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Pálido Fuego
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Текст книги "Pálido Fuego"


Автор книги: Владимир Набоков



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Versos 213-214: Silogismo

Esto puede gustarle a un muchacho. Más tarde en la vida aprendemos que somos esos "otros".


Verso 230: un fantasma doméstico

Jane Provost, ex secretaria de Shade a quien visité recientemente en Chicago, me contó sobre Hazel mucho más que su padre; él al parecer no hablaba de su hija muerta y como yo no preveía este trabajo de investigación y comentario, no lo apremié a que tratara la cuestión y se desahogara conmigo. Es cierto que en este canto se ha desahogado no poco y que su retrato de Hazel es muy claro y completo; quizá demasiado completo, arquitectónicamente, pues el lector no puede menos de encontrar que ha sido desarrollado y elaborado en detrimento de ciertas materias más ricas y más raras a las que ha desplazado. Pero un comentador no puede eludir sus obligaciones, por aburrida que sea la información que haya de recoger y transmitir. De ahi esta nota.

Parece ser que a comienzos de 1950, mucho antes del incidente del granero (véase nota al verso 347), Hazel, que tenía entonces dieciséis años, estuvo comprometida en aterradoras manifestaciones "psicokinestésicas" que duraron casi un mes. Al principio, es de suponer, el poltergeistpretendía infundir a la perturbación la identidad de la tía Maud que acababa de morir; el primer objeto que entró en acción fue el cesto donde había guardado en otro tiempo a su skye terriersemiparalizado (raza que en nuestro país llamamos "perro sauce llorón"). Sybil había hecho eliminar al animal no bien hospitalizada su ama, provocando la ira de Hazel que estaba fuera de sí de desesperación. Una mañana esa cesta salió disparada del santuario "intacto" (véase versos 90-98) y avanzando por el corredor pasó delante de la puerta abierta del estudio donde Shade estaba trabajando; Shade la vio pasar silbando y desparramar su humilde contenido: una manta raída, un hueso de goma y un almohadón medio descolorido. Al día siguiente la escena de la acción se trasladó al comedor donde apareció uno de los óleos de la tía Maud ( Ciprés y murciélago) vuelto contra la pared. Siguieron otros incidentes tales como breves vuelos a cargo del álbum de recortes (véase nota al verso 90) y, desde luego, toda clase de golpes, especialmente en el santuario, que despertaban a Hazel de su sueño sin duda apacible en la habitación vecina. Pero pronto el poltergeist, a falta de ideas en relación con la tía Maud se volvió, si así puede decirse, más ecléctico. Todos los movimientos triviales a -ue se limitan los objetos en esos casos, se cumplieron en éste. Las cacerolas se estrellaban en la cocina; una bola de nieve apareció (quizá prematuramente) en la nevera; una o dos veces Sybil vio un plato volando como un disco y aterrizar intacto en el sofá; las lámparas se encendían en diversos lugares de la casa; las sillas iban, contorneándose, a reunirse en la intransitable despensa; aparecían misteriosos pedacitos de cordel en el suelo; invisibles juerguistas tambaleándose bajaban las escaleras en mitad de la noche; y una mañana de invierno Shade al levantarse, después de echar una mirada al tiempo, vio que la mesita de su despacho donde tenía un Webster como la Biblia abierto en la letra M, estaba afuera pasmada, posada en la nieve (subliminalmente, esto debe de haber contribuido a la génesis de los versos 5-12).

