Текст книги "Pálido Fuego"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Volvió y pagó el equivalente de tres mil coronas zemblanas por su breve pero agradable estada en el Beverland Hotel. Con la ilusión de una previsión práctica, confió su valija de fibra y -después de un momento de vacilación-, su impermeable, a la seguridad anónima de un depósito cerrado con llave de la estación, donde supongo que todavía están tan cómodamente instalados como mi cetro tachonado de piedras preciosas, el collar de rubíes y la corona constelada de diamantes en… poco importa dónde. Para su viaje fatídico sólo tomó el destartalado portafolios negro que conocemos; contenía una camisa de nylon limpia, un pijama sucio, una máquina de afeitar, una tercera galletita, una caja de cartón vacía, un viejo periódico ilustrado que no había terminado de mirar en el parque, un ojo de vidrio que había hecho una vez para su vieja amante, y una docena de folletos sindicalistas, cada uno en varios ejemplares, impresos por sus propias manos varios años atrás.
Tenía que presentarse en el aeropuerto a las dos de la tarde. La noche antes, al hacer la reservación, no había podido conseguir un asiento en el vuelo que salía antes para New Wye debido a un congreso que se reunía allá. Había ojeado las guías de ferrocarril, pero evidentemente las había organizado algún bromista pues el único tren directo (llamado la Rueda Cuadrada por nuestros zarandeados sacudidos estudiantes) salía a las 5.13 de la mañana, se retrasaba en los paraderos y tardaba once horas en recocer las cuatrocientas millas hasta Exton; se podía tratar de trampear pasando por Washington, pero entonces había que esperar allí por lo menos tres horas la partida de un somnoliento tren ómnibus local. Los autobuses estaban descartados por lo que concernía a Gradus pues se mareaba siempre a menos que se drogara con píldoras de Fahrmamine, y eso hubiera podido afectar su objetivo. Pensándolo bien, de todas maneras no se sentía demasiado seguro.
Gradus está ahora mucho más cerca de nosotros en el espacio y en el tiempo de lo que estaba en los cantos anteriores. Tiene el pelo negro, cortado en cepillo. Podemos llenar el triste óvalo de su cara con la mayoría de sus elementos como cejas espesas y una verruga en el mentón. Tiene una tez encendida pero malsana. Podemos ver casi en foco la estructura de sus órganos de visión un tanto mesméricos. Vemos su melancólica nariz con el puente ganchudo y la extremidad hendida. Vemos el azul mineral de su mandíbula y el rugoso pointilléde su bigote afeitado.
Conocemos ya algunos de sus gestos, conocemos la actitud de chimpancé de su ancho cuerpo y sus cortas patas traseras. Hemos oído hablar bastante de su traje arrugado. Podemos por fin describir su corbata, regalo de Pascua de un carnicero coqueto, su cuñado en Onhava: imitación seda, color marrón chocolate, con rayas rojas, el extremo metido en la camisa entre el segundo y el tercer botón, moda zem-blana de los años 30, para sustituir el chaleco paterno si se ha de creer a los eruditos. Repulsivos pelos negros cubren el dorso de sus honestas y rudas manos, las manos escrupulosamente limpias de un artesano ultrasindicado, con una notable deformación de los dos pulgares, típica de los fabricantes de arandelas de candelero. Vemos con bastante brusquedad su carne húmeda. Podemos incluso distinguir (mientras, de frente, pero con seguridad, como fantasmas pasamos a través de él, a través de la centelleante hélice de su máquina voladora, a través de los delegados que nos saludan con la mano y nos sonríen), su interior magenta y color mora y la ola extraña y no tan buena que ondula en sus entrañas.
