Текст книги "Pálido Fuego"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Ahora habían llegado a la piscina. Gradus, sumido en profundos pensamientos, se sentó en un asiento de lona. Debería telegrafiar en seguida al cuartel general. Era innecesario prolongar esta visita. Por otra parte, una partida repentina podía parecer sospechosa. El asiento crujió bajo su peso y buscó con la mirada otro. El joven silvano había cerrado los ojos y estaba tendido boca arriba en el borde de mármol de la piscina; su taparrabos de Tarzán estaba a un costado, en el césped. Gradus escupió disgustado y volvió hacia la casa. Al mismo tiempo el anciano lacayo bajó corriendo los peldaños de la terraza para decirle en tres lenguas que lo llamaban por teléfono. El Sr. Lavender no podía venir, finalmente, pero quisiera hablar con el Sr. Degré. Después de un intercambio de cortesías hubo una pausa y Lavender preguntó: -¿Seguro que usted no es uno de esos asquerosos espías del papelucho francés?
– ¿Un what? -dijo Gradus, pronunciando la última palabra como "vot".
– Un espía asqueroso hijo de puta.
Gradus colgó.
Volvió a su coche y trepó un poco más por la ladera de la colina. Desde el mismo lugar del camino, en un día brumoso y luminoso de setiembre, mientras la diagonal del primer filamento de plata atravesaba el espacio entre dos balaustradas, el Rey había observado las arrugas centelleantes del lago de Ginebra y había notado su respuesta antifonal, el resplandor de los espantapájaros de papel metálico en las viñas de la colina. Gradus, mientras estaba allí, de pie, mirando de mal humor las tejas rojas de la villa de Lavender acurrucada entre sus árboles protectores, podía distinguir una parte del jardín y un sector de la piscina, e incluso divisar un par de sandalias en el borde de mármol, todo lo que quedaba de Narciso. Es probable que se preguntara si no haría mejor en quedarse un rato más para asegurarse de que no le habían tomado el pelo. Desde lejos subían los golpes y tintineos de un lejano trabajo de albañilería, y un tren pasó de pronto entre los jardines, y una mariposa heráldica volant en arrière, arena y gules, atravesó el parapeto de piedra, y John Shade tomó una ficha nueva.
Verso 413: Llegó una ninfa haciendo piruetas
En el borrador hay una variante más ligera y más musical:
413 Una ninfeta hacía piruetas
Versos 417-421: Subí al primero, etc.
El borrador nos da una variante interesante:
417 Subí volando al primer cuac de jazz
y leí unas galeradas: "Versos como
'Miren bailar al mendigo ciego, cantar al tullido,
el borracho un héroe, el loco un rey',
apestan a su época sin corazón." Después tu llamada
Esto viene, evidentemente, del Ensayo sobre el hombre, de Pope. No se sabe de qué sorprenderse más: si de Pope, que no encuentra monosílabo para reemplazar hero (por ej. por man) a. fin de poder poner el artículo definido delante de la palabra siguiente ( a lunatic a kingen lugar de lunatic a king), o Shade sustituyendo un pasaje admirable por un texto final mucho más chato. ¿O tenía miedo de ofender a un auténtico rey? En estos últimos tiempos, reflexionando, nunca he podido retrospectivamente verificar si realmente había "adivinado mi secreto", como dijo una vez (véase nota al verso 991).
Versos 425-426: justo detrás (un solo paso viscoso) de Frost
Referencia, naturalmente, a Robert Frost (nacido en 1874). El verso despliega una de esas combinaciones de retruécanos y metáforas en las que brilla nuestro poeta. En las hojas de temperatura de la poesía, lo alto es lo bajo y lo bajo es lo alto, de modo que el grado en que se obtiene la perfecta cristalización está por encima de la tibia facilidad. Es lo que nuestro modesto poeta dice, en efecto, acerca de la atmósfera de su propia fama.
Frost es el autor de uno de los más grandes poemas cortos de la lengua inglesa, un poema que todos los niños norteamericanos saben de memoria, acerca de los bosques invernales, y el crepúsculo desolado, y las dulces reconvenciones de los cencerros del caballo en el aire que se oscurece, y el final prodigioso y conmovedor, los dos últimos versos idénticos en cada sílaba, pero uno personal y físico y el otro metafísico y universal. No me atrevo a citarlos de memoria por temor de desplazar una de esas preciosas palabritas.
