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Pálido Fuego
  • Текст добавлен: 21 октября 2016, 20:45

Текст книги "Pálido Fuego"


Автор книги: Владимир Набоков



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– Tengo hambre y sed -dijo el Rey.

– Hay algo en el barco. Espere a que desaparezcan los rusos. De la niña podemos despreocuparnos.

– ¿Y la mujer de la playa?

– Es el joven Barón Mandevil, el tipo que tuvo el duelo el año pasado. Ahora vamos.

– ¿No podríamos llevarlo también?

– No vendría, tiene mujer y un niño pequeño. Vamos, Charlie, vamos, Su Majestad.

– Era mi paje de trono el Día de la Coronación. -Así, charlando, llegaron a las grutas Rippleson. Espero que el lector haya disfrutado de esta nota.


Verso 162: con su pura lengua, etc.

Es esta una manera singularmente indirecta de describir el tímido beso de una muchacha campesina; pero todo el pasaje es muy barroco. Mi propia infancia fue demasiado feliz y sana para contener nada remotamente parecido a los desvanecimientos que sufrió Shade. En su caso debe de haber sido una forma benigna de epilepsia, un descarrilamiento de los nervios en el mismo lugar, en la misma curva de los rieles, cada día, durante varias semanas, hasta que la naturaleza reparó los daños. ¿Quién puede olvidar las caras bonachonas, brillantes de sudor, de los ferroviarios con su pecho de cobre, apoyados en sus palas y siguiendo con la vista las ventanas del gran expreso que se desliza cautelosamente?


Verso 167: Hubo un tiempo, etc.

El poeta empezó el Canto Segundo (en la catorzava ficha) el 5 de julio, día en que cumplía sesenta años (véase nota al verso 181, "Hoy"). Me equivoco: sesenta y uno.


Verso 169: la supervivencia después de la muerte

Véase nota al verso 549.


Verso 171: una gran conspiración

Durante casi un año entero, después de la fuga del Rey, los extremistas siguieron convencidos de que él y Odón no habían salido de Zembla. El error sólo puede atribuirse a la vena de estupidez que fatalmente corre en la tiranía más competente. Los aparatos aéreos y todo lo relacionado con ellos obraron como un maleficio en las mentes de nuestros nuevos gobernantes a quienes la amable historia había ofrecido bruscamente una caja llena de esos artefactos zumbantes que suben verticaímente para que se divirtieran con ellos. Que un fugitivo importante utilizara para escapar otra vía que la aérea les parecía inconcebible. En pocos minutos, después que el Rey y el actor hubieron bajado precipitadamente las escaleras traseras del Teatro Real, no quedó ala en el cielo y en la tierra que no fuera censada, tal era la eficacia del Gobierno. Durante las semanas siguientes no se autorizó el despegue de ningún avión privado o comercial, y la inspección de los pasajeros en tránsito se hizo tan rigurosa y larga que las líneas internacionales decidieron cancelar las paradas en Onhava. Hubo algunos muertos. Un globo rojo fue derribado con entusiasmo y el aeronauta (un meteorólogo bien conocido) se ahogó en el Golfo de la Sorpresa. Un piloto de una base lapona que volaba en misión de socorro, se perdió en la niebla y fue tan violentamente acosado por los bombarderos zemblanos que tuvo que aterrizar en el pico de una montaña. Se podría encontrar una excusa a todo esto. La ilusión de la presencia del Rey en los yermos de Zembla fue mantenida por los conspiradores realistas que incitaban a regimientos enteros a buscar en las montañas y los bosques de nuestra abrupta península. El Gobierno gastó una cantidad absurda de energía en registrar a los cientos de impostores amontonados en las cárceles del país. La mayoría de ellos se las arregló para recobrar la libertad; unos pocos, ay, cayeron. Después, en la primavera del año siguiente, llegó del extranjero una noticia pasmosa. El actor zemblano Odón estaba dirigiendo un film en París.

