Текст книги "Pálido Fuego"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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El poetiza de Shade est en efecto, ese súbito floreo de magia: mi canoso amigo, mi viejo y querido prestidigitador, ponía un paquete de fichas en el sombrero y sacaba un poema.
De ese poema debemos ocuparnos ahora. Mi prólogo no ha sido, así lo espero, demasiado magro. Otras notas, ordenadas en un comentario sostenido, satisfarán seguramente al lector más voraz. Aunque esas notas, con arreglo a la costumbre, vienen después del poema, se aconseja al lector consultarlas primero y luego estudiar el poema con su ayuda, releerlas naturalmente al seguir el texto y quizá, después de haber terminado el poema, consultarlas por tercera vez para completar el cuadro. En un caso como este me parece prudente eliminar la molestia de tener que pasar las páginas hacia adelante y hacia atrás, ya sea cortando y abrochando las páginas del poema o, lo que es más sencillo, comprando dos ejemplares de la misma obra que entonces pueden colocarse en posiciones adyacentes sobre una mesa confortable, no como esta cosita tambaleante en la que está ahora precariamente entronizada mi máquina de escribir en esta miserable cabina para automovilistas con ese tiovivo dentro y fuera de mi cabeza, a mil leguas de New Wye. Permítaseme afirmar que sin mis notas, el texto de Shade simplemente no tiene realidad humana alguna, pues la realidad humana de un poema como el suyo (demasiado caprichosa y reticente para una obra autobiográfica), con la omisión de muchos versos medulosos rechazados por él, tiene que depender totalmente de la realidad de su autor y lo que le rodea, de sus afectos y así sucesivamente, realidad que sólo mis notas pueden proporcionar. Probablemente mi querido poeta no hubiera suscrito esta afirmación pero, para bien o para malt es el comentador el que tiene la última palabra.
Charles Kinbote
19 de octubre de 1959, Cedarn, Utana.
PALIDO FUEGO
Poema en cuatro cantos
CANTO PRIMERO
Yo era la sombra del picotero asesinado 1
por el falaz azur de la ventana;
era la mancha de plumón ceniza, y vivía,
volaba siempre en el cielo reflejado.
Y desde adentro también me duplicaba,
yo mismo, mi lámpara, la manzana en un plato:
corriendo la cortina, el vidrio oscuro
suspendía los muebles en la hierba,
¡y qué delicia cuando una nevada 10
ese atisbo de césped ocultaba
y entonces silla y cama se posaban justo
en la nieve, fuera, en la tierra de cristal!
Retomar la nevada: cada copo a la deriva
informe y lento, opaco e inestable,
blanco mate y sombrío contra el blanco pálido del día
y abstractos alerces en la luz neutral.
Y después el doble azul gradual
cuando la noche une al que ve y a lo visto,
y en la mañana diamantes de la escarcha 20
expresan el asombro: ¿Qué espolonadas patas han cruzado
de izquierda a la derecha la página en blanco del camino?
Leyendo de izquierda a derecha en el código invernal:
una tilde, una flecha invertida… ¡Las patas de un faisán!
Belleza con gorguera, ortega sublimada
que descubres tu China justo tras de mi casa.
¿Era de Sherlock Holmes el personaje aquel
cuyas huellas retrocedían al invertir los zapatos?
Todos los colores me hacían feliz, incluso el gris. 30
Mis ojos eran tales que literalmente
fotografiaban. Siempre que yo lo permitía
o, con un temblor silente, lo ordenaba,
todo lo que caía en mi campo visual
– una escena de interior, las hojas de un nogal, los esbeltos
estiletes de una helada estalactita-
e impreso en mis párpados, por dentro,
quedaba rezagado una hora, o dos,
y entre tanto, me bastaba
cerrar los ojos para reproducir las hojas, 40
o la escena de interior, o los trofeos del alero.
No entiendo por qué podía desde el lago
distinguir nuestra entrada cuando iba
por Lake Road a dar clase, y ahora aunque no haya
árbol que se interponga, miro pero no veo
ni siquiera el tejado. Tal vez un recodo del espacio
ha formado un pliegue o surco desplazando
la frágil perspectiva, la casa de madera
entre Goldsworth y Wordsmith en su cuadro de verde.