A pesar de la excelencia de sus dones, John Shade nunca podía conseguir que sus copos de nieve se posaran así.
Versos 431-432: noche de marzo… donde desde muy lejos los faros crecían
Obsérvese con qué delicadeza el tema de la televisión llega a fundirse en este lugar con el tema de la muchacha (véase verso 440, más faros en la bruma…)
Versos 433-434: mar, que habíamos visitado en el treinta y tres
En 1933 el Príncipe Charles tenía dieciocho años y Disa, Duquesa de Payn, quince. Se alude a Niza (véase también el verso 240) donde los Shade pasaron la primera parte de ese año; pero aquí, como ocurre con tantas facetas fascinantes de la vida pasada de mi amigo, tampoco estoy en posesión de los detalles (¿quién tiene la culpa, querida S.S.?), ni en condiciones de decir si en el curso de posibles excursiones a lo largo de la costa, llegaron o no alguna vez al Cap Ture y entrevieron desde un sendero bordeado de laurel rosa, habitualmente abierto a los turistas, la villa italiana construida por el abuelo de la Reina Disa en 1908, y llamada entonces Villa Paradiso o, en zemblano, Villa Paradisa, dejando caer más tarde la primera parte del nombre en honor de su nieta favorita. Allí pasó los primeros quince veranos de su vida; allí volvió en 1953, "por razones de salud" (como se hizo creer a la nación) pero en realidad, como reina desterrada; y allí vive todavía.
Cuando la revolución zemblana estalló (el 1o de mayo de 1958), ella escribió al Rey una carta delirante en un inglés de gobernanta, instándole a que fuera y se quedara con ella hasta que se aclarase la situación. La carta fue interceptada por la policía de Onhava, traducida a un zemblano elemental por un hindú miembro del partido extremista, y luego leída en voz alta al cautivo real por el absurdo comandante de palacio, con una voz presuntamente irónica. Ocurrió que en esa carta había una -gracias a Dios, sólo una– frase sentimental: "Quiero que sepa que por mucho que quiera herirme, no llegará a herir mi amor", y de esta frase (pasada de vuelta del zemblano al inglés), resultaba la siguiente: "Yo lo deseo y lo amo cuando usted me azota". El Rey interrumpió al comandante, le llamó bufón y bellaco, e insultó a todos los que lo rodeaban con tanta violencia que los extremistas tuvieron que decidir rápidamente si lo fusilaban en seguida o le daban el original de la carta.
En alguna ocasión él consiguió hacerle saber que estaba prisionero en el palacio. La valiente Disa se apresuró a abandonar la Riviera e hizo un intento romántico, pero afortunadamente ineficaz, de volver a Zembla. De habérsele permitido aterrizar, habría sido inmediatamente encarcelada, lo cual hubiera repercutido en la fuga del Rey, duplicando las dificultades de su evasión. Un mensaje de los carlistas conteniendo estas simples consideraciones detuvo en Estocolmo a la Reina que voló de nuevo a su pértiga en un estado de frustración y de furor (sobre todo, creo, porque el mensaje le había sido entregado por un primo de ella, el viejo Curdy Buff, al que detestaba). Pasaron varias semanas y su agitación era cada vez más grande debido a los rumores de que su esposo podía ser condenado a muerte. Abandonó de nuevo Cap Ture. Había viajado a Bruselas y alquilado un avión para volar al norte, cuando llegó otro mensaje, esta vez de Odón, diciendo que el Rey y él estaban fuera de Zembla y que debía volver tranquilamente a Villa Disa y esperar allí otras noticias. En el otoño del mismo año, Lavender le informó que un hombre que representaba a su esposo iría a discutir con ella ciertas cuestiones de interés relacionadas con los bienes indivisos que ella y su esposo poseían en el extranjero. La Reina estaba escribiendo en la terraza, debajo del Jacaranda, una carta desconsolada a Lavender, cuando el alto visitante rapado y barbudo con el ramo de flores-de-los-dioses que la había estado observando desde lejos, se adelantó a través de las guirnaldas de sombras. Ella levantó la mirada y naturalmente, ni las gafas negras ni el maquillaje la engañaron un instante.