Se conjeturó entonces correctamente que si Odón había huido, también el Rey había huido. En una sesión extraordinaria del Gobierno extremista pasó de mano en mano, en un silencio consternado, un ejemplar de un periódico francés con el titular: ¿EL EX REY DE ZEMBLA EN PARÍS? La exasperación vindicativa más que la estrategia de Estado impulsó a la organización secreta, de la que Gradus era un oscuro miembro, a tramar la destrucción del fugitivo real. ¡Matones despreciables! Se los puede comparar a esos gamberros que se mueren por torturar al invulnerable caballero cuyo testimonio los ha enviado a la cárcel de por vida. Se sabe que esa clase de condenados se vuelven locos furiosos a la sola idea de que la evasiva víctima cuyos testículos quisieran retorcer y desgarrarlos con sus uñas, está sentada debajo de una pérgola en alguna isla soleada, o acariciando entre sus rodillas a alguna joven y linda criatura en serena seguridad… ¡y burlándose de ellos! Es de suponer que no hay peor infierno que la rabia impotente que sienten cuando los inunda la certeza de esa dulce e implacable alegría y destruye lentamente sus cerebros de brutos. Un grupo de extremistas especialmente fervorosos que se habían aplicado a sí mismos el nombre de Sombras se habían reunido, jurado perseguir al Rey y matarlo donde quiera que estuviese. Eran en cierto sentido las sombras gemelas de los carlistas y en realidad varios tenían primos o incluso hermanos entre los seguidores del Rey. Sin duda, el origen de cada grupo está en los diversos ritos violentos de las fraternidades estudiantiles y de los círculos militares, y su desarrollo puede estudiarse en términos de modas y antimodas; pero en tanto que un historiador objetivo asocia con el carlismo un prestigio romántico y noble, el grupo que es su sombra nos sorprende como algo definitivamente gótico y odioso. La grotesca figura de Gradus, cruza de murciélago y cangrejo, no era mucho más extraña que muchas Sombras, como por ejemplo, Nodo, el medio hermano epiléptico de Odón que trampeaba con los naipes, o un Mandevil loco que había perdido una pierna tratando de fabricar antimateria. Gradus era desde hacía mucho tiempo miembro de toda clase de anémicas organizaciones de izquierda. Nunca había matado, aunque hubiese estado a punto de hacerlo varias veces en su opaca vida. Sostuvo más tarde que cuando resultó designado para descubrir las huellas del Rey y asesinarlo, la elección fue decidida mediante un juego de naipes… pero no olvidemos que habían sido barajados y distribuidos por Nodo. Quizá el origen extranjero de nuestro hombre fue secretamente lo que determinó una candidatura que no expusiera a ningún hijo de Zembla al deshonor de un verdadero regicidio. Podemos imaginar bien la escena: la lúgubre luz de neón del laboratorio en un anexo de la fábrica de vidrio donde las Sombras se reunían aquella noche; el as de pique en el suelo embaldosado; la vodka servida en tubos de ensayo; las muchas manos que palmeaban la espalda redonda de Gradus y la sombría exaltación del hombre al recibir esas felicitaciones bastante traidoras. Situamos ese momento fatídico a las 0h. 05, del 2 de julio de 1959, que resulta ser también la fecha en que un inocente poeta escribió los primeros versos de su último poema.

¿Gradus era realmente la persona indicada para el trabajo? Sí y no. Un día, en su temprana juventud, cuando trabajaba como mensajero en una grande y deprimente fábrica de cajas de cartón, ayudó tranquilamente a tres compañeros a tender una emboscada a un muchacho del lugar al que deseaban darle una tunda porque había ganado una motocicleta en una feria. El joven Gradus consiguió un hacha y dirigió la tala de un árbol, pero el árbol cayó mal, no bloqueó del todo el caminito por el que solía andar, generalmente al crepúsculo, la despreocupada víctima. El pobre muchacho que venía zumbando hacia el lugar donde lo acechaban aquellos matones era un lorenés delgado, de aspecto delicado y había que ser realmente infame para envidiarle su inofensiva diversión. Lo curioso es que, mientras esperaban nuestro futuro regicida se quedó dormido en una zanja y se perdió así la breve refriega durante la cual el bravo lorenés hizo morder el polvo y puso fuera de combate a dos de los atacantes, mientras el tercero, pisado por la moto, quedó lisiado para toda la vida.