Me imagino que durante ese período los Shade, o por lo menos John Shade, experimentó una sensación de extraña inestabilidad como si partes del mundo cotidiano bien aceitado, se hubiesen desatornillado y uno comprobaba que alguno de los neumáticos rodaba al lado o que el volante se había soltado. Mi pobre amigo no podía sino recordar las dramáticas crisis de su infancia y preguntarse si no era esta una nueva variante genética del mismo tema, conservada a través de la procreación. Tratar de esconder a los vecinos estos horribles y humillantes fenómenos no era la menor preocupación de Shade. Estaba aterrado y destrozado por la compasión. Aunque nunca fue capaz de acorralar a la solemne, torpe, enfermiza y floja muchacha que parecía más interesada que asustada, él y Sybil nunca dudaron de que de rúguna manera extraordinaria Hazel fuera el agente de la perturbación que para ellos representaba (cito ahora a Jane P.) "una extensión exterior o una expulsión de demencia". No podían hacer gran cosa, en parte porque les desagradaba la moderna psiquiatría vudú, pero sobre todo porque tenían miedo de Hazel, miedo de herirla. Sin embargo tuvieron una conversación secreta con el viejo Dr. Sutton, erudito a la antigua, que los reconfortó. Estaban pensando en mudarse a otra casa, o más exactamente, se decían a voz en cuello el uno al otro, para ser oídos por quien pudiera estar escuchando, que estaban pensando en mudarse, cuando de pronto el espíritu maligno se fue, como ocurre con el moskovett, ese viento glacial, ese coloso de aire frío que sopla sobre nuestras costas orientales durante el mes de marzo, y una mañana uno oye a los pájaros, las banderas cuelgan flaccidas y los contornos del mundo están otra vez en su lugar. El fenómeno cesó por completo y fue, si no olvidado, por lo menos nunca más mencionado; pero qué curioso que no percibimos un signo misterioso de la ecuación entre el Hércules surgiendo del débil cuerpo de una niña neurótica y el fantasma turbulento de la tía Maud; qué curioso que nuestra racionalidad se sienta satisfecha con la primera explicación que se nos presenta cuando en realidad lo científico y lo sobrenatural, el milagro del músculo y el milagro del espíritu son inexplicables, como lo son todas las vías de Nuestro Señor.


Verso 231: qué ridículos, etc.

Una bella variante, con una curiosa omisión, empalma en este lugar del borrador (fechado el 6 de julio):


Extraño Más Allá donde viven todos los que han nacido muertos,


nuestros animales familiares, resucitados, y los inválidos curados,


y los espíritus que han muerto antes de llegar allí:


Pobre viejo Swift, pobre -pobre Baudelaire




¿Qué es lo que reemplaza el guión? "A menos que Shade diera un valor prosódico a la muda e de "Baudelaire", cosa que, estoy seguro, nunca hubiera hecho en un poema inglés (cf. "Rabelais", verso 501), pues el nombre que aquí conviene debe escandirse como un troqueo. Entre los nombres de poetas, pintores, filósofos célebres que se han vuelto locos o se han hundido en una chochera senil, encontramos muchos que se adaptarían. ¿Estaba Shade ante una variedad demasiado grande sin que nada le ayudara a hacer una elección lógica y entonces dejó un blanco, confiando a la misteriosa fuerza orgánica que socorre a los poetas el cuidado de llenarlo como mejor le conviniera? ¿O había algo más, una oscura intuición, un escrúpulo profético que le impidió escribir el nombre de un hombre eminente que había sido uno de sus amigos íntimos? ¿Tomaba quizá precauciones debido a que un lector en su familia hubiera podido oponerse a que mencionara ese nombre? Y si es así, ¿por qué mencionarlo en ese contexto trágico? Sombríos, turbadores pensamientos.


Verso 238: estuche de esmeralda vacío

Entiendo que esta es la envoltura semitransparente que deja en el tronco del árbol una cigarra adulta que ha trepado por ese tronco efectuado su muda. Shade me dijo que una vez había interrogado a una clase de trescientos estudiantes y que sólo tres sabían cómo es una cigarra. Colonos ignorantes le habían aplicado el nombre de "langosta" que es, desde luego, un saltamonte, y el mismo error absurdo habían cometido generaciones de traductores de La Cigale et la Fourmide la Fontaine (véanse versos 243-244). La compañera de la cigale, la hormiga, está por ser embalsamada en el ámbar.

Durante nuestros paseos a la puesta del sol, que fueron tan numerosos, nueve por lo menos (según mis notas) en junio, pero se redujeron a dos en las tres primeras semanas de julio (¡se reanudarán en el Más Allá!), mi amigo tenía una manera bastante coqueta de señalar con la punta de su bastón diversos objetos naturales curiosos. Nunca se cansaba de ilustrar por medio de esos ejemplos la extraordinaria mezcla de zona canadiense y zona austral que "obtenía", como él decía, en ese lugar especial de Appalachia, a nuestra altura de unos 1.500 pies, especies septentrionales de pájaros, insectos y plantas mezcladas con representantes del sur. Como la mayoría de las celebridades literarias, Shade no parecía entender que un humilde admirador que ha terminado por arrinconar y disponer al fin para sí del inaccesible hombre de genio, esté mucho más interesado en discutir con él de literatura y vida que de oír decir que la "diana" (posiblemente una flor) se presenta en New Wye junto con el "atlantis" (posiblemente otra flor) y cosas de ese tipo. Recuerdo especialmente una exasperante caminata vespertina (6 de julio) que mi poeta me concedió con majestuosa generosidad, para resarcirme de un mal golpe (véase, véase a menudo la nota al verso 181), para recompensarme por mi regalito (que no creo que haya usado nunca), y con el asentimiento de su mujer que se empeñó en acompañarnos parte del camino hasta Dulwich Forest. Mediante astutas excursiones por la historia natural, Shade se me escapaba, a mí que tenía una curiosidad histérica, intensa, sin control por saber exactamente qué parte de las aventuras del rey zemblano había terminado en el curso de los cuatro o cinco últimos días. Mi defecto habitual, el orgullo, me impedía hacerle preguntas directas pero seguía volviendo a mis propios temas anteriores -la evasión del palacio, las aventuras en las montañas– para arrancarle alguna confesión. Uno podría imaginarse que un poeta, mientras compone una obra larga y difícil saltará sencillamente ante la oportunidad de hablar de sus triunfos y sus tribulaciones. ¡Nada de eso! Todo lo que obtuve en respuesta a mis interrogaciones infinitamente amables y cautelosas, fueron frases como: "Sí, va bastante bien", o "No, no hablo", y finalmente se libraba de mí con una anécdota bastante ofensiva sobre el Rey Alfredo a quien, decía, le gustaban las historias de un cortesano noruego pero sin embargo lo despachaba cuando tenía otra cosa que hacer: -Ah, está ahí -decía el descortés Alfredo al amable noruego que había venido para confiarle una variante sutilmente distinta de algún viejo mito nórdico que ya le había contado: Oh, there you are again!(¡Ah, está ahí de nuevo!) -Y así es como, mis queridos, un imaginativo exiliado, un bardo escandinavo inspirado por los dioses, lo conocen hoy los colegiales ingleses bajo el apodo trivial de Ohthere.

¡En fin! En una ocasión posterior mi caprichoso amigo, dominado por su mujer, fue mucho más amable (véase nota al verso 802).


Verso 240: Aquel inglés en Niza

Las gaviotas de 1933 están todas muertas, naturalmente. Pero dirigiéndose al London Timesse puede obtener el nombre del benefactor de esas aves, a menos que Shade lo haya inventado. Cuando visité Niza un cuarto de siglo después, había, en lugar de aquel inglés, un personaje local, un viejo vagabundo barbudo tolerado o protegido como atracción turística, que se quedaba de pie como una estatua de Verlaine con una gaviota nada desdeñosa posada de perfil en su pelo desgreñado, o dormía la siesta al sol público, acurrucado cómodamente, de espaldas al mar que lo arrullaba con su movimiento, en un banco del paseo debajo del cual había ordenado prolijamente sobre un diario trozos multicolores de vituallas indeterminadas, para que se secaran o fermentaran. Por lo demás no habían muchos ingleses que se pasearan por allí, aunque vi unos pocos justo al este de Mentón, en el muelle donde en honor de la Reina Victoria, se había erigido, aunque no inaugurado, un macizo monumento que la brisa abrazaba con dificultad, para sustituir el que se habían llevado los alemanes. De un modo bastante patético, el cuerno impaciente de su unicornio favorito sobresalía a través de la tela.


Verso 246:… querida

El poeta se dirige a su mujer. El pasaje a ella dedicado (versos 246-292) tiene la utilidad estructural de servir de transición al tema de la hija. ¡Sin embargo, puedo afirmar que cuando los pasos de la querida Sybil sonaban arriba, duros y secos, no todo estaba siempre "muy bien"!


Verso 247: Sybil

Esposa de John Shade, Irondell de soltera (nombre que no viene de un pequeño valle que produce oro, sino de la palabra francesa que designa a la golondrina). Era unos meses mayor que él. Creo saber que era de origen canadiense, como la abuela materna de Shade (prima hermana del abuelo de Sybil, si no me equivoco).

Desde el comienzo mismo traté de ser de lo más cortés con la esposa de mi amigo, y desde el comienzo mismo ella me tomó ojeriza y desconfianza. Había de enterarme más tarde que al referirse a mí en público me trataba de "garrapata elefantina; moscón equino; gusano de macaco; monstruoso parásito de un genio". Se lo perdono, a ella y a todo el mundo.


Verso 270: mi sombría Vanessa

¡Es tan típico de un auténtico erudito en busca de un apodo cariñoso dar el nombre genérico de una mariposa a una divinidad órfica en la cima de la inevitable alusión a Vanhomrigh, Esther! A este respecto, un par de versos de uno de los poemas de Swift (que en estos apartados parajes no puedo localizar) se me han quedado en la memoria:


Cuando he aquí que Vanessa floreciente

apareció como la estrella de Atalanta


En cuanto a la vanessa, esta mariposa reaparecerá en los versos 993-995 (véase nota). Shade solía decir que en viejo inglés su nombre era El Rojo Admirable, después corrompido en El Rojo Almirante. Es una de las pocas mariposas que conozco. Los zemblanos la llaman harvalda(la heráldica) posiblemente porque se puede reconocer su forma en el escudo de los Duques de Payn. Gertos años, en otoño, solía aparecer con bastante frecuencia en los jardines del palacio y visitar las reinas margaritas en compañía de una falena diurna. He visto al Rojo Admirable dándose un banquete de ciruelas pasadas o de conejo muerto. Es una mariposa muy juguetona. Un espécimen casi domesticado fue el último objeto natural que John Shade me mostró cuando marchaba a su perdición (véase ahora, ahora mismo, mi nota a los versos 993-995).

Siento un ligero perfume de Swift en algunas de mis notas. Yo también soy por naturaleza melancólico, un hombre desasosegado, susceptible y desconfiado, aunque tengo mis momentos de volubilidad y fou rire.


Verso 275: Hace cuarenta años que nos casamos

John Shade y Sybil Swallow (véase nota al verso 247) se casaron en 1919, exactamente tres decenios antes de que el Rey Charles contrajera enlace con Disa, Duquesa de Payn. Desde el comienzo de su reinado (1936-1958), los representantes de la nación, los pescadores de salmón, los vidrieros no sindicados, los grupos militares, los parientes afligidos y especialmente el Obispo de Yeslove, un santo y sanguíneo anciano, habían hecho todo lo posible por convencerlo de que abandonara sus copiosos pero estériles placeres y tomara mujer. No era cuestión de moralidad sino de sucesión. Como en el caso de algunos de sus predecesores, rudos "reyes de los alisos" que ardían por los muchachos, el clero ignoró pura y simplemente las costumbres paganas de nuestro joven soltero, pero quiso que hiciera lo que antes que él había hecho otro Charles aún más recalcitrante: disponer de una noche y engendrar legalmente un heredero.

Vio a Disa por primera vez, cuando ella tenía diecinueve años, la noche de fiesta del 5 de julio de 1947, en un baile de disfraz en el palacio de su tío. Disa había ido vestida de hombre, de joven tirolés, con las rodillas un poco juntas pero valiente y encantadora, y después los llevó por las calles a ella y a sus primos (dos guardias disfrazados de floristas) en su nuevo y divino convertible, para mostrarles la formidable iluminación de cumpleaños, y las fackeltanz en el parque, y los fuegos artificiales, y las caras pálidas mirando hacia arriba. Vaciló durante casi dos años, pero fue asediado por consejeros de una elocuencia inhumana, y al fin cedió. La víspera de su boda rezó casi toda la noche, encerrado a solas en la fría vastedad de la catedral de Onhava. Viejos monarcas satisfechos lo miraban desde las vidrieras de rubí y amatista. Nunca había pedido a Dios consejo y fuerza con tanto fervor (véase más adelante mi nota a los versos 433-434).

Después del verso 274 hay un falso comienzo en el borrador:


Me gusta mi nombre: Shade, Ombre, casi "hombre" en español…


Uno lamenta que el poeta no hubiera seguido con este tema, evitando al lector las embarazosas intimidades que siguen.


Verso 286: la huella rosa de un avión sobre el fuego del poniente

Yo también tenía la costumbre de señalar a la atención de mi poeta la idílica belleza de los aviones en el cielo de la tarde. ¡Quién hubiera podido sospechar que el mismo día (7 de julio) que Shade escribió este verso radiante (el último de la ficha veintitrés), Gradus, alias Dégré, había volado de Copenhague a París, completando así la segunda etapa de su siniestro viaje! Aun en la Arcadia estoy, dice la Muerte en la inscripción sepulcral.

Las actividades de Gradus en París habían sido planeadas por las Sombras con bastante cuidado. Tenían toda la razón al suponer que no sólo Odón sino nuestro antiguo cónsul en París, el difunto Oswin Bretwit, sabían dónde encontrar al Rey. Decidieron que Gradus fuera primero a sondear a Bretwit. Este caballero tenía un departamento en Meudon donde vivía solo, no salía más que para ir a la Biblioteca Nacional (donde leía obras de teosofía y resolvía problemas de ajedrez publicados en diarios viejos) y no recibía visitantes. El plan preciso de las Sombras fue el resultado de un golpe de suerte. Suponiendo que Gradus carecía del equipo mental y del don de imitación necesario para encarar a un realista entusiasta, le sugirieron que se hiciera pasar por un comisionista totalmente apolítico, un hombrecito neutral interesado únicamente en obtener un buen precio de los diversos documentos que unos particulares le habían pedido que sacara de Zembla para entregar a sus legítimos dueños. La suerte, en una de sus rachas anticarlistas, lo ayudó. Una de las Sombras menos importantes a la que llamaremos el Barón A., tenía un suegro llamado Barón B., un viejo burócrata inofensivo, jubilado desde hacía mucho tiempo y absolutamente incapaz de entender ciertos aspectos renacentistas del nuevo régimen. Había sido, o creía haber sido (la distancia retrospectiva magnifica las cosas) un amigo íntimo del difunto Ministro de Asuntos Exteriores, el padre de Oswin Bretwit, y por lo tanto esperaba con impaciencia el día en que pudiera entregar al "joven" Oswin (quien, entendía él, no era exactamente persona grata para el nuevo régimen) un montón de preciosos papeles de familia que el polvoriento barón había encontrado por casualidad en los archivos de una oficina del Gobierno. De pronto le informaron que el día había llegado: los documentos iban a ser enviados inmediatamente a París. Se le permitió añadir una breve nota que decía:


He aquí algunos preciosos papeles pertenecientes a su familia. No puedo hacer nada mejor que ponerlos en manos del hijo del gran hombre que fue mi compañero de estudios en Heidelberg y mi maestro en el servicio diplomático. Verba volant, scripta manent.


Los scriptaen cuestión eran doscientas treinta largas cartas que habían cambiado unos setenta años antes Zule Bretwit, tío abuelo de Oswin, alcalde de Odevalla, y un primo suyo, Ferz Bretwit, alcalde de Aros. Esta correspondencia, un lamentable intercambio de perogrulladas burocráticas y de bromas altisonantes, carecía incluso del interés limitado que pueden tener las cartas de este tipo para el historiador local -pero naturalmente, no se puede saber qué es lo que repelerá o atraerá a un descendiente sentimental– y los antiguos subordinados de Oswin sabían todos que eso es lo que era. Me gustaría tomarme el tiempo de interrumpir este seco comentario y rendir un breve homenaje a Oswin Bretwit.

Físicamente, era un hombrecito calvo, enfermizo, que parecía una bellota pálida. Su cara estaba singularmente desprovista de carácter. Tenía ojos café con leche. Uno lo recuerda siempre con brazal de luto. Pero este exterior insípido traicionaba la calidad del hombre. ¡Desde el otro lado de las centelleantes estrías del océano, yo te saludo, bravo Bretwit! Que aparezcan por un momento su mano y la mía en un firme apretón a través del agua, por encima de la dorada aparición de un sol emblemático. Que esta insignia no sea jamás utilizada como publicidad por una compañía de seguros o una compañía de aviación en las páginas satinadas de una revista, bajo la imagen de un hombre de negocios retirado, estupefacto y honrado por la vista de la bandeja en tecnicolor que la azafata le ofrece con todo lo que es capaz de darle; o más bien, que este sublime apretón de manos sea considerado en nuestro cínico siglo de frenética heterosexualidad como el último pero duradero símbolo del valor y la abnegación. Con cuánto fervor uno hubiera soñado que un símbolo similar pero en forma verbal hubiese imbuido el poema de otro querido amigo; pero no sería así… ¡Es inútil buscar en Pálido Fuego(¡oh, cuán pálido, es cierto!) el calor de mi mano estrechando la tuya, pobre Shade!

Pero volvamos a los techos de París. El coraje en Oswin Bretwit iba unido a la integridad, la bondad, la dignidad y lo que podría calificarse, con un eufemismo, de ingenuidad encantadora. Cuando Gradus telefoneó desde el aeropuerto y para despertarle el apetito le leyó el mensaje del Barón B. (salvo la cita en latín), Bretwit sólo pensó en una cosa: el regalo que le aguardaba. Gradus se había negado a decirle por teléfono qué eran exactamente los "preciosos papeles", pero ocurría justamente que el ex cónsul había esperado en los últimos tiempos recuperar una valiosa colección de sellos que su padre había legado unos años antes a un primo muerto después. El primo había vivido en la misma casa que el Barón B., y con la mente llena de estas cuestiones embrolladas y fascinantes, el ex cónsul, mientras aguardaba a su visitante, se preguntaba sin cesar, no si la persona que venía de Zembla era un impostor peligroso, sino si le traería todos los álbumes a la vez o lo haría gradualmente para ver lo que podría obtener del trabajo que se había tomado. Bretwit esperaba que el asunto quedaría concluido esa misma noche, pues a la mañana siguiente debía ser hospitalizado y posiblemente operado (lo fue, y murió bajo el bisturí).

Si dos agentes secretos pertenecientes a dos facciones rivales se enfrentan en una batalla de ingenios, y si uno de ellos no lo tiene, el efecto puede ser divertido; es aburrido si los dos son estúpidos. Desafío a cualquiera a que encuentre en los anales de la conspiración y la contraconspiración algo más inepto y más tedioso que la escena que ocupa el resto de esta nota concienzuda.

Gradus se sentó con incomodidad en el borde de un sofá (en el cual un rey cansado se había tendido menos de un año antes), metió la mano en su portafolios, tendió a su huésped un abultado paquete envuelto en papel marrón y trasladó sus asentaderas a una silla cercana a la de Bretwit para poder observar con comodidad su lucha con el cordel. En un silencio pasmado, Bretwit contempló lo que al fin había desenvuelto y luego dijo:

– Bueno, esto es el fin de un sueño. Esta correspondencia fue publicada en 1906 o 1907, no, en 1906, al fin, por la viuda de Bretwit, incluso debo de tener por ahí un ejemplar entre mis libros. Además, no es un ológrafo sino un apógrafo, hecho por un escribiente para uso de los impresores, observará usted que los dos alcaldes tienen la misma letra.

– Qué interesante -dijo Gradus verificándolo.

– Naturalmente, aprecio la amable intención que hay detrás de esto -dijo Bretwit.

– Estábamos seguros de que así sería -dijo Gradus satisfecho.

– El Barón B. ha de estar un poco gaga -continuó Bretwit-, pero repito, su amable intención es conmovedora. ¿Supongo que desea usted algún dinero por haberme traído este tesoro?

– El placer que usted siente debería ser nuestra única recompensa -respondió Gradus-. Pero permítame que le hable con franqueza: nos hemos tomado mucho trabajo para cumplir esta misión como es debido, y yo he recorrido un largo camino. Sin embargo quiero proponerle un pequeño arreglo. Si usted es bueno con nosotros, nosotros seremos buenos con usted. Sé que sus fondos están un poco… (gesto de escasez y guiñada).

– Muy cierto -suspiró Bretwit.

– Si nos sigue no le costará un centavo.

– Oh, podría pagar algo. (Mueca y encogimiento de hombros).

– No necesitamos su dinero (Palma de agente de tránsito). Pero éste es nuestro plan. Tengo mensajes de otros barones para otros fugitivos. En realidad, tengo cartas para el fugitivo más misterioso de todos.

– ¡Qué! -exclamó Bretwit con candida sorpresa-. ¿Saben en el país que su Majestad ha salido de Zembla (Le hubiera dado unos azotes al pobre viejo).

– Claro que sí -dijo Gradus frotándose las manos y jadeando de placer animal, cuestión de instinto sin duda pues el hombre no podía concebir inteligentemente que la metida de pata del ex cónsul no era más que la primera confirmación de la presencia del Rey en el extranjero-: Claro -repitió con una sonrisa cargada de sentido-, y le quedaré muy agradecido si pudiera recomendarme al Sr. X.

Al oír estas palabras una falsa verdad se abrió camino en Oswin Bretwit y gimió para sí: "¡Naturalmente! ¡Qué obtuso soy! Es uno de los nuestros. Los dedos de su mano izquierda empezaron a agitarse como si tiraran de los hilos de una marioneta, mientras sus ojos seguían atentamente el gesto de satisfacción, típico de clase baja, de su interlocutor. Un agente carlista que se revela a un superior, debe hacer un signo correspondiente a la X (de Xavier) en el alfabeto manual de los sordomudos: la mano en posición horizontal y el índice curvado con bastante blandura mientras el resto de los dedos se arracima (muchos han criticado este signo por su excesiva flojera; hoy se ha sustituido por una combinación más viril). En las diversas ocasiones en que Bretwit lo hiciera, el gesto había sido precedido durante un momento de suspenso -un hueco en la Textura del Tiempomás que un retardo real– por algo análogo a lo que los médicos llaman aura, una extraña sensación a la vez tensa y vaporosa, una inefable exasperación de frío y de calor que invade todo el sistema nervioso antes de una crisis. Y en esta oportunidad también Bretwit sintió que el vino mágico se le subía a la cabeza.

– Muy bien, estoy dispuesto. Déme la señal -dijo ávidamente.

Gradus, decidido a correr el riesgo, echó una mirada a la mano sobre las rodillas de Bretwit; sin que su dueño se diera cuenta, parecía estar apuntando a Gradus su papel en un murmullo manual. Trató de copiar lo que aquella mano estaba esforzándose por dar a entender, simples rudimentos de la señal pedida.

– No, no -dijo Bretwit con una sonrisa indulgente para el torpe novicio-. La otra mano, amigo mío. Su Majestad es zurdo, como usted sabe.

Gradus hizo la prueba de nuevo, pero como una marioneta rechazada, la pequeña apuntadora enloquecida había desaparecido. Contemplando avergonzado sus cinco extranjeros regordetes, Gradus completó los movimientos de un hacedor de sombras chinescas incompetente y semiparalítico y por fin hizo el vago signo de la V de la Victoria. La sonrisa de Bretwit empezó a desvanecerse.

Desaparecida la sonrisa, Bretwit (el nombre significa Comprensión del Ajedrez) se levantó de la silla. En una habitación más grande hubiera caminado de un extremo al otro, pero en aquel estudio atestado no podía. Gradus el Chapucero se abrochó los tres botones de su ajustada chaqueta marrón y sacudió varias veces la cabeza.

– Creo -dijo con tono contrariado– que hay que jugar limpio. Si yo le traigo esos preciosos papeles, usted debe arreglarme una entrevista o por lo menos darme la dirección.

– Yo sé quién es usted -exclamó Bretwit, señalándolo-. ¡Usted es un periodista! Usted viene enviado por ese diarucho danés que asoma en su bolsillo -Mecánicamente Gradus manoteó el periódico y frunció el ceño-. ¡Tuve la esperanza de que hubieran renunciado a venir a molestarme! ¡Qué vulgaridad fastidiosa! No hay nada sagrado para ustedes, ni el cáncer, ni el exilio, ni el orgullo de un rey -ay, esto es cierto no sólo con respecto a Gradus; en Arcadia también tiene colegas.

Gradus, sentado, contemplaba sus zapatos nuevos: rojo caoba con las puntas picadas. Tres pisos más abajo una ambulancia impaciente se abría paso a toques de sirena en las calles oscuras. Bretwit desahogó su impaciencia con las cartas ancestrales que estaban sobre la mesa. Agarró la pila ordenada con el papel que la envolvía y arrojó todo en el cesto de papeles. El cordel cayó al lado, a los pies de Gradus que lo recogió y lo añadió a los scripta.

– Por favor, váyase -dijo el pobre Bretwit-. Tengo un dolor en la ingle que me vuelve loco. Hace tres noches que no duermo. Ustedes los periodistas son tipos tercos, pero yo también lo soy. Nunca le diré nada sobre mi rey. Adiós. Esperó en el rellano que los pasos de su visitante bajaran y llegaran a la puerta de entrada que se abrió y cerró. Luego la luz automática de la escalera se apagó con el ruido de un puntapié.


Versos 287-288: cuando canturreas haciendo una valija

La ficha (la veinticuatro) con este pasaje (versos 287-299) data del 7 de julio, y debajo de esa fecha encuentro en mi pequeña agenda este garabato: Dr. Ahlert, 15,30. Como me sentía un poco nervioso, como la mayoría de la gente ante la perspectiva de ver a un médico, pensé en comprar, en el camino al consultorio, algún calmante para impedir que la aceleración de mi pulso indujera en error a la crédula ciencia. Encontré las gotas que deseaba, tomé el aromático brebaje en la farmacia y me iba cuando vi a los Shade que salían de una tienda, en la puerta siguiente. Ella llevaba un nuevo bolso de viaje. La terrible idea de que pudieran irse de vacaciones de verano neutralizó el efecto del medicamento que acababa de tragar. Uno se acostumbra tanto a que la vida de los demás transcurra paralelamente a la propia que un brusco desvío de parte del satélite paralelo provoca un sentimiento de estupefacción, vacío e injusticia. ¡Y, además, aún no había terminado "mi" poema!


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