corrió hacia el tenderete y golpeó la pared con la barra. La madera se agrietó y los compinches del colinegro salieron huyendo en diferentes direcciones. El campo de batalla había quedado limpio y Andrei miró a su alrededor.
Las huestes combativas de Fritz se habían dispersado. Confusos, los combatientes caminaban por la calle desierta, revisaban las entradas a los patios, se detenían, levantaban la cabeza y miraban a los babuinos que se amontonaban en las cornisas de los edificios. A lo lejos, haciendo girar un palo sobre su cabeza, corría el intelectual, persiguiendo a un mono cojo que huía sin prisa dos pasos por delante de él. No había contra quién combatir, hasta Fritz estaba confuso. De pie junto al camión, se mordisqueaba un dedo con el ceño fruncido.
Los babuinos, que se habían callado, al sentirse seguros comenzaron de nuevo a intercambiar réplicas, rascarse y hacer el amor. Los más descarados bajaban un poco y hacían muecas para provocar. Andrei volvió a ver al colinegro: estaba al otro lado de la calle, encaramado sobre una farola y retorciéndose de risa. Un hombre que parecía griego, pequeñito y muy moreno, con aspecto amenazador, caminó hacia la farola. Tomó impulso y, con todas sus fuerzas, lanzó la barra de hierro contra el colinegro. Hubo un estruendo, trozos de cristal volaron por los aires, el colinegro asustado se elevó casi un metro y estuvo a punto de caer, pero logró agarrarse con la cola, volvió a su pose anterior y, curvando la espalda, le soltó un chorro de excrementos líquidos al griego. Andrei estuvo a punto de vomitar y se volvió: el chorro le había dado de lleno al hombre, era imposible pensar en otra cosa. Caminó hacia Fritz.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
—El diablo sabrá... —respondió Fritz con rabia—. Si tuviera un lanzallamas...
—Podríamos traer ladrillos —propuso un jovenzuelo, con el rostro lleno de granos—. Soy de la fabrica de ladrillos. Podemos ir en el camión; en media hora estaremos de vuelta.
—No —dijo Fritz, autoritario—. Los ladrillos no sirven. Destrozaremos todos los cristales, y después, con esos mismos ladrillos, ellos nos... No, haría falta un poco de pirotecnia. Cohetes, petardos... ¡Si tuviéramos diez balones de fosgeno!
—¿De dónde vamos a sacar petardos en la ciudad? —pronunció una voz de bajo en tono despectivo—. Y con respecto al fosgeno, prefiero a los monos...
Los hombres comenzaron a congregarse en torno al jefe. El único que permanecía lejos era el griego moreno, que se lavaba en una boca de riego mientras soltaba tacos a granel.
De reojo, Andrei miraba como el colinegro y sus compinches se acercaban sigilosamente al tenderete. Aquí y allá, en las ventanas de los edificios, comenzaron a aparecer rostros de habitantes locales, mayoritariamente de mujeres, pálidos por el terror vivido y rojos de excitación.
—¿Qué hacéis ahí parados? —gritaban, irritadas, por las ventanas—. Echadlos de aquí, hombres... Mirad cómo desvalijan el tenderete... Hombres, ¿qué esperáis? ¡Tú, el rubio! ¡Ordena hacer algo, eh! ¿Por qué estáis ahí tiesos como postes? ¡Mis niños lloran! ¡Haced algo para que podamos salir! ¡Y se dicen hombres! ¡Se han asustado ante unos monos!
Los hombres miraban a su alrededor con aire sombrío. La moral estaba por los suelos.
—¡Los bomberos! Hay que llamar a los bomberos —insistía el de la voz de bajo despectiva—. Con escaleras, con mangueras.
—No tenemos tantos bomberos.
—Los bomberos están en la calle Mayor.
—¿No podríamos preparar antorchas? ¡Quizá el fuego los asuste!