Podemos ahora ir más lejos y describir a un médico o a cualquiera que esté dispuesto a escucharnos, la condición de su alma de primate. Podía leer, escribir y montar, estaba dotado de una módica conciencia de sí mismo (con la que no sabía qué hacer), cierta conciencia de la duración y una buena memoria para las caras, los nombres, las fechas y cosas por el estilo. Espiritualmente no existía. Moralmente era un maniquí persiguiendo a otro maniquí. El hecho de que su arma fuera real y su presa un ser humano altamente desarrollado, este hecho pertenecía a nuestro mundo de acontecimientos; en el suyo, no tenía ningún sentido. Les concedo que la idea de destruir al "rey" le daba cierto grado de placer y por lo tanto deberíamos añadir a la lista de sus elementos personales la capacidad de concebir nociones, sobre todo nociones generales, como he mencionado en otra nota que no me molestaré en buscar. Quizá haya (y estoy concediendo mucho) una ligera, muy ligera satisfacción sensual, no mayor diría yo de la que siente un pequeño hedonista en el momento en que, conteniendo la respiración delante de un espejo de aumento, las uñas de los pulgares apretando con mortal seguridad los dos lados de un punto negro, expulsa totalmente el pequeño cilindro sebáceo y semitransparente de un comedón, y lanza un Ah de alivio. Gradus no hubiera matado a nadie si no hubiese obtenido placer no sólo del acto imaginado (en la medida en que era capaz de imaginar un futuro palpable) sino también de saberse encargado de la responsabilidad de una misión importante (que lo ponía en la obligación de matar) por un grupo de personas que participaban de su noción de la justicia, pero no hubiera aceptado ese trabajo si en el asesinato no hubiese encontrado algo semejante al pequeño estremecimiento bastante repugnante del anticomedón.
He considerado en mi nota anterior (ahora veo que es la nota al verso 171) las aversiones particulares y por lo tanto los motivos de nuestro "hombre automático", como dije en un tiempo en que éste tenía menos realidad corporal, no ofendía los sentidos tan violentamente como ahora; cuando estaba, en una palabra, más alejado de nuestra soleada, verde Arcadia, olorosa a hierba. Pero Nuestro Señor ha hecho al hombre tan maravillosamente que por mucho que uno salga a la caza de motivos y haga búsquedas racionales no se puede explicar realmente cómo y por qué alguien es capaz de destruir a uno de sus semejantes (este razonamiento exige, lo sé, que concedamos temporalmente a Gradus la condición de hombre), a menos que sea para defender la vida de su hijo, o la propia, o la obra de toda una vida; de modo que en el juicio definitivo del caso Gradus contra la Corona, yo propondría que si su imperfección humana se juzgara insuficiente para explicar su absurdo viaje a través del Atlántico únicamente para vaciar la recámara de su pistola, admitiéramos, Doctor, que nuestro semihombre era también medio loco.
A bordo del pequeño e incómodo avión que volaba hacia el sol, se encontró calzado entre varios delegados que iban con retraso a la Conferencia Lingüística de New Wye, todos ellos con su insignia en la solapa y representando la misma lengua, pero ninguno capaz de hablarla, de modo que la conversación se desarrollaba (por encima de nuestro encorvado asesino y de todos los lados de su cara inmóvil) en un angloamericano bastante ordinario. Durante esta prueba el pobre Gradus no cesaba de preguntarse cuál era la causa de otro malestar que lo afectaba de vez en cuando durante el vuelo y que era peor que el parloteo de los monolingüistas. No podía decidir a qué atribuirlo -si al cerdo, el repollo, las papas fritas o el melón-, pues después de haberlos regustado uno tras otro en espasmos retrospectivos, había poca elección entre sus sabores diferentes pero igualmente repugnantes. Mi propia opinión, que me gustaría ver confirmada por el Doctor, es que el bocadillo francés estaba empeñado en una sanguinaria lucha intestina con las "French Fries" (papas fritas).