Desde que Disa había abandonado definitivamente Zembla, el Rey la había visitado dos veces, la última dos años antes, y durante aquel lapso, su belleza morena de piel pálida había adquirido un brillo nuevo, maduro y melancólico. En Zembla, donde casi todas las mujeres son rubias pecosas, tenemos un dicho: welwij ivurkumpf wid sneiv ebanumf, "una bella mujer debe ser como una rosa de los vientos de marfil, con cuatro partes de ébano". Y este era el bonito plan que la naturaleza había seguido en el caso de Disa. Había algo más, algo que yo sólo comprendería al leer Pálido Fuego, o más bien al releerlo, después que la primera niebla amarga y caliente del desengaño se hubo disipado de mis ojos. Estoy pensando en los versos 261-267 en que Shade describe a su mujer. En el momento en que él pintaba este retrato poético, la modelo tenía dos veces la edad de la Reina Disa. No quisiera ser vulgar al referirme a estas cuestiones delicadas, pero es un hecho que el viejo Shade, sexagenario, presta a su bien conservada contemporánea el aspecto etéreo y eterno que guardaba o debería guardar, en el bueno y noble corazón de su marido. Pero lo curioso en todo esto es que Disa a los treinta años, la última vez que la vi en setiembre de 1958, tenía un singular parecido, no, claro, con la Sra. Shade tal como era cuando la conocí, sino con el retrato idealizado y estilizado que traza el poeta en esos versos de Pálido fuego. En realidad estaba idealizado y estilizado sólo con respecto a la mujer de más edad; con respecto a la Reina Disa, tal como era aquella tardp en aquella terraza azul, el parecido sin retoques era evidente. Espero que el lector apreciará la rareza de esto, porque en caso contrario no tendría ningún sentido escribir poemas, ni comentarios a los poemas, ni absolutamente nada.
Disa parecía también más tranquila que antes; era más dueña de sí misma. En los encuentros anteriores y durante toda su vida conyugal en Zembla, había habido, de parte de ella, terribles estallidos de cólera. Cuando, en los primeros años de matrimonio, él quiso hacer frente a esos arrebatos y explosiones, tratando de hacerle adoptar un criterio racional ante su infortunio, el Rey los consideró muy desagradables; pero poco a poco aprendió a aprovecharlos y a alegrarse de ellos pues le daban la oportunidad de librarse de la presencia de la Reina durante prolongados períodos, no llamándola después de una serie de puertas golpeadas cada vez más lejos, o abandonando él mismo al palacio para refugiarse en algún escondrijo rural.
Al comienzo de su calamitoso matrimonio el Rey hizo todos los esfuerzos posibles por poseerla, pero sin resultado. Le informó que nunca había hecho el amor (lo cual era absolutamente cierto en la medida en que el objeto implicado no podía significar para ella más que una sola cosa), tras de lo cual había tenido que soportar el ridículo de ver que la complaciente pureza de Disa adoptaba involuntariamente las maneras de una cortesana con un cliente demasiado joven o demasiado viejo; él le dijo algo en ese sentido (sobre todo para acabar con el suplicio) y Disa hizo una escena atroz. Se atiborró de afrodisíacos, pero los caracteres anteriores del infortunado sexo de la Reina fatalmente lo rechazaban. Una noche en que habiendo probado una tisana de tigridia, sus esperanzas culminaban, cometió el error de pedirle que aceptara un expediente que ella cometió el error de denunciar por repugnante y contra natura. Por último él le dijo que un viejo accidente de caballo lo incapacitaba, pero que un crucero con sus amigos y una buena cantidad de baños de mar seguramente le devolverían el vigor.
La Reina había perdido recientemente a su padre y a su madre y no tenía un verdadero amigo a quien pedir explicaciones y consejos cuando le llegaron los inevitables rumores; rumores que era demasiado orgullosa para discutir con sus damas de compañía, pero leyó libros, lo descubrió todo acerca de las viriles costumbres de Zembla, y ocultó su ingenua aflicción bajo un gran despliegue de sofisticación sarcástica. Él la felicitó por su actitud, jurando solemnemente que había abandonado o por lo menos que abandonaría las prácticas de su juventud; pero en todas partes, a lo largo de su camino, seguían firmes las poderosas tentaciones. Sucumbió a ellas de vez en cuando, después cada día, luego varias veces por día, especialmente durante el robusto régimen de Harfar, barón de Shalksbore, un joven bruto fenomenalmente dotado (cuyo apellido, knave's farm, es decir, granja del servidor, es una derivación muy probable de Shakespeare). Curdy Buff o Coeur de Boeuf -sobrenombre que daban a Harfar sus admiradores– tenía una enorme escolta de acróbatas y jinetes en pelo, y la cosa se le escapó de las manos, tanto que Disa, al volver inesperadamente de un viaje a Suecia, encontró el palacio transformado en un circo. Lo prometió de nuevo, volvió a caer y a pesar de la mayor discreción, ló pescaron de nuevo. Disa terminó por trasladarse a la Riviera dejando que se divirtiera con una banda de mariquitas importados de Inglaterra con sus cuellos de Eton y dulces voces.
