Текст книги "Pálido Fuego"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Yo no había comprendido muy bien su objeción artísticaa "color". Me la explicó así: En las primeras obras científicas sobre flores, pájaros, mariposas, etc., las figuras eran pintadas a mano por diligentes acuarelistas. En las publicaciones defectuosas o prematuras las figuras de ciertas planchas quedaban en blanco. La yuxtaposición de las palabras "un blanco" y "un hombre de color" siempre recordaba a mi poeta, con tanta fuerza como para suprimir el sentido aceptado, una de esas siluetas que uno tenía ganas de llenar con los colores apropiados: el verde y el púrpura de una planta exótica, el azul liso de un plumaje, la raya geranio de un ala festoneada. "Además -dijo-, nosotros los blancos, no somos nada blancos, somos morados al nacer, después rosá té y más tarde de toda clase de colores repugnantes."
Verso 475: un guardián, el Padre Tiempo
El lector deberá observar que esta es una bonita respuesta al verso 312.
Verso 490: Exe
Exe quiere decir evidentemente Exton, ciudad industrial situada en la orilla sur del lago Omega. Tiene un museo de historia natural bastante conocido, con cantidades de vitrinas llenas de pájaros recogidos y montados por Samuel Shade.
Verso 493: que se quitó la pobre y joven vida.
La nota siguiente no es una apología del suicidio; es la simple y sobria descripción de un estado espiritual.
Cuanto más lúcida e irresistible es la creencia en la Providencia, mayor es la tentación de librarse de ella, de terminar con toda esta historia de la vida, pero mayor también es el temor del pecado terrible implícito en la autodestruc-ción. Consideremos primero la tentación. Como se discute más a fondo en otra parte de este comentario (véase la nota al verso 550), una concepción seria de cualquier forma de vida futura presupone inevitable y necesariamente cierto grado de creencia en la Providencia; y a la inversa, una profunda fe cristiana presupone cierta creencia en algún tipo de supervivencia espiritual. La visión de esta supervivencia no tiene por qué ser racional, es decir, no tiene por qué presentar los rasgos precisos de la fantasía personal o la atmósfera general de un parque oriental subtropical. En realidad a un buen cristiano zemblano se le enseña que la verdadera fe no está para proporcionarle imágenes o mapas, sino que debe conformarse con un cálido tufo de agradable anticipación. Para dar un ejemplo corriente: la familia del pequeño Christopher se apresta a emigrar a una colonia distante donde su padre ha obtenido un cargo vitalicio. El pequeño Christopher, un niño frágil de nueve o diez años, confía enteramente (tan enteramente, en realidad, que ni siquiera tiene conciencia de su confianza) en sus padres en lo que se refiere a la partida, el viaje y la llegada. No puede imaginar, ni siquiera lo intenta, los aspectos particulares del nuevo lugar que le aguarda, pero está vaga y confortablemente convencido de que será aún mejor que su casa solariega, con la gran encina y la montaña y su pony y el parque y el establo, y Grimm, el viejo caballerizo que se las arregla para acariciarlo cuando no hay nadie cerca.
Algo de esta simple confianza deberíamos tener también nosotros. Cuando el ser está impregnado de esta bruma divina de absoluta dependencia, no es de asombrar que se sopese en la palma de la mano con una sonrisa soñadora el arma compacta en su estuche de cuero de Suecia, apenas más grande que la llave de la verja de un castillo o el portamonedas de un niño, no es asombroso que uno mire por encima del parapeto de un abismo incitante.