Al llegar, después de las cinco, al aeropuerto de New Wye, bebió dos vasos de buena leche fría que le sirvió una máquina automática y compró un mapa en el mostrador. Golpeando con sus gruesos dedos cuadrados la configuración del terreno de la Universidad que parecía un estómago retorcido, preguntó al empleado cuál era el hotel más cercano a la Universidad. Le dijeron que un auto lo llevaría al CampusHotel que estaba a unos minutos a pie del Main Hall (hoy Shade Hall). Durante el trayecto sintió de pronto angustias tan apremiantes que se vio obligado a visitar el lavabo no bien llegó al hotel, totalmente lleno. Allí sus tormentos se resolvieron en un torrente ardiente de indigestión. Apenas se había abrochado el pantalón y verificado el bulto del bolsillo, cuando nuevos calambres y punzadas le obligaron a descubrirse otra vez los muslos, cosa que hizo con prisa tan torpe que poco faltó para que su pequeña Browning desapareciera en las profundidades del retrete.
Todavía se quejaba y hacía crujir los dientes postizos cuando su persona y su portafolios volvieron a ofender al sol que brillaba a través de los árboles con toda clase de efectos moteados. College Town estaba animada de estudiantes de los cursos de verano y visitantes lingüistas, entre los cuales Gradus hubiera podido pasar fácilmente por un vendedor ambulante de textos elementales de inglés básico para escolares norteamericanos o de esas maravillosas máquinas nuevas de traducir que hacen el trabajo tanto más rápido que un hombre o un animal.
Una gran decepción le esperaba en Main Hall: estaba cerrado todo el día. Tres estudiantes tendidos en el césped le aconsejaron que probara la Biblioteca, y los tres se la señalaron del otro lado del jardín. Allí se dirigió nuestro asesino.
– No sé dónde vive -dijo la muchacha de la recepción-. Pero sé que está aquí en este momento. Lo encontrará, estoy segura, en el Tres Noroeste, donde tenemos la Colección Islandesa. Tomé la dirección sur (agitando el lápiz) y doblé al oeste, y después de nuevo al oeste donde verá una especie de, una especie de… (el lápiz traza un movimiento circular -¿mesa redonda? ¿o anaqueles curvos?-). No, espere un momento, sería preferible que continuara en la dirección oeste hasta encontrar la sala Florence Houghton, y allí usted cruza y pasa a la parte nordeste del edificio. No se puede equivocar (el lápiz vuelve detrás de la oreja).
Como no era ni marino ni un rey fugitivo, no tardó en perderse y después de recorrer en vano un laberinto de anaqueles, preguntó por la Colección Islandesa a una vieja bibliotecaria de aire severo que verificaba fichas en un fichero de acero, sobre un rellano. Sus instrucciones lentas y detalladas lo devolvieron rápidamente al mostrador principal.
– Por favor, no puedo encontrar -dijo meneando lentamente la cabeza.
– Así que no… -empezó la muchacha, y de pronto señaló hacia arriba-: ¡Oh, ahí está!
Por la galería abierta que dominaba el hall, paralelamente, al costado estrecho, un hombre alto, barbudo, se dirigía con paso rápido y militar del este hacia el oeste. Había desaparecido detrás de una biblioteca, pero no antes de que Gradus hubiera reconocido la figura alta y robusta, el porte erguido, la nariz aguileña, las cejas rectas y el balanceo enérgico del brazo de Charles Xavier el Bienamado.