¿Qué habían sido, en el fondo, los sentimientos que le inspirara Disa? Amistosa indiferencia y respeto glacial. Ni en el primer florecimiento de su matrimonio había sentido alguna ternura o excitación. De compasión, de pena, ni hablar. Era, había sido siempre, indiferente y sin corazón. Pero el corazón de su ser soñador, tanto antes como después de la ruptura, pidió extraordinarias disculpas.
Soñaba con Disa más a menudo, y con una emoción incomparablemente más grande de lo que sus sentimientos exteriores permitían esperar; estos sueños aparecían cuando menos pensaba en ella y preocupaciones que no tenían relación alguna con la Reina asumían su imagen en el mundo subliminal como en un cuento para niños una batalla o una reforma se convierten en un pájaro maravilloso. Estos sueños desgarradores transformaban la prosa opaca de sus sentimientos por ella en una fuerte y extraña poesía cuyas ondas subsiguientes lo iluminaban y lo perturbaban durante el día, devolviendo la angustia y la riqueza, y luego solamente la angustia y después sólo su reflejo pasajero, pero sin afectar en nada su actitud hacia la Disa real.
Su imagen, cuando aparecía una y otra vez en su sueño, levantándose, temerosa, de un sofá lejano o yendo en busca de un mensajero que, decían, acababa de pasar entre las colgaduras, tenía en cuenta los cambios de la moda; pero la Disa que usaba el vestido que él le había visto el verano de la explosión de la Fábrica de Vidrio, o el último domingo, o en alguna otra antecámara del tiempo, seguía siendo para siempre como era el día en que por primera vez él le había dicho que no la quería. Aquello había ocurrido durante un viaje sin esperanza a Italia, en el jardín de un hotel al borde de un lago -rosas; negras araucarias; verdosas, herrumbradas hortensias-, una tarde sin nubes con las montañas de la orilla lejana nadando en la bruma del poniente, y el lago color jarabe de melocotón regularmente estriado de azul pálido, y los titulares de un periódico tendido en el fondo barroso cerca de la orilla pedregosa, perfectamente legibles a través de la delgada capa de fango diáfano, y porque al oírlo, Disa se había dejado caer en el césped en una posición imposible, examinando una brizna de hierba con el entrecejo fruncido, él inmediatamente se retractó; pero el choque había rajado fatalmente el espejo y después, en sus sueños, la imagen de ella quedó infectada por el recuerdo de esta confesión como por alguna enfermedad o las consecuencias secretas de una operación quirúrgica demasiado íntima para ser mencionada.
La esencia, más que la verdadera intriga del sueño, era una constante refutación del hecho de que no la quería. Su amor-sueño por ella superaba en emoción, en pasión espiritual y en hondura todo lo que había sentido en su existencia real. Su amor era como un interminable retorcerse de manos, como el tanteo del alma a través de un infinito laberinto de desesperanza y remordimiento. Eran, en cierto sentido, sueños enamorados, porque estaban impregnados de ternura, del deseo de hundir su cabeza en el regazo de ella y de borrar con sollozos el monstruoso pasado. Desbordaban de la horrible conciencia de que Disa era tan joven y tan indefensa. Eran más puros que su vida. El aura carnal que había en ellos no venía de Disa sino de aquellos con quienes la traicionaba -Phrynia con su barbilla mal afeitada, la preciosura de Timandra con aquel palo debajo del mandil– y aun así la escoria sexual permanecía en alguna parte muy por encima del tesoro sumergido y no tenía mayor importancia. Le sucedía ver cómo se acercaba a Disa un vago pariente tan lejano que prácticamente no tenía rasgos. Ella escondía rápidamente algo y le tendía la mano arqueada para que se la besara. Él sabía que Disa acababa de encontrar un objeto revelador -una bota de montar en la cama– que probaba, sin la menor duda, la infidelidad de su marido. El sudor perlaba su frente pálida, desnuda, pero tenía que escuchar la charla de un visitante casual o dirigir los movimientos de un obrero que meneaba la cabeza y miraba hacia