Elijo estas imágenes un poco al azar. Son los puristas los que sostienen que un caballero debe usar un par de pistolas, una para cada sien, o un botkindesnudo (obsérvese la correcta ortografía), y que las señoras deberían o bien tomar un veneno mortal o ahogarse con la torpe Ofelia. Otros humanos más humildes han preferido variadas formas de sofocación y poetas menores han intentado incluso modos de evasión tan fantasiosos como abrirse las venas en la bañera cuadrúpeda del cuarto de baño de una pensión llena de corrientes de aire. Todo esto es inseguro y sucio. De las no muchas maneras de liberarse del cuerpo, la caída, la caída, la caída es el método supremo, pero hay que elegir el apoyo o el reborde con sumo cuidado para no hacer daño a nadie, ni a sí mismo ni a los demás. Saltar desde lo alto de un puente no es recomendable aunque no se sepa nadar, pues el viento y el agua abundan en contingencias extrañas y la tragedia no debe culminar en un récord de zambullida o en la promoción de un agente de policía. Si usted alquila una celda en el barquillo luminoso, habitación 1915 o 1959, en un gran hotel del barrio comercial cuya cima toca el polvo de los astros y abre la ventana y despacito -sin caer ni saltar– rueda al exterior como si quisiera tomar aire, siempre corre el riesgo de arrastrar con usted a su propio infierno a un pacífico noctámbulo que ha salido a pasear a su perro; en este sentido una habitación trasera sería más segura, sobre todo si da sobre el techo de una vieja casa tenaz y normal, bien abajo, allá donde se puede estar seguro de que el gato se esquivará a tiempo. Otro modo popular de despegue es el pico de una montaña con una brusca caída de, digamos, unos 500 metros, pero hay que encontrarlo, porque le sorprendería ver qué fácil es calcular mal el ángulo de desviación, ver una proyección oculta, una estúpida arista que protubera para atraparlo, lo cual le haría rebotar en las malezas, frustrado, destrozado e innecesariamente vivo. La caída ideal es desde un avión, los músculos están flojos, el piloto desconcertado, el paracaídas en su bolsa a un lado, rechazado, desdeñado -¡adiós, chutka! (pequeño paracaídas). Ahí baja, pero todo el tiempo uno se siente suspendido, sostenido, mientras da el salto mortal en cámara lenta como una paloma que tropieza, somnolienta, y tendido de espaldas en el edredón del aire o volviéndose perezosamente para abrazar la almohada, gozando hasta último momento de la vida suave, profunda, acolchada de muerte, con la verdura de la tierra balanceándose ya arriba, ya abajo, y la voluptuosa crucifixión cuando se tienden los brazos en la velocidad creciente, en el restallar que se acerca, y luego la obliteración del amado cuerpo en el Seno del Señor. Si yo fuera poeta escribiría seguramente una oda al dulce deseo de cerrar los ojos y rendirse totalmente a la seguridad perfecta de la muerte deseada. En éxtasis uno pregusta la vastedad del Abrazo Divino que enlaza el espíritu liberado, el baño caliente de la disolución física, lo desconocido universal tragándose al minúsculo desconocido que había sido la única parte real de nuestra personalidad temporal.
Cuando el alma adora Al Que la guía a través de la vida moral, cuando distingue Su signo en cada recodo del camino, pintado en la roca y tallado en el tronco de un pino, cuando cada página del libro de nuestro destino personal lleva Su filigrana, ¿cómo se puede dudar de que Él nos preservará también durante toda la eternidad?
Así ¿quién podría impedir a alguien que opere la transición? ¿Qué es lo que puede ayudarnos a resistir la intolerable tentación? ¿Qué puede impedirnos de ceder al ardiente deseo de fundirnos con Dios?
Nosotros, que cada día nos revolcamos en la inmundicia, merecemos quizá que se nos perdone el único pecado que pone fin a todos los pecados.
Verso 501: L'if
El tejo en francés. Es curioso que la palabra zemblana para sauce llorón sea también " if" (el tejo es tas).
Verso 502: la gran patata
Execrable juego de palabras, deliberadamente puesto como epígrafe para destacar la falta de respeto por la Muerte. Recuerdo de mis años de estudio las soi-disant"últimas palabras" de Rabelais, entre otras frases brillantes de algún manual de francés: Je m'en vais chercher le grand peut-être.
Verso 502: I.P.H.