Nuestro perseguidor se precipitó hacia la escalera más cercana… y se encontró en seguida en el silencio encantado de los Libros Raros. La sala era hermosa y no tenía puertas; en realidad pasaron unos momentos antes de descubrir la entrada con colgaduras que acababa de utilizar. Las horribles perplejidades de su búsqueda combinadas con la reanudación de los intolerables dolores de vientre le hicieron volver precipitadamente atrás -bajó corriendo tres peldaños, volvió a subir nueve e irrumpió en una sala circular donde un profesor calvo, tostado por el sol, en camisa hawaiana, estaba sentado a una mesa redonda leyendo con expresión irónica en el rostro un libro ruso. No prestó atención a Gradus que cruzó la sala, pasó por encima de un perrito blanco y gordo, se precipitó ruidosamente por una escalera de caracol y se encontró en la Bóveda P. Allí un pasillo bien iluminado, bordeado de caños, blanqueado con cal lo condujo al súbito paraíso de un retrete para plomeros o eruditos perdidos donde, blasfemando, sacó precipitadamente su browningdel precario bolsillo posterior, se lo puso en la chaqueta y se alivió de otra porción del infierno líquido que tenía en su interior. Empezó a subir de nuevo y observó en la luz del templo de los anaqueles a un empleado, un esbelto joven hindú, con una ficha de préstamo en la mano. Yo nunca había hablado con ese muchacho pero había sentido más de una vez sobre mí su mirada azul-marrón, y sin duda mi seudónimo académico le era familiar, pero alguna célula sensible en él, algún acorde de intuición reaccionaron a la brutalidad de la pregunta del asesino, como para protegerme de un vago peligro, sonrió y dijo: -No lo conozco, señor.
Gradus volvió a la recepción principal.
– Qué lástima -dijo la muchacha-. Acabo de verlo irse.
– Bozhe moy, Bozhe moy-murmuró Gradus que a veces, en momentos de crisis, lanzaba eyaculaciones en ruso.
– Lo encontrará en la guía telefónica -dijo la muchacha empujando el libro hacia él y olvidando la existencia del enfermo para ocuparse de las exigencias del Sr. Gerald Emerald que pedía prestado un gordo libro de gran venta, con una cubierta de celofán.
Gimiendo y saltando de un pie a otro, Gradus empezó a hojear la guía de la Universidad, pero cuando hubo descubierto la dirección, se encontró con el problema de llegar al lugar.
– Dulwich Road -gritó a la muchacha-. ¿Cerca? ¿Lejos? Muy lejos probablemente.
– ¿Es usted por casualidad el nuevo ayudante del Profesor Pnin? -preguntó Emerald.
– No -dijo la muchacha-. Este señor busca al Dr. Kinbote, creo. ¿Usted busca al Dr. Kinbote, no es cierto?
– Sí, y no puedo más -dijo Gradus.
– Me parecía -contestó la muchacha-. ¿No vive cerca del Sr. Shade, Gerry?
– Exactamente -dijo Gerry, y se volvió hacia el asesino-. Lo puedo llevar, si quiere. Me queda en el camino.
¿Hablaron en el auto, esos dos personajes, el hombre de verde y el hombre de marrón? ¿Quién puede decirlo? No hablaron. Después de todo, el trayecto llevó unos pocos minutos (en mi poderoso Kramler me llevaba cuatro y medio).
– Creo que lo voy a dejar aquí -dijo el Sr. Emerald-. Es aquella casa, allá arriba.
Es difícil decidir qué es lo que Gradus, alias Grey, más deseaba en aquel minuto: si descargar la pistola o librarse de la lava inagotable de sus tripas. Cuando empezó a manotear precipitadamente la portezuela del coche, el poco exigente Emerald se inclinó, cerca de él, por encima de él, casi confundido con él, para ayudarle a abrirla y después, de un portazo volvió a cerrarla, y salió zumbando rumbo a alguna cita en el valle. Espero que mi lector apreciará todos los menudos detalles que me he tomado la molestia de presentarle después de una larga conversación que tuve con el asesino; los apreciará aún más si le cuento que, según la leyenda difundida después por la policía, Jack Grey había sido levantado en Roanoke o en algún otro lugar, por un camionero solitario. Es de esperar que una investigación imparcial encuentre el sombrero olvidado en la Biblioteca… o en el automóvil del Sr. Emerald.