arriba llevando una escalera hasta la ventana rota. Uno podía soportar -un soñador fuerte, despiadado podía soportar– la idea de la pena y del orgullo de Disa, pero nadie podría soportar la vista de su sonrisa automática cuando pasaba de la tortura del descubrimiento a las corteses trivialidades que se esperaban de ella. Disa podía anular una iluminación, o discutir sobre camas de hospital con la jefa de enfermeras, o simplemente ordenar el desayuno para dos en la gruta marina y a través de la simplicidad cotidiana de la charla, a través del juego de gestos encantadores con los que siempre acompañaba ciertas frases hechas, el soñador gemebundo percibía la zozobra de su alma y sabía que había sufrido un odioso, inmerecido y humillante desastre, y que sólo las obligaciones del protocolo y sin inflexible bondad hacia un tercero inocente le daban fuerzas para sonreír. Cuando se veía la luz en su rostro, se adivinaba que se apagaría un instante después para ser sustituida -en cuanto se marchara el visitante– por aquel intolerable fruncimiento de cejas que el soñador no podría olvidar nunca. Él la ayudaba entonces a ponerse de pie en aquel mismo jardín a orillas del lago, con fragmentos del lago incrustados entre espacios que separaban los balaustres, y caminaban los dos juntos por un sendero anónimo, y él sentía que Disa lo miraba con una leve sonrisa, pero cuando él se obligaba a hacer frente a ese reflejo interrogador, ella ya no estaba. Todo había cambiado, todo el mundo era feliz. Y él tenía que encontrarla en seguida, absolutamente, para decirle que la adoraba, pero el numeroso público que tenía delante lo separaba de la puerta, y las notas que le llegaban a través de una sucesión de manos le decían que Disa no estaba visible; que inauguraba un incendio; que se había casado con un hombre de negocios norteamericano; que se había convertido en personaje de una novela; que estaba muerta.
Esos escrúpulos no lo perturbaban ahora que estaba sentado en la terraza de la villa de Disa y le contaba su afortunada evasión del Palacio. Ella disfrutó con su descripción de la unión subterránea con el teatro y trató de representarse la feliz recorrida por las montañas; pero la parte relacionada con Garh le desagradó como si, paradójicamente, hubiera preferido que él se hubiese entregado a un momento de sano esparcimiento con la mocetona. Le dijo secamente que se saltara esos interludios, y él le hizo una pequeña reverencia cómica. Pero cuando empezó a discutir la situación política (dos generales soviéticos acababan de ser designados consejeros militares del gobierno extremista), una expresión vacía que le era familiar apareció en sus ojos. Ahora que había salido sano y salvo del país, toda la masa azul de Zembla, desde el Cabo de Embla hasta la Bahía de Emblema, podía hundirse en el mar, a ella no le importaba. Que él hubiera perdido peso le preocupaba más que la pérdida de un reino. Preguntó al pasar por las joyas de la corona; él ie reveló su desusado escondite, lo que le provocó una alegra pueril que no había conocido desde hacía años y agos -Tengo algunos asuntos de negocios que tratar -dijo el Rey-. Y hay papeles que usted debe firmar. -Un teléfono trepaba en la glorieta entre las rosas. Una de sus antiguas damas de honor, la lánguida y elegante Fleur de Fyler (de unos cuarenta años ahora y marchita) siempre con perlas en el pelo ala de cuervo y la tradicional mantilla blanca, trajo ciertos documentos del boudoirde Disa. Al oír la melodiosa voz del Rey detrás de los laureles, Fleur la reconoció antes de dejarse engañar por el excelente disfraz. Dos lacayos, dos jóvenes y apuestos extranjeros de marcado tipo latino, aparecieron con el té y sorprendieron a Fleur en mitad de una reverencia. Una brisa repentina se introdujo entre las glicinas. Desfloradora de flores. Cuando Fleur se volvía junto a las orquídeas Disa, el Rey le preguntó si seguía tocando la viola. Fleur sacudió la cabeza varias veces porque no quería hablar sin dirigirse a él y no se atrevía a hacerlo mientras los criados pudieran oírla.