El buen gusto y la ley sobre los libelos me impiden revelar el verdadero nombre del respetable instituto de alta filosofía que nuestro poeta ridículiza con mucha fantasía en este canto. Sus últimas iniciales, H.P., sugieren a los estudiantes la abreviatura Hi-Pi, y Shade parodia netamente esto en sus combinaciones I.P.H. o If. El instituto está muy pintorescamente situado en un estado del Sudoeste que debe permanecer anónimo aquí.
Me veo también obligado a señalar que desapruebo enérgicamente la irreverencia con que nuestro poeta trata, en este canto, ciertos aspectos de la esperanza espiritual que sólo la religión puede satisfacer (véase también la nota al verso 549).
Verso 549: Poniendo a los dioses en su lugar, incluso al D. con mayúscula
Aquí está en efecto el meollo de la cuestión. Y esto, creo, no sólo el instituto (véase verso 117) sino tampoco nuestro poeta lo han comprendido. Para un cristiano, no hay Más Allá aceptable o imaginable sin la participación de Dios en nuestro destino eterno, y esto implica a su vez un condigno castigo por cada pecado, mortal o venial. Hay en mi pequeño diario algunas notas relativas a una conversación que el poeta y yo sostuvimos el 23 de junio "en mi terraza, después de una partida de ajedrez, tablas". La transcribo aquí únicamente porque arroja una luz fascinante sobre su actitud con respecto al tema.
He mencionado -no recuerdo a propósito de qué– ciertas diferencias entre mi Iglesia y la suya. Debe señalarse que la rama zemblana del protestantismo tiene una relación bastante íntima con las Iglesias "más altas" de la comunión anglicana, pero algunas magníficas peculiaridades que le son propias. La Reforma en nuestro país fue encabezada por un compositor de genio; nuestra liturgia está penetrada de rica música; nuestros coros de niños son los más dulces del mundo. Sybil Shade procedía de una familia católica, pero desde la infancia se creó, como me lo contó ella misma, "una religión propia", lo cual suele ser sinónimo, en el mejor de los casos, de una adhesión tibia a alguna secta semi-pagana o, en el peor de los casos, de ateísmo indiferente. Había apartado a su marido no sólo de la Iglesia Episcopal de sus padres, sino también de toda forma de culto sacramental.
Empezamos a hablar de la nebulosidad que caracteriza actualmente a la noción de "pecado", de su confusión con la idea mucho más coloreada carnalmente de "crimen", y yo aludí someramente a mis contactos de infancia con ciertos rjtos de nuestra Iglesia. La confesión entre nosotros es auricular y se efectúa en un cubículo ricamente ornamentado, el penitente está de pie, con una vela encendida en la mano, junto al sacerdote sentado en una silla de respaldo alto que tiene casi la misma forma que el sitial de coronación de un rey escocés. Yo, como niño bien educado que era, siempre temía manchar la manga del sacerdote, de un morado oscuro, con las lágrimas hirvientes de la cera que goteaban en mis nudillos, cubriéndolos de costras finas, y me fascinaba la concavidad iluminada de su oreja que parecía una caracola o una orquídea lustrosa, un receptáculo enroscado demasiado amplio para depositar en él mis pecadillos.
SHADE: Los siete pecados capitales son pecadillos, pero sin tres de ellos: el Orgullo, la Lujuria y la Pereza, quizá nunca hubiese nacido la poesía.
KINBOTE: ¿ES justo basar las objeciones en una terminología pasada de moda?
SHADE: Todas las religiones se basan en una terminología pasada de moda.
KINBOTE: Lo que llamamos Pecado Original no puede jamás pasar de moda.
SHADE: No sé nada. Cuando era chico, creía que eso significaba que Caín mataba a Abel. Personalmente estoy con los viejos tomadores de rapé: L'homme est né bon.
KINBOTE: Sin embargo la desobediencia de la Voluntad Divina es una definición fundamental del Pecado.
SHADE: No puedo desobedecer a algo que no conozco y cuya realidad tengo el derecho de negar.
KINBOTE: Vamos, vamos. ¿Negará usted también que hay pecados?