Verso 957: Resaca nocturna
Recuerdo un poemita de Resaca nocturnaque resultó ser mi primer contacto con el poeta norteamericano Shade. Un joven profesor de literatura norteamericano, un muchacho de Boston, brillante seductor, me mostró ese pequeño y encantador volumen en Onhava, en mis tiempos de estudiante. Los versos con que empieza este poema, que se titula Arte, me gustaron por su ritmo contagioso y chocaron los sentimientos religiosos instalados en mí por nuestra muy "alta" iglesia zemblana:
Desde las cacerías de mamut y odiseas
y encantos orientales
hasta las diosas italianas
con niños flamencos en los brazos.
Verso 962: ¡Ayúdame, Will! Pálido fuego
Parafraseado, esto significa evidentemente: Busquemos en Shakespeare algo que pudiera utilizar como título. Y el hallazgo es " Pálido Fuego". ¿Pero de cuál de las obras del Bardo lo ha tomado? Mis lectores deben buscarlo por sí mismos. Todo lo que tengo conmigo es una minúscula edición de bolsillo de Timón de Atenas… ¡en zemblano! Desde luego, no contiene nada que pueda considerarse como un equivalente de "fuego pálido" (si así fuera, mi suerte hubiera sido un monstruo estadístico).
El inglés no se enseñaba en Zembla antes de la época del Sr. Campbell. Conmal lo había aprendido por sí solo (sobre todo leyendo un léxico de memoria) siendo joven, hacia 1880, cuando parecía abrirse delante de él, no un infierno verbal, sino una tranquila carrera militar, y su primera obra (la traducción de los Sonetosde Shakespeare) fue el resultado de una apuesta que había hecho con uno de sus camaradas oficiales. Cambió su uniforme con alamares por la bata del erudito y abordó La Tempestad. Trabajador lento, necesitó medio siglo para traducir las obras completas del que él llamaba " dze Bart". Después de esto, en 1930, siguió con Milton y otros poetas, cavando sin cesar a través de las edades, y acababa de terminar The Rhyme of the Three Sealers, de Kipling ("He aquí la Ley del Moscovita que él prueba con el plomo y el acero"), cuando cayó enfermo y murió en seguida bajo el dosel de su cama espléndidamente decorado con reproducciones de los animales de Altamira, siendo sus últimas palabras en el delirio final: Comment dit-on "mourir" en anglais?, un fin hermoso y conmovedor.
Es fácil burlarse de los errores de Conmal. Tienen debilidades ingenuas de un gran pionero. Vivió demasiado en su biblioteca, no lo bastante entre chicos y jóvenes. Los escritores deben ver el mundo, recoger sus hijos y melocotones, y no pasarse todo el tiempo meditando en una torre de amarillo marfil -que fue también, en cierto modo, el error de John Shade.
No debemos olvidar que cuando Conmal comen2Ó su extraordinaria tarea, no se encontraba ningún autor inglés en zemblano, salvo Jane de Faun, una novelista en diez volúmenes, cuyas obras, cosa bastante extraña, son desconocidas en Inglaterra, y algunos fragmentos de Byron traducidos de versiones francesas.
Hombre grande, pesado, sin otra pasión salvo la poesía, rara vez se apartaba de su caldeado castillo y de sus cincuenta mil volúmenes blasonados, y se sabía que había pasado dos años en cama leyendo y escribiendo después de lo cual, muy descansado, se dirigió por primera y única vez a Londres, pero el tiempo estaba brumoso y él no podía entender la lengua, y entonces volvió a meterse en la cama un año más.
Como el inglés era la prerrogativa de Conmal, su Shakespeare permaneció invulnerable durante la mayor parte de su larga vida. El venerable Duque era famoso por la nobleza de su obra; pocos se atrevían a discutir su fidelidad. Personalmente, nunca tuve el coraje de verificarla. Un académico insensible que lo hizo, perdió como resultado su sitio y fue severamente amonestado por Conmal en un soneto extraordinario, compuesto directamente en un inglés lleno de color pero no muy correcto, que empieza:
¡No soy esclavo! Que mi crítico lo sea.