Se quedaron de nuevo solos. Disa encontró rápidamente los papeles que necesitaba. Cuando hubieron terminado, charlaron un rato de cosas agradables y triviales, como la película basada en una leyenda zemblana que Odón esperaba filmar en París o en Roma. ¿Cómo representaría, se preguntaron, el narstran, recinto infernal donde las almas de los asesinos eran torturadas bajo el rocío del veneno del dragón que caía de la bóveda brumosa? En líneas generales, la entrevista se desarrollaba de la manera más satisfactoria, aunque los dedos de Disa temblaban un poco cuando su mano tocaba el brazo del sillón del Rey. Cuidado.
– ¿Cuáles son vuestros proyectos? -preguntó-. ¿Por qué no podéis quedaros aquí todo el tiempo que deseéis? Hacedió, os lo ruego. Pronto me iré a Roma, tendréis toda la casa para vos solo. Pensad, podéis alojar aquí hasta cuarenta invitados, cuarenta ladrones árabes. (Influencia de las enormes ánforas de terracota del jardín.)
Respondió que iría a América en el curso del mes próximo y que tenía que hacer en París al día siguiente.
¿Por qué América? ¿Qué tenía que hacer allá?
Enseñar. Analizar obras maestras de la literatura con jóvenes brillantes y encantadores. Un gusto que ahora podía permitirse.
– Y naturalmente, no sé -balbuceó Disa apartando la mirada -, no sé, pero si no veis inconveniente, yo podría ir a Nueva York, quiero decir, sólo una o dos semanas, y no este año sino el próximo.
Él le elogió la chaqueta con lentejuelas de plata. Disa insistió:
– ¿Entonces? -Y vuestro peinado es muy sentador. -¡Oh, qué importa -gimió Disa– qué importa, Dios mío! -Tengo que irme -murmuró el Rey con una sonrisa y se puso de pie. -Besadme -dijo ella, y se quedó un momento en sus brazos como una muñeca de trapo, flaccida y temblorosa.
Caminó hasta la verja. En el recodo del sendero miró hacia atrás y vio a la distancia la figura blanca de Disa con la gracia indiferente de una pena inefable inclinada sobre la mesa del jardín, y de pronto se tendió un frágil puente entre la indiferencia de la vigilia y el amor del sueño. Pero ella se movió y el Rey vio que no era Disa sino tan sólo la pobre Fleur de Fyler que juntaba los documentos esparcidos entre las tazas de té. (Véase la nota al verso 8o.)
Cuando en el curso de una caminata nocturna, en mayo o junio de 1959, le ofrecí a Shade todo este maravilloso material, me miró curiosamente y dijo:
– Todo eso está muy bien, Charles. Pero hay sólo dos cuestiones. ¿Cómo sabe usted que todas esas cosas íntimas acerca de su horrible rey son verdaderas? Y si son verdaderas, ¿cómo se puede confiar en publicar esas cosas personales de gentes que posiblemente todavía viven?
– Mi querido John -le contesté suavemente y con insistencia-, no se preocupe de esas tonterías. Una vez que usted lo transmute en poesía, todo eso será cierto, y los personajes estarán vivos. La verdad purificada del poeta no puede causar dolor ni ofensa. El arte verdadero está por encima del falso honor.
– Claro, claro -dijo Shade-. Uno puede enjaezar las palabras como se enjaezan a las pulgas amaestradas para que tiren de otras pulgas. Claro.
– Y además -proseguí mientras bajábamos por el camino para caer en un vasto atardecer-, en cuanto su poema esté listo, en cuanto la gloria de Zembla se confunda con la gloria de sus versos, pienso revelarle una última verdad, un secreto extraordinario que le dejará la conciencia absolutamente tranquila.