Gradus nunca tuvo verdadero éxito en la industria del vidrio a la que se dedicó una y otra vez, entre la venta de vinos y la impresión de folletos. Empezó fabricando ludiones-figuritas de vidrio de botella que subían y bajaban en tubos llenos de metileno, que se vendían en los bulevares durante la Semana de Ramos. Trabajó también como fundidor y más tarde como chapista en fábricas del Gobierno y fue, creo, más o menos responsable de las ventanas rojo y ámbar, notablemente feas, del gran lavatorio público de ruidoso pero colorido Kalixhaven frecuentado por marineros. Pretendía haber perfeccionado la luminosidad y el chirrido de las llamadas feuilles d'alarmeutilizadas por viticultores y horticultores para espantar a los pájaros. He clasificado las notas que a él se refieren de tal modo que la primera (véase la nota al verso 17 donde se bosquejan algunas de sus otras actividades) es la más vaga, en tanto que las siguientes se van aclarando a medida que el gradual Gradus se aproxima en el espacio y en el tiempo.

Simples resortes y espirales producían los movimientos internos de este hombre mecánico. Podía haber sido calificado de puritano. Una aversión esencial, formidable en su simplicidad, invadía su alma obtusa: aversión a la injusticia y al engaño. La unión de ambos -siempre iban juntos– le inspiraba un repudio terco y apasionado que no tenía ni necesitaba palabras para expresarse. Una aversión como esa hubiera merecido elogios de no haber sido el subproducto de la irremediable estupidez del individuo. Llamaba injusto y engañoso a todo aquello que superaba su entendimiento. Adoraba las ideas generales y lo hacía con un aplomo pedante. Lo general era divino, lo concreto diabólico. Si una persona era pobre y otra rica no importaba lo que había causado la ruina de uno o la riqueza del otro; la diferencia misma era injusta, y el pobre que no la denunciaba era tan malvado como el rico que la ignoraba. Las gentes que sabían demasiado, científicos, escritores, matemáticos, cristalógrafos, etc., no valían más que los reyes o los sacerdotes: todos detentaban una parte injusta del poder que habían quitado con imposturas a los otros. Un hombre sencillo y honesto debía esperarse alguna mala jugada astuta de parte de la naturaleza y de su vecino.

La revolución zemblana había dado muchas satisfacciones a Gradus pero también le había causado frustraciones. Un episodio sumamente irritante parece, visto con perspectiva, muy significativo por pertenecer a un orden de cosas que Gradus hubiera debido aprender a prever, cosa que nunca hizo. Un hombre que hacía imitaciones especialmente brillantes del Rey, el as de tenis Julius Steinmann (hijo del conocido filántropo), había eludido durante varios meses a la policía exasperada hasta el límite por la perfección con que parodiaba la voz de Charles el Bienamado, por la radio clandestina, en una serie de discursos en que ridículizaba al Gobierno. Capturado al fin, fue juzgado por una comisión especial, de la cual formaba parte Gradus, y condenado a muerte. El pelotón de ejecución hizo una chambonada y poco después el valeroso joven fue descubierto en un hospital de provincia donde se recuperaba de sus heridas. Cuando Gradus se enteró de esto, tuvo uno de sus raros accesos de cólera, no porque el hecho supusiera maquinaciones realistas, sino porque el curso limpio, honesto y ordenado de la muerte había sido contrariado de una manera sucia, deshonesta y desordenada. Sin consultar a nadie se precipitó al hospital, entró como una tromba, ubicó a Julius en una sala atestada y se las arregló para disparar dos veces, errando las dos, antes de que un robusto enfermero le arrebatara el arma. Volvió apresuradamente al cuartel general y regresó con una docena de soldados, pero el paciente había desaparecido.