Yo tenía allí un nogal joven, favorito, 50
de amplias hojas jade oscuro y negro, y fino
tronco vermiculado. El sol poniente
pavonaba la corteza negra y alrededor, como guirnaldas
desatadas, caían las sombras del follaje.
Ahora es fuerte y rugoso; ha crecido bien.
Las mariposas blancas se vuelven lavanda cuando
atraviesan su sombra, donde parece mecerse
delicadamente el fantasma del columpio de mi hijita.
La casa es más o menos la misma. Un ala
ha sido restaurada. Hay un solario. Hay una 60
gran ventana flanqueada de sillas fantasiosas.
El enorme sujetapapeles de la TV brilla ahora en lugar
de la rígida veleta tantas veces visitada
por el ingenuo, leve mirlo
que repetía todos los programas escuchados,
pasando de chipo-chipo a un claro
tu-ui, tu-ui , y luego a un grito ronco: come here,
come here, come herrr , meneando la erguida cola
o entregándose con gracia a una suave
ascendente pirueta y volviendo (¡ tu-ui !) 70
en seguida a su pértiga, la nueva TV.
Yo era muy pequeño cuando mis padres murieron.
Los dos eran ornitólogos. He tratado
tantas veces de evocarlos que hoy
tengo un millar de padres. Tristemente
con sus propias virtudes se confunden, y se borran,
pero ciertas palabras, palabras oídas al azar,
como "corazón frágil", siempre aluden a él,
y "cáncer de páncreas", a ella se refieren.
Un preterista: el que recoge nidos abandonados. 80
Aquí estaba mi dormitorio, ahora reservado a los huéspedes.
Aquí, arropado por la criada canadiense,
escuchaba el murmullo de la conversación de abajo, y rezaba
para que todos estuvieran siempre bien,
tíos y tías, la criada, su sobrina Adèle,
que había visto al Papa, gentes de los libros, y Dios.
Me crió mi querida, extravagante tía Maud,
poeta y pintora que gustaba
de objetos realistas mezclados
con grotescas ramificaciones e imágenes de perdición. 90
Vivió para escuchar el primer llanto del niño siguiente. Su cuarto
lo hemos conservado intacto. Sus fruslerías componen
una naturaleza muerta a su manera: el pisapapeles
de vidrio convexo que encierra una laguna,
el libro de versos abierto en el índice (Luna,
Lunar, Luto, Luz), la guitarra abandonada,
la calavera, y un recorte del Star local:
Los Yanks baten a los Rex por 5 a 4, sobre
el Homero de Chapman , clavado en la puerta.
Mi Dios murió joven. La teolatría me parecía 100
degradante, y sus premisas, inciertas.
Ningún hombre libre necesita un Dios; ¿pero era yo libre?
¡Con qué plenitud sentía a la naturaleza pegada a mí
y cómo amaba mi paladar infantil el gusto
mitad miel, mitad pescado de esa dorada cola!
Desde la infancia mi libro de imágenes fue
el pergamino pintado que tapiza nuestra jaula:
anillos morados alrededor de la luna; un sol naranja sanguina;
el iris doble, y ese raro fenómeno,
la irídula -cuando, extraña y magnífica, 110
en un cielo brillante, sobre una cadena montañosa,
una nubécula ópalo de forma oval
refleja el arco iris de una tormenta
montada en un valle distante-,
pues estamos muy artísticamente enjaulados.
Y el muro del sonido: el muro nocturno
que un trillón de grillos levantan en el crepúsculo.
¡Impenetrable! A medio camino, en la colina,
me detenía avasallado por sus delirantes trinos.
Es la luz del Dr. Sutton. Es la Osa Mayor. 120
Hace mil años cinco minutos eran
iguales a cuarenta onzas de fina arena.
Mirar fijo las estrellas. Infinito pasado
e infinito futuro: por encima de tu cabeza
como alas gigantes se cierran, y estás muerto.
El común de los mortales, diría yo,
es más feliz: ve la Vía Láctea
sólo cuando orina. Entonces como ahora
yo caminaba por mi cuenta y riesgo: fustigado por las ramas,
tropezando en las cepas. Asmático, cojo y gordo, 130
nunca hice rebotar una pelota ni empuñé un bate.
Yo era la sombra del picotero asesinado
por la ficticia lejanía del cristal de la ventana.
Tenía un cerebro, cinco sentidos (uno de ellos único),
pero en todo lo demás era un engendro ridículo.
En mis sueños nocturnos jugaba con otros chicos,
pero en realidad no envidiaba nada, salvo quizá
el milagro de una lemniscata trazada
en la húmeda arena por las ruedas descuidadamente
diestras de una bicicleta.
Un hilo de dolor sutil 140
que la traviesa muerte mueve, suelta después,
pero siempre presente, corre a través de mí. Un día,
acababa de cumplir once años, mientras tendido
en el suelo, contemplaba un juguete de cuerda
– un carrito de lata tirado por un muchacho de lata-
que pasaba entre las patas de las sillas y se perdía debajo de la cama,
irrumpió de pronto el sol en mi cabeza.
Y después la negra noche. Aquella negrura era sublime.
Me sentía disperso en el espacio y en el tiempo:
un pie en la cima de una montaña, una mano 150
bajo los guijarros de un arroyo jadeante,
una oreja en Italia, un ojo en España,
en las grutas mi sangre y en las estrellas mi cerebro.
Había sordas palpitaciones en mi Triásico; verdes
manchas ópticas en el Pleistoceno Superior,
y un estremecimiento helado en mi Edad de Piedra,
y todos los mañanas en mi huesecillo de la risa.
Durante un invierno, cada tarde
me hundí en aquel desmayo momentáneo.
Y después desapareció. Se borró su recuerdo. 160
Mi salud mejoró. Hasta aprendí a nadar.
Pero como un muchachito obligado a calmar
con su pura lengua la abyecta sed de una mujer,
fui corrompido, aterrado, fascinado,
y aunque el viejo doctor Colt me declaró curado
de lo que, decía, eran sobre todo males del crecimiento,
la maravilla dura y la vergüenza permanece.
CANTO SEGUNDO
Hubo un tiempo, en mi loca juventud,
en que sospeché vagamente que la verdad
sobre la supervivencia después de la muerte era conocida 170
por cada ser humano; sólo yo
no sabía nada, y una gran conspiración
de libros y personas me ocultaba la verdad.
Hubo un día en que empecé a dudar
de la cordura del hombre: ¿Cómo podía vivir sin
saber con certeza qué alba, qué muerte, qué castigo
aguardaba a la conciencia más allá de la tumba?
Y finalmente fue la noche insomne
en que decidí explorar y combatir
el inmundo, el inadmisible abismo 180
dedicando toda mi perversa vida a esta
tarea única. Hoy cumplo sesenta y un años. Los picoteros
picotean las bayas. Una cigarra canta.
Las tijeritas que estoy usando son
una deslumbrante síntesis de sol y estrella.
De pie delante de la ventana, me corto
las uñas y tengo una vaga conciencia
de ciertos parecidos fugitivos: el pulgar,
el hijo de nuestro almacenero; el índice, delgado y taciturno,
el astrónomo del College, Starover Blue; 190
el mediano, un sacerdote alto que conocí;
el femenino anular, una vieja coqueta;
y el auricular, un niñito prendido a su falda.
Y gesticulo mientras me corto las finas
pieles de lo que Tía Maud llamaba "cutícula".
Maud Shade tenía ochenta años cuando un brusco silencio
cayó sobre su vida. Vimos la rojez furiosa
y la torsión de la parálisis asaltar
su noble mejilla. La trasladamos a Pinedale,
célebre por su sanatorio. Se quedaba allí sentada 200
al sol vidriado y miraba la mosca posarse
en su vestido y luego en su muñeca.
Su espíritu iba desvaneciéndose en la bruma creciente.
Aún podía hablar. Se detenía, tanteaba y encontraba
algo que parecía primero un sonido utilizable,
pero desde las células adyacentes, unos impostores ocupaban
el lugar de las palabras necesarias, y su mirada
deletreaba la súplica mientras trataba en vano
de razonar con los monstruos de su cerebro.
¿Qué momento de la desintegración gradual 210
elige la resurrección? ¿Qué año? ¿Qué día?
¿Quién tiene el cronómetro? ¿Quién arrolla la cinta?
¿Son algunos menos afortunados o escapan todos?
Silogismo: Otros hombres mueren; pero yo no soy
otro; por lo tanto no moriré.
El espacio es un enjambre en los ojos; y el tiempo
un zumbido en los oídos. En esta colmena
estoy encerrado. Sin embargo, si antes de vivir
hubiésemos sido capaces de imaginar la vida, ¡qué loca,
imposible, indeciblemente extraña, 220
maravillosa absurdidad nos hubiera parecido!
Entonces, ¿por qué unirnos a la risa del vulgo? ¿Por qué
despreciar un más allá que nadie puede verificar:
las delicias del Turco, las futuras liras, las conversaciones
con Sócrates y Proust en avenidas de cipreses,
el serafín con seis alas de flamenco,
y los infiernos holandeses con puercoespines y demás?
No es que soñemos un sueño demasiado descabellado:
lo malo es que no lo hacemos parecer
suficientemente inverosímil; porque lo más 230
que podemos imaginar es un fantasma doméstico.
¡Qué ridículos estos esfuerzos por traducir
en la propia lengua personal un destino de todos!
¡En vez de una poesía divinamente tersa,
desarticuladas notas, los malos versos del Insomnio!
La vida es un mensaje garabateado en la oscuridad .
Anónimo.
Sorprendido en la corteza de un pino,
mientras volvíamos a casa el día que ella murió,
un estuche de esmeralda vacío, rechoncho, ojos de sapo,
abrazando el tronco, y haciendo juego, 240
una hormiga embardunada de resina.
¡Aquel inglés en Niza,
lingüista orgulloso y feliz: Je nourris
les pauvres cigales , queriendo decir que
alimentaba a las pobres "sea gull" [gaviotas]!
Lafontaine se equivocaba:
muerta está la mandíbula, vivo el canto.
Y así me corto las uñas y sueño y oigo
tus pasos arriba, y todo está bien, querida.
Sybil, en la escuela secundaria yo sabía
que eras preciosa, pero me enamoré de ti
durante una excursión de las clases superiores 250
a las New Wye Falls. Almorzamos sobre la hierba húmeda.
Nuestro profesor de geología explicaba
la catarata. Su rugido y el polvo irisado
daban al parque insulso un aire romántico. Me tendí
en la bruma de abril justo detrás
de tu grácil espalda y miraba tu cabecita bien peinada
inclinada a un lado. Una palma, los dedos separados,
entre una estrella de trillium y una piedra,
se apoyaba en la tierra. Un huesito de falange
se estremecía. Después te volviste y me ofreciste
un dedal de té brillante y metálico.
Tu perfil no ha cambiado. Los dientes relumbrantes
mordiendo el labio atento; la sombra de las largas pestañas
debajo del ojo; el durazno
bordeando el pómulo; la seda castaño oscuro
del pelo levantado por el cepillo desde las sienes y la nuca;
el cuello muy desnudo; la forma persa
de la nariz y las cejas: todo eso lo has conservado
y en las noches silenciosas escuchamos la cascada.
¡Ven que te adore, ven que te acaricie,
mi sombría Vanessa de rayas carmesí, mi bendita,
admirable mariposa! Explícame ¿cómo
en las sombras crepusculares de Lilac Lane,
has podido dejar que ese palurdo, este histérico John Shade
te humedeciera el rostro y la oreja y el hombro?
Hace cuarenta años que nos casamos. Tu almohada
cuatro mil veces por lo menos fue arrugada
por nuestras dos cabezas. Cuatrocientas mil veces
el gran reloj de ronco carillón de Westminster
ha dado nuestra hora común. ¿Cuántas veces más 280
los calendarios de propaganda adornarán la puerta de la cocina?
Te amo cuando, de pie sobre el césped,
miras algo en un árbol. "Se ha ido.
Era tan pequeño. Tal vez vuelva" (todo esto
dicho en un murmullo más suave que un beso).
Te amo cuando me llamas para que admire
la huella rosa de un avión sobre el fuego del poniente.
Te amo cuando canturreas haciendo
una valija o el cómico bolso del auto
con su cierre relámpago todo alrededor. Y te amo sobre todo 290
cuando con un cabeceo pensativo saludas su fantasma
y tienes su primer juguete en tu palma, o miras
una postal que te había mandado, encontrada en un libro.
Ella hubiera podido ser tú, yo, o cualquier mezcla rara:
la naturaleza me eligió para torcer y desgarrar
tu corazón con el mío. Al principio decíamos, sonriendo:
"Todas las niñitas son regordetas", o "Jim Mc Vey
(el oculista de la familia) corregirá ese ligero estrabismo
en poco tiempo". Y más tarde: "Será muy bonita,
ya verás", y tratando de calmar 300
la tormenta que se acerca: "Es la edad ingrata".
"Debería tomar lecciones de equitación", decías
(tus ojos y los míos no se cruzaban). "Debería jugar
al tenis, al badmington. ¡Menos feculentos, más fruta!
Tal vez no sea una belleza, pero es graciosa."
Era inútil, inútil. Los premios ganados
en francés y en historia, era divertido, sin duda;
en las fiestas de Navidad los fuegos eran violentos, sin duda,
y una pequeña invitada tímida podía quedar a un lado;
pero seamos justos: mientras los niños de su edad 310
hacían el papel de elfos y de hadas en el escenario
que ella había ayudado a pintar para la representación de la escuela,
mi dulce hija personificaba la Madre Tiempo,
una criada encorvada, con un cubo y una escoba,
y como un imbécil, yo me iba a llorar a los retretes de hombres.
Otro invierno desapareció, barrido por los limpianieves.
El Toothwort White frecuentó nuestros bosques en mayo.
El verano avanzó segando, ardió el otoño.
Ay, el deslucido pichón de cisne nunca se convirtió
en un pato Carolina. Y de nuevo tu voz: 320
"¡Pero es un prejuicio! Deberías alegrarte
de que sea inocente. ¿Por qué insistir tanto
en lo físico? Ella quiere parecer un adefesio.
Hay vírgenes que han escrito libros resplandecientes .
El amor no es todo. ¡La belleza
no es indispensable!" Y sin embargo
el Viejo Pan seguía llamando desde cada colina pintada,
y sin embargo los demonios de nuestra piedad hablaban:
Ningún labio compartirá el rouge de sus cigarrillos;
el teléfono que sonaba antes de un baile 330
cada dos minutos en Sorosa Hall
nunca sonaba para ella; y con un gran
chirrido de neumáticos en la grava, hasta la puerta,
surgiendo de la noche laqueada, jamás un enamorado
de blanco pañuelo vino a buscarla; ella nunca iría,
sueño de gasa y jazmín, a aquel baile.
Sin embargo la mandamos a un castillo en Francia.
Y volvió llorando, con nuevas derrotas,
nuevas miserias. Los días en que todas las calles
de College Town llevaban al partido, ella se sentaba 340
en el umbral de la biblioteca, y leía o tejía;
las más de las veces estaba sola, o con aquella dulce
y frágil camarada que se hizo monja, y una o dos veces
con un muchacho coreano que seguía mi curso.
Tenía extraños miedos, extrañas fantasías, extraña fuerza
de carácter, como cuando se pasó tres noches
investigando ciertos sonidos, ciertas luces
en un viejo granero. Invertía las palabras: rosa, sarro,
pala, lapa. Y adán se convertía en nada.
Te llamaba saltamontes didáctico. 350
Rara vez sonreía, y cuando lo hacía,
era señal de dolor. Criticaba
ferozmente nuestros proyectos, y con ojos
inexpresivos, se quedaba sentada en la cama revuelta,
estirando los pies hinchados, rascándose la cabeza
con las uñas enfermas de psoriasis, y gemía
murmurando monótonas palabras terribles.
Era mi tesoro: difícil, malhumorada,
pero igual mi tesoro. Te acuerdas de aquellas
noches casi inmóviles, cuando jugábamos 360
al mahjong, o cuando se probaba tus pieles, que la hacían
casi atrayente; y los espejos sonreían,
la luz era piadosa, las sombras leves.
A veces yo la ayudaba a entender un texto latino,
o ella leía en su cuarto, cerca
de mi cubil fluorescente, y tú estabas
en tu estudio, doblemente separada de mí,
y de vez en cuando yo oía las dos voces:
"Mamá, ¿qué es grimpen ?" "¿Qué es qué?"
"Grim Pen".
Pausa, y tu glosa prudente. Después, de nuevo: 370
"Mamá, ¿qué es ctónico ?" También se lo explicabas,
añadiendo: "¿Quieres una mandarina?"
"No. Sí. ¿Y qué quiere decir sempiterno ?"
Vacilabas. Y desde mi escritorio, como un trueno,
yo rugía la respuesta, a través de la puerta cerrada.
Poco importaba lo que leyera
(algún cursi poema moderno del que se decía,
en el curso de Literatura Inglesa, que era un documento
"angayé y coercitivo" -¿qué significaba eso?-
a nadie le importaba); el hecho es que 380
los tres cuartos, unidos entonces por ti, por ella y por mí,
forman ahora un tríptico o una pieza en tres actos
donde los hechos reflejados permanecen para siempre.
Creo que ella siempre alimentó una pequeña, loca esperanza.
Yo acababa de terminar mi libro sobre Pope.
Jane Dean, mi dactilógrafa, le ofreció un día
presentarle a Pete Dean, un primo. El novio de Jane
los llevaría a todos en su coche nuevo
a un bar hawaiano, a unas veinte millas.
Fueron a buscar al muchacho a las ocho y cuarto 390
a New Wye. El camino estaba helado. Por fin
encontraron el lugar, cuando de pronto Pete Dean
llevándose las manos a la frente exclamó que había
olvidado por completo una cita con un amigo
que iría a parar a la cárcel si él, Pete, no iba,
etcétera. Ella dijo que comprendía.
Después que Pete se fue, se quedaron los tres
un rato, delante de la entrada azul.
El neón rayaba los charcos; y con una sonrisa
ella dijo que estaba de trop , que prefería 400
volverse a casa. Sus amigos la acompañaron
hasta la parada del ómnibus y la dejaron; pero ella, en vez
de volver a casa, bajó en Lochanhead.
Te miraste la muñeca: "Son las ocho y cuarto.
(Y aquí el tiempo se bifurcó.) Voy a encenderlo." La pantalla
desarrolló en su blancura líquida una mancha que parecía la vida,
y surgió la música.
Le echó una mirada
y fulminó con los ojos a la bien intencionada Jane.
Una mano masculina trazó de Florida a Maine
las curvas flechas de las guerras eolias. 410
Dijiste que más tarde un cuarteto de latosos,
dos escritores y dos críticos, discutirían
La Causa de la Poesía en el Canal 8.
Llegó una ninfa haciendo piruetas bajo blancos
pétalos rotatorios, en un rito primaveral,
para arrodillarse ante un altar, en un bosque,
donde había varios artículos de tocador.
Subí al primero y leí unas galeradas,
y oí al viento que hacía rodar bolitas en el tejado.
"Miren bailar al mendigo ciego, cantar al tullido" 420
tiene indudablemente el sonido vulgar
de su edad absurda. Después tu llamada,
tierno mirlo mío, subió desde el vestíbulo.
Espero llegar a tiempo para alcanzar a oír hablar de
una breve fama y tomar contigo una taza de té: mi nombre
fue mencionado dos veces, como de costumbre justo detrás
(un solo paso viscoso) de Frost.
"¿De veras no le molesta?
Tomaré el avión de Exton, porque, comprende,
si no llego antes de medianoche con la plata…"
Y después hubo una especie de película de viaje: 430
un presentador nos llevó a través de la niebla
de una noche de marzo, donde desde muy lejos
los faros crecían como una estrella en expansión
acercándose al verde, índigo y leonado mar,
que habíamos visitado en el treinta y tres,
nueve meses antes de su nacimiento. Ahora todo
era grisáceo y apenas recordaba
aquel primer, largo paseo, la luz cruel,
el rebaño de velas (una azul entre las blancas
chocaba extrañamente con el mar, y dos eran rojas), 440
el hombre del viejo blazer, desmenuzando pan,
la muchedumbre de gaviotas intolerablemente ruidosas,
y una paloma oscura contoneándose en la multitud.
"¿Fue el teléfono?" Escuchaste la puerta.
Nada. Recogiste el programa del suelo.
Más faros en la bruma. Inútil
limpiar los vidrios: sólo una tapia blanca
y los faroles de alumbrado pasaban sin máscaras.
"¿Estamos seguros de que procede bien?" preguntaste.
"Técnicamente es, sin duda, una cita con un desconocido.
¿Y si probamos la secuencia Remordimiento ?"
Y dejamos, con toda tranquilidad,
que la famosa película desplegara su marquesina encantada;
el célebre rostro entró graciosamente, bello y tonto:
los labios entreabiertos, los ojos húmedos, el grain de
beauté -extraño galicismo– en la mejilla,
y la suave forma desapareciendo en el prisma
del deseo colectivo.
"Creo", dijo,
"que voy a bajarme aquí." "Pero estamos en Lochanhead."
"Sí, está bien." Agarrada a la barra, miró 460
los árboles espectrales. El ómnibus se detuvo. El ómnibus desapareció.
Trueno sobre la selva. "¡No, eso no!"
Pat Pink, nuestro huésped (charla antiatómica).
Dieron las once. Suspiraste. "Me temo que no haya
más nada interesante." Jugaste
a la ruleta de las cadenas: el dial giraba y trictraqueaba.
Los anuncios eran decapitados. Las caras pasaban como relámpagos.
Una boca abierta fue borrada en medio de una canción.
Un imbécil con patillas se disponía
a utilizar su pistola, pero tú eras demasiado rápida. 470
Un negro jovial alzaba la trompeta. Tric.
Tu anillo de rubíes daba la vida, imponía la ley.
¡Oh, apágalo! Y en el momento en que se cortaba la vida
vimos una luminosa cabeza de alfiler que disminuía y moría
en el negro infinito.
Desde su cabaña al borde del lago,
un guardián, el Padre Tiempo, todo gris y encorvado,
salió con su perro, inquieto, y costeó
el cañaveral de la orilla. Llegó demasiado tarde.
Bostezaste discretamente y apartaste la bandeja.
Oíamos el viento. Lo oíamos empujar y arrojar 480
ramitas contra los vidrios de la ventana. ¿Suena el teléfono? No.
Te ayudé a lavar los platos. El gran reloj
seguía demoliendo jóvenes raíces, viejas rocas.
"Medianoche", dijiste. ¿Qué es medianoche para los jóvenes?
Y de pronto un fulgor de fiesta barrió
cinco troncos de cedros, aparecieron parches de nieve,
y un coche de la policía en nuestro camino combado
se detuvo con un crujido. ¡Reanuden! ¡Reanuden!
Algunos pensaron que había tratado de cruzar el lago
en Lochan Neck donde patinadores entusiastas cruzaban 490
de Exe a Wye los días especialmente fríos.
Otros supusieron que se había perdido
doblando a la derecha de Bridgeroad; y otros dicen
que se quitó la pobre y joven vida. Yo sé. Tú sabes.
Era una noche de deshielo, una noche de viento fuerte,
de gran excitación en el aire. La primavera negra
estaba a la vuelta de la esquina, temblando
en el húmedo brillo de las estrellas y en el suelo húmedo.
El lago yacía en la niebla, el hielo semihundido.
Una forma confusa salió de los cañaverales de la orilla, 500
avanzó por el voraz, crujiente pantano, y se hundió.
CANTO TERCERO
¡ L'if , árbol sin vida! Tu gran Quizá, Rabelais:
la gran patata.
I.P.H., un laico Instituto (I) de Preparación (P)
para el Hades (H), o If, como lo llamábamos
– ¡Si con mayúscula!– me contrató por un semestre
para hablar sobre la muerte ("para discurrir sobre el Gusano",
me escribió el Presidente McAber).
Tú y yo,
y ella, entonces pequeñita, nos trasladamos de New Wye
a Yewshade, en otro Estado, más alto.
Amo las grandes montañas. Desde la verja de entrada
de la casa destartalada que alquilamos allí
se veía una forma nevada, tan lejana, tan bella
que sólo cabía lanzar un suspiro, como si
pudiera ayudar a asimilarla.
Iph
era un nido de larvas y una violeta:
una fosa en la primavera precoz de la Razón. Y sin embargo
faltaba lo esencial de la cosa; faltaba
lo que más interesa al preterista;
pues morimos cada día; el olvido prospera 520
no con fémures secos sino con vidas llenas de savia
y nuestros mejores ayeres, son ahora fétidos montones
de nombres arrugados, números telefónicos y fichas descoloridas.
Estoy dispuesto a convertirme en una florecilla
o en un moscón, pero a olvidar, jamás.
Y rechazaré la eternidad a menos que
la melancolía y la ternura
de la vida mortal; la pasión y el dolor;
la luz clarete de ese avión que desaparece
a la altura de Hesperus; tu gesto consternado 530
cuando se han acabado los cigarrillos; la manera
en que sonríes a los perros; la huella de baba plateada
que dejan los caracoles en las piedras; esta buena tinta, esta rima,
esta ficha, este delgado elástico
que cae siempre en forma de ocho,
estén en el cielo a disposición de los que acaban de morir
almacenados en sus cajas fuertes a través de los años.
En cambio
el Instituto estimaba que sería quizá prudente
no esperar demasiado del paraíso:
¿Qué hacer si no hay nadie que salude
al recién llegado, ni recepción, ni 540
adoctrinamiento? ¿Qué pasa si uno es arrojado
a un vacío sin fin, la orientación perdida,
el espíritu desnudo y absolutamente solo,
la tarea inacabada, la desesperación desconocida,
el cuerpo que empieza apenas a pudrirse,
indesvestible con traje de mañana,
la viuda postrada en una cama incierta,
ella misma borrón en la cabeza que se disuelve?
Poniendo a los dioses en su lugar, incluyendo al D. con mayúscula, 550
Iph tomaba algunos desechos periféricos
de las visiones místicas; y ofrecía triquiñuelas
(las gafas ahumadas para el eclipse de la vida)
para no perder la cabeza cuando uno se convierte en fantasma:
deslizarse de costado, elegir una curva suave y dejarse caer,
encontrar cuerpos sólidos y atravesarlos de un resbalón,
o dejar que una persona circule en usted.
Cómo reconocer en las tinieblas, con un sobresalto
Terra la Bella, una bola de jaspe.
Cómo conservar la razón en tipos de espacio en espiral. 560
Precauciones que han de adoptarse en caso
de una reencarnación monstruosa: qué hacer
al descubrir de pronto que uno
es ahora un sapo joven y vulnerable
instalado en medio de un camino frecuentado,
o un osezno bajo un pino ardiendo,
o una polilla en un libro eclesiástico otra vez de moda.
El tiempo significa sucesión, y la sucesión, cambio:
la eternidad debe, pues, perturbar
los horarios del sentimiento. Aconsejamos 570
al viudo. Se ha casado dos veces;
se encuentra con sus dos esposas, las dos amadas, amantes
y celosas una de otra. El tiempo significa crecimiento
y el crecimiento no significa nada en la vida elísea.
Acariciando a un niño, inmutable, la esposa de cabellos de lino
se duele al borde de un recordado estanque
lleno de un cielo soñador. Y rubia también,
pero con un toque leonado en la sombra,
las manos enlazando las rodillas, en una balaustrada de piedra
apoyados los pies, la otra está sentada y mira 580
con ojos húmedos la impenetrable y leve bruma azul.
¿Cómo empezar? ¿A quién besar primero? ¿Qué juguete
dar al niño? ¿Ese chiquillo solemne sabe
que un choque de frente, una salvaje noche de marzo,
mató a la madre y al hijo?
Y ella, el segundo amor, pies desnudos en negras zapatillas
de baile, ¿por qué lleva pendientes
sacados del estuche de joyas de la otra?
¿Y por qué aparta su joven y apasionado rostro?
Porque, como nos enseñan los sueños, ¡es tan difícil 590
hablar con nuestros muertos queridos! Se desentienden
de nuestra aprensión, de nuestros escrúpulos y nuestra vergüenza…
la terrible sensación de que no son del todo los mismos.
Y nuestro compañero de escuela muerto en una guerra lejana
no se sorprende de vernos a su puerta,
y con una mezcla de ligereza y melancolía
señala los charcos en su cuarto del subsuelo.
¿Pero quién puede enseñar los pensamientos a que deberíamos recurrir
cuando la mañana nos descubra caminando hacia la pared,
bajo la dirección escénica de algún político 600
cretino, de algún babuino de uniforme?
Pensaremos en cosas que sólo nosotros sabemos:
imperios de la rima, Indias del cálculo;
escuchar el canto distante de los gallos, y discernir