Verso 469: su pistola
Mientras volvía a Ginebra, Gradus se preguntaba cuándo podría usar esa pistola. La tarde era insoportablemente calurosa. El lago se había cubierto de escamas de plata con algunos reflejos de nubes tormentosas. Como muchos viejos vidrieros, podía deducir con bastante exactitud la temperatura del agua por ciertos indicios de brillo y movimiento, y ahora calculaba que estaría por lo menos a 23 grados. En cuanto llegó al hotel, hizo un llamado de larga distancia a sus cuarteles generales. Resultó una experiencia terrible. Suponiendo que llamaría menos la atención que un lenguaje BIC ( Behind the Iron Curtain, detrás de la cortina de hierro), los conspiradores sostenían sus conversaciones telef nicas en inglés, en inglés chapurrado, para ser exactos, con un solo tiempo, sin artículos y con dos pronunciaciones, las dos falsas. Además, al seguir el astuto sistema (inventado en el principal país del otro lado de la cortina) de utilizar dos series diferentes de palabras clave -por ejemplo, el cuartel general decía "bureau" por "rey" mientras que Gradus decía "carta"-, aumentaba enormemente la dificultad de comunicación. Cada lado finalmente había olvidado el sentido de ciertas frases pertenecientes al vocabulario del otro, con el resultado de que sus conversaciones enmarañadas y costosas combinaban las charadas con una carrera de obstáculos en la oscuridad. El cuartel general creyó entender que se podrían conseguir las cartas del Rey por las que se sabría dónde estaba, irrumpiendo en Villa Disa y registrando el escritorio de la Reina; Gradus, que no había dicho nada de eso, sino que simplemente había tratado de informar acerca de los resultados de su visita a Lex, se llevó un disgusto al enterarse de que en lugar de buscar al Rey en Niza, debía esperar en Ginebra un pedido de salmón en lata. Pero algo quedó bien en claro: la próxima vez no debía telefonear, sino telegrafiar o escribir.
Verso 470: negro
Hablábamos un día de prejuicios. Un poco antes, almorzando en el club de profesores, el invitado del profesor H., un decrépito profesor jubilado de Boston -a quien su huésped describía con profundo respeto como "un auténtico patricio, un verdadero brahmán de sangre azul" (el abuelo del brahmán vendía tiradores en Belfast)-, había llegado a decir con toda naturalidad y afabilidad, aludiendo a los orígenes de alguien no muy simpático, a quien acababan de contratar en la biblioteca del College, "uno de la raza elegida, dicen" (dicho con un pequeño resoplido de confortare fruición); tras de lo cual el profesor asistente Misha Gordon, músico pelirrojo, replicó sin rodeos que "desde luego, Dios podía elegir a su pueblo, pero el hombre debería elegir sus expresiones".
Mientras volvíamos, mi amigo y yo, a nuestros castillos adyacentes, bajo esa especie de garúa de abril que en uno de sus poemas líricos llama:
un rápido esbozo de la primavera,
Shade dijo que lo que más detestaba en la tierra eran la vulgaridad y la brutalidad, y que la unión ideal de ambas se encontraban en los prejuicios raciales. Dijo que, como hombre de letras, no podía menos que preferir la expresión "Es un judío", a "Es un israelita", y "Es un negro" a "Es un hombre de color"; pero añadió inmediatamente que esta manera de referirse a la vez a dos especies de prejuicios era un buen ejemplo de asimilación descuidada o demagógica (muy explotada por la gente de izquierda), puesto que suprimía la distinción entre dos infiernos históricos: la persecución diabólica y las bárbaras tradiciones de la esclavitud. Por otra parte (admitía) las lágrimas de todos los seres humanos maltratados a través de la desesperanza de los tiempos eran matemáticamente iguales; y quizá (pensaba) no era muy errado descubrir un parecido de familia (contracción de las simiescas narinas, embotamiento repugnante de la mirada) entre el linchador del país del jazmín y el antisemita místico cuando se encuentran bajo el influjo de su obsesión favorita. Dije que un joven negro a quien había tomado como jardinero (véase nota al verso 998) -poco después de despedir a un inquilino inolvidable (véase el prólogo)– usaba invariablemente la expresión "hombre de color". Como persona habituada a manejar palabras viejas y nuevas (observó Shade), se oponía enérgicamente a este epíteto no sólo porque se prestaba a error en el plano artístico, sino también porque su sentido dependía demasiado de la aplicación y de quien la aplicaba. Muchos negros competentes (admitió) consideraban que era la única palabra digna, emocionalmente neutra y éticamente inofensiva; su aprobación obligaba a los no negros decentes a seguir el ejemplo, y a los poetas no les gusta que los obliguen a seguir; pero la gente bien educada adora aceptar las cosas y ahora utiliza "hombre de color" en lugar de "negro", como " nude" en lugar de " naked" o "transpiración" en lugar de "sudor"; aunque naturalmente (concedió) puede ocurrir a veces que el poeta acoja con alegría el hoyuelo de una grupa en un " nude" (desnudo) o el debido perlado en "transpiración". También se lo ha utilizado (continuó) como eufemismo burlón en una anécdota sobre negros cuando el "caballero de color" dice o hace algo divertido (hermano inesperado aquí del "caballero hebreo" de los cuentos Victorianos).