Yo no puedo. Y Shakespeare no lo querría.
Que los estudiantes de dibujo copien la hoja de acanto,
¡yo trabajo con el Maestro en el arquitrabe!
Verso 991: el herrón
Ni Shade ni yo habíamos sido jamás capaces de descubrir de dónde venían exactamente esos ruidos metálicos, cuál de las cinco familias que vivían del otro lado del camino en las laderas inferiores de nuestra boscosa colina jugaba al herrón una noche de cada dos; pero esos mortificantes retintines añadían una nota agradablemente melancólica a las otras sonoridades vespertinas de Bulwich Hill: niños que se llamaban unos a otros, niños que eran llamados desde las casas, y el ladrido extasiado del boxer detestado por la mayoría de los vecinos (derribaba los depósitos de basura) saludando la llegada de su amo.
Esta mezcla de melodías metálicas era lo que me rodeaba aquella tarde fatal, demasiado luminosa, del 21 de julio, cuando, al volver a casa en mi poderoso coche, iba en seguida a ver qué estaba haciendo mi querido vecino. Acababa de encontrar a Sybil que iba a toda velocidad en dirección de la ciudad, dándome así ciertas esperanzas para la noche. ¡Me parecía mucho, lo concedo, a un enjuto y prudente enamorado que aprovecha que un joven marido se ha quedado solo en casa!
A través de los árboles distinguí la camisa blanca y el pelo gris de Shade: estaba sentado en su Nido (así lo llamaba), la galería o veranda tipo glorieta que he mencionado en mi nota a los versos 47-48. No pude dejar de acercarme un poco más, oh, discretamente, casi en puntas de pie; pero entonces observé que más bien que trabajar descansaba, y caminé abiertamente hasta el pórtico o la pértiga. Tenía el codo sobre la mesa, la sien apoyada en el puño, todas las arrugas al sesgo, los ojos húmedos y nublados; parecía una vieja bruja achispada. Alzó la mano libre para saludarme, sin cambiar de postura que, si bien me era no poco familiar, esta vez me sorprendió por parecerme más desamparada que pensativa.
– ¿La musa -dije– ha sido buena con usted?
– Muy buena -respondió, inclinando ligeramente la cabeza apoyada en la mano-. Excepcionalmente buena y amable. En realidad tengo aquí (mostrándome un gran sobre panzón cerca de él, sobre el hule) prácticamente el producto entero. Algunos detalles sin importancia que arreglar y (golpeando súbitamente la mesa con el puño): ¡Diablos, acabé con él!
El sobre, abierto de un lado, desbordaba de fichas apiladas.
– ¿Dónde está la señora? -pregunté (la boca seca).
– Ayúdeme, Charley, a salir de aquí -me suplicó-. Se me ha dormido el pie. Sybil ha ido a una comida de su club.
– Una sugerencia -dije, temblando-. Tengo en casa dos litros de Tokay. Estoy dispuesto a compartir mi vino favorito con mi poeta favorito. Comeremos un puñado de nueces, un par de grandes tomates y algunas bananas. Y si consiente en mostrarme su "producto terminado", habrá otro regalo: le prometo revelarle por qué le he dado, o más bien quién le ha dado su tema.
– ¿Qué tema? -dijo Shade distraídamente, mientras se apoyaba en mi brazo y recobraba poco a poco el uso de su miembro dormido.
– Nuestra azul e inolvidable Zembla, y el steinmannde gorra roja y la lancha a motor en la gruta marina y…
– Ah -dijo Shade-, creo que he adivinado su secreto hace algún tiempo. Pero de todos modos probaré su vino con gusto. Ya está, puedo arreglarme solo ahora.
Yo sabía muy bien que no podía resistir nunca a una gota de esto o aquello, sobre todo porque estaba severamente racionado en su casa. Con un salto de exultación interna lo alivié del gran sobre que estorbaba sus movimientos para bajar los peldaños de la galería, de costado, como un niño vacilante. Cruzamos el jardín, cruzamos el camino. Clink-clank hacía la música de las herraduras en un Antro Misterioso. En el gran sobre que yo llevaba podía sentir los paquetes de fichas de ángulos duros, apretadas en elásticos. Estamos absurdamente acostumbrados al milagro de unos pocos signos escritos capaces de contener una imaginería inmortal, evoluciones del pensamiento, nuevos mundos con personas vivientes que hablan, lloran, se ríen. Aceptamos eso tan simplemente que en cierto sentido, por el hecho mismo de una aceptación automática y grosera, deshacemos la obra de los tiempos, la historia de la elaboración gradual de la descripción y la construcción poéticas, desde la época del arborícola hasta Browning, desde el troglodita hasta Keats. ¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer? Quisiera que se maravillasen no sólo de lo que leen, sino del milagro de que sea legible (esto es lo que yo solía decir a mis alumnos). Aunque soy capaz, gracias a un largo comercio con la magia azul, de imitar cualquier prosa del mundo (pero lo que es curioso, no el verso, soy un rimador lamentable), no me considero un verdadero artista, salvo en un punto: puedo hacer lo que sólo puede hacer un verdadero artista: precipitarme sobre la mariposa olvidada de la revelación, destetarme bruscamente del hábito de las cosas, ver la tela del mundo y la trama y la urdimbre de esa tela. Solemnemente yo sopesaba en la mano lo que había llevado bajo el brazo izquierdo y durante un momento me encontré enriquecido por un indescriptible asombro como si acabara de enterarme de que las luciérnagas hacían señales descifrables en beneficio de los espíritus extraviados, o de que un murciélago escribía un cuento de tortura legible en el cielo amoratado y marcado con un fierro al rojo.
Tenía a toda Zembla apretada contra mi corazón.
Versos 993-995: Una sombría Vanessa, etc.
Un minuto antes de su muerte, mientras pasábamos de su dominio al mío y habíamos empezado a meternos entre los enebros y los arbustos ornamentales, un Vulcano (véase nota al verso 270) vino a girar vertiginosamente alrededor de nosotros como una llama coloreada. Una o dos veces habíamos observado al mismo ejemplar, a la misma hora, en el mismo lugar, allí donde el sol bajo encontraba una abertura en el follaje y salpicaba la arena marrón con un último resplandor mientras las sombras de la noche cubrían el resto del sendero. Los ojos no podían seguir a la mariposa rápida en los rayos del sol donde se iluminaba y se apagaba y volvía a iluminarse en una imitación casi aterradora de un juego consciente que ahora coronaba posándose en la manga de mi amigo encantado. Tomó vuelo y la vimos un momento después afanándose en un éxtasis de frívola prisa alrededor de un arbusto de laurel, posándose de vez en cuando en una hoja laqueada y dejándose deslizar a lo largo de la nervadura central como un niño que el día de su cumpleaños se desliza por el pasamanos de la escalera. Después la marea de sombras alcanzó a los laureles y la magnífica criatura de terciopelo y llama se disolvió en ella.