SHADE: No puedo nombrar más que dos: el asesinato y la provocación deliberada del sufrimiento.
KINBOTE: ¿Entonces un hombre que pasara su vida en una soledad absoluta no podría ser un pecador?
SHADE: Podría torturar a los animales. Podría envenenar los manantiales de su isla. Podría denunciar a un inocente en un manifiesto póstumo.
KINBOTE: ¿Y entonces la contraseña es…?
SHADE: Piedad.
KINBOTE: ¿Pero quién la imbuyó en nosotros, John? ¿Quién es el Juez de la vida y el Inventor de la muerte?
SHADE: La vida es una gran sorpresa. No veo por qué la muerte no ha de ser otra mayor.
KINBOTE: Ahora lo he atrapado, John: en cuanto negamos la existencia de una Inteligencia Superior que establece y administra nuestros más allá individuales, estamos obligados a aceptar la noción indeciblemente temible de un Azar que se extiende hasta la eternidad. Analice la situación. A través de la eternidad nuestros pobres espectros están expuestos a indecibles vicisitudes. No hay recurso, no hay consejo, no hay sostén, no hay protección, no hay nada. El fantasma del pobre Kinbote, la sombra del pobre Shade pueden haber errado, pueden haberse descarriado en alguna parte -oh, por pura distracción, o simplemente por ignorar una regla trivial en el absurdo juego de la naturaleza, si es que hay reglas.
SHADE: Hay reglas en los problemas de ajedrez: prohibición de las soluciones duales, por ejemplo.
KINBOTE: YO pensaba en reglas diabólicas susceptibles de ser infringidas por la otra parte en cuanto llegamos a comprenderlas. Por eso la magia goética no siempre funciona. Los demonios en su malicia prismática traicionan el acuerdo que existe entre nosotros y ellos, y estamos una vez más en el caos del azar. Aunque atemperemos el Azar con la Necesidad y admitamos un determinismo sin Dios, el mecanismo de la causa y el efecto, para proporcionar a nuestras almas después de la muerte el dudoso consuelo de la metastática, aún debemos tener en cuenta el accidente individual, el milésimo y segundo accidente de la circulación de los que ha planeado el Hades para el Día de la Independencia. No, no, si queremos ser serios en cuanto al Más Allá no empecemos por degradarlo al nivel de un cuento de ciencia ficción o de un caso tipo de espiritualismo. La idea de que un alma se sumerja en la ilimitada y caótica vida futura sin una Providencia que la dirija…
SHADE: Hay siempre una deidad psicopompa a la vuelta de la esquina, ¿verdad?
KINBOTE: No de esa esquina, John. Sin la Providencia el alma debe confiar en el polvo de su envoltura, en la experiencia recogida en el curso de su reclusión corporal, y aferrarse puerilmente a principios provincianos, a reglamentos municipales y a una personalidad consistente sobre todo en las sombras de los barrotes de su propia prisión. Un espíritu religioso no puede pensar ni un instante esa idea. Es tanto más inteligente, aun desde el punto de vista de un orgulloso infiel, aceptar la Presencia de Dios, primero una débil fosforescencia, una luz pálida en la confusión de la vida corporal y después de ella un resplandor enceguecedor. Yo también, mi querido John, fui asaltado en una época por dudas religiosas. La Iglesia me ayudó a combatirlas. También me ayudó a no pedir demasiado, a no pedir una imagen demasiado clara de lo que es inimaginable. San Agustín ha dicho…
SHADE: ¿Por qué tienen que citarme siempre a San Agustín?
KINBOTE: Como decía San Agustín: "Se puede saber lo que Dios no es; no se puede saber lo que es". Yo creo saber lo que no es: No es la desesperación, no es el terror, no es la tierra en la garganta estertorosa, ni el zumbido negro qUe pasa de la nada a la nada en la oreja. Sé también que el mundo no es un acontecimiento fortuito y que de algún modo el Espíritu es un factor esencial en la creación del universo. Mientras trato de encontrar un nombre apropiado para este Espíritu Universal o Causa Primera o Absoluto o Naturaleza, propongo que el Nombre de Dios tenga la prioridad.