Esas cosas enconan, ¿pero qué puede hacer Gradus? Las Parcas concertadas urden una gran conspiración contra Gradus. Uno observa con alegría excusable que sus semejantes no gozan jamás de la última emoción intensa de despachar ellos mismos a sus víctimas. O, sin duda, Gradus es activo, competente, útil, a menudo indispensable. Al pie del cadalso, en la mañana cruda y gris, Gradus es quien barre de los estrechos peldaños el polvo de nieve de la noche; pero su larga cara curtida no será la última que vea en este mundo el hombre que debe subir esas escaleras. Gradus es quien compra la valija de fibra barata que un tipo más feliz irá a meter, con una bomba de tiempo adentro, debajo de la cama de un antiguo camarada. Nadie sabe mejor que Gradus cómo tender una trampa por medio de un falso anuncio, pero la viuda vieja y rica que en ella cae, es cortejada y asesinada por otro. Cuando el tirano caído, desnudo y gritando, es atado a un poste en la plaza pública y asesinado lentamente por el pueblo que lo corta en tajadas y se lo come y se reparte su cuerpo viviente (como leí, siendo muchacho, en una historia de un déspota italiano, lo cual me hizo vegetariano para el resto de mis días), Gradus no participa del sacramento infernal: señala el instrumento adecuado y dirige el trinchado.

Todo esto es como debe ser; el mundo necesita de Gradus. Pero Gradus no debería matar reyes. Vinogradus no debería nunca, nunca, provocar a Dios. Leningradus no debería apuntar a la gente con su cerbatana, ni siquiera en sueños, porque si lo hace, un par de brazos de un grosor colosal y anormalmente velludos lo atraparán por atrás y apretarán, apretarán, apretarán.


Verso 172: libros y personas

En un cuaderno negro que afortunadamente llevo encima, encuentro, anotados aquí y allá, entre diversos extractos que por casualidad me habían gustado (una nota al pie de la Vida del Dr. Johnson, por Boswell, las inscripciones en los árboles de la famosa avenida Wordsmith, una cita de San Agustín, etc.), algunos ejemplos de la conversación de John Shade que recogí con el objeto de referirme a ellos en presencia de personas a las que mi amistad con el poeta podía interesar o aburrir. Su lector y el mío me disculparán, espero, si rompo el curso ordenado de estos comentarios y dejo que mi ilustre amigo hable por sí mismo.

Habiéndose mencionado a les críticos, dijo: "Nunca he acusado recibo de los elogios escritos aunque a veces he sentido el violento deseo de abrazar la resplandeciente imagen de este o aquel dechado de discernimiento; y nunca me he molestado en asomarme a la ventana para vaciar mi skoramis sobre la mollera de algún pobre cagatintas. Miro con el mismo desapego el vituperio y el ditirambo". Kinbote: "Supongo que usted descarta el primero por considerarlo el farfullar de un cretino y el segundo por creerlo la acción amistosa de un alma buena". Shade: "exacto".

Hablando del jefe del Departamento de Ruso, el Profesor Pnin, un verdadero tirano con sus subordinados (afortunadamente, el Profesor Botkin, que enseñaba en otro departamento, no dependía de ese "perfeccionista" grotesco): "Qué extraño que los intelectuales rusos no tengan ningún sentido del humor cuando cuentan con humoristas tan maravillosos como Gogol, Dostoievsky, Chejov, Zoshchenko y esa pareja de autores de genio, Ilf y Petrov".

Refiriéndose a la vulgaridad de un gordo que conocíamos: "El hombre es tan vulgar como un delantal de cocinero con la inscripción de chef". Kinbote (riendo): "¡Maravilloso!"