Verso 998: el jardinero de algún vecino
¡De algún vecino! El poeta había visto a mi jardinero muchas veces y sólo puedo atribuir esta imprecisión a su deseo (perceptible en otras partes en el manejo de los nombres, etc.) de dar cierta pátina poética, la flor de la lejanía, a figuras y cosas familiares, aunque es posible también que en la luz quebrada lo haya tomado por un extranjero que trabajaba para un extranjero. A ese dotado jardinero yo lo había descubierto por casualidad un día de descanso, en primavera, en que volvía lentamente a mi casa después de una aventura exasperante y molesta en la piscina interna del College. Estaba de pie en lo alto de una escalera verde, ocupándose de la rama enferma de un árbol agradecido, en una de las avenidas más célebres de Appalachia. Su camisa de franela roja estaba tirada en la hierba. Conversamos con un poco de timidez, él arriba, yo abajo. Me sorprendió agradablemente que fuera capaz de relacionar a cada uno de sus pacientes con su propio habitat. Era primavera y estábamos solos en esa admirable columnata de árboles que los visitantes de Inglaterra han fotografiado de punta a punta. Sólo puedo enumerar aquí algunas especies de esos árboles: el robusto roble de Júpiter y otros dos: el hendido por el rayo de Inglaterra, y el nudoso de una isla del Mediterráneo; un tilo, abrigo contra las intemperies, un fénix (ahora palmera datilera), un pino y un cedro (Cedrus), todos insulares; un sicómoro veneciano (Acer); dos sauces, el verde, igualmente de Venecia, y el de hojas escarchadas de Dinamarca; un olmo de pleno verano, con sus dedos de corteza anillados de hiedra; una morera de pleno verano cuya sombra invita al vagabundeo, y el triste ciprés de Iliria.
Había trabajado dos años como enfermero en un hospital para negros de Maryland. Andaba sin un cobre. Quería estudiar jardinería paisajista, botánica y francés ("para leer en el original a Baudelaire y a Dumas"). Le prometí alguna ayuda económica. Empezó a trabajar en mi casa el día siguiente. Era sumamente gentil y patético y demás, pero un poco charlatán y completamente impotente, cosa que consideré desalentadora. Aparte de lo cual era un tipo fuerte y robusto, y yo gozaba muchísimo del placer estético de verlo luchar vigorosamente con la tierra y el césped o manipular delicadamente los bulbos, o colocar las piedras del sendero, cosa que podrá o no ser una linda sorpresa para mi propietario, cuando vuelva sano y salvo de Inglaterra (¡donde espero que ningún loco sediento de sangre le ande al acecho!) ¡Cómo me hubiera gustado hacerle usar (a mi jardinero, no a mi propietario) un grande y alto turbante, y pantalones abullonados y una ajorca. Seguramente lo hubiera vestido siguiendo la vieja idea romántica del príncipe moro, de haber sido yo un rey nórdico… o más bien de haber sido todavía un rey (el exilio se convierte en una mala costumbre). Me regañarás, hombre modesto, por haber escrito tanto sobre ti en esta nota, pero siento que debo pagarte este tributo. Después de todo, me salvaste la vida. Tú y yo fuimos las últimas personas que vimos a Shade vivo, y más tarde admitiste que habías tenido un extraño presentimiento que te hizo interrumpir tu trabajo cuando nos viste salir de entre los arbustos en dirección a la galería donde estaba… (por superstición no puedo escribir con todas sus letras la extraña y sombría palabra que empleaste).
Verso 1000 ( = verso1: Yo era la sombra del picotero asesinado)
A través de la espalda de la camisa de fino algodón de John se podían distinguir manchas de rosa allí donde se pegaba a la piel y alrededor del borde de la divertida camisetita que usaba debajo de la camisa como hace todo buen norteamericano. Veo con una claridad tan atroz un hombro gordo que gira, el otro que se levanta; su greña gris, su nuca arrugada; el pañuelo colorado colgando fláccido del bolsillo del pantalón, en el otro el bulto de la billetera; la ancha pelvis deforme; las manchas de hierba en el fondo de sus viejos pantalones caqui, las costuras gastadas de sus mocasines; y oigo su encantador gruñido cuando se vuelve y me mira, sin detenerse, para decirme algo como: -Tenga cuidado de no dejar caer nada, no es una posta de papeles -o (con una mueca de dolor)-: Tendré que escribir de nuevo a Bob Wells (el alcalde) a propósito de esos malditos camiones del martes por la noche.
Habíamos llegado al lado Goldsworth del camino y el sendero de losas que bordeaba un jardín lateral para desembocar en el camino de grava que conducía de Dulwich Road a la puerta de entrada, cuando Shade observó: -Tiene usted un visitante.