Verso 550: desechos
Quiero decir algo sobre una nota anterior (al verso 12). La conciencia y la erudición han debatido el problema y creo ahora que los dos versos a que se refiere esa nota están falseados y teñidos por un deseo secreto. Es la única vez, en la preparación de estos difíciles comentarios, que me he detenido, en mi zozobra y mi decepción, al borde de la falsificación. Debo pedir al lector que pase por alto esos dos versos (que, mucho me temo, ni siquiera están bien medidos). Podría suprimirlos antes de la publicación, pero eso me obligaría a rehacer toda la nota, o por lo menos una buena parte, y no tengo tiempo que perder en esas estupideces.
Versos 557-558: Cómo reconocer en las tinieblas, con un sobresalto, Terra la Bella, una bola de jaspe.
El dístico más bonito de este canto.
Verso 579: la otra
Lejos de mí la idea de insinuar la existencia de alguna tra mujer en la vida de mi amigo. Desempeñó serenamente el papel del marido ejemplar que le habían atribuido sus admiradores provincianos y tenía, además, un miedo mortal de su mujer. Más de una vez detuve a los chismosos que relacionaban su nombre con el de una de sus alumnas (véase el Prólogo). Recientemente, algunos novelistas norteamericanos, en su mayoría miembros de un Departamento Unido de Inglés que, en conjunto, debe estar más impregnado de talento literario, fantasías freudianas e innoble lujuria heterosexual que el resto del mundo, han llegado a agotar el tema; por lo tanto no puedo enfrentar el tedio de presentar aquí a esa muchacha. De todos modos, apenas la conocí. Una noche la invité con los Shade a una pequeña reunión con el propósito preciso de refutar esos rumores; y esto me recuerda que debería decir algo sobre el curioso ritual de las invitaciones y contrainvitaciones en la triste New Wye.
Después de consultar mi pequeño diario, veo que durante los cinco meses de mi relación con los Shade, fui invitado a su mesa exactamente tres veces. La iniciación se produjo el sábado 14 de marzo, en que cené en casa de ellos con las siguientes personas: Nattochdag (a quien veía todos los días en su despacho); el Profesor Gordon, del Departamento de Música (que dominaba totalmente la conversación); el Jefe del Departamento de Ruso (un pedante ridículo de quien cuanto menos se hable, mejor), y tres o cuatro mujeres intercambiables, una de las cuales (la Sra. Gordon, creo) estaba embarazada, y otra, una perfecta extranjera que me habló sin parar, o más bien me llenó de palabras, de ocho a once, por obra de una desdichada distribución de los asientos disponibles después de la comida. La segunda vez, un soupermás restringido pero no por eso más íntimo, el sábado 23 de mayo, estaban Milton Stone (un nuevo bibliotecario, con quien Shade discutió hasta medianoche la clasificación de ciertas obras relativas a nuestra Universidad); el bueno de Nattochdag (a quien seguía viendo todos los días) y una francesa no desodorizada (que me trazó un cuadro completo de la situación de la enseñanza de las lenguas en la Universidad de California). La fecha de mi tercera y última comida en casa de los Shade no figura en mi libreta, pero sé que fue una mañana de junio; yo había llevado un hermoso plano del palacio del Rey, en Onhava, dibujado por mí, con toda clase de sutilezas heráldicas, y un toque de pintura dorada que me costó bastante conseguir, y me rogaron amablemente que me quedara para un almuerzo improvisado. Debería añadir que a pesar de mis protestas, en ninguna de las tres comidas se tuvieron en cuenta las limitaciones vegetarianas de mi dieta, y me vi expuesto a materias animales en, o alrededor de, algunas legumbres contaminadas que hubiera podido dignarme gustar. Me tomé un desquite bastante franco. De la