—¡Rayos! ¿A quién se le ocurrió quitarle las armas a la policía? ¡Que se las devuelvan!
—¿Y no sería mejor que regresáramos a casa, colegas? Cada vez que pienso que mi esposa está sola en este momento...
—No diga tonterías. Todos tienen esposa. Esas mujeres también son esposas de alguien.
—Exactamente...
—¿Y si subimos a las azoteas? Desde allí podríamos, digamos...
—¿Con qué los vas a empujar, idiota? ¿Con tu lanza?
—¡Asquerosos! —gritó de repente, con odio, el de la voz de bajo despectiva, corrió unos pasos y lanzó su barra de metal contra el sufrido tenderete; perforó la pared de aglomerado, la pandilla del colinegro lo miró sorprendida, y al momento volvieron a meter mano al barril de pepinillos y a los sacos de patatas.
Las mujeres se echaron a reír en las ventanas, burlándose del tipo.
—Pues, sí —dijo otro, como meditando en voz alta—. En cualquier caso, con nuestra presencia los mantenemos aquí, les impedimos seguir actuando. Eso está bien. Mientras estemos aquí, no se atreverán a continuar su avance en profundidad...
Todos comenzaron a mirar a su alrededor y a murmurar. Al instante hicieron callar al que intentaba razonar. En primer lugar, se veía que los babuinos continuaban su avance en profundidad sin prestar atención a la presencia de aquel prodigio de raciocinio. Y, en segundo, en caso de que los monos no avanzaran, ¿qué pretendía, pasar la noche allí? ¿Vivir allí? ¿Dormir allí? ¿Orinar y defecar allí?
En ese momento se escuchó el lento golpear de unos cascos, el chirrido de un carretón, y todos callaron y miraron calle arriba. Por el pavimento se aproximaba sin prisa un carro tirado por dos caballos, sobre el cual dormitaba, sentado de costado y con las piernas colgando por fuera, un hombre corpulento que vestía una guerrera militar desteñida del ejército ruso, unos pantalones de algodón, de uniforme, también desteñidos y ceñidos a las pantorrillas, y que calzaba unas gruesas botas de piel sintética. La cabeza inclinada del hombre estaba totalmente cubierta de cabellos castaños en desorden, y sostenía con indolencia las riendas en sus enormes manos quemadas por el sol. Los caballos (uno tordo y el otro bayo) avanzaban sin prisa y al parecer también dormían sobre la marcha.
—Va al mercado —dijo alguien, con respeto—. Es un granjero.
—Como si los granjeros no tuvieran suficientes desgracias, ahora sólo falta que esas bestias lleguen hasta allá...
—Por cierto, me imagino la que armarán los babuinos en los campos.
Andrei contemplaba la escena con curiosidad. Por primera vez desde que estaba en la ciudad veía a un granjero, aunque había oído muchas cosas sobre ellos. Se decía que eran sombríos y algo asilvestrados, que vivían lejos al norte y combatían allí duramente con ciénagas y selvas, que visitaban la ciudad solamente para vender sus productos y, a diferencia de los habitantes urbanos, nunca cambiaban de profesión.
El carro se acercaba lentamente. Su conductor, que de vez en cuando sacudía la cabeza sin despertarse y chasqueaba los labios, llevaba las riendas casi sueltas, pero de repente los monos, que hasta entonces se habían comportado más o menos pacíficamente, fueron presa de una violenta excitación. Quizá se debiera a los caballos, o posiblemente se hartaran de la presencia de multitudes ajenas en sus calles, el hecho es que comenzaron a agitarse, a correr de un lado a otro, a enseñar los dientes, y los más decididos subieron a las azoteas por los tubos de desagüe y se dedicaron a partir tejas.
