Текст книги "Pálido Fuego"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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Versos 39-40: cerrar los ojos, etc.
En el borrador estos versos están representados por las variantes siguientes:
39:… y a sus casas se apresuraban a volver los ladrones,
40: el sol con hielo robado, la luna con hojas.
Es imposible no recordar un pasaje de Timón de Atenas(Acto IV, escena 3) en que el misántropo habla con los tres rateros. A falta de biblioteca en la desolada cabaña de madera en que vivo como Timón en su cueva, para hacer una rápida cita debo retraducir este pasaje de una versión poética en zemblano de Timónque se acercará lo suficiente, espero, al texto, o por lo menos será fiel a su espíritu:
El sol es un ladrón: atrae al mar
y le roba. La luna es una ladrona:
hurta su luz plateada al sol.
El mar es un ladrón: disuelve la luna.
Para una prudente apreciación de las traducciones de Shakespeare por Conmal, véase la nota al verso 962.
Versos 41-42: podía… distinguir
A fines de mayo yo alcanzaba a distinguir los contornos de algunas de mis imágenes en la forma que el genio de Shade podría darles; a mediados de junio estaba seguro al fin de que recrearía en un poema la deslumbrante Zembla que ardía en mi cabeza. Yo lo hipnotizaba con ella, lo saturaba de mi visión, le imponía, con la loca generosidad del borracho, todo lo que por mi parte era incapaz de poner en verso. Seguramente no sería fácil encontrar en la historia de la poesía un caso similar: el de dos hombres, diferentes por su origen, su educación, sus asociaciones de ideas, su tono espiritual y su modalidad intelectual, uno, erudito cosmopolita, el otro, poeta sedentario, unidos por un pacto secreto de este tipo. Al fin tuve la certeza de que mi Zembla había madurado en él, estallaba en rimas adecuadas, que estaba dispuesto a proyectar al menor roce. A cada momento lo apremiaba para que venciera su habitual pereza y empezara a escribir. Mi pequeña agenda de bolsillo contiene notas tales como: "Sugerí el metro decasílabo"; "volví a contar la evasión"; "le ofrecí un cuarto tranquilo en mi casa"; "discutí sobre grabaciones de mi voz para que las usara"; y finalmente, con fecha del 3 de julio: "¡poema empezado!"
Aunque comprendo demasiado, ay, que el resultado, en su pálida y diáfana fase final, no puede ser considerado como un eco directo de mi relato (del cual, de paso, sólo se dan algunos fragmentos en mis notas, sobre todo en las del Canto Primero), es difícil dudar de que el resplandor crepuscular de la historia haya actuado como agente catalítico en el proceso mismo de la sostenida efervescencia creadora que permitió a Shade producir un poema de mil versos en tres semanas. Además hay un aire de familia sintomático entre el colorido del poema y el de la historia. He releído, no sin placer, mis comentarios a sus versos y en muchos casos me he descubierto tomando en préstamo una especie de luz opalescente del astro inflamado de mi poeta, y remedando inconscientemente el estilo de la prosa de sus propios ensayos críticos. Pero su viuda y sus colegas pueden dejar de preocuparse y gozar plenamente del fruto de los consejos que hayan dado al bueno de mi poeta. Oh, sí, el texto definitivo del poema es enteramente suyo.
Si descontamos, como creo apropiado, tres alusiones casuales a la realeza (605, 822 y 894) y la "Zembla" a la manera de Pope en el verso 937, podemos concluir que el texto definitivo de Pálido Fuegoha sido deliberada y drásticamente limpiado de toda huella de los materiales que yo aporté; pero descubrimos también que a pesar del control ejercido sobre mi poeta por un censor doméstico y Dios sabe quién más, Shade dio refugio al fugitivo real en las bóvedas de las variantes que conservó pues en su borrador no menos de trece versos, magníficos versos cantantes (que doy en mis notas a los versos 70, 79 y 130, todos del Canto Primero, en el que el poeta evidentemente trabajó con mayor libertad creadora de la que gozó después), llevan el sello particular de mi tema, un menudo pero auténtico fantasma estelar de mis conversaciones sobre Zembla y su infortunado rey.
Versos 47-48: la casa de madera entre Goldsworth y Wordsmith
El primer nombre se refiere a la casa de Dulwich Road que le alquilé a Hugh Warren Goldsworth, autoridad en derecho romano y juez distinguido. Nunca tuve el gusto de encontrar a mi propietario pero llegué a conocer su letra tan bien como la de Shade. El segundo nombre se aplica, desde luego, a la Universidad Wordsmith. Mientras aparenta sugerir una situación intermedia entre esos dos lugares, nuestro poeta está menos preocupado por la exactitud espacial que por un ingenioso cambio de sílabas que evoca a los dos maestros del decasílabo pareado, entre los cuales abriga su propia musa. En realidad, la "casa de madera en su cuadrado de verde" estaba a cinco millas al oeste del campusde Wordsmith, pero sólo a unos cincuenta metros de mis ventanas del lado este.
En el prefacio de esta obra he tenido ocasión de decir algo de los encantos de mi casa. La encantadora, encantadoramente vaga señora (véase la nota al verso 691) que me la consiguió sin haberla visto, estaba llena de buenas intenciones, sin duda, especialmente porque esta casa era muy admirada en la vecindad por su "espaciosidad y gracia del viejo mundo". En realidad era una vieja casa triste, blanca y negra, en parte de madera, del tipo llamado wodnaggenen mi país, con gabletes esculpidos, ventanas salientes llenas de corrientes de aire y un pórtico de entrada presuntamente "seminoble", coronado por una horrible galería. El juez Goldsworth tenía una mujer y cuatro hijas. Las fotos de familia me acogieron en el vestíbulo y me persiguieron de cuarto en cuarto, y aunque estoy seguro de que Alphina (9 años), Betty (10), Cándida (12) y Dee (14) pronto dejarán de ser un horror de lindas y pequeñas escolares para transformarse en elegantes jóvenes y madres incomparables, debo confesar que sus retratos burlones me irritaron hasta tal punto que al fin los recogí uno por uno y los metí todos en un armario bajo la hilera patibularia de sus ropas de invierno cubiertas por fundas de celofán. En el escritorio encontré un gran retrato de los padres, con los sexos invertidos, pues la Sra. G. se parece a Malenkov, y el Sr. G. a una bruja con cabellera de Medusa, y lo sustituí por la reproducción de un Picasso de la primera época que me gusta mucho: un muchacho color tierra que lleva un caballo color lluvia. Pero no me preocupé mucho por los libros de la familia que estaban también desparramados en toda la casa: cuatro juegos diferentes de Enciclopedias para Niños y una, impávida, para adultos que subía de estante en estante a lo largo de una escalera para estallar en su apéndice en el desván. A juzgar por las novelas que había en el boudoirde la Sra. Goldsworth, sus intereses intelectuales eran muy amplios, pues iban del Ámbar al Zen. El jefe de esta familia alfabética tenía también una biblioteca, pero consistía sobre todo en obras de derecho y en un montón de legajos de títulos muy visibles. Todo lo que el profano podía encontrar de instructivo y entretenido era un álbum encuadernado en cuero marroquí donde el juez había pegado con amor las historias de la vida y las fotos de las gentes que había enviado a la cárcel o condenado a muerte: caras inolvidables de pillos imbéciles, últimos cigarrillos y últimas muecas, las manos de apariencia bastante común de un estrangulador, una mujer que se había hecho viuda por sus propios medios, los ojos juntos e implacables de un maníaco homicida (un poco parecido, lo admito, al finado Jacques d'Argus), un brillante parricida de siete años ("Ahora, hijito, queremos que nos cuentes…") y un viejo pederasta triste y regordete que había bajado de un tiro a su extorsionador. Lo que más me sorprendió es que fuera él, mi erudito propietario, y no su "patrona", quien dirigiese la casa. No sólo me había dejado un inventario detallado de todos esos objetos que se apiñan alrededor de un nuevo inquilino como un tropel de indígenas amenazadores, sino que se había tomado un trabajo prodigioso para escribir en pedacitos de papel recomendaciones, explicaciones, requerimientos y listas complementarias. Todo lo que toqué el día de mi llegada me proporcionó un ejemplo de goldsworthianismo. Abrí el botiquín del segundo cuarto de baño y se escapó un mensaje anunciándome que el depósito de las hojas de afeitar usadas estaba demasiado lleno para utilizarlo. Abrí la refrigeradora y me advirtió con un ladrido que "ninguna especialidad nacional con olor difícil de suprimir" debía ser guardada en ella. Abrí el cajón del escritorio y descubrí un catalogue raisonnéde su magro contenido, que incluía una colección de ceniceros, un cortapapel damasquinado (descripto como "una daga antigua traída de Oriente por el padre de la Sra. Goldsworth"), y una vieja agenda de bolsillo sin usar, que maduraba con optimismo a la espera de que volvieran las correspondencias de su calendario. Entre otras notas detalladas sujetas en un tablero especial en la despensa, tales como instrucciones sobre las cañerías, disertaciones sobre electricidad, discursos sobre cactos, etc., etc., encontré el régimen del gato negro que venía con la casa:
Lun., mier., vier.: Hígado
Mar., juev., sáb.: Pescado
Dom.: Carne picada
(Todo lo que consiguió de mí fue leche y sardinas; era una criaturita agradable pero al cabo de un rato sus movimientos empezaron a atacarme los nervios y lo confié a la Sra. Finley, la asistenta). Pero la más divertida de las notas fue quizá la relativa a la manipulación de las cortinas de las ventanas que había que correr de diferentes maneras y a distintas horas para impedir que el sol llegara al tapizado de los muebles. Había una descripción de la posición del sol, diaria y estacional, con respecto a las diversas ventanas y de haber tenido en cuenta todo eso, hubiera estado tan ocupado como un participante en una regata. No obstante, una nota al pie sugería generosamente que en lugar de manejar las cortinas, quizá prefiriera correr los muebles más preciosos para que no quedaran expuestos al sol (dos sillones bordados y una pesada "consola real"), devolviéndolos luego a su sitio, pero que debía hacerlo con cuidado para no rayar las molduras de las paredes. Me es imposible, ay, reproducir el meticuloso horario de esas transposiciones, pero creo recordar que debía enrocar haciendo el gran desvío a la izquierda antes de acostarme, y el pequeño a la derecha apenas me levantaba. Mi querido Shade se moría de risa cuando le hice dar una vuelta de inspección y encontró él mismo alguno de esos huevos de Pascua. Gracias a Dios, su robusta hilaridad disipó la atmósfera de damnum infectumen la que se suponía que yo debía vivir. Por su parte, me regaló con varias anécdotas relacionadas con el ingenio cáustico y los manierismos tribunalicios del juez; la mayoría de esas anécdotas eran sin duda exageraciones folklóricas, algunas evidentemente inventadas y todas inofensivas. No aludió -mi amable y viejo amigo nunca lo hacía– a las ridículas historias acerca de las sombras aterradoras que la toga del juez Goldsworth proyectaba sobre el mundo del hampa, o acerca de esta o aquella bestia enterrada en la cárcel y muriéndose positivamente de raghdirst(sed de venganza) -groseras trivialidades difundidas por seres viles y sin corazón-, obra de todos aquellos para quienes lo novelesco, lo remoto, los cielos escarlata forrados de piel de lutre, las dunas anochecidas de un reino fabuloso simplemente no existen. Pero basta. Volvámonos hacia las ventanas del poeta. No tengo ningún deseo de retorcer y maltratar un apparatus críticussin ambigüedad para convertirlo en el monstruoso simulacro de una novela.
Hoy me sería imposible describir la casa de Shade en términos arquitectónicos o en otros que no sean los vistazos furtivos, los atisbos y las oportunidades limitadas por las ventanas. Como dije antes (véase Prólogo), la llegada del verano planteaba un problema de óptica: el follaje usurpador no siempre estaba de acuerdo conmigo: confundía un monóculo verde con un obturador opaco, y la idea de protección con la de obstrucción. Entretanto (el 3 de julio según mi agenda) supe -no por John sino por Sybil– que mi amigo había empezado a trabajar en un largo poema. Como hacía un par de días que no lo veía, me aprestaba a llevarle algunos folletos de su buzón de correspondencia situado en el camino, contiguo al de Goldsworth (que yo solía ignorar, atiborrado como estaba de volantes, propaganda local, catálogos comerciales y esa clase de porquerías), cuando me topé con Sybil a quien un arbusto había ocultado de mi ojo de águila. Con sombrero de paja y guantes de jardinería, estaba en cuclillas delante de un cantero de flores podando o atando algo, y sus estrechos pantalones castaños me recordaron los calzones mandolina (como yo los llamaba en broma) que solía usar mi mujer. Me dijo que no molestara a Shade con esas propagandas y añadió el dato de que acababa de "empezar un poema realmente grande". Sentí que la sangre me subía a la cara y murmuré algo acerca de que aún no me había mostrado nada, y ella se incorporó y se retiró el pelo entrecano de la frente y me miró fijo y dijo: "¿Qué quiere decir con eso de no mostrar nada? Nunca muestra nada sin terminar. Nunca, nunca. Ni siquiera lo comenta mientras no está totalmente terminado totalmente". Yo no podía creerlo, pero pronto descubrí hablando con mi amigo, extrañamente reticente, que había sido bien aleccionado. Cuando traté de sondearlo por medio de bromas joviales, como: "la gente que vive en casa de vidrio no debería escribir poemas", se limitó a bostezar y a sacudir la cabeza y replicó que "los extranjeros deberían evitar los viejos dichos". Sin embargo, el apremio por descubrir lo que él hacía con todo el material viviente, fascinante, palpitante, resplandeciente que yo le había prodigado, el deseo agudo de verlo en el trabajo (aunque el fruto de ese trabajo me fuera negado) resultaron absolutamente angustiosos e incontrolables y me hicieron incurrir en una orgía de espionaje que ninguna consideración de orgullo podía detener.
Las ventanas, como es bien sabido, han sido el consuelo de la literatura en primera persona a través de las edades. Pero este observador nunca ha podido emular en materia de pura suerte al Héroe de nuestro tiempoen eso de escuchar detrás de las puertas, ni al omnipresente del Tiempo perdido. Pero de vez en cuando me fueron acordadas unas migajas de buena caza. Cuando mi puerta ventana dejó de funcionar debido al crecimiento exuberante de un olmo, descubrí, al final de la galería, un rincón cubierto de hiedra desde el cual tenía una vista bastante amplia de la fachada de la casa del poeta. Si quería ver el lado sur podía bajar a la parte trasera de mi garaje y mirar, desde detrás de un tulipero más allá del camino sinuoso que flanqueaba la colina, varias preciosas ventanas iluminadas, porque él nunca bajaba los visillos (lo hacía ella). Si deseaba ver el lado opuesto, todo lo que tenía que hacer era subir la pendiente hasta el punto más alto de mi jardín donde los enebros de mi guardia de corps vigilaban las estrellas, y los presagios, y la mancha de luz pálida bajo el farol solitario del camino de abajo. Al comienzo de la estación aquí evocada, yo había superado los temores muy especiales y muy privados de los que se habla en otra parte (véase nota al verso 62) y más bien me complacía en seguir en la oscuridad una prolongación de mi terreno al este, llena de malas hierbas y pedregosa, terminada en un bosquecito de acacias a un nivel un poco más alto que el lado norte de la casa del poeta.
Una vez, hace tres decenios, en mi tierna y terrible infancia, tuve la oportunidad de ver a un hombre en el acto de ponerse en contacto con Dios. Yo había vagabundeado por el llamado Patio de las Rosas, detrás de la Capilla Ducal, en mi Onhava natal, durante un intervalo en el ensayo de los himnos. Mientras deambulaba por allí, levantando y refrescando alternadamente mis pantorrillas desnudas contra una pulida columna, escuchaba las agradables voces distantes mezcladas en discreta alegría pueril y a las que una casual animosidad, un disgusto por celos con cierto muchacho, me impedía unirme. Un ruido de pasos rápidos me hizo alzar los ojos malhumorados del mosaico sectil del patio: rosas realistas recortadas en piedra roja y espinas grandes, casi palpables, talladas en mármol verde. Una sombra negra caminó por esas rosas y esas espinas: un joven pastor alto, pálido, de nariz larga y pelo negro, a quien yo había visto una o dos veces en los alrededores, salió a largos pasos de la sacristía y sin verme se detuvo en medio del patio. Un disgusto culpable torcía sus labios delgados. Usaba lentes. Sus ruanos apretadas parecían agarrar los invisibles barrotes de una prisión. Pero no hay límite para la gracia que un hombre puede recibir. De pronto su apariencia se transformó en la del éxtasis y la veneración. Yo nunca había visto hasta entonces semejante llamarada de beatitud, pero percibiría algo de ese esplendor, de esa energía espiritual y de esa visión divina, ahora, en otro país, reflejado en el rostro rudo y feo del viejo John Shade. ¡Qué contento estaba de que la vigilancia ejercida durante toda la primavera me hubiera permitido observarlo en su milagrosa tarea de mediados del verano! Había aprendido exactamente cuándo y dónde encontrar los mejores lugares de observación desde los cuales podría seguir los contornos de su inspiración. Mis binóculos iban a buscarlo y lo enfocaban desde lejos en los diversos lugares de su labor: de noche, en el resplandor violeta de su estudio, en el piso alto, donde un espejo benévolo reflejaba para mí sus hombros encorvados y el lápiz con el que se hurgaba constantemente la oreja (inspeccionando de vez en cuando la mina, e incluso chupándola); durante la mañana, escondido entre las sombras quebradas de su estudio del primer piso donde un vasito de alcohol viajaba silenciosamente desde el fichero hasta el atril y desde el atril hasta el anaquel de libros, para ocultarse allí en caso necesario detrás de un busto del Dante; los días calurosos, entre las plantas trepadoras de una pequeña galería en forma de glorieta, a través de cuyas guirnaldas yo entreveía un pedazo de hule donde descansaba el codo de Shade, y su puño regordete de querubín sosteniendo y frotando la sien. Variaciones de perspectiva y de luz, la interferencia del maderamen o de las hojas, me impedían habitualmente una visión clara de su rostro; y quizá la naturaleza lo disponía todo de manera de ocultar a un posible depredador los misterios de la creación; pero a veces cuando el poeta iba y venía por el césped, o se sentaba un momento en el banco del fondo, o se detenía debajo de su nogal favorito, yo podía discernir la expresión de apasionado interés, éxtasis y veneración con que seguía las imágenes que se expresaban con palabras en su espíritu, y yo sabía que por mucho que mi agnóstico amigo lo negara, en ese momento Nuestro Señor estaba con él.
Ciertas noches, cuando la casa quedaba oscura por tres lados, mucho antes de la hora habitual en que sus habitantes iban a acostarse, yo podía montar guardia desde mis tres puestos de observación, y esa misma oscuridad me decía que estaban en casa. El coche quedaba cerca del garaje, pero yo no podía creer que hubiesen salido a pie, pues en ese caso habrían dejado encendida la luz de la galería. Consideraciones y deducciones posteriores me han convencido de que la noche de la gran necesidad en que decidí verificar la cuestión fue la del 11 de julio, fecha en que Shade completó su Canto Segundo. Era una noche ventosa, calurosa, negra. Me deslicé furtivamente por entre los arbustos hasta la parte posterior de la casa. Al principio pensé que ese cuarto lado también estaba a oscuras, cerrando así la cuestión, y tuve tiempo de experimentar una extraña sensación de alivio antes de descubrir un débil cuadrado de luz debajo de la ventana de un saloncito trasero donde nunca había estado. Se hallaba abierta de par en par. Una lámpara alta con pantalla de imitación pergamino iluminaba el fondo de la habitación donde yo podía ver a Sybil y a John, ella a horcajadas sobre el borde de un diván, dándome la espalda, y él sentado en un cojín cerca del diván donde parecía recoger lentamente y apilar unos naipes esparcidos después de un solitario. Sybil se estremecía y se sonaba la nariz alternativamente; la cara de John estaba manchada y húmeda. No sabiendo en aquel momento el tipo exacto de papel que mi amigo usaba para escribir, no pude menos de preguntarme qué era lo que podía provocar tantas lágrimas al final de una partida de naipes. Como me esforzara por ver mejor, metido hasta las rodillas en un seto de boj horriblemente elástico, hice caer la sonora tapa de un recipiente de basuras. Desde luego, se podía haber pensado erróneamente que esto era obra del viento, y Sybil odiaba el viento. De inmediato abandonó su pértiga, cerró la ventana con un gran golpe y bajó la persiana estridente.
Volví furtivamente a mi triste domicilio con el corazón oprimido y el espíritu desconcertado. Mi corazón siguió oprimido pero el desconcierto desapareció pocos días después, probablemente el día de San Swithin, pues encontré en mi pequeña agenda, debajo de la fecha, la nota anticipatoria en zemblano " promnad vespert mid J. S." tachada con una petulancia que rompió la mina del lápiz en mitad del trazo. Después de esperar y esperar a mi amigo en el camino hasta que el rojo de la puesta del sol se convirtió en ceniza crepuscular, fui hasta su puerta, vacilé, sopesé las tinieblas y el silencio y eché a andar alrededor de la casa. Esta vez no me llegó el menor reflejo desde el salón de atrás, pero a la brillante y prosaica luz de la cocina percibí el extremo de una mesa pintada de blanco y a Sybil sentada a ella con una expresión de encantamiento en la cara como si acabase de inventar una nueva receta. La puerta trasera estaba entrecerrada, la abrí anunciándome y mientras iniciaba alguna frase desenvuelta, me di cuenta de que Shade, sentado al otro extremo de la mesa, estaba leyéndole algo que supuse era una parte del poema. Los dos se sobresaltaron. Una maldición impublicable se le escapó y lanzó sobre la mesa la pila de fichas que tenía en la mano. Después atribuiría este estallido de cólera al hecho de haber confundido, con sus lentes de leer, a un amigo siempre bienvenido con un vendedor inoportuno; pero debo decir que la cosa me chocó, me chocó enormemente, y me dispuso en ese momento a descubrir un feo sentido en todo lo que siguió. -Bueno, siéntese -dijo Sybil– y tome una taza de café -(los vencedores son generosos). Acepté porque quería ver si el recitado proseguía en mi presencia. No fue así. -Pensé -dije a mi amigo-, que usted vendría a hacer una caminata conmigo. -Se disculpó diciendo que no se sentía muy bien y siguió limpiando el hornillo de la pipa con la misma ferocidad que si estuviera escarbando en mi corazón.
¡No sólo comprendí entonces que Shade leía regularmente a Sybil las partes que se acumulaban de su poema, sino que ahora me doy cuenta de que, con la misma regularidad, ella lo obligaba a atenuar o a suprimir de la copia en limpio todo lo relacionado con el magnífico tema zemblano que yo seguía proporcionándole y que, por no saber gran cosa de la obra en curso, creía ingenuamente que se convertiría en el rico hilo conductor de su trama!
Más arriba, en la misma colina boscosa, se encontraba y se encuentra» todavía, creo, la vieja casa de madera del Dr. Sutton y, justo en la cima, la eternidad no desalojará la villa ultramoderna del Profesor C. desde cuya terraza se podía distinguir, al sur, el más grande y más triste de los tres lagos reunidos que recibían el nombre de Omega, Ozero y Zero (nombres indios mutilados por los primeros colonos a fin de acomodar especiosas derivaciones y alusiones triviales). Del lado norte de la colina, Dulwich Road se une cotí el camino principal que lleva a la Universidad Wbrdsmith a la que dedicaré aquí sólo unas pocas palabras, en parte porque debería haber toda clase de folletos explicativos para el lector que escriba a la Oficina de Publicidad de la Universidad, pero sobre todo porque, al hacer esta referencia a Wordsmith más breve que las notas sobre las casas de Shade y Goldsworth, deseo subrayar el hecho de que el College está mucho más lejos de ellas que una de la otra. Probablemente es la primera vez que el sordo dolor de la distancia se expresa a través de un esfuerzo del estilo y que una idea topográfica encuentra su expresión verbal en una serie de frases abreviadas.
Después de serpentear durante unas cuatro millas en dirección general al este, a través de un barrio residencial magníficamente fumigado y regado, con extensiones de césped de diversa inclinación que descienden por ambos lados, el camino se bifurca: una rama dobla a la izquierda en dirección a New Wye y su ansiado aeropuerto; la otra continúa al campus. Ahí están las grandes mansiones de la locura, los dormitorios impecablemente planeados -loqueros de música salvaje-, el magnífico palacio de la Administración, las paredes de ladrillo, las arcadas, los patios de honor contorneados de terciopelo verde y crisopracio, Spencer House y su estanque de nenúfares, la Capilla, la nueva Sala de Conferencias, la Biblioteca, el edificio como una cárcel donde están nuestras aulas y oficinas (en adelante llamado Shade Hall), la famosa avenida con todos los árboles mencionados por Shakespeare, un zumbido lejano, un atisbo de bruma, la cúpula turquesa del Observatorio, jirones y pálidos plumajes de cirrus, y la cancha de fútbol en forma de anfiteatro romano rodeado por una cortina de álamos, desierta los días de verano, salvo que un muchachito soñador vaya a remontar -en el extremo de una larga cuerda en un círculo zumbante– un avión de modelo reducido propulsado por un motor. Jesús mío, haz algo.
Verso 49: nogal
Un nogal americano. Nuestro poeta compartía con los maestros ingleses el noble don de transplantar a sus versos árboles con su savia y su sombra. Hace muchos años Disa, la Reina de nuestro Rey, cuyos árboles favoritos eran el Jacaranda y ginkgo, copió en su álbum una cuarteta de una compilación de poemas cortos de John Shade, Copa de Hebe, que no puedo dejar de citar aquí (de una carta que recibí el 6 de abril de 1959, desde el sur de Francia):
EL ÁRBOL SAGRADO
La hoja de ginkgo, de dorado matiz, al caer,
uva moscatel,
parece una mariposa anticuada,
mal abierta.
Cuando se construyó la nueva iglesia episcopal de New Wye (véase nota al verso 549), los bulldozers respetaron un semicírculo de esos árboles sagrados plantados por un paisajista de genio (Repburg) al final de la llamada Avenida Shakespeare, en el campus. No sé si la cuestión es pertinente o no, pero en el segundo verso, juega el gato con el ratón y "árbol" es gradosen zemblano.
Verso 37: el fantasma del columpio de mi hijita
Después de este verso, Shade tachó ligeramente en el borrador los siguientes:
La luz es buena; las lámparas de lectura de largo cuello;
todas las puertas tienen llave. Tu moderno arquitecto
está en connivencia con los psicoanalistas:
al planear el dormitorio de los padres, insiste
en las puertas sin cerradura para que, al mirar hacia atrás,
el futuro paciente del futuro charlatán,
pueda encontrar, toda preparada para él, la Escena Primaria.
Verso 61: el enorme sujetapapeles de la televisión
En la noticia necrológica, por lo demás hueca y bastante necia, mencionada en mis notas a los versos 71-72, se cita un poema manuscrito (enviado por Sybil Shade) del que se dice que fue "compuesto por nuestro poeta al parecer a fines de junio, es decir, menos de un mes antes de la muerte de nuestro poeta, siendo por lo tanto el último poema breve que nuestro poeta escribió".
Es este:
EL COLUMPIO
El sol poniente que ilumina las puntas
de los gigantescos sujetapapeles de la TV
sobre el tejado;
la sombra del puño del pestillo que
al ponerse el sol es un bate de béisbol
en la puerta;
el cardenal que gusta de posarse
y hacer chip-wit, chip-wit, chip-wit
en el árbol;
el columpio vacío que se mece
debajo del árbol: estas son las cosas
que me traspasan el corazón.
Dejo al lector de mipoeta el cuidado de decidir si es probable que hubiera escrito esto sólo unos pocos días antes de repetir sus temas en miniatura en esta parte del poema. Sospecho que se trata de una tentativa muy anterior (el año no figura, pero debería fecharse poco después de la muerte de su hija) que Shade desenterró de entre sus viejos papeles para ver si podía utilizarla para Pálido fuego(el poema que nuestro necrólogo no conoce).
Verso 62: tantas veces
Tantas veces, casi todas las noches, durante la primavera de 1959, he temido por mi vida. La soledad es el campo de juego de Satanás. No puedo describir los abismos de mi soledad y de mi aflicción. Estaba, naturalmente, mi famoso vecino del otro lado del camino, y durante un tiempo tuve un joven y disipado inquilino (que por lo general volvía a casa después de medianoche). Sin embargo, deseo insistir en ese duro y frío núcleo de soledad que no es bueno para un alma desplazada. Todo el mundo sabe cuán dados al regicidio son los zemblanos: dos reinas, tres reyes y catorce pretendientes murieron de muerte violenta, estrangulados, apuñalados, envenenados y ahogados en el curso de un solo siglo (1700-1800). El castillo de Goldsworth se volvía particularmente solitario después de ese punto en que la bruma empieza a parecerse tanto al crepúsculo de la mente. Roces furtivos, el ruido de pasos de las hojas del año anterior, un perro que recorría los recipientes de desperdicios, todo me evocaba a un merodeador sediento de sangre. Yo iba de una ventana a otra, con el gorro de dormir de seda empapado en sudor, el pecho desnudo como un estanque durante el deshielo, y a veces, armado con el fusil de caza del juez, me atrevía a afrontar los terrores de la terraza. Supongo que entonces, durante aquellas noches primaverales de mascarada en que el rumor de la nueva vida en los árboles remedaba cruelmente el crujido de la vieja muerte en mi cerebro, supongo que entonces, en esas noches terribles, me acostumbré a consultar las ventanas de la casa de mi vecino en la esperanza de hallar una luz de consuelo (véanse las notas a los versos 47-48). ¡Qué no hubiera dado yo por que el poeta tuviese otra crisis cardíaca (véase verso 691 y nota) de modo que me llamaran a la casa, todas las ventanas iluminadas, en medio de la noche, en un grande y cálido estallido de simpatía, de café, de llamadas telefónicas, de recetas de hierbas medicinales zemblanas (¡hacen milagros!) y un Shade resucitado llorando en mis brazos! ("Bueno, bueno, John"). Pero aquellas noches de marzo la casa estaba negra como la tumba. Y cuando el agotamiento físico y el frío sepulcral me llevaban finalmente a mi solitaria cama camera, en el piso alto, yacía despierto y jadeando como si sólo ahora viviera conscientemente aquellas peligrosas noches de mi país donde en cualquier momento una banda de revolucionarios excitados podía entrar y arrastrarme a un muro iluminado por la luna. El ruido de un auto veloz o de un camión gemebundo me llegaban como una extraña mezcla: alivio de una vida amiga y sombra aterradora de la muerte; ¿la sombra se detendría a mi puerta? ¿Venían por mí esos matones espectrales? ¿Me despacharían en seguida, o llevarían clandestinamente de vuelta a Zembla al erudito anestesiado, Rodnaya Zembla, para enfrentarlo con una jarra enceguecedora y una hilera de jueces exultantes en sus sillones inquisitoriales?