docena de invitaciones que les hice, los Shade aceptaron sólo tres. Cada una de esas comidas fue elaborada en tomo a una legumbre que sometí a tantas metamorfosis exquisitas como las que Parmentier hizo sufrir a su tubérculo favorito. Cada vez tenía un invitado suplementario para entretener a la Sra. Shade (que, naturalmente -dicho sea afinando la voz para darle un tono femenino– era alérgica a las alcachofas, los aguacates y las almendras africanas, es decir, a todo lo que empezaba con a). No conozco nada mejor para cortar el apetito que sentar únicamente a personas viejas alrededor de una mesa, manchando con los restos de maquillaje la servilleta y tratando subrepticiamente, detrás de una sonrisa anodina, de desalojar la cuña punzante de un grano de frambuesa incrustado entre las encías y los dientes postizos. De modo que invitaba a jóvenes estudiantes: la primera vez al hijo de un padishah; la segunda vez, a mi jardinero; y la tercera vez a esa muchacha de medias negras, de larga cara blanca y párpados pintados de verde vampiro; pero llegó muy tarde, y los Shade se fueron muy temprano, en realidad dudo de que la confrontación haya durado más de diez minutos, tras de lo cual tuve la tarea de entretener a la muchacha pasando discos hasta una hora tardía en que finalmente telefoneó a alguien para que la acompañara a un "boliche" de Dulwich.
Verso 584: a la madre y al hijo
Es ist die Mutter mit ihrem Kind (véase nota al verso 664).
Verso 58: señala los charcos en su cuarto del subsuelo
Todos conocemos esos sueños en que se infiltra algo de estigio y en que el Leteo gotea en el tono lúgubre de una cañería defectuosa. Después de este verso hay un falso comienzo conservado en borrador, y espero que el lector sentirá algo del estremecimiento frío que corrió por mi larga y flexible columna vertebral, cuando descubrí esta variante:
¿El asesino muerto debería tratar de abrazar
a su ultrajada víctima a la que ahora debe enfrentar?
¿Tienen un alma los objetos? ¿O han de morir
como los grandes templos y el polvo de Tanagra dormido?
La última sílaba de " Tanagra " y las dos primeras letras! de dormido forman otra versión del nombre del asesino cuyo shargar(fantasma enfermizo) pronto había de enfrentarse con el radiante espíritu de nuestro poeta. "¡Simple casualidad!" exclamará el lector prosaico. Pero dejemos que intente ver, como yo lo hice, cuántas de esas combinaciones son posibles y plausibles. "¿Leningrado usurpó Petrogrado?"
Esta variante es tan prodigiosa que sólo la disciplina de la erudición y una consideración escrupulosa por la verdad me impiden insertarla aquí y hacer desaparecer en otra parte cuatro versos (por ejemplo los flojos versos 627 a 630) para preservar la longitud del poema.
Shade compuso estos versos el martes 14 de julio. ¿Qué hacía Gradus ese día? Nada. El destino combinatorio descansa sobre sus laureles. Lo vimos por última vez el atardecer del 10 de julio, cuando volvía de Lex a su hotel de Ginebra, y allí lo dejamos.
Gradus pasó los cuatro días siguientes haciéndose mala sangre en Ginebra. La paradoja divertida con estos hombres de acción es que tienen que soportar constantemente largos períodos de ociosidad que son incapaces de llenar con nada, privados como están de los recursos de un espíritu intrépido. Como mucha gente de poca cultura, Gradus era un lector voraz de periódicos, folletos, impresos y de esa literatura poliglota que acompaña las gotas nasales y las píldoras digestivas; pero esto resumía sus concesiones a la curiosidad intelectual, y como su vista no era demasiado buena y el consumo posible de noticias locales bastante limitado, tenía que confiar en gran medida en el letargo de las terrazas de los cafés y en el expediente del sueño.