Uno de los primeros trozos golpeó al cochero entre los omóplatos. El granjero se sacudió, se estiró y examinó los alrededores con ojos muy abiertos y enrojecidos. El primero al que vio fue al intelectual de las gafas, que regresaba agotado de su inútil persecución, caminando en solitario tras el carro. Sin decir palabra, el granjero soltó las riendas (los caballos se detuvieron al instante), saltó a la calle y, girando sobre la marcha, se lanzó hacia el que creía lo había agredido, pero en ese momento otro trozo de teja golpeó al intelectual en la sien. El hombre gritó, dejó caer la barra metálica y se agachó, agarrándose la cabeza con ambas manos. El granjero se detuvo, perplejo. En torno a él caían trozos de teja sobre el pavimento y se rompían en trocitos color naranja.
—¡Destacamento, poneos a cubierto! —ordenó Fritz con decisión y corrió hacia el portal más cercano.
Todos echaron a correr en diferentes direcciones. Andrei se pegó a la pared en una zona fuera del alcance de los monos y siguió con interés los pasos del granjero, que totalmente perplejo miraba a su alrededor y no lograba entender nada, a juzgar por su expresión. Su mirada nebulosa se deslizaba por las cornisas y los tubos de desagüe, llenos de babuinos enloquecidos. Frunció el ceño, sacudió la cabeza y volvió a abrir los ojos.
—¡Su puñetera madre, por la izquierda!
—¡Cúbrete! —le gritaban de todas partes—. ¡Oye, el de la barba! ¡Ven aquí! ¡Tú, tonto del pantano, te van a romper el coco!
—¿Qué ocurre? —preguntó el granjero a gritos, mirando al intelectual que se movía a cuatro patas, buscando sus gafas—. ¿Me puede decir quiénes son esos que están ahí?
—Monos, por supuesto —respondió el intelectual con irritación—. ¿Acaso no lo ve usted mismo, caballero?
—Vaya costumbres tienen aquí —pronunció el granjero, totalmente anonadado, pero ya bien despierto—. Siempre están inventando algo...
El ánimo de aquel habitante de las ciénagas era entonces filosófico y bonachón. Había llegado a la conclusión de que la ofensa que le habían inferido no podía ser considerada como tal, y en ese momento sólo se sentía algo confuso ante el espectáculo de las hordas peludas que saltaban por cornisas y farolas. Se limitaba a mover la cabeza en señal de reproche y a rascarse la barba. Pero en ese momento el intelectual encontró por fin sus gafas, recogió su vara y corrió a toda velocidad en busca de protección, de manera que el granjero quedó solo en el centro de la calle, un blanco único y bastante tentador para los francotiradores velludos. Lo desfavorable de su posición no tardó en hacerse notar. Media docena de grandes trozos de teja se estrellaron junto a sus pies, y fragmentos menores le golpearon la cabeza despeinada y los hombros.
—¡Qué rayos es esto! —rugió el granjero.
Un nuevo fragmento le golpeó la frente. El hombre calló y corrió hacia su carro. Eso ocurría justo frente a Andrei, que primero pensó que el granjero montaría en el carro, lo mandaría todo al diablo y escaparía a su ciénaga, lejos de aquel lugar peligroso. Pero el barbudo no tenía la menor intención de irse. Mascullando tacos, comenzó a buscar algo en su cargamento con prisa febril. Su ancha espalda no dejaba que Andrei viera qué hacía, pero las mujeres del edificio de enfrente, que lo veían todo, de repente chillaron, cerraron las ventanas y desaparecieron de la vista. Andrei no tuvo tiempo siquiera de pestañear. El barbudo se acuclilló, y por encima de su cabeza apareció, apuntando a las azoteas, un cañón grueso, brillante, aceitado, cubierto por un cilindro metálico lleno de perforaciones...
—¡A-al-to! —gritó Fritz, y Andrei lo vio correr hacia el carro a grandes saltos.
—Bestias inmundas, bichos... —mascullaba el barbudo, mientras realizaba movimientos complicados y ágiles con las manos, que iban acompañados por chasquidos metálicos y tintineos.
Andrei se encogió, esperando fuego y estruendo, y los monos en las azoteas también percibieron algo. Dejaron de moverse, se sentaron sobre sus colas y comenzaron a intercambiar opiniones, moviendo sus cabezas perrunas.
Pero Fritz ya estaba junto al carro. Agarró al barbudo por el hombro.
—¡Suelte eso! —ordenó con autoridad.
—¡Espera! —replicó el barbudo con desencanto, mientras movía el hombro—. Espera, ahora acabo con ellos, canallas colilargos...
—¡Le he ordenado que suelte eso! —gritó Fritz.
Entonces, el barbudo lo miró y comenzó a levantarse lentamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó, alargando las palabras con un desprecio indescriptible. Tenía la misma estatura que Fritz, pero era mucho más ancho de hombros y tenía un tórax más potente.
—¿De dónde ha sacado el arma? —preguntó Fritz con brusquedad—. ¡Sus documentos!
—¡Vaya, mocoso! —replicó el barbudo, con amenazadora sorpresa—. ¿Así que quieres ver mis documentos? ¿Y no querrás esto, piojo albino?
Fritz no prestó atención al gesto grosero y continuó mirando a los ojos del barbudo.
—¡Rumer! —gritó Fritz con todas sus fuerzas—. ¡Voronin! ¡Frijat! ¡A mí!
Al oír su apellido, Andrei se sorprendió, pero al momento se despegó de la pared y echó a andar sin prisa hacia el carretón. Del otro lado, a trote corto, se aproximaba el robusto Rumer, que en el pasado había sido boxeador profesional, y llegaba corriendo con todas sus fuerzas el amigo de Fritz, el pequeño y flaco Otto Frijat, un chico muy rubio de orejas enormes.
—Vamos, vamos —decía el granjero con expresión burlona, mientras observaba todos aquellos preparativos bélicos.
—De nuevo le ruego que muestre sus documentos —repitió Fritz con gélida cortesía.
—Puedes irte a hacer puñetas —respondió el barbudo con negligencia. Miraba sobre todo a Rumer, y como quien no quiere la cosa, colocó su mano sobre el mango de un látigo impresionante, hecho de piel cruda.
—¡Chicos, chicos! —advirtió Andrei—. Oye, soldado, mejor no discutas, somos de la alcaldía...
—Me cisco en vuestra alcaldía —respondió el granjero, midiendo a Rumer con la mirada de la cabeza a los pies.
—¿Qué pasa? —preguntó Rumer, con voz queda y ronca.
—Usted lo sabe perfectamente —le dijo Fritz al barbudo—. Las armas están prohibidas dentro de los límites de la ciudad. Sobre todo las ametralladoras. Si tiene autorización, le ruego que la muestre.
—¿Y quiénes sois para pedirme la autorización? ¿Qué, sois la policía? ¿O algo así como la Gestapo?
—Somos un destacamento voluntario de autodefensa.
—Si sois de la autodefensa —replicó el barbudo soltando una risita burlona—, defendeos, quién os lo impide.
Iba madurando una conversación normal y sensata. El destacamento comenzó a agruparse en torno al carretón. Hasta los habitantes locales del género masculino salieron de los portales, llevando en las manos cosas tan dispares como atizadores, patas de silla o herramientas. Contemplaban con curiosidad al barbudo, así como la siniestra ametralladora que yacía sobre una lona, y algo redondo y de vidrio que asomaba su superficie brillante por debajo de la misma. Olfateaban el aire: el granjero estaba rodeado por una atmósfera muy particular, donde olía a sudor, embutidos preparados con ajo y bebidas alcohólicas.
Pero Andrei, con una ternura que lo asombraba a él mismo, contemplaba la guerrera desteñida con las axilas sudadas y un único botón de bronce (y, además, desabrochado) en el cuello, la gorra, con la huella de una estrella de cinco puntas, desplazada hacia la ceja derecha como era de rigor, las pesadas botas-aplastamierda de piel artificial; quizá lo único que rompía la imagen, lo que estaba fuera de lugar, era la barbita. Y en ese momento le vino a la cabeza la idea de que todo aquello debía concitar en Fritz pensamientos y sensaciones muy diferentes. Miró a Fritz, que permanecía tenso con los labios apretados en una línea fina, con arrugas despectivas en torno a la nariz, mientras intentaba congelar al barbudo con la mirada de sus ojos de un gris acerado, unos auténticos ojos arios.
—Nosotros no estamos obligados a pedir autorización —decía mientras tanto, displicente, el barbudo, que jugueteaba con el látigo—. En general, nosotros no estamos obligados a nada, únicamente tenemos la obligación de alimentaros a vosotros, gorrones.
—Está bien —resonó la voz de bajo en las filas traseras—. ¿Y de dónde ha salido la ametralladora?
—¿La ametralladora? Gran cosa. Es la conexión entre la ciudad y la aldea. Yo te doy un cuarto trasero de un cerdo, tú me das una ametralladora, todo de manera limpia y honrada...
—No, no, no —volvió a retumbar la voz de bajo—. Como quiera que sea, una ametralladora no es un juguete, no es como una trituradora de grano...
—Pero yo creo —intervino el que intentaba razonar– que a los granjeros se les permite tener armas.
—¡A nadie se le permite tener armas! —chilló Frijat, muy congestionado.
—¡Vaya tontería! —repuso el que intentaba razonar.
—Claro que es una tontería —exclamó el barbudo—. Quisiera veros en nuestra ciénaga, por la noche, en épocas de celo...
—¿Quién está en celo? —preguntó, interesadísimo, el intelectual que, gafas en mano, había logrado llegar hasta la primera fila.
—Uno que necesita estarlo —le respondió el granjero con desprecio.
—No, perdone... —balbuceó el intelectual—. Soy biólogo, y hasta este momento no he podido...
—Cállese —le ordenó Fritz—. Y a usted, le sugiero que me siga —continuó, dirigiéndose al barbudo—. Se lo sugiero para evitar un inútil derramamiento de sangre.
Sus miradas se cruzaron. Aquel barbudo maravilloso había entendido, siguiendo indicios que sólo él comprendía, con quién estaba tratando. Su pelambre facial se abrió en una sonrisita irónica.
—¿ Mleko-yaichki?-pronunció con una vocecilla repelente e injuriosa—. Hitler kaput [1]!
Le importaba un comino el derramamiento de sangre, inútil o no.
Fue como si a Fritz le pegaran un puñetazo en la barbilla. Echó la cabeza hacia atrás, su rostro pálido se volvió púrpura y sus pómulos se tensaron. Por un momento, Andrei creyó que se lanzaría contra el barbudo, y se dispuso a intervenir para evitar la pelea, pero Fritz se contuvo. La sangre huyó de su rostro.
—Eso no guarda relación alguna con este asunto —pronunció con sequedad—. Tenga la bondad de seguirme.
—¡Déjelo usted en paz, Geiger! —dijo el de la voz de bajo—. Está claro que es un granjero. ¿A qué nos dedicamos ahora, a molestar a los granjeros?
Y todos asintieron y comenzaron a murmurar: sí, por supuesto, es un granjero, se irá y se llevará su ametralladora, no es un gángster, claro que no.
—Nuestra misión es espantar a los babuinos y aquí estamos, jugando a los policías —agregó el que intentaba razonar.
La tensión desapareció al momento. Habían olvidado a los babuinos, que de nuevo se paseaban por donde querían, comportándose como si estuvieran en la selva. Además, la población local parecía aburrida de esperar acciones decididas por parte del destacamento de autodefensa. Con seguridad habían llegado a la conclusión de que de allí no saldría nada bueno y que ellos mismos tenían que acomodarse a la situación. Y ya se veía a las mujeres, con aire diligente y labios apretados, con monederos en las manos, haciendo sus labores matutinas. Algunas llevaban en las manos escobas y palos de fregonas para espantar a los monos más descarados. Ya comenzaban a quitar las persianas del escaparate de la tienda, y el dueño del tenderete caminaba en torno a su quiosco semidestruido, se agachaba, se rascaba la espalda y, obviamente, calculaba algo mentalmente. Había cola en la parada del autobús, y ya se veía a lo lejos el primer transporte público, que tocó con fuerza el claxon, espantando a los babuinos que desconocían las reglas del tránsito e infringían las disposiciones del consistorio de la ciudad.
—Sí, señores míos —dijo una voz—. Parece que tendremos que habituarnos a todo esto. ¿Nos vamos a casa, jefe?
Fritz examinaba la calle con aire sombrío, mirando de reojo.
—Pues sí... —dijo, con voz sencillamente humana—. Vámonos todos a casa.
Giró sobre sí mismo, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia el camión. El destacamento lo siguió. Se encendieron cerillas y mecheros, alguien preguntaba, intranquilo, qué hacer con la llegada tarde al trabajo, si no sería bueno que les dieran una justificación por escrito... El que intentaba razonar también tenía algo que decir al respecto: ese día todos llegarían tarde al trabajo, no hacía falta justificación alguna. La multitud que rodeaba el carretón se dispersó. Sólo quedaron allí Andrei y el biólogo de gafas, que se había jurado a sí mismo no irse de allí sin averiguar quién tenía el celo en las ciénagas.
El barbudo, mientras desarmaba y guardaba de nuevo la ametralladora, explicó con condescendencia que quienes tenían el celo en las ciénagas eran los rojigátores, y los rojigátores, hermanos, eran algo así como cocodrilos. ¿Has visto a los cocodrilos? Pues igualitos, sólo que lanudos. Cubiertos de una lana roja y dura. Y cuando están en celo, hermanito, es mejor estar lo más lejos posible. En primer lugar, son más grandes que un buey, y en segundo, cuando están así no perciben nada, les da lo mismo una casa que un cobertizo, lo destrozan todo...
Los ojos del intelectual ardían de interés, escuchaba ansioso, arreglándose las gafas a cada momento con los dedos muy abiertos.
—¿Vais a venir o no? —los llamó Fritz desde el camión—. ¡Andrei!
El intelectual miró hacia el camión, después miró su reloj, soltó un gemido lastimero y se puso a balbucear excusas y agradecimientos. Después, apretó y sacudió con todas sus fuerzas la mano del barbudo y se marchó corriendo. Pero Andrei decidió quedarse.
Ni él mismo sabía por qué se había quedado. Había sufrido algo así como un ataque de nostalgia. No se trataba de que añorara hablar en ruso, pues a su alrededor todos hablaban en ruso. Tampoco porque aquel barbudo le pareciera la encarnación de la patria, nada de eso. Pero había en él algo que no podía percibir en el cáustico Donald, en el alegre y ardiente, pero de todos modos algo ajeno Kensi, ni en Van, siempre bondadoso, siempre cortés, pero siempre asustado. Y mucho menos en Fritz, un hombre sobresaliente a su manera, pero enemigo mortal hasta el día anterior... Andrei no sospechaba cuánto añoraba aquel algo misterioso.
—¿Qué, compatriota? —preguntó el barbudo mirándolo de reojo.
—De Leningrado —dijo Andrei, sintiéndose incómodo, y para ocultar aquella incomodidad, sacó el tabaco y convidó al barbudo.
—Vaya, vaya... —dijo el hombre, sacando un cigarrillo del paquete—. Así que eres un compatriota. Yo, hermanito, soy de Vologdá. ¿Has oído hablar de Cherepóviets? Pues de ahí mismo soy, de Cherepóviets.
—¡Por supuesto! —replicó Andrei con alegría—. Ahora mismo acaban de inaugurar un enorme combinado metalúrgico, una planta gigantesca.
—¡No me digas! —dijo el barbudo, con notable indiferencia—. Así que hasta allí han llegado. Está bien. ¿Y a qué te dedicas aquí? ¿Cómo te llamas? —Andrei se presentó. El barbudo siguió—: Como ves, soy campesino. Granjero, como dicen aquí. Me llamo Yuri Konstantinovich Davidov. ¿Quieres beber algo?
—Es demasiado temprano —dijo, dubitativo.
—Sí, puede ser —aceptó Yuri Konstantinovich—. Todavía tengo que ir al mercado. Yo llegué anoche y me fui directamente a los talleres, allí me habían prometido una ametralladora hace tiempo. Dimos unas vueltas, la probamos y les entregué un jamón, una garrafa de aguardiente, y cuando me di cuenta, habían desconectado el sol...
Mientras contaba aquello, Davidov había terminado de empaquetar toda su carga, había tomado las riendas, se había montado de lado en el carretón y los caballos habían echado a andar. Andrei caminaba a su lado.
—Sí —continuó Yuri Konstantinovich—. Habían desconectado el sol. Uno me dijo: «Vamos a un lugar que conozco». Fuimos allí, bebimos y comimos. Ya sabes que es difícil conseguir vodka en la ciudad, pero yo traigo aguardiente casero. Ellos ponían la música y yo la bebida. Por supuesto, había chicas... —Los recuerdos hicieron a Davidov sacudir la barba. Continuó, bajando la voz—: Hermanito, en las ciénagas hay muy pocas hembras. Hay una viuda, ¿entiendes?, y vamos a verla... su marido se ahogó el año antepasado... Y ya sabes qué pasa: vas a verla, qué otra cosa puedes hacer, pero después tienes que arreglarle la cosechadora, o ayudarla a recoger la cosecha, o vaya usted a saber qué... ¡Menudo fastidio! —Espantó con el látigo a un babuino que seguía el carretón—. En general, hermanito, vivimos allí como si estuviéramos en combate. No es posible sobrevivir sin armas. ¿Y el rubio ese, quién era? ¿Un alemán?
—Sí, un alemán —respondió Andrei—. Antiguo suboficial, fue hecho prisionero en Konigsberg, y de allí vino para acá...
—Ya me parecía que tenía una jeta repugnante —explicó Davidov—. Esas malditas lombrices me hicieron retroceder hasta el mismo Moscú, terminé en el hospital de campaña, me volaron medio trasero. Pero después me desquité. Era tanquista, ¿entiendes? La última vez, ardí en las afueras de Praga... —Se retorció la barba—. ¡Mira qué casualidad! ¡Y nos hemos encontrado aquí!
—No es mala persona, es un tipo eficiente —dijo Andrei—. Y valiente. De vez en cuando monta un numerito, pero trabaja bien, con energías. En mi opinión, es una persona excelente para el Experimento. Un organizador.
Davidov se quedó callado un rato, chasqueando la lengua a los caballos.
—La semana pasada vino a las ciénagas uno de esos sujetos —comenzó a contar, tras la pausa—. Nos reunimos en casa de Kowalski, un granjero polaco que vive a diez kilómetros de mi granja; tiene una buena casa, amplia... Nos reunimos allí. Y el tío comienza a marearnos: que si entendemos bien las tareas del Experimento. Venía del ayuntamiento, del departamento agrícola. Y nos íbamos dando cuenta, claro, de que todo aquello llevaba a que si lo entendíamos bien, sería adecuado subir los impuestos... ¿Y tú, estás casado? —preguntó de repente.
—No.
—Te lo preguntaba porque hoy tendré que pasar la noche en alguna parte. Tengo un asuntito aquí mañana por la mañana.