Sobre la cuestión de la enseñanza de Shakespeare en el nivel superior: "Antes de nada, dejar de lado las ideas y los antecedentes sociales y enseñar a los alumnos de primer año a estremecerse, a emborracharse con la poesía de Hamlet o Lear, a leer con la espina dorsal y no con el cerebro". Kinbote: "¿Aprecia usted especialmente las grandes tiradas?" Shade: "Sí, mi querido Charles, me revuelco en ellas como un perro bastardo agradecido en un rincón de hierba ensuciado por un gran danés".

Como se hablara del efecto y la interpenetración del marxismo y el freudismo, dije: "De dos doctrinas falsas la peor es la más difícil de desarraigar". Shade: "No, Charlie, hay criterios más sencillos: el marxismo necesita de un dictador, y un dictador necesita de una policía secreta, y eso es el fin del mundo; pero el freudiano, por estúpido que sea, aún puede depositar su voto en la urna, aunque le guste calificarlo (sonriendo) de polinización política".

Sobre los trabajos escritos de los alumnos: "En general soy muy benévolo (dijo Shade) pero hay ciertas insignificancias que no perdono". Kinbote: "¿Por ejemplo?" "No haber leído el libro exigido. Haberlo leído como un idiota. Buscar símbolos en él; ejemplo: 'El autor usa la imagen sorprendente de hojas verdesporque el verde es el símbolo de la felicidad y la frustración'. Tengo también la costumbre de bajar catastróficamente la nota de un estudiante si usa las palabras 'simple' y 'sincero' en un sentido laudatorio; ejemplos: 'El estilo de Shelley es siempre muy simple y bueno'; o 'Yeats es siempre sincero'. Es algo muy difundido y cuando oigo a un crítico que habla de la sinceridad de un autor sé que el crítico es un tonto o lo es el autor". Kinbote: "Pero me han dicho que se enseña esta manera de pensar en las escuelas secundarias". "Allí es donde habría que empezar a pasar la escoba. Un niño debería tener treinta especialistas que le enseñaran treinta materias, y no una maestra abrumada que le muestre la imagen de un arrozal y le diga que eso es la China, porque ella no sabe nada de la China ni de ninguna otra cosa, y no puede explicar la diferencia entre la longitud y la latitud." Kinbote: "Sí, estoy de acuerdo".


Verso 181: Hoy

Es decir, el 5 de julio de 1959, sexto domingo después de la Trinidad. Shade empezó a escribir el Canto Segundo "por la mañana temprano" (así indicó en lo alto de la ficha 14). Siguió (hasta el verso 208) durante todo el día. Dedicó casi toda la tarde y una parte de la noche a lo que sus autores favoritos del siglo dieciocho llamaban "el bullicio y la vanidad del mundo". Después que el último invitado se hubo marchado (en bicicleta) y se vaciaron los ceniceros, todas las ventanas quedaron oscuras durante un par dé horas; pero a eso de las tres de la mañana, desde mi cuarto de baño del piso alto, vi que el poeta había vuelto a su mesa de trabajo en la luz lila de su refugio, y en esta sesión nocturna el canto llegó al verso 230 (ficha 18). En otro viaje al cuarto de baño, una hora y media más tarde, a la salida del sol, vi que la luz había pasado al dormitorio, y sonreí con indulgencia pues según mis deducciones sólo habían pasado dos noches desde la tres mil novecientas noventa y nueve-ava vez… pero no importa. Pocos minutos después, la oscuridad era de nuevo compacta y me volví a la cama.

El 5 de julio a mediodía, en el otro hemisferio, en la pista barrida por la lluvia del aeropuerto de Onhava, Gradus, provisto de un pasaporte francés, se dirigía a un avión comercial ruso con destino a Copenhague, y este acontecimiento se sincronizaba con el hecho de que Shade empezaba por la mañana temprano (hora de la costa atlántica) a componer, o a escribir después de componerlos en la cama, los primeros versos del Canto Segundo. Casi veinticuatro horas más tarde, cuando llegó al verso 230, Gradus, después de una noche de descanso en la casa de campo de nuestro cónsul en Copenhague, una Sombra importante, había entrado, con la Sombra, en una tienda de confección para adecuarse a la descripción que de él se da en notas posteriores (a los versos 286 y 408). Hoy, migraña aún peor.

En cuanto a mis propias actividades, fueron, debo confesarlo, de lo más insatisfactorias desde todo punto de vista: emocional, creador y social. Esta mala racha había empezado la víspera cuando tuve la amabilidad de ofrecer a un joven amigo -candidato a mi tercera mesa de ping-pong, que después de una serie de sensacionales infracciones a las normas de tránsito había sido privado de su carnet de conductor– llevarlo en mi poderoso Kramler hasta la propiedad de sus padres, una bagatela de doscientas millas. En el curso de una fiesta que duró toda la noche, entre una multitud de extranjeros -jóvenes, viejos, muchachas empalagosamente perfumadas– en una atmósfera de fuegos artificiales, humo de parrillas, payasadas, jazz y zambullidas aurórales, perdí todo contacto con el chico tonto, me vi obligado a bailar, me vi obligado a cantar, me encontré metido en los parloteos más aburridos que quepa imaginar con diversos parientes del niño y por último, de la manera más inconcebible, me dejé arrastrar a otra fiesta en otra propiedad donde, después de algunos indescriptibles juegos de salón en los que casi me esquilaron la barba, me sirvieron un desayuno de frutas y cereales y mi anónimo huésped, un viejo borrachín de smokingy pantalones de montar, me llevó a dar una vuelta, tambaleando, por sus caballerizas. Después de ubicar mi coche (fuera del camino, en un bosque de pinos), saqué del asiento del conductor un par de pantalones de baño empapados y un zapato dorado de mujer. Los frenos se habían gastado durante la noche y pronto me quedé sin gasolina en un tramo desolado del camino. El reloj del Wordsmith College daba las seis cuando llegué a Arcady, jurándome que nunca volverían a pescarme en otra parecida y solazándome inocentemente ante la idea de pasar una velada tranquila con mi poeta. Sólo cuando vi la caja chata de cartón, encintada, que yo había dejado en una silla del vestíbulo, me di cuenta de que había estado a punto de pasar por alto su cumpleaños.

Poco antes había visto la fecha en la cubierta de uno de sus libros; había reflexionado en la espantosa decrepitud de su indumentaria a la hora del desayuno, había medido su brazo, como jugando, por comparación con el mío, y le había comprado en Washington una bata de seda absolutamente suntuosa, una verdadera piel de dragón de colores orientales, digna de un samurai: eso es lo que contenía la caja.

Me desvestí apresuradamente y rugiendo mi himno favorito, tomé una ducha. Mi versátil jardinero, mientras me daba la fricción que yo tanto necesitaba, me informó que los Shade daban esa noche una gran cena con mesitas y que el Senador Blank (un estadista franco de quien se hablaba mucho, primo de John) estaba invitado.

Pero no hay nada más agradable para un hombre solitario que una fiesta de cumpleaños improvisada y pensando -no, estaba seguro– que mi teléfono había sonado todo el día sin ser atendido, marqué alegremente el número de los Shade y naturalmente, fue Sybil la que contestó.

–  Bon soir, Sybil.

– Ah, hola, Charles. ¿Hizo un buen viaje?

– Bueno, para decir la verdad…

– Escuche, sé que usted quiere hablar con John, pero ahora está descansando y yo estoy ocupadísima. Le digo que lo llame más tarde, ¿eh?

– ¿Más tarde, cuándo… esta noche?

– No, mañana, pienso. Llaman a la puerta. Hasta luego.

Extraño. ¿Por qué tenía que estar Sybil atenta a la campanilla de la puerta cuando además de la mucama y la cocinera había dos jóvenes extras de chaqueta blanca? Un falso orgullo me impidió hacer lo que hubiera debido: tomar mi regalo real bajo el brazo y dirigirme serenamente a aquella casa inhospitalaria. ¿Quién sabe? Tal vez me hubieran dado las gracias en la puerta de servicio con un trago de sherry de cocina. Confié en que hubiera habido un error y en que Shade telefonearía. Fue una amarga espera y el único efecto que tuvo la botella de champaña que me bebí solo pasando de una ventana a otra, fue una buena crápula(resaca).

Oculto detrás de un cortinado, detrás de un boj, a través del velo dorado de la tarde y del encaje negro de la noche, estuve mirando aquel césped, aquel sendero, aquella banderola semicircular, aquellas ventanas brillantes como joyas. El sol aún no se había puesto, cuando oí el coche del primer invitado, a las siete y cuarto. Oh, los vi a todos. Vi al viejo Dr. Sutton, con su cabeza nevada, un hombrecito perfectamente oval que llegó en un Ford tambaleante con su hija, una mujer alta, la Sra. Starr, viuda de guerra. Vi a una pareja, que después me enteré de que era el Sr. Colt, un abogado del lugar, y su esposa, cuyo atolondrado Cadillac entró hasta la mitad de mi sendero antes de retirarse en un despliegue de luminosos parpadeos. Vi a un viejo escritor de fama mundial, inclinado bajo el íncubo de los honores literarios y de su propia y prolífica mediocridad, que emergió en taxi, desde los oscuros días de antaño en que Shade y él habían dirigido conjuntamente una pequeña revista. Vi a Frank, el factótum de Shade, que se iba en la camioneta. Vi a un profesor de ornitología jubilado que venía desde la autorruta donde había estacionado ilegalmente su coche. Vi, acurrucada en su pequeño Pulex junto a su amiga, una especie de bello efebo de melena desgreñada, a la patrona de las artes que había patrocinado la última exposición de la tía Maud. Vi a Frank, que volvía con el anticuario de New Wye, al ciego Sr. Kaplún y su mujer, un águila decrépita. Vi a un estudiante coreano de smokingque llegaba en bicicleta y al presidente del College, con un traje raído, que llegaba a pie. Vi, en el ejercicio de sus tareas ceremoniales, pasando de la luz a la sombra y de una ventana a otra, donde como los martinis y los whiskies se entrecruzaban marcianos, a los dos jóvenes de chaqueta blanca, de la escuela hotelera, y me di cuenta de que conocía bien, muy bien, al más delgado de los dos. Y finalmente, a las ocho y media (cuando, me imagino, la dueña de casa había empezado a hacer crujir las articulaciones de sus dedos, manifestación habitual de su impaciencia) una larga limousinenegra, oficialmente lustrosa y bastante fúnebre, se deslizó en el nimbo del sendero y mientras el gordo chófer negro se apresuraba a abrir la portezuela vi con lástima que mi poeta salía de su casa con una flor blanca en el ojal y una sonrisa de bienvenida en su cara arrebolada por el alcohol.

La mañana siguiente, en cuanto vi salir a Sybil en el coche en busca de Ruby, la criada que no dormía en la casa, crucé con la caja bien envuelta y con reproche. Delante del garaje, en el suelo, vi que había un buchmann, una pequeña pila de libros de la biblioteca que evidentemente Sybil había olvidado. Me incliné dominado por el demonio de la curiosidad: casi todos eran de Faulkner; y un segundo después Sybil estaba de vuelta, sus neumáticos crujieron en la grava justo detrás de mí. Añadí los libros a mi regalo y deposité la pila entera en su regazo. Muy amable de mi parte, ¿pero qué era esa caja? Simplemente un regalo para John. ¿Un regalo? Bueno, ¿no había sido ayer su cumpleaños? Sí, es cierto, pero después de todo ¿los cumpleaños no son meras convenciones? Convenciones o no, era también mi cumpleaños, una pequeña diferencia de dieciséis años, eso es todo. ¡Ah, vaya! Felicitaciones. ¿Y cómo había resultado la fiesta? Bien, usted sabe lo que son esas fiestas (aquí busqué en el bolsillo otro libro… un libro que ella no se esperaba). Sí, ¿qué son? Oh, gentes que usted ha conocido toda la vida y que debe invitar una vez por año, hombres como Ben Kaplún y Dick Colt con quienes fuimos a la escuela, y ese primo de Washington, y el tipo que escribe las novelas que usted y John consideran tan cursis. No le dijimos que viniera porque sabemos cómo le aburren esas cosas. Esto me dio pie.

– A propósito de novelas -dije-, usted se acuerda que una vez usted, su marido y yo decidimos que la obra maestra, mal acabada, de Proust era un enorme y demoníaco cuento de hadas, el sueño de un espárrago, sin relación alguna con cualquier tipo de gente de una Francia histórica, un travestissementsexual y una farsa colosal, el vocabulario de un genio y su poesía, pero nada más, dueñas de casa imposiblemente mal educadas, déjeme hablar por favor, y huéspedes peor educados todavía, peleas mecánicamente dostoievskianas y tolstoianos matices de esnobismo repetidos y estirados hasta una longitud intolerable, adorables marinas, avenidas fundentes, no, no me interrumpa, efectos de luz y sombra que rivalizan con los de los más grandes poetas ingleses, una flora de metáforas descripta, por Cocteau, creo, como un "espejismo de jardines suspendidos", y, todavía no he terminado, una absurda historia de amor, hecha de goma y cordeles, entre un pillastre joven y rubio (el ficticio Marcel) y una improbable jeune fillede pechos postizos, cuello ancho como el de Vronski (y Lyovin), y mejillas como nalgas de cupido; pero, y ahora déjeme terminar suavemente, estábamos equivocados, Sybil, estábamos equivocados al negarle a nuestro pequeño beau ténébreuxla capacidad de evocar el "interés humano": allí está, allí está, quizá más bien a la manera del siglo dieciocho o incluso del diecisiete. Se lo ruego, zambúllase o vuelva a zambullirse, araña, en este libro (ofreciéndolo), encontrará un lindo marcador que compré en Francia, quiero que John lo guarde. Au revoir, Sybil, tengo que irme. Me parece que mi teléfono está sonando.

Soy un zemblano muy taimado. Por si acaso había traído en el bolsillo el tercero y último volumen de la obra de Proust, en la edición de la Bibliothéque de la Pléiade, donde había marcado ciertos pasajes en las páginas 269-271. Mme. de Mortemart, habiendo decidido que Mme. de Valcourt no figuraría entre los "elegidos" de su velada, pensaba mandarle una nota al día siguiente que dijera: "Querida Edith, la echo de menos, anoche no la esperaba demasiado (¿cómo hubiera podido esperarme, se diría Edith, si no me había invitado?) porque sé que a usted no le gustan demasiado esta clase de reuniones, que más bien le aburren".

Tal fue el último cumpleaños de John Shade.


Versos 181-182: los picoteros… Una cigarra

El pájaro de los versos 1-4 y 131 está de nuevo con nosotros. Reaparecerá en el último verso del poema; y otra cigarra, dejando atrás su envoltura, cantará triunfante en los versos 236-244.


Verso 189: Starover Blue

Véase nota al verso 627. Esto recuerda el Juego Real de la Oca, pero jugado aquí con avioncitos– de lata pintada; más bien el juego de la oca salvaje (saltar a la casilla 209).


Verso 209: desintegración gradual

El espacio-tiempo es en sí mismo desintegración; Gradus vuela hacia el oeste; ha llegado a la gris azulada Copenhague (véase nota al 181). Pasado mañana (7 de julio) seguirá a París. Ha pasado velozmente por este verso y se ha ido, para volver pronto a ennegrecer nuestras páginas.


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