Cuánto más felices son los indolentes despiertos, los monarcas entre los hombres, los ricos cerebros monstruosos que pueden sacar un goce intenso y transportes de entusiasmo desde la balaustrada de una terraza, al crepúsculo, de las luces y el lago que dominan, de las formas de las montañas distantes que se funden en el damasco oscuro del poniente, de las coniferas negras sobre el fondo de tinta pálida del cénit, y de los movimientos granates y verdes del agua a lo largo de la costa silenciosa, triste y prohibida. ¡Oh, mi dulce Boscobel! Y los tiernos y terribles recuerdos, y la vergüenza y la gloria, y las enloquecedoras intimaciones, y la estrella que ningún miembro del partido podrá alcanzar jamás.
El miércoles por la mañana, siempre sin noticias, Gradus telefoneó al cuartel general diciendo que le parecía imprudente seguir esperando y que estaría en el Hotel Lazuli, en Niza.
Versos 397-608: los pensamientos a que deberíamos recurrir, etc.
Este pasaje debería ir asociado en el espíritu del lector con la extraordinaria variante dada en la nota precedente, pues sólo una semana más tarde iban a juntarse en la vida real, en la muerte real, Tanagradormido y "las regias manos".
De no haber escapado, nuestro Charles II hubiera podido ser ejecutado; es lo que seguramente hubiese ocurrido de haber sido aprehendido entre el palacio y las Grutas de Rip-pleson; pero rara vez sintió durante la huida los gruesos dedos del destino; sintió que tanteaban en su busca (como los de un viejo y siniestro pastor asegurándose de la virginidad de una de sus hijas) cuando se deslizaba, aquella noche, por el flanco húmedo y cubierto de helechos del Monte Mandevil (véase nota al verso 149), y al día siguiente, a una altura más fantástica, en el azul capitoso, cuando el montañés se da cuenta de que tiene un compañero fantasma. Varias veces aquella noche nuestro Rey se arrojó al suelo con la desesperada resolución de quedarse allí hasta el alba, en que podría desplazarse con menos torméntos, por más riesgos que corriera. (Pienso en otro Charles, otro hombre alto y oscuro, de casi dos metros.) Pero todo esto era más bien físico o neurótico, y sé perfectamente bien que mi Rey, si hubiera sido atrapado y condenado y conducido delante del pelotón de fusilamiento, se habría comportado como lo hace en los versos 606-608: así hubiera mirado a su alrededor con insolente desenvoltura, y así hubiera podido
abrumar a nuestros inferiores con sarcasmos, alegremente ridiculizar
a los imbéciles dedicados a la causa, y escupirles
en los ojos, sólo por pasar el rato.
Permítaseme concluir esta importante nota con un aforismo más bien antidarwiniano: El que mata es siempreinferior a su víctima.
Verso 603: escuchar el canto distante de los gallos
Se recordará la admirable imagen de un poema reciente de Edsel Ford:
Y a menudo cuando el gallo cantaba, encendiendo el fuego
en la mañana y el brumoso henil
Henil (en zemblano muwan) es el campo contiguo a un granero.
Versos 609-614: Tampoco se puede ayudar, etc.
Este pasaje es diferente en el borrador:
509 Tampoco se puede ayudar al exiliado que la muerte atrapa
en una posada cualquiera expuesta al soplo ardiente
de esta América, esta noche húmeda:
a través de las persianas las bandas de luz coloreada
buscan a tientas su cama -magos del pasado
con gemas filtros– y la vida pasa rápidamente.
Esto describe bastante bien "una posada cualquiera": una cabaña de madera, con un cuarto de baño embaldosado donde trato de coordinar estas notas. Al principio me molestó mucho el estruendo de una diabólica música de radio que venía de lo que me pareció una especie de parque de atracciones del otro lado del camino -resultó ser un campamento de turistas– y estaba pensando en trasladarme a otro lugar, cuando se me anticiparon. Ahora está más tranquilo, salvo un viento irritante que repiquetea al pasar entre los álamos marchitos, y Cedarn es de nuevo una ciudad fantasma, y no hay veraneantes estúpidos o espías que me miren, y mi pequeño pescador en blue-jeansya no está en su roca en medio del arroyo y quizá sea mejor así.
Verso 613: dos lenguas
Inglés y zemblano, inglés y ruso, inglés y letón, inglés y estonio, inglés y lituano, inglés y ruso, inglés y ucranio, inglés y polaco, inglés y checo, inglés y ruso, inglés y húngaro, inglés y rumano, inglés y albano, inglés y búlgaro, inglés y servocroata, inglés y ruso, norteamericano y europeo.
Verso 619: yema del tubérculo
El juego de palabras germina (ver verso 502).
Verso 627: El gran Starover Blue
Es de suponer que se obtuvo el permiso del Profesor Blue pero aun así, sumir a una persona real, por muchas que sean su complacencia y su buena voluntad, en un ambiente inventado donde tiene que desempeñar un papel de acuerdo con la invención, nos sorprende como recurso de singular mal gusto, sobre todo cuando los otros personajes reales, salvo los miembros de la familia, naturalmente, llevan seudónimo en el poema.
No hay duda de que este nombre es de lo más tentador. La estrella por encima del azul conviene eminentemente a un astrónomo aunque en realidad ni su nombre ni su apellido guardan la menor relación con la bóveda celeste: le pusieron el primero en recuerdo de su abuelo, un starovérruso (con acento, dicho sea de paso, en la última sílaba), es decir, Viejo Creyente (miembro de una secta cismática) llamado Sinyavin, de siniy, "azul", en ruso. Este Sinyavin emigró de Saratov a Seattle y tuvo un hijo que se cambió el apellido por Blue y se casó con Stella Lazurchik, una kasubeana norteamericanizada. Así dicen. El bueno de Starover Blue se quedará probablemente sorprendido del epíteto que le aplica un Shade burlón. El escritor se siente movido a rendir aquí un pequeño homenaje al amable viejo excéntrico, adorado por todo el mundo en la Universidad y apodado por los estudiantes Coronel Starbottle, evidentemente a causa de su excepcional afición a la buena mesa. Después de todo, había otros grandes hombres alrededor de nuestro poeta… Por ejemplo, el distinguido erudito zemblano Oscar Nattochdag.
Verso 629: el destino de las bestias
Encima de esto el poeta escribió y tachó:
el destino del loco
El destino último del alma de los locos ha sido sondeado por muchos teólogos zemblanos quienes por lo general sostienen que aun el espíritu más demente contiene en su masa enferma una partícula fundamental sana que sobrevive a la muerte, se dilata de pronto y estalla, por así decir, en carcajadas saludables y triunfantes, cuando el mundo de los imbéciles timoratos y de los alcornoques acicalados se ha derrumbado detrás. Personalmente, no he conocido lunáticos, pero he oído hablar de varios casos divertidos en New Wye ("Aún en Arcadia estoy", dice la Demencia, encadenada a su columna gris). Hubo por ejemplo un estudiante que se volvió loco furioso. Hubo un viejo conserje inmensamente digno de confianza que un día, en la sala de proyecciones, le mostró a una estudiante pudibunda algo de lo que sin duda había visto mejores especímenes; pero mi caso favorito es el de un empleado de ferrocarril de Exton cuya locura mansa me fue descripta nada menos que por la Sra. H. Había una gran fiesta de los cursos de verano en casa de los Hurley a la que me había llevado uno de mis compañeros de ping-pong, un amigo de los muchachos Hurley, porque yo sabía que mi poeta iba a recitar algo y estaba loco de aprensión, creyendo que podía ser mi Zembla (resultó ser un oscuro poema de uno de sus oscuros amigos; mi Shade era muy bueno con los que no tenían éxito). El lector me comprenderá si digo que, a mi altura, nunca puedo sentirme "perdido" en una multitud, pero también es cierto que no conocía mucha gente en casa de los H. Mientras circulaba entre aquel apiñamiento, con una sonrisa en la cara y un cóctel en la mano, entrevi por fin la coronilla de mi poeta y el chignon castaño brillante de la Sra. H. sobresaliendo de los respaldos de dos sillones adyacentes. En el momento en que me acercaba por detrás de ellos, le oí oponerse a una observación que ella acababa